Biografía en el dormitorio
La vela se apagó al instante. En medio de un discreto silencio las chicas regresaron sigilosamente a sus camas y aguzaron el oído.
Para ayudar a la labor de vigilancia de la centinela, habían dejado la puerta entreabierta. A través de la estrecha rendija oyeron un crujido en las anchas escaleras de madera del viejo edificio. Un momento después volvió a reinar el silencio. Pasaron unos minutos y se volvió a escuchar el crujido. Esta vez el sonido era más lejano y apagado. Cesó de golpe. Nada volvió a interrumpir la quietud de la medianoche. ¿Qué significaba el incidente?
¿Alguna de las muchas personas que gozaban de autoridad bajo el techo de la señorita Ladd habría oído hablar a las jóvenes y subido las escaleras para sorprenderlas en flagrante violación de una de las reglas de la institución? El procedimiento no era de ningún modo inusual. ¿Pero cabía dentro de las posibilidades que una maestra cambiara de opinión acerca de su deber en mitad de las escaleras y regresara espontáneamente a su cuarto? La mera idea resultaba absurda. ¿Qué explicación más racional podía aportar la imaginación al calor del momento?
Francine fue la primera en sugerir una hipótesis. Se removió en la cama, comenzó a temblar y dijo:
—¡En nombre del cielo, volved a encender la vela! Es un Fantasma.
—Recoged los restos de la cena, tontas, antes de que el fantasma nos delate ante la señorita Ladd.
Con ese excelente consejo Emily sofocó el pánico que comenzaba a cundir. Cerraron la puerta, encendieron la vela; todos los restos de la cena desaparecieron. Siguieron prestando oído otros cinco minutos. En las escaleras no se oía el menor sonido; ante la puerta no apareció ni una maestra ni el fantasma de una maestra.
Consumida la cena, las preocupaciones inmediatas de Cecilia habían concluido; estaba en capacidad de usar su ingenio en beneficio de sus compañeras. A su manera gentil y cautivadora, ofreció una hipótesis tranquilizante.
—No creo que hubiera nadie en las escaleras cuando oímos el crujido. En estas casas antiguas siempre hay ruidos extraños por las noches, y dicen que esas escaleras tienen más de doscientos años.
Las jóvenes se miraron unas a otras con una sensación de alivio, pero esperaron la opinión de la reina. Emily, como de costumbre, justificó la confianza depositada en ella. Descubrió un método ingenioso para poner a prueba la hipótesis de Cecilia.
—Sigamos hablando —dijo—. Si Cecilia tiene razón, todas las maestras duermen y no tenemos nada que temer de ellas. Si se equivoca, tarde o temprano veremos a una de ellas en la puerta. No se alarme, señorita de Sor. En esta escuela, si nos pillan hablando por la noche sólo nos dan una reprimenda. Si nos pillan con una luz encendida, la cosa termina en castigo. Apagad la vela.
La creencia de Francine en la existencia del fantasma respondía a una superstición demasiado arraigada como para hacerla vacilar: se incorporó de un salto en la cama.
—¡Oh, no me dejéis en la oscuridad! Si nos descubren, me declararé culpable.
—¿Palabra de honor? —estipuló Emily.
—Sí, sí.
Eso despertó el sentido del humor de la reina.
—Hay algo gracioso en una chica mayor como esta que ingresa a una nueva escuela y empieza con un castigo —comentó dirigiéndose a sus súbditas—. ¿Puedo preguntarle si es usted extranjera, señorita de Sor?
—Mi papá es un caballero español —respondió Francine muy digna.
—¿Y su mamá?
—Mi mamá es inglesa.
—¿Y siempre ha vivido en el Caribe?
—Siempre he vivido en la isla de Santo Domingo.
Emily contó, ayudándose con los dedos, los rasgos del carácter de la hija del señor de Sor que habían descubierto hasta el momento:
—Es ignorante, y supersticiosa, y extranjera, y rica. Querida (perdone la familiaridad), es usted una joven interesante y debemos saber más sobre su persona. Amenícenos la noche. ¿Qué empleo le ha dado a su vida? Y en nombre del cielo, ¿qué la trae aquí? Antes de que comience, insisto en una condición, y hablo en nombre de todas las jóvenes del dormitorio. ¡Nada de información de provecho sobre el Caribe!
Francine defraudó a su público.
Estaba más que dispuesta a ser blanco del interés de sus compañeras, pero carecía de capacidad para contar los hechos por su orden, lo cual resulta necesario hasta para la más sencilla narración. Emily se vio obligada a auxiliarla con sus preguntas. En un sentido, el resultado justificó el esfuerzo. Las chicas descubrieron una razón lógica para la extraordinaria aparición de una nueva pupila el día antes de que la escuela cerrara por vacaciones.
