El profesor de dibujo de la señorita Ladd
A Francine la despertó a la mañana siguiente una de las sirvientas, que le traía el desayuno en una bandeja. Atónita ante esa concesión a la pereza en una institución dedicada a la práctica de todas las virtudes, miró a su alrededor. El dormitorio estaba desierto.
—Las demás jóvenes están atareadas como abejas, señorita —explicó la sirvienta—. Hace dos horas que se levantaron y se vistieron, y hace rato que se recogió el desayuno. La culpa es de la señorita Emily. No les permitió que la despertaran. Dijo que usted no sería de ninguna utilidad en los bajos, y que era mejor que la trataran como a una visita. La señorita Cecilia se sintió tan apenada de que usted se perdiera el desayuno que habló con el ama de llaves, y ella me envió a traérselo. Por favor, perdone si el té está frío. Hoy es el Gran Día y, en consecuencia, todo está patas arriba.
Tras preguntar qué era el «Gran Día» y por qué producía esos extraordinarios resultados en una escuela para señoritas, Francine descubrió que el primer día de las vacaciones se dedicaba a la distribución de los premios, en presencia de padres, tutores y amigos. A ello se añadía una Gala, compuesta por esas inmisericordes pruebas a la entereza humana llamadas Declamaciones. A intervalos se distribuían refrescos ligeros y se interpretaban piezas musicales, para reanimar al exhausto público. El periódico local enviaba a un reportero para que redactara una crónica del acontecimiento, y algunas de las jóvenes de la señorita Ladd disfrutaban del embriagador placer de ver sus nombres en letra de imprenta.
—Empieza a las tres —continuó la sirvienta—, y con las prácticas y los ensayos y la ornamentación del aula hay un alboroto capaz de marear a cualquiera. Además de que todos nos hemos llevado una sorpresa —dijo la chica bajando la voz y acercándose a Francine—. Esta mañana temprano se marchó la señorita Jethro sin despedirse de nadie.
—¿Quién es la señorita Jethro?
—La maestra nueva, señorita. No le gustaba a nadie, y todas sospechamos que hay algo turbio en el asunto. Ayer la señorita Ladd y el párroco sostuvieron una larga conversación (en privado, sabe), y mandaron a buscar a la señorita Jethro, lo que no tiene muy buen aspecto, ¿no le parece? ¿Puedo hacer algo más por usted, señorita? Después de la lluvia, el día está precioso. Yo en su lugar iría a pasar un buen rato al jardín.
Después de terminar su desayuno, Francine decidió seguir ese sensato consejo. La sirvienta que le indicó el camino al jardín no se sintió favorablemente impresionada por la nueva pupila: el humor de Francine se reflejaba de modo demasiado evidente en su rostro. A una muchacha que tenía una elevada opinión de sí misma no le resultaba muy agradable sentirse excluida, como si fuera una tosca chica de campo, del proyecto que absorbía todo el interés de sus compañeras. «¿Llegará el día en que gane un premio, y cante y toque ante todos los invitados?» se preguntó con amargura. «¡Cómo me gustaría lograr que las chicas me envidiaran!»
Un extenso prado, sombreado en uno de sus extremos por espléndidos y añosos árboles —con arriates de flores y arbustos, y veredas serpenteantes, trazadas con gracia para invitar al caminante a recorrerlas— hacían del jardín un bienvenido refugio en esa hermosa mañana de verano. La novedad de la escena, después de su vida en el Caribe, y las deliciosas brisas refrescadas por la lluvia de la noche, ejercieron una tonificante influencia sobre el ánimo hosco de Francine. Sonrió, a pesar de sí misma, al recorrer los agradables senderos y escuchar a los pájaros que cantaban sus canciones estivales allá en lo alto.
