CAPÍTULO V

Descubrimientos en el jardín

De nuevo a solas, la señorita de Sor regresó al jardín atravesando otra vez la arboleda. Su entrevista con el maestro de dibujo la había ayudado a pasar el tiempo. A algunas jóvenes no les habría resultado tarea fácil formarse una opinión justa del carácter de Alban Morris. El examen esencialmente superficial de Francine la condujo a calificarlo de «un poco loco» y a no ocuparse más de él, juzgado y descartado a su entera satisfacción.

Al llegar al prado descubrió a Emily, que caminaba de un lado a otro, con la cabeza gacha y las manos a la espalda, sumida en sus reflexiones. La alta opinión de sí misma que tenía Francine no le habría permitido detenerse junto a ninguna otra de las chicas, a menos que esta la hubiera abordado. Se detuvo a contemplar a Emily.

La triste suerte de las mujeres de pequeña estatura las condena por lo general a engordar demasiado y a tener piernas cortas. La figura esbelta y bellamente espigada de Emily desmentía la primera de esas dos desdichas, y sólo con atravesar una habitación daba testimonio de la afortunada ausencia de la segunda. La Naturaleza la había constituido, de pies a cabeza, sobre una armazón de huesos de proporciones perfectas. Que sean altas o de pequeña estatura, poco importa en el caso de las mujeres que poseen la ventaja fundamental de contar con un buen esqueleto. Cuando viven hasta la vejez, a menudo confunden a los hombres imprudentes que las siguen por las calles. «Mi palabra de honor que tenía tanta gracia y caminaba tan erguida como una jovencita; y cuando la mirabas de frente, el pelo blanco y setenta años de edad».

Francine se acercó a Emily, movida por un impulso raro en su naturaleza: el impulso de mostrarse sociable.

—Parece que no está usted de muy buen talante —comenzó—. ¿Será que le pesa dejar la escuela?

Presa del estado de ánimo que la embargaba, Emily aprovechó la oportunidad para (como reza la frase popular) parar en seco a Francine.

—Lamento decirle que se equivoca —respondió—. En Cecilia encontré a mi más querida amiga en la escuela. Y la escuela trajo consigo el cambio en mi vida que me ha ayudado a soportar la pérdida de mi padre. Si quiere saber en qué pensaba en este momento, le diré que pensaba en mi tía. No ha respondido a mi última carta y comienzo a temer que se encuentre enferma.

—Lo lamento mucho —dijo Francine.

—¿Por qué? No conoce a mi tía; y a mí sólo me conoce desde ayer por la tarde. ¿Por qué lo lamenta?

Francine guardó silencio. Sin percatarse de ello, comenzaba a experimentar la imperiosa influencia que Emily ejercía sobre las naturalezas más débiles que entraban en contacto con ella. Sentirse irresistiblemente atraída por una desconocida —una criatura infortunada cuyo destino era ganarse la vida con su trabajo— al ingresar en una nueva escuela, colmaba de perplejidad el escaso discernimiento de la señorita de Sor. Tras esperar en vano una respuesta, Emily le volvió la espalda y retomó el hilo de los pensamientos que su compañera había interrumpido.

Por una asociación de ideas de la que no era consciente, pasó de pensar en su tía a pensar en la señorita Jethro. La entrevista de la noche anterior había acudido a su mente a ratos durante las horas ya transcurridas del nuevo día.

Actuando por instinto más que impulsada por la razón, había mantenido en absoluta reserva ese notable incidente de su vida escolar. Nadie más se había enterado de algo adicional en torno al asunto. Al informarle del mismo a su claustro de profesores, la señorita Ladd había aludido a la cuestión en los términos más cuidadosos. «Circunstancias de orden personal han obligado a la dama a marcharse de mi escuela. Cuando regresemos después de las vacaciones, habrá otra maestra en su lugar». Así habían comenzado y concluido las explicaciones de la señorita Ladd. Las averiguaciones con las sirvientas no habían arrojado ningún resultado. El equipaje de la señorita Jethro debía enviarse a la estación central del ferrocarril de Londres, y la propia señorita Jethro había borrado todo rastro al marcharse a pie de la escuela. El interés de Emily por la maestra perdida no era el interés pasajero de la curiosidad; la misteriosa amiga de su padre era una persona a quien deseaba sinceramente volver a ver. Desorientada ante la dificultad para encontrar algún medio de seguir el rastro de la señorita Jethro, llegó a la sombra de la arboleda y dio la vuelta para regresar. Al aproximarse al lugar en que se encontrara con Francine, se le ocurrió una idea. Era posible que la señorita Jethro no fuera una desconocida para su tía.

