19

Al hacer las maletas fui al lavabo a recoger mis efectos personales y encontré el gran espejo roto por el balazo que Trahearne había disparado en el suelo del estudio. Un gran trozo había caído y había hecho añicos el esbelto jarro de cerámica de la repisa, el que estaba decorado con los rostros de las mujeres solitarias. Rebusqué entre la mezcla de cristales y cerámica para coger un gran trozo con una cara de mujer. Lo miré largo rato y después lo volví a dejar en el estante y acabé de preparar la maleta.

Una vez cargada la camioneta, no sabía adónde dirigirme. De todas formas, enfilé el camino de grava hacia la carretera y después giré a la derecha, en dirección a las montañas. Cuando llegué a lo alto de la primera subida, detuve el coche y bajé, encendí un cigarrillo y abrí una cerveza. Las casas de los Trahearne estaban a oscuras, pero del estudio de Betty Sue, en la parte alta de la casa, salía la potente luz de un foco y detrás de las ventanas se movía arriba y abajo con rapidez la sombra de la mujer. En la oscuridad del valle, el estudio parecía una isla de cristal rodeada por un mar de aguas negras. Terminé el cigarrillo y la cerveza y después fui hasta Moondog Lake a esperar a que pasara la noche.

Al amanecer, el solitario zambullido matinal de un ave llenó el extremo más alejado del pequeño lago con un sonido obsesivo, como si alguien estuviera escarbando. Apagué a patadas mi exiguo fuego de campo y me dirigí a Cauldron Springs otra vez.

Cuando llegué al límite del pueblo, me detuve ante una cabina telefónica para llamar a Torres y le comuniqué que tenía el dinero. Después atravesé el pueblo, que ya se despertaba buscando un café.

Sin embargo, todo estaba cerrado. Rondé por el pueblo en vano, la única persona despierta era un viejo artrítico que iba arrastrando los pies desde un motel barato en dirección al hotel y las aguas de sus fuentes termales. Me paré para ofrecerme a llevarlo, pero rehusó diciéndome con voz rota que le hacía falta hacer ejercicio. Me alejé poco a poco, pasando por delante del hotel y, al girar, vi el Volkswagen de Betty Sue aparcado en el callejón de detrás del edificio de la piscina y de las pistas de tenis. Pasé de largo con los ojos clavados en el Volkswagen, di la vuelta y tomé la callejuela para aparcar detrás de su coche, cargado con sus cosas.

La puerta de atrás estaba abierta, y cuando me metí dentro del edificio de la piscina, la superficie del agua estaba completamente en calma, refulgente por una viscosidad luminosa gracias a las luces sumergidas, una claridad tan ceniza como la que entraba por las claraboyas. Me acerqué a la piscina y la llamé por su nombre, pero su cuerpo desnudo flotaba boca abajo en las aguas diáfanas, con el brazo derecho envolviendo el cuerpo pequeño del bulldog, como si hubiera intentado protegerlo de las balas. Betty Sue tenía en mitad de la espalda tres agujeros negros muy juntos, y otro brillaba como un carbón detrás de la oreja de Fireball. Abajo, contra el fondo de la piscina, estaba el revólver del 45, plantado allí como un alga marina venenosa, y una nube de sangre, que la quietud del agua no podía disipar, rodeaba los cuerpos como un halo difuminado en torno a una luna oscura.

No era lo que quería hacer, pero tuve que hacerlo. Salí afuera para abrir la capota de El Camino y sacar el filtro del aire, donde escondí los talones y el dinero, y después volví a entrar dentro y pasé al hotel. El viejo que no había querido que lo llevara y un recepcionista todavía más cascado y viejo hablaban de sus enfermedades. Dejé que la conversación muriera de muerte natural y después le dije al recepcionista que llamara a la oficina del sheriff.

Lo primero que hizo el sheriff Roy fue, naturalmente, detenerme. Pasé dos semanas y tres días en la prisión de Logan County sin decir ni una palabra a nadie excepto a mi abogado defensor, y a él sólo le dije que no tenía nada que decir. Si los Trahearne no insistían, el fiscal del condado se quedaba sin caso, de forma que mantuve la boca cerrada y no insistieron. En cambio, Catherine y Trahearne vinieron una vez a verme. Nos sentamos en la punta de una mesa muy larga, con el fiscal en la otra punta. Trahearne parecía abatido, pero Catherine sonrió al decirme que no habría ninguna acusación contra mí.