Caminando sin rumbo fijo atravesó la arboleda, que ocupaba una extensión considerable de terreno, y llegó a un amplio claro donde descubrió un viejo estanque cubierto de plantas acuáticas. De la dilapidada fuente que estaba en su centro caían gotas de agua. Del otro lado del estanque, el terreno descendía en una suave pendiente hacia el sur y dejaba ver, sobre una cerca de poca altura, una linda vista de un pueblo y su iglesia, con un fondo de bosques de abetos que ascendía por las laderas cubiertas de brezos de una cadena de colinas más lejanas. Una pequeña y singular edificación de madera, que imitaba en sus formas un chalet suizo, estaba ubicada de forma que desde ella se apreciaba todo el panorama. Cerca, a su sombra, había una silla y una mesa rústicas con una caja de pinturas sobre la una y un portafolio sobre la otra. Una hoja de papel de dibujo desechada revoloteaba sobre la hierba, a merced de la brisa caprichosa. Francine bordeó el estanque corriendo y recogió el papel justo cuando estaba a punto de caer al agua. Era un boceto en acuarela del pueblo y los bosques, y Francine, que había contemplado el paisaje con indiferencia, se interesó por el dibujo del paisaje. Los visitantes de las Galerías de Arte que admiten estudiantes dan muestras de la misma extraña perversión. La obra del copista capta toda su atención, al tiempo que no se interesan por el cuadro original.
Al levantar la vista del boceto, Francine experimentó un sobresalto. Descubrió a un hombre que la observaba desde la ventana del mirador suizo.
—Cuando haya terminado con ese dibujo le ruego que me lo devuelva —dijo con voz pausada.
Era alto, delgado y trigueño. Su rostro inteligente y de hermosos rasgos —cuya parte inferior ocultaba una barba negra y rizada— habría sido definitivamente atractivo, incluso a los ojos de una alumna de escuela, de no haber sido por las profundas arrugas que lo surcaban prematuramente entre las cejas y a ambos lados de la boca. Por otra parte, una burla latente menoscababa el encanto de sus maneras, por lo demás refinadas y gentiles. Entre los seres que pueblan la tierra, los niños y los perros eran los únicos críticos que apreciaban sus méritos sin percatarse de los defectos que hacían que la impresión que producía en hombres y mujeres no fuera completamente favorable. Vestía con pulcritud, pero su abrigo mañanero estaba mal cortado, y su pintoresco sombrero de fieltro era demasiado viejo. En resumen, parecía no tener ninguna buena cualidad que no estuviera perversamente asociada con alguna insuficiencia. Era uno de esos hombres inofensivos e infortunados que poseen excelentes cualidades y que, sin embargo, nunca llegan a gozar de popularidad en la esfera social en que se mueven.
Francine le alcanzó el boceto por la ventana, dudando de si las palabras que le dirigiera habían sido pronunciadas en broma o en serio.
—Sólo me atreví a tocar su dibujo porque corría peligro —dijo.
—¿Qué peligro? —inquirió él.
Francine señaló al estanque.
—Si no lo hubiera recogido a tiempo, el viento lo habría hecho caer al agua.
—¿Cree que valía la pena recogerlo?
Al hacer esa pregunta miró primero al boceto, después al paisaje que reproducía y después de nuevo al boceto. Las comisuras de su boca se alzaron en una expresión sarcástica.
—Señora Naturaleza, le pido perdón —dijo.
Con esas palabras rasgó inmutable su obra de arte en pequeños pedazos que lanzó al viento por la ventana.
—¡Qué lástima! —dijo Francine.
El hombre salió del mirador y se acercó a ella.
—¿Por qué es una lástima? —preguntó.
—Un dibujo tan bonito.
—No es un dibujo bonito.
—No es usted muy cortés, señor.
El hombre la miró y suspiró, como si compadeciera a una mujer tan joven por tener un temperamento tan presto a detectar una ofensa. Él, en cambio, en medio de las más abiertas desavenencias, mantenía un talante cortésmente seguro de sí mismo.