Meditando aún en el frío recibimiento de que fuera objeto, y sintiendo la influencia que la dominaba a su pesar, Francine interpretó el regreso de Emily como una expresión implícita de arrepentimiento. Avanzó con una sonrisa forzada y fue la primera en hablar.

—¿Cómo les va a las jóvenes en el salón? —preguntó para reanudar la conversación.

El rostro de Emily exhibió un gesto de sorpresa que decía a las claras: ¿no puede entender una indirecta y dejarme tranquila?

Francine era constitucionalmente impenetrable a ese tipo de reconvención, de modo que no sintió ni cosquillas en su gruesa piel de elefante.

—¿Por qué no está ayudándolas, si es la que tiene la cabeza más clara de todas y la que siempre toma la iniciativa? —continuó.

Puede ser una confesión humillante, pero es sin duda cierto que todos somos sensibles a la adulación. Los diferentes gustos aprecian diferentes métodos de lisonja, pero su práctica resulta más o menos agradable para todos. El de Francine ejerció un efecto tranquilizante sobre Emily, quien respondió con indulgencia:

—Señorita de Sor, no tengo nada que ver con el asunto.

—¿Nada que ver con el asunto? ¿Ningún premio que ganar antes de dejar la escuela?

—Hace años que gané todos los premios.

—Pero habrá declamaciones. ¿No declama usted?

Palabras inofensivas en sí mismas, pronunciadas con la intención de que siguieran el mismo curso de fácil adulación que las anteriores, pero ¡qué resultado tan distinto produjeron! La faz de Emily se encendió de cólera desde el instante en que las oyó. Después de irritar a Alban Morris, la infortunada Francine, merced a una segunda y lamentable intervención del azar, había logrado molestar a Emily.

—¿Quién se lo ha dicho? —exclamó ésta—. ¡Insisto en saberlo!

—¡Nadie me ha dicho nada! —declaró Francine con voz lastimosa.

—¿Nadie le ha dicho que he sido insultada?

—¡No, claro que no! Oh, señorita Brown, ¿quién se atrevería a insultarla a usted?

En un hombre, el sentimiento de haber sido objeto de una injusticia se somete en ocasiones a la disciplina del silencio. En una mujer, nunca. Al recordar súbitamente (merced al perdonable error de una amable compañera) la arbitrariedad de que fuera víctima, ¡Emily incurrió en la pasmosa incoherencia de apelar a las simpatías de Francine!

—¿Podrá creerlo? Me han prohibido que declame, a mí, a la alumna más destacada de la escuela. ¡Oh, no fue hoy! Sucedió hace un mes, cuando todas hacíamos nuestras consultas y preparativos. La señorita Ladd me preguntó si ya había escogido una obra para declamar. Le dije: «No sólo la he escogido, sino que ya la he aprendido de memoria». «¿Y cuál es?». «La escena del puñal de Macbeth». Dejó escapar un aullido —no puedo llamarlo de ninguna otra manera—, un aullido de indignación. ¡El monólogo de un personaje masculino, y, lo que es peor aún, el monólogo de un asesino, declamado por una de las jóvenes de la señorita Ladd ante un público compuesto por padres y tutores! Ese fue el tono que se empleó conmigo. Me mantuve firme como una roca. La escena del puñal o nada. ¡Al final, nada! Un insulto a Shakespeare y un insulto a mí. Me dolió, me duele todavía. Estaba dispuesta a hacer cualquier sacrificio en nombre del teatro. Si la señorita Ladd hubiera reaccionado como correspondía, ¿sabe qué habría hecho? Habría interpretado a Macbeth ataviada para la escena. Escúcheme y juzgue por sí misma. Comienzo con una mirada extraviada que produce terror y una voz hueca y plañidera: «¿Es un puñal lo que veo…?»

Emily declamaba con el rostro vuelto hacia los árboles, pero se interrumpió, abandonó el personaje de Macbeth y al instante volvió a ser ella misma: ella con la cara encendida y un brillo de cólera en la mirada.

—Excúseme, no puedo confiar en mi memoria. Debo buscar la obra.