—Gracias —dije.

—Les hablamos de esa gente de Denver —dijo Catherine— pero, evidentemente, todos tienen una coartada perfecta.

—Ese tipo de gente siempre la tiene —aseguré.

—¿Y el dinero? —preguntó, como sin darle importancia.

—En un lugar seguro —dije—. ¿Quieres que te lo devuelva?

—Te lo has ganado —dijo Catherine, sonriente.

—Muy bien —susurré.

Trahearne empezó a decir algo, pero Catherine alargó la mano para taparle la boca con los dedos. Supuse que volvía a vivir en casa de los Trahearne y que lo animaba y lo protegía.

—Espero que haya merecido la pena —dije.

Me puse de pie y salí al pasadizo para llamar al carcelero.

Esa tarde, cuando salía del pueblo, el sheriff Roy se puso a seguirme de cerca. Me hizo luces y después, como no quise detenerme, encendió las luces azules parpadeantes. Ni siquiera moderé la marcha, ni cuando encendió la sirena y, quince kilómetros más allá del pueblo, desistió y me dejó en paz. Cuando se detuvo para dar la vuelta, yo también me detuve y reculé. Los dos salimos de nuestros coches y nos encontramos a medio camino.

—Tiene mucho valor, amigo —dijo.

—Y usted tiene mucha cara —contesté.

—No quería que cometiera el error de volver para arreglar las cosas —dijo.

—¿Qué cosas?

—El culpable, o culpables, sigue siendo desconocido —dijo—. Dejemos que las cosas sigan así.

—Me han pagado más que a usted —dije, dirigiéndome hacia la camioneta.

—A mí no me han pagado nada —afirmó detrás de mí, y me lo creí.

Al estar en prisión me había perdido los funerales, pero cuando llegué a California vi las tumbas. Habían enterrado a Betty Sue con sus hermanos, en uno de esos cementerios modernos de buen gusto que son sólo césped y losas planas de mármol. Así el mantenimiento es mínimo. Pueden segar la hierba sobre las losas de las tumbas, exactamente sobre la carne putrefacta. Oney y Lester habían hecho un agujero en el cemento y habían enterrado a Fireball delante de la puerta del local de Rosie y después lo habían vuelto a tapar con cemento, sobre el que habían garabateado el nombre y las fechas, con letras torcidas.

La tarde que llegué a Sonoma, Rosie y yo estuvimos sentados en las escaleras de la fachada contemplando la tumba, con Lester y Oney a nuestro lado con unas cervezas que yo les había pagado.

—Id dentro, chicos —dijo ella, y así lo hicieron—. Gracias por todo —dijo.

—Lo siento —dije.

—Al menos la vi una vez —replicó—. Es mejor que nada. —Hizo una pausa para beber un trago de cerveza—. Me explicó… me lo explicó todo —dijo en voz baja— pero todavía no entiendo por qué tuvieron que matarla. Ella habría devuelto el dinero, lo sabes, o, si se hubieran podido esperar, su marido lo habría conseguido, me lo dijo cuando trajeron el cuerpo. No hacía falta que la mataran.

—No —repuse. Entonces se giró hacia mí y dijo:

—No creo que pueda volver a contratarte para que te ocupes de los de Denver, ¿verdad?

—No —dije—, no puedes contratarme y, de todas formas, no serviría de nada.

—El hombre que la mató seguramente ni la conocía… ni la conocía, ni sabía por qué… —tartamudeó, agachando la cabeza entre los brazos.

—Exacto —dije, dejándole pensar que había sido así.

—Todavía no lloraré —dijo, levantando la cabeza deprisa.

—¿Podrás hacerme un favor? —pregunté.

—¿Cuál?

