Cuando llegamos a casa, Betty Sue saltó de la camioneta y subió corriendo las escaleras hacia la puerta principal. Fireball y yo la seguimos poco a poco —yo intentaba ser educado y él practicaba su puntería— pero nos esperó en la puerta, con un dedo entre los labios suaves.
—Está trabajando —susurró.
—De acuerdo —dije, al dejar sus maletas en el suelo—, me parece que esta tarde iré a pescar. Así podrás estar sola con el gran hombre.
—No seas malo —dijo, tímida—, y no hace falta que te vayas.
—De todas formas, me voy —repliqué, y le dije a Fireball—: vamos a por una trucha —pero se quedó sentado a los pies de Betty Sue con aire imperturbable—. ¿Vigilarás al perro? —pregunté a Betty Sue.
—Me vigilará él a mí —dijo—. Que te lo pases bien.
—Tú también —respondí, intentando ser sincero.
Cuando iba hacia la camioneta, bajo el calor del sol de finales de verano, un poco de aire frío y seco me hizo cosquillas en la nariz. Pronto vendría el otoño, pensé, y otro invierno de los de Montana no tardaría en aparecer. Cada otoño pensaba ir hacia el sur, a San Francisco, y renovarme mi licencia de pesca de California, pero no iba nunca. Quizás este año sería el bueno. Pero de momento sabía que en las montañas cercanas a Cauldron Springs había un lago pequeño cerca de la carretera, Moondog Lake, donde las truchas amaban a los gusanos, un lugar donde perder una tarde mirando cómo el trozo de corcho se movía con el chapoteo del agua mecida por el viento.
Bajé hasta la autopista y giré a la derecha, para alejarme del pueblo, pero el Porsche de Catherine me alcanzó antes de que llegara a la primera cuesta. Me paré en el arcén de la carretera, aparqué y bajé del coche.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Catherine, acercándose para ponerse a mi lado.
—No hemos hablado.
—¿Por qué no? —preguntó.
—Todo este plan es… es terrible —dije—. No puedes pensar que la gente hará este tipo de cosas por dinero.
—¿Por qué no?
—Hay más cosas que el dinero —dije.
—Por eso Edna y yo estamos dispuestas a poner tanto dinero.
—Bien, pues tendrás que encontrar a otro que lo haga —sentencié—. O hacerlo tú misma.
—Eres el único que puede hacerlo —susurró— y, si no lo haces, tú serás responsable de lo que pase.
—A veces tengo la terrible sospecha de que todo ha quedado fuera de mi alcance desde el principio —dije—, o sea que la culpa no puede ser mía. Pero, ni que lo fuera, no pienso intentar sobornarla para que deje al hombre que ama.
—Si lo amara, Sughrue, lo dejaría gratis.
—Betty Sue no…
—Ah, ahora se llama Betty Sue —me interrumpió Catherine—. Qué interesante.
—Es su nombre.
—Dice mucho de ella —dijo Catherine, irónica.
—Mira —dije, yendo a la parte trasera de la camioneta para abrir el maletero—, te devolveré los malditos talones y después me lavaré las manos de todo este lío.
—Ahora es tu responsabilidad —dijo.
Volvió a su coche corriendo y se alejó sin que yo hubiera podido subirme ni a la camioneta.
—Y un huevo —tosí por el polvo que dejó tras de sí su coche.
No me fui del Moondog Lake hasta que fue oscuro, o sea que no cogí la carretera a casa de Trahearne hasta casi la medianoche. Como las luces todavía estaban encendidas, fui al pueblo a tomar una copa y después regresé para mirar otra vez. Esta vez las luces estaban apagadas. Subí la avenida, aparqué y entré en la casa por la puerta del sótano. Mientras me preparaba una copa, la casa estaba en silencio. Encendí el televisor y busqué la película nocturna de Spokane, esperando aventuras o un romance. El árbol del ahorcado o Duelo en la alta sierra. En cambio, encontré La caída del imperio romano, que me ayudó a dormir. De vez en cuando me despertaba a causa de un ataque bárbaro, con la voz de Christopher Plummer rechinando, o veía los pechos de Sofía Loren contra la pequeña pantalla, y luego regresaba a un sueño incierto.