Y con esa brusca disculpa se alejó rápidamente en dirección a la casa.

Un poco sorprendida, Francine se volvió y miró hacia los árboles. Descubrió —en franca retirada, del otro lado— a Alban Morris, el excéntrico profesor de dibujo. ¿Admiraba él también la escena del puñal? ¿Y, por tanto, deseaba oírla declamar recatadamente, sin que se advirtiera su presencia? En ese caso, ¿por qué Emily (cuya debilidad no era, ciertamente, la falta de confianza en su propio talento) se había marchado del jardín en el instante en que lo vio? Francine se dejó guiar por el instinto. Acababa de llegar a una conclusión que se expresó en una sonrisa maliciosa, cuando apareció en el prado la gentil Cecilia —una imagen adorable, con un ancho sombrero de paja y un vestido blanco con un ramillete de flores en el escote— sonriendo y abanicándose.

—Hace tanto calor en el aula, y algunas de las chicas, pobrecitas, se ponen de tan mal humor en los ensayos, que decidí escapar —dijo—. Confío en que haya podido desayunar, señorita de Sor. ¿Qué hace aquí, tan sola?

—He hecho un descubrimiento interesante —respondió Francine.

—¿Un descubrimiento interesante en nuestro jardín? ¿De qué se trata?

—El profesor de dibujo, querida, está enamorado de Emily. Quizás ella no sienta nada por él. O tal vez he sido un obstáculo inocente a la celebración de una entrevista entre ellos.

En el desayuno, Cecilia había comido hasta saciarse de su plato favorito: huevos con mantequilla. Estaba de tan buen humor que se sentía inclinada a la coquetería, aun cuando no había ningún hombre presente a quien fascinar.

—No se nos permite hablar de amor en la escuela —dijo, y escondió el rostro tras el abanico—. Además, si llegara a oídos de la señorita Ladd, el pobre señor Morris podría perder su puesto.

—¿Pero no es verdad? —preguntó Francine.

—Puede que sea verdad, querida, pero nadie lo sabe. Emily no ha dejado escapar ni una palabra en presencia de ninguna de nosotras, y el señor Morris se guarda su secreto. De vez en cuando lo sorprendemos contemplándola… y sacamos nuestras propias conclusiones.

—¿Vio a Emily cuando venía hacia aquí?

—Sí, y pasó a mi lado sin hablarme.

—Quizás pensaba en el señor Morris.

Cecilia negó con la cabeza.

—Pensaba, Francine, en la nueva vida que la espera, y me temo que lamentaba haberme confiado sus esperanzas y deseos. ¿Le contó anoche cuál será su futuro cuando se marche de la escuela?

—Me dijo que usted había sido muy amable al ayudarla. Estoy segura de que me habría enterado de más cosas de no haberme dormido. ¿Qué hará?

—Vivir en una casa aburrida, muy lejos, en el norte, llena de ancianos —respondió Cecilia—. Tendrá que escribir y traducir para un gran estudioso que investiga unas misteriosas inscripciones —jeroglíficos, creo que las llaman— encontradas en las ruinas de la América Central. ¡No es cosa de risa, Francine! Emily también hizo una broma a propósito de ello. «Aceptaré cualquier cosa menos un cargo de institutriz», dijo. «¡Habría que compadecer a los niños que me tuvieran a mí para instruirlos!». Me rogó y me suplicó que la ayudara a encontrar una manera de ganarse la vida honradamente. ¿Qué podía yo hacer? Lo único que estaba a mi alcance era escribirle a papá. Como es miembro del parlamento, todo el que aspira a un puesto parece creer que está obligado a encontrárselo. Sucedió que había tenido noticias de un viejo amigo (un tal Sir Jervis Redwood) que andaba en busca de un secretario. Como está a favor de permitirles a las mujeres competir con los hombres por los empleos, Sir Jervis estaba dispuesto a probar lo que llama «una fémina». ¿No es esa una manera horrible de referirse a nosotras? Y la señorita Ladd dice, además, que es incorrecta desde el punto de vista del idioma. Papá ya le había respondido diciendo que no conocía a ninguna dama a quien pudiera recomendarle. Cuando recibió la carta en la que le hablaba de Emily, nos hizo el favor de volver a escribirle. Entretanto, Sir Jervis había recibido dos solicitudes para la plaza vacante. En ambos casos se trataba de señoras mayores y no las aceptó.

