CAPÍTULO III

El difunto señor Brown

La mujer señaló la vela con su mano delgada y de dedos largos.

—No la apague.

Después de pronunciar esas palabras, recorrió la habitación con la vista para comprobar que las demás jóvenes dormían.

Emily soltó el matacandelas.

—Va a informar del asunto, por supuesto —dijo—. Soy la única despierta, señorita Jethro; la culpa es mía.

—No tengo ninguna intención de informar. Pero tengo algo que decirle.

Hizo una pausa y se aparto de las sienes el pelo negro y espeso (que ya exhibía algunas hebras grises). Sus ojos grandes, oscuros y apagados se posaron en Emily con doloroso interés.

—Cuando sus jóvenes amigas despierten mañana por la mañana, dígales que la nueva maestra, que a nadie le gusta, se ha ido de la escuela —continuó.

Por una vez, hasta la avispada Emily se sintió confundida.

—¡Qué se va, pero si llegó usted aquí por Pascua! —dijo.

La señorita Jethro avanzó sin hacer caso de la expresión de sorpresa de Emily.

—No soy muy fuerte, ni siquiera en los mejores momentos —continuó—. ¿Puedo sentarme en su cama?

Notable en otras ocasiones por su fría compostura, su voz temblaba al hacer esa petición; una petición extraña, sin duda, cuando había sillas a su disposición. Emily le hizo espacio con el aspecto azorado de una joven en un sueño.

—Le pido que me perdone, señorita Jethro, pero una de mis mayores debilidades es la curiosidad. Si no tiene la intención de informar sobre nuestra falta, ¿por qué vino a pillarme con la luz encendida?

La explicación de la señorita Jethro estuvo lejos de disipar la perplejidad que su conducta causara.

—He sido lo bastante innoble como para escuchar detrás de la puerta, y la oí hablar de su padre —respondió—. Es por eso que entré.

—¡Usted conoció a mi padre! —exclamó Emily.

—Creo que lo conocí. Pero su nombre es tan corriente, hay tantos miles de James Brown en Inglaterra, que temo equivocarme. La oí decir que murió hace casi cuatro años. ¿Puede mencionarme algunos detalles que me ayuden a ganar claridad? Si cree que me estoy tomando una libertad…

Emily la interrumpió.

—La ayudaría si pudiera —dijo—. Pero en esa época tenía problemas de salud y estaba en casa de unos amigos que vivían muy lejos, en Escocia, para cambiar de aires. La noticia de la muerte de mi padre me produjo una recaída. Pasaron varias semanas antes de que me restableciera lo suficiente para viajar, ¡semanas y semanas antes de que viera su tumba! Sólo puedo decirle lo que me contó mi tía. Murió de una enfermedad del corazón.

La señorita Jethro experimentó un sobresalto.

Emily la miró cuidadosamente por primera vez, con ojos que delataban un sentimiento de desconfianza.

—¿Qué he dicho para sobresaltarla? —preguntó.

—¡Nada! El tiempo de tormenta me pone nerviosa, no me haga caso —reinició abruptamente sus preguntas—. ¿Me diría la fecha en que murió su padre?

—Fue el 30 de septiembre, hace casi cuatro años.

Después de esa respuesta se quedó esperando.

La señorita Jethro guardó silencio.

—Y hoy estamos a 30 de junio de 1881 —continuó Emily—. Ahora puede juzgar por sí misma. ¿Conoció a mi padre?

La señorita Jethro respondió mecánicamente con las mismas palabras:

—Conocí a su padre.

La desconfianza de Emily no disminuía.

—Nunca lo oí hablar de usted —dijo.

En su juventud, la maestra debió haber sido una mujer hermosa. Sus rasgos majestuosos aún sugerían la idea de una belleza soberbia, quizás de origen judío. Cuando Emily dijo «nunca lo oí hablar de usted», sus pálidas mejillas se tiñeron de rubor y sus ojos apagados revivieron con un fulgor momentáneo. Se levantó de la cama y, volviéndose de espaldas, dominó la emoción que la estremecía.

—¡Qué calor hace esta noche! —dijo; después suspiró y volvió sobre el tema con expresión firme—. No me extraña que su padre nunca me haya mencionado en su presencia.

Hablaba en voz baja, pero su rostro estaba más pálido que nunca. Volvió a sentarse en la cama.

—¿Hay algo que pueda hacer por usted antes de marcharme? —preguntó—. Oh, sólo me refiero a si podría serle útil en alguna cosa menor, que no tendría que agradecerme ni la obligaría a mantener una relación conmigo.

Sus ojos —los apagados ojos negros que antaño debieron ser irresistiblemente hermosos— se posaron en Emily con tanta tristeza que la generosa joven se reprochó haber dudado de la amiga de su padre.

—¿Piensa en él cuando me pregunta si me puede ser útil? —dijo gentilmente.

La señorita Jethro no le respondió directamente.