—Digámoslo claramente, señorita —contestó—. He ofendido el sentimiento que predomina en su naturaleza: la conciencia de su propio valor. No le gusta que le digan, ni siquiera de modo indirecto, que no sabe nada de Arte. En estos tiempos, todo el mundo lo sabe todo y opina que, al final, no vale la pena saber nada. Pero cuidado con la manera en que adopta un aire de indiferencia, que no es otra cosa que arrogancia disfrazada. La pasión dominante de la humanidad civilizada es la Arrogancia. Puede usted someter a cualquier otra prueba el aprecio de su mejor amigo, y este se lo perdonará. Pero rice siquiera la lisa superficie de la buena opinión que tiene de sí mismo y se producirá entre ustedes un franco distanciamiento que durará toda la vida. Excúseme por transmitirle el oropel de mi experiencia. Esta charla intrascendente es mi forma de arrogancia. ¿Puedo serle útil de alguna manera mejor? ¿Busca a alguna de nuestras jóvenes señoritas?
Francine comenzó a sentir, a su pesar, cierto interés en el hombre cuando se refirió a «nuestras jóvenes señoritas». Le preguntó si formaba parte de la escuela.
Las comisuras de su boca volvieron a alzarse.
—Soy uno de los profesores —dijo—. ¿Y usted también va a formar parte de la escuela?
Francine inclinó la cabeza con una gravedad y una condescendencia destinadas a mantenerlo a conveniente distancia. Lejos de sentirse desalentado, el hombre le permitió a su curiosidad tomarse nuevas libertades.
—¿Tendrá usted la desdicha de ser una de mis alumnas? —preguntó.
—No sé quién es usted.
—No sabrá mucho más cuando conozca mi nombre. Me llamo Alban Morris.
Francine modificó lo dicho.
—Quise decir que no sé lo que enseña.
Alban Morris apuntó a los fragmentos de su boceto del paisaje.
—Soy un mal artista —dijo—. Algunos malos artistas se convierten en miembros de la Real Academia. Algunos se dan a la bebida. Algunos obtienen una pensión. Y otros —y soy uno de ellos— encuentran refugio en las escuelas. En esta escuela, el dibujo es una asignatura opcional. ¿Seguirá usted mi consejo? Cuide el bolsillo de su buen padre; diga que no quiere aprender a dibujar.
Hablaba tan en serio y con tanta gravedad que Francine rompió a reír.
—Es usted un hombre extraño —dijo.
—Se equivoca de nuevo, señorita. No soy más que un hombre infeliz.
Los surcos de su rostro se hicieron más profundos, el humor latente murió en sus ojos. Se volvió hacia la ventana del mirador y tomó una pipa y una bolsa de tabaco que había dejado en el alféizar.
—Perdí a mi único amigo el año pasado —dijo—. Desde la muerte de mi perro, mi pipa es la única compañera que me queda. Naturalmente, no me está permitido disfrutar del consuelo de esta honesta amiga en presencia de las damas. Ellas tienen su propio gusto en lo tocante a perfumes. Sus ropas y sus cartas apestan a la fétida secreción del alce almizclero. El limpio olor vegetal del tabaco les resulta insoportable. Permítame retirarme y déjeme agradecerle la molestia que se tomó para salvar mi dibujo.
El tono de indiferencia con que expresó su agradecimiento picó a Francine. Su resentimiento la llevó a extraer sus propias conclusiones acerca de lo que el profesor de dibujo había dicho sobre las damas y el alce almizclero.
—Me equivoqué al admirar su dibujo y también al creer que era usted un hombre extraño —señaló—. ¿Me equivoco por tercera vez si pienso que no le agradan las mujeres?
—Lamento decir que tiene razón —respondió Alban Morris con aire grave.
—¿No existe ni siquiera una excepción?
En el mismo momento en que esas palabras salieron de sus labios, Francine se percató de que había tocado un lugar sensible y oculto que había en el profesor. Las negras cejas de Alban Morris se fruncieron, sus ojos penetrantes la miraron con airada sorpresa. Al momento se calmó. El maestro de dibujo se quitó el desastrado sombrero y le hizo una reverencia.
—Aún me queda un punto doloroso, y sin la menor intención, usted lo ha lastimado —dijo—. Buenos días.
Antes de que Francine pudiera volver a hacer uso de la palabra, Alban Morris ya había doblado la esquina del mirador y lo ocultaban unos arbustos situados hacia el oeste del terreno.