—Porque eran mayores —sugirió Francine con malicia.

—Oirá usted misma sus razones, querida. Papá me mandó un extracto de su carta. Me enojó bastante; y (quizás por esa razón) creo que puedo repetirla palabra por palabra: «En esta casa ya somos cuatro ancianos, y no queremos un quinto. Deseamos contar con alguien joven que nos levante el ánimo. Si la amiga de su hija está de acuerdo con los términos y no carga con un enamorado, la mandaré a buscar cuando termine la escuela a mediados del verano». Grosero y egoísta, ¿no es cierto? Sin embargo, Emily no estuvo de acuerdo conmigo cuando le mostré el extracto. Aceptó el empleo, para gran sorpresa y pesar de su tía, cuando esa excelente mujer se enteró. Ahora que ha llegado el momento, creo que la pobrecita Emily (aunque no lo admite) le teme a ese futuro.

—Es muy posible —concordó Francine sin fingir siquiera condolerse de Emily—. Pero dígame, ¿quiénes son los cuatro ancianos?

—Primero el propio Sir Jervis, que acaba de cumplir setenta años. Después, su hermana soltera, de casi ochenta. A continuación su sirviente, el señor Rook, que hace mucho que pasó de los sesenta. Y por último, la esposa de su sirviente, que se considera joven, dado que sólo tiene un poco más de cuarenta. Esas cuatro personas componen el hogar de Sir Jervis. La señora Rook vendrá hoy para acompañar a Emily en el viaje al norte, y no estoy nada segura de que a Emily le resulte simpática.

—¿Supongo que se trata de una mujer desagradable?

—No, no exactamente, más bien rara y caprichosa. La verdad es que la señora Rook ha tenido sus problemas, y quizás eso la ha desequilibrado un poco. Ella y su esposo eran los dueños de la posada del pueblo que queda cerca de nuestro parque; en casa los conocemos bien. Esas pobres gentes me inspiran mucha lástima. ¿Qué mira, Francine?

Como no sentía ningún interés por el señor y la señora Rook, Francine examinaba el adorable rostro de su compañera en busca de defectos. Ya había descubierto que Cecilia tenía los ojos muy separados y que a su barbilla le faltaba tamaño y carácter.

—Admiraba su tez, querida —respondió displicente—. ¿Y por qué compadece a los Rook?

La sencilla Cecilia se limitó a sonreír y a continuar con su historia.

—Se ven obligados a emplearse como sirvientes en la vejez, debido a una desgracia de la que de ningún modo son culpables. Los clientes dejaron de acudir a su establecimiento y el señor Rook quebró. La posada comenzó a tener eso que llaman mala fama, y por una causa terrible. En ella se cometió un asesinato.

—¿Un asesinato? —exclamó Francine—. ¡Oh, qué emoción! Es usted tan exasperante. ¿Por qué no me lo había dicho?

—No había pensado en ello —dijo Cecilia con toda sencillez.

—¡Siga! ¿Estaba usted en su casa cuando ocurrió?

—Estaba aquí, en la escuela.

—Pero supongo que habrá leído los periódicos.

—La señorita Ladd no nos permite leer periódicos. No obstante, me enteré por las cartas de mi casa. No es que escribieran mucho sobre el asunto. Decían que era demasiado horrible para contarlo. El pobre caballero asesinado…

Francine mostró una emoción verdadera:

—¡Un caballero! —exclamó—. ¡Qué horrible!

—Nadie en nuestra región conocía al pobre hombre, y la policía no tenía la menor idea de cuál podía ser el motivo del asesinato —prosiguió Cecilia—. No se encontró su cartera, pero el cadáver conservaba el reloj y los anillos. Recuerdo las iniciales de su ropa interior, porque eran las mismas de mi madre antes de casarse: «J.B.». Créame, Francine, eso es todo lo que sé.

—Pero sin duda sabe si se descubrió al asesino.

—¡Oh, claro, eso sí lo sé! El gobierno ofreció una recompensa, y enviaron de Londres a algunas personas muy inteligentes para que ayudaran a la policía del condado. No consiguieron nada. Desde entonces hasta la fecha no se ha encontrado al asesino.

—¿Cuándo sucedió?

—Sucedió en el otoño.

—¿El otoño del año pasado?

—¡No! ¡No! Hace casi cuatro años.