—Tengo un dinero de Betty Sue —dije— y sé que querría que te lo quedaras tú. —Saqué los cinco mil dólares del bolsillo trasero y se los alargué. Ya había enviado el dinero a Torres. Si le asustaba cobrar el talón, era su problema—. Demonios, ¿por qué no coges un avión y te vas a Hawai o a algún otro lugar? Yo podría llevar el local.

—Eso es pedir demasiado —dijo, golpeándose suavemente el muslo con el fajo de billetes.

—Hazlo —dije, con más rabia de la que hubiera deseado.

—¿Estás seguro? —preguntó.

—Segurísimo.

—Preferiría coger un avión a Oklahoma para ver a unos parientes —dijo con un hilo de voz.

—Quédate tanto tiempo como quieras —dije, y al final Rosie dejó que las lágrimas brotaran abundantemente. Cuando terminó se fue a la caravana a hacer las maletas y Lester y Oney cogieron mi camioneta para llevarla al aeropuerto de San Francisco.

Mientras ella estuvo fuera me encargué del local y pasé los días esperándolo.

Tardó una semana pero al fin, un jueves por la tarde, Trahearne apareció, atravesando la puerta principal como un oso borracho. Se detuvo el rato de intercambiar las expresiones de pésame de las tabernas con Lester y Oney y después se acercó con calma a la punta más alejada de la barra, donde yo lo esperaba. Mientras se subía a un taburete, fui a la otra punta de la barra y abrí dos cervezas para los colegas y una tercera para el viejo.

—¿Cómo va eso, hijo? —dijo, cuando me senté delante suyo.

—Mejor que a ti, viejo —dije.

—¿Por qué?

—Yo tengo la conciencia limpia.

—Sí, ya lo sé —dijo entre dientes—. Si no hubiera estado sin un céntimo, nada de esto habría ocurrido. ¡El hijo de puta de Hyland!

—¿Quién?

—Hyland —contestó—. Ese hijo de puta de Denver.

—Cuando salí de aquella casa, Hyland estaba muerto —dije.

Trahearne estuvo un momento sin decir nada y después dijo:

—Eso no lo sabes. Podría haberse escabullido de alguna manera. No lo sabes.

—Vi el cadáver, viejo.

—Pues debió de ser esa hija de puta tan alta y fea.

—Fue un hijo de puta alto y feo —dije—, pero no tuvo el valor de apretar el gatillo.

—¿Qué dices?

—Hizo que su mujer apretara el gatillo —dije.

—No te entiendo —susurró.

—Apretó el gatillo ella —dije—, pero tú le pusiste el arma en las manos. Y todo para nada. Betty Sue se había marchado, ya se había marchado.

—Venga ya, amigo, debes estar de broma —dijo Trahearne, riendo con voz sorda—. ¿Me dejas que te invite a una cerveza antes de irme? Tengo que volver a casa, ¿sabes?, a mi mesa de siempre. Como dijiste, me ponía demasiado lejos. Tómate una cerveza, hijo.

—Vete a casa —repliqué, arrancándole de cuajo la botella de la mano—. Lárgate, viejo.

—Venga, hijo, devuélveme mi cerveza —gimió.

La tiré al suelo, a mi lado.

—Muy bien, si te pones así me voy —dijo.

—Cuando llegues a casa —dije—, quiero que me hagas un favor.

—¿Cuál? —preguntó al ponerse derecho, enderezándose como alguien que estuviera herido.

—Espérame.

—No sé qué quieres decir —dijo, perplejo, moviendo la cabeza.

—Vete a casa y espérame —le dije—. Tengo un fusil de caza nuevo, una mágnum de 7 mm, y una tarde saldrás a la calle después de un día de garabatear y garabatear y te atravesaré las tripas con un trozo de plomo de 175.

—Tú siempre de broma, Sughrue —dijo, alejándose de la barra tropezando.

—Vete a casa, viejo —dije—, vete a casa, espérame e intenta trabajar.

—Venga, hombre —suplicó el viejo, topando con la mesa de billar.

—Ya eres cadáver —dije—. Vete a casa antes de que empieces a oler.

Supongo que se fue a su casa. La última vez que lo vi salía del local de Rosie con gran rapidez, tropezando con la tumba de Fireball.