El hermano mayor del señor de Sor le había dejado en herencia una hacienda en Santo Domingo, además de una fortuna en efectivo, con la sencilla condición de que continuara residiendo en la isla. Como la cuestión de los gastos ya no preocupaba a la familia, habían enviado a Francine a Inglaterra, muy especialmente recomendada a la señorita Ladd como una joven con un futuro espléndido, extremadamente necesitada de una educación elegante. Siguiendo el consejo de la directora de la escuela, se había programado el viaje para hacer de las vacaciones el medio para alcanzar ese objetivo, ya que la joven estaría sola. Se llevaría a Francine a Brighton, donde sería posible procurarse maestros excelentes para auxiliar a la señorita Ladd. Con ayuda de esas seis semanas, la joven podría recuperar hasta cierto punto el tiempo perdido; y cuando la escuela volviera a abrir, no se vería sujeta a la mortificación de verse en la clase más elemental junto a las niñas.
Una vez obtenidos esos resultados, se interrumpió el interrogatorio al que se sometiera a la señorita de Sor. Su carácter se revelaba ahora a una luz nueva y no muy atractiva. Francine se concedió audazmente todo el crédito de haber contado su historia.
—Creo que ahora me toca a mí pedir que me contéis algo interesante y me distraigáis —dijo—. ¿Sería mucho pedirle que comenzara usted, señorita Emily? Todo lo que sé hasta el momento es que su apellido es Brown.
Emily alzó una mano para imponer silencio.
¿Era acaso que volvía a oírse el misterioso crujido de las escaleras? No. El sonido que había llegado a los oídos atentos de Emily procedía de las camas del extremo opuesto de la habitación, ocupadas por las tres chicas perezosas. Al no producirse una nueva señal de alarma que las inquietara, Effie, Annis y Priscilla habían sucumbido a los efectos sedantes de una buena cena y una noche cálida. Estaban profundamente dormidas, ¡y la más robusta de las tres roncaba! (Suavemente, como conviene a una joven dama).
En su condición de reina, a Emily le resultaba cara la inmaculada reputación del dormitorio. Se sintió humillada en presencia de la nueva pupila.
—Si esa chica gorda logra alguna vez conseguir un enamorado, consideraré mi deber alertar al pobre hombre antes de que se case con ella —dijo indignada—. Lleva el ridículo nombre de Euphemia. La bauticé con el de Ternera Cocida, que le resulta mucho más apropiado. Su cabello no tiene color, sus ojos no tienen color, su tez no tiene color. En resumen, Euphemia carece de sabor. Usted, naturalmente, no aprueba los ronquidos. Perdóneme si le doy la espalda, voy a lanzarle mi zapatilla.
La suave voz de Cecilia —con un tono sospechosamente soñoliento— intercedió solicitando clemencia.
—La pobrecita no lo puede evitar; y lo cierto es que no lo hace tan alto como para que nos moleste.
—¡No te molestará a ti! Despabílate, Cecilia. En este lado de la habitación estamos totalmente despiertas y Francine dice que nos toca ahora distraerla.
La única respuesta fue un tenue murmullo que murió con un gentil suspiro. La dulce Cecilia se había dejado vencer por las influencias soporíferas de la cena y la noche. Francine parecía correr cierto peligro de contagiarse con la suave epidemia de reposo. Su generosa boca se abrió aparatosamente en un prolongado bostezo.
—¡Buenas noches! —dijo Emily.
La señorita de Sor despertó al instante.
—No, se equivoca por completo si cree que me dormiré —dijo con firmeza—. Por favor, anímese, señorita Emily, estoy deseosa de conocer su historia.
Emily no pareció dispuesta a animarse. Prefirió hablar del tiempo.
—¿No se está levantando el viento? —dijo.
No cabía ninguna duda. Las hojas del jardín comenzaban a susurrar y se escuchaba el golpeteo de la lluvia en las ventanas.
Francine (como cualquier estudioso de las fisonomías habría sabido al ver su barbilla recta) era una joven obstinada. Decidida a salirse con la suya, empleó con Emily el sistema de Emily: comenzó a hacerle preguntas.
—¿Hace mucho que está en la escuela?
—Más de tres años.
—¿Tiene hermanos o hermanas?
—Soy hija única.
—¿Viven su padre y su madre?
Emily se incorporó de golpe en la cama.
—Un momento, creo que vuelvo a oírlo —dijo.
—¿El crujido de las escaleras?
—Sí.
O estaba equivocada o el deterioro del tiempo hacía más difícil escuchar los ruidos tenues que se dejaban oír en la casa. El viento seguía aumentando. Su paso por entre los grandes árboles del jardín comenzaba a sonar como el romper de las olas en una playa distante. Empujaba a la lluvia —un fuerte aguacero ya— que repiqueteaba en las ventanas.
—Es casi una tormenta, ¿no le parece? —dijo Emily.
La última pregunta de Francine aún no había recibido respuesta. La joven aprovechó la primera oportunidad para repetirla.