—¿Quería a su padre? —preguntó en un susurro—. Le dijo a su compañera que todavía se le oprime el corazón cuando habla de él.

—No hice más que decirle la verdad —respondió Emily simplemente.

La señorita Jethro se estremeció —¡en esa noche tan cálida!— como presa de un escalofrío.

Emily le tendió la mano; el sentimiento de bondad que había despertado en ella resplandecía hermoso en sus ojos.

—Temo no haber sido justa con usted —dijo—. ¿Me perdona y me da su mano?

La señorita Jethro se puso de pie y retrocedió.

—¡Mire la luz! —exclamó.

La vela se había consumido. Emily seguía con la mano tendida y la señorita Jethro seguía negándose a mirarla.

—Sólo queda un poco de luz para guiarme hasta la puerta —dijo—. Buenas noches… y adiós.

Emily la agarró por la bata y la retuvo.

—¿Por qué no quiere estrechar mi mano? —preguntó.

El pabilo de la vela cayó en el candelero y las dejó en la oscuridad. Emily seguía con la bata de la maestra firmemente agarrada. Con o sin luz, estaba decidida a lograr que la señorita Jethro se explicara.

Todo el tiempo habían hablado en voz baja, temiendo molestar a las jóvenes dormidas. La súbita oscuridad produjo un efecto inevitable. Sus voces descendieron hasta convertirse en un susurro.

—Si es amiga de mi padre es también amiga mía, ¿no es así? —dijo Emily suplicante.

—Dejemos ese tema.

—¿Por qué?

—Nunca podrá ser amiga mía.

—¿Por qué no?

—¡Déjeme ir!

La conciencia del respeto que se debía a sí misma le impidió a Emily seguir insistiendo.

—Le ruego que me perdone por haberla retenido en contra de su voluntad —dijo, y soltó la bata.

Al instante, la señorita Jethro también cedió.

—Lamento haberme mostrado obstinada —respondió—. Si me desprecia, después de todo no es más que lo que merezco —Emily sintió en el rostro su aliento cálido: la infeliz debió inclinarse sobre la cama para hacer su confesión—. No soy alguien con quien le convenga relacionarse.

—¡No lo creo!

La señorita Jethro suspiró con amargura.

—Joven y generosa, ¡en otros tiempos fui igual!

Controló su estallido de desesperación. Pronunció sus próximas palabras con tono más firme.

—¡Quiere saberlo, tiene que saberlo! —dijo—. Alguien (de la casa o de afuera, no lo sé) me ha delatado a la directora de la escuela. Una infeliz en mi situación sospecha de todos, y lo que es peor, lo hace sin motivo ni excusa. Os oí hablando cuando debíais estar dormidas. A todas os resulto antipática. ¿Cómo saber si no había sido una de vosotras? ¡Absurdo en una persona equilibrada! Subí hasta la mitad de las escaleras, me sentí avergonzada y regresé a mi cuarto. ¡Si hubiera podido descansar un poco! Ah, no fue posible. Mis viles sospechas me mantenían despierta; volví a abandonar la cama. Sabe lo que escuché del otro lado de esa puerta y por qué estaba interesada en escucharlo. Su padre nunca me dijo que tenía una hija. La señorita Brown de esta escuela era para mí una señorita Brown más. Hasta esta noche no tenía ni idea de quién era usted realmente. Pero divago. ¿Qué le importa todo esto? La señorita Ladd ha sido compasiva; me deja ir sin denunciarme públicamente. Ya adivinará lo que ha sucedido. ¿No? ¿Ni siquiera ahora? ¿Es inocencia o bondad lo que la hace tan lenta para entender? Querida mía, logré que me admitieran en esta casa respetable con referencias falsas, y me han descubierto. ¡Ahora sabe por qué no puede ser amiga de una mujer como yo! Una vez más, buenas noches… y adiós.

Emily quiso evitar esa triste despedida.

—Deme las buenas noches, pero no me diga adiós —dijo—. Permítame volver a verla.

—¡Nunca!

El tenue sonido de la puerta al cerrarse suavemente se dejó oír en la oscuridad. La señorita Jethro había hablado, se había ido y Emily no la volvería a ver.

Triste, interesante, indescifrable criatura; he ahí el problema que rondaba esa noche los pensamientos de la despierta Emily, el fantasma de sus sueños. «¿Buena o mala?», se preguntaba. «Falaz, porque escuchó detrás de la puerta. Sincera, porque me contó su deshonra. Amiga de mi padre y nunca supo que tenía una hija. Refinada, instruida, con aires de dama y se rebaja usando referencias falsas. ¿Quién puede reconciliar tales contradicciones?»

El alba se asomó a la ventana, el alba del día memorable que era, para Emily, el del inicio de una nueva vida. Ante ella se extendían los años; y con su paso, los años revelan desconcertantes misterios sobre la vida y la muerte.