Me despertó el ruido de un disparo y el recuerdo inmediato del chillido que lo había precedido. Eché un vistazo al televisor, pero un joven agresivo me incitaba a comprar una camioneta nueva de entre los millares que tenía. A continuación se oyó retumbar otro tiro por toda la casa. Al estar cerca del pasillo, oí ruido de cristales rotos en el lavabo. Corrí a mi habitación a buscar la pistola del 38, volví a salir y subí corriendo las escaleras hacia el piso principal, oyendo los gruñidos y los golpes secos de una pelea. Cuando atravesaba la cocina a oscuras, retumbó otro disparo. Me tiré sobre la alfombra del salón y rodé hasta quedar bien situado para disparar con la izquierda, detrás de la tumbona de Trahearne.
La luz de la mesa del estudio estaba encendida pero la habían tumbado de un golpe e iluminaba el pasillo, y me enfocaba directamente a los ojos. Detrás pude ver siluetas entre las sombras que se peleaban y luchaban por hacerse con la automática del 45, que se disparó otra vez. Un estante lleno de libros se cayó. Disparé al techo y grité «¡quietos!», pero nadie me hizo caso. Al embestir contra la puerta percibí un puñetazo contra un cuerpo blando y Betty Sue vino hacia mí tambaleando. La aparté y me agaché ante la puerta. Cuando Trahearne la atravesó como un toro, le di un golpe en el cuello con la culata del 38, y otro mientras caía. Al caerse, agitó su pistola hacia mí, pero se la arranqué de la mano de un escayolazo. Trahearne fue a parar al suelo inconsciente y con un eructo soltó un pequeño charco de vómito que olía a whisky puro. Recogí el arma, la descargué y la tiré en su tumbona.
—¿Está bien? —dijo Betty Sue jadeante a mi lado.
—Está vivo —dije, después de arrodillarme para controlarle el pulso, que le latía con tanta fuerza como el de un oso—, pero está borracho. ¿Tú estás bien?
—Sólo me ha dejado sin respiración —jadeaba y resoplaba—. Nada más —se acercó para arrodillarse a mi lado—. Ayúdame a meterlo en la cama.
—De acuerdo —dije, colocándome el arma del 38 en el cinturón—. Me alegro de no haber tenido que disparar a nadie —añadí—. Con la mano izquierda soy muy malo.
—Ayúdame —contestó, y entre los dos lo pusimos más o menos derecho haciendo palanca y lo llevamos a la habitación. Al dejarlo caer en la cama se despertó para decirnos que no necesitaba que lo ayudáramos, pero se durmió antes de que pudiéramos discutir el tema—. Gracias —dijo Betty Sue, que todavía respiraba agitada y profundamente.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunté.
—Necesito una copa —contestó, saliendo de la habitación.
—Yo también —dije, siguiéndola.
Pero tampoco quiso hablar conmigo en el salón. Serví whisky en dos vasos y le alargué uno.
—¿Me puedes dar un cigarrillo? —dijo. Encendí dos, ella me cogió uno, dio una calada y tosió.
—Quizá será mejor que te sientes —propuse.
—Afuera —dijo, y la seguí otra vez.
Me apoyé en el marco de la puerta y mientras tanto Betty Sue iba arriba y abajo, llevándose el cigarro y el whisky a la boca hasta que se los terminó. Cuando volví a entrar dentro me di cuenta de que las luces de la casa de la madre de Trahearne estaban encendidas. Deseé que no hubieran oído los disparos. Regresé afuera y serví otro trago a Betty Sue.
—¿Qué ha pasado? —pregunté.
—No estoy segura —dijo, con un hilo de voz—. Cuando esta tarde Trahearne ha terminado de trabajar, hemos ido al pueblo a cenar y ha empezado a beber: ha dicho que no pasaba nada, que lo teníamos que celebrar, que él acababa de terminar una parte y yo había llegado a casa. Y no ha pasado nada. Estaba muy en forma, de muy buen humor, bromeando…
—¿Hasta que…? —inquirí, al callar ella.
—Hasta que nos hemos ido a la cama —se sonrojó y se abrazó para protegerse del aire frío de la noche, tapándose el cuerpo con la camisa de dormir—. Finalmente cayó rendido y supongo que yo también me he adormecido —dijo—. Cuando me he despertado él no estaba. He ido abajo para ver si estaba en el estudio trabajando (a veces lo hace, cuando no puede dormir). Estaba en el estudio. Tenía… tenía la pistola apuntándose a la cabeza. Sostenía el arma y me miraba fijamente. Ha sido casi como si me desafiara a obligarlo a apretar el gatillo. No sé… Recuerdo que he chillado y, después, nos hemos puesto a pelear por la pistola. Y nada más…
—Intenta calmarte —la interrumpí al ver las luces azules del coche del sheriff que salía de Cauldron Springs como un rayo en dirección al desvío a casa de Trahearne.
—¿Por qué? —estaba a punto de llorar.
—Porque viene la policía —dije.
—¿Qué tengo que decir?
—No digas ni una palabra —dije—. Siéntate en la tumbona y, cada vez que alguien te pregunte algo, te pones a llorar. ¿De acuerdo?
Se lo tomó a rajatabla, se dejó caer en la tumbona y empezó a sollozar en voz alta. Entré en la casa, encendí las luces de la entrada y después me quedé esperando bajo esa claridad con las manos vacías, mientras el coche del sheriff se detenía derrapando al pie de las escaleras. El oficial salió del coche y se inclinó contra el capó, apuntándome con su revólver.
—¡Dispárenle! —gimió una voz que venía del arroyo—. ¡Ha matado a mi niño! ¡Mátenlo! —la vieja salió de entre las sombras, arrastrando a Catherine, que intentaba retenerla—. ¡Mátenlo! —gimió otra vez.
—El señor Trahearne se encuentra perfectamente bien —dije al policía que estaba detrás del coche—. Nadie se ha hecho daño.
—De rodillas, chaval —gruñó—; y ponte con las manos detrás de la nuca. —Ni siquiera me preocupé por vacilar. Mientras adoptaba esa posición, él salió de detrás del coche, subió las escaleras apuntándome con el arma en el tórax todo el rato—. Más fuerte —dijo, al ponerse detrás de mí—. Quiero verte los nudillos.
—Me rompí la mano derecha y la muñeca hace poco, oficial —dije, cuando me cogió los dedos y un puñado de pelo. Me dio unos golpecitos y suspiró en mi oreja arrancándome la pistola del 38 del cinturón.
—Ponte derecho —mandó, esposándome la muñeca izquierda. Cuando estuve derecho, me la puso detrás, me aferró la derecha y me la esposó por encima de la escayola.
—Tranquilo —dije, tan calmadamente como pude—. Le he dicho que no ha pasado nada. No hay ningún motivo para que me vuelva a romper la muñeca.
—¡Mátelo! —chilló la abuela otra vez, subiendo las escaleras a gatas como un cangrejo herido. Catherine ni siquiera intentó retenerla.
—Decidle a esa vieja bruja que se calle —dije a nadie en concreto.
—Cierra el pico, chaval —dijo el policía dando un tirón a las esposas—. El sheriff vendrá enseguida —añadió, y volvió a dar un tirón a las esposas, como si yo no tuviera la alineación de los hombros a su gusto.
—Su niño está sano y salvo, durmiendo la mona —dije a la vieja, que subía cojeando y enseñándome las encías.
—Te he dicho que te calles —dijo el policía, y a continuación hizo el número con mis brazos otra vez.
—No vuelva a hacerlo —dije pacíficamente.
Rió y lo hizo de nuevo. Hay gente que no aprende nunca, sobre todo los polis rurales. Nunca tienen bastante actividad para mantenerse en forma. Agarré el pesado cinturón de cuero del policía con la mano izquierda para acercármelo, después le pisé fuerte el empeine del pie derecho, le aplasté la nariz con la cabeza y le di un golpe con la cadera. Mientras reculaba tambaleándose, intentando coger el revólver de la pistolera, me giré y le di una patada en la entrepierna con tanta fuerza que fue a parar al suelo en posición fetal, pero le abrí los brazos con los pies, me arrodillé encima y me senté en su pecho.
—No me has escuchado —le dije.
Giró la cabeza hacia un lado y escupió sangre. Detrás de mí oí refunfuñar y unos pies arrastrándose en el suelo. Catherine tenía a la mujer bien agarrada. Por la sonrisa de su cara, supuse que Catherine había decidido que después de lo que le había hecho al adjunto estaría un rato sin moverme. Betty Sue estaba sentada en la tumbona con la boca abierta como si se hubiera quedado a medio sollozar.
—Eh —le dije—, cógele las llaves a este palurdo y abre las esposas.
Sin decir nada, se limitó a hacerlo.
—En serio que está bien —le dije a la madre de Trahearne cuando Betty Sue me hubo quitado las esposas—. Sólo se ha emborrachado y ha decidido volver a decorar su estudio con una pistola del 45, nada más.
—¿De veras? —preguntó Catherine alzando una ceja.
—Lleva a su madre al dormitorio para que lo vea ella misma —dije, mientras cogía el revólver del policía y lo descargaba. Las dos mujeres se miraron y entraron en la casa—. Eh —dije a Betty Sue—, ¿podrías traerme una toalla y un cuenco con hielo? —Cuando se fue dentro de