—Olvídese del tiempo —dijo—. Hábleme de su padre y su madre. ¿Viven ambos?
La respuesta de Emily sólo hizo referencia a uno de ellos.
—Mi madre murió antes de que tuviera yo edad suficiente para sentir su pérdida.
—¿Y su padre?
Emily mencionó a otra parienta: la hermana de su padre.
—Desde que dejé de ser una niña, mi buena tía ha sido para mí como una segunda madre —continuó—. Al menos en un sentido, mi historia es el reverso de la suya. Usted se hizo rica inesperadamente; yo me torné pobre inesperadamente. La fortuna de mi tía debía haber sido mía, de haberla sobrevivido. La quiebra de un banco la arruinó. Se ve obligada, en la vejez, a vivir con unas entradas de doscientas libras anuales, y cuando abandone la escuela tendré que ganarme la vida.
—Seguramente su padre podrá ayudarla —insistió Francine.
—Su fortuna siempre estuvo invertida en tierras —su voz vaciló al referirse a él, aun de esa manera indirecta—. La hereda su pariente varón más cercano.
La delicadeza que se amilana con facilidad no era una de las debilidades del carácter de Francine.
—¿Debo entender que su padre ha muerto? —preguntó.
Aquellos de nuestros prójimos que carecen de tacto nos tienen a los demás a su merced: con sólo que se les dé algún tiempo, terminan por salirse con la suya. Con voz apagada y triste —reveladora de profundas reservas de sensibilidad que pocas veces se revelaban ante los extraños— Emily al fin capituló:
—Sí, mi padre murió —dijo.
—¿Hace mucho?
—Hay quienes dirían que hace mucho. Yo quería mucho a mi padre. Hace casi cuatro años que murió y todavía se me oprime el corazón cuando pienso en él. No me dejo agobiar fácilmente por las dificultades, señorita de Sor. Pero su muerte fue tan repentina —ya reposaba en su tumba cuando me enteré— y… oh, era tan bueno conmigo. ¡Era tan bueno conmigo!
La pequeña criatura alegre y animosa que llevaba siempre la iniciativa entre las jóvenes, la vida y el alma de la escuela, escondió el rostro entre las manos y rompió a llorar. Sorprendida y —para hacerle justicia— avergonzada, Francine intentó excusarse. La naturaleza generosa de Emily obvió la cruel insistencia que la torturara.
—No, no; no hay nada que perdonar. No es culpa suya. Otras chicas no tienen madres, ni hermanas, ni hermanos y se resignan a una pérdida como la mía. No se excuse.
—Sí, pero quiero que sepa que la compadezco —insistió Francine sin la menor muestra de compasión en el rostro, la voz o las maneras—. Cuando murió mi tío y nos dejó todo su dinero, papá sufrió una gran conmoción. Confió entonces en que el tiempo lo ayudaría a olvidar.
—Conmigo el tiempo se ha dilatado, Francine. Temo que en mi naturaleza haya algo perverso; la esperanza de volver a encontrarnos en un mundo mejor me parece tan tenue y distante. ¡Pero dejémoslo ya! Hablemos de esa noble criatura que duerme del otro lado de su cama. ¿Ya le conté que deberé ganarme el pan cuando abandone la escuela? Pues bien, Cecilia escribió a su casa y me encontró trabajo. No se trata de un empleo de institutriz, sino de algo bastante fuera de lo común. Se lo contaré todo.
En el breve lapso transcurrido, el tiempo había comenzado a cambiar de nuevo. El viento seguía siendo muy fuerte, pero a juzgar por la disminución del golpeteo en las ventanas, la lluvia amainaba.
Emily comenzó.
Se sentía demasiado agradecida a su amiga y compañera, y demasiado interesada en su historia, para advertir el aire de indiferencia con el que Francine se acomodó sobre su almohada para oír las alabanzas de Cecilia. La chica más hermosa de la escuela no era motivo de interés para una joven de barbilla obstinada y ojos demasiado juntos. Salida cálidamente del corazón de la narradora, la historia procedía sin trabas con el monótono acompañamiento del viento ululante. Poco a poco los ojos de Francine se cerraron, se abrieron y volvieron a cerrarse. Hacia el final de la narración, la memoria de Emily confundió, por un momento, dos sucesos. Se detuvo para pensar, se percató del silencio de Francine durante esa pausa en la que podría haber pronunciado una palabra de aliento y la miró más atentamente. La señorita de Sor dormía.
—Me podría haber dicho que estaba cansada —se dijo Emily con voz queda—. ¡Bueno! Lo mejor que puedo hacer es apagar la vela y seguir su ejemplo.
En el momento en que tomaba en sus manos el matacandelas, alguien que estaba afuera abrió de golpe la puerta del dormitorio. Una mujer alta, vestida con una bata de noche negra, estaba de pie en el umbral y miraba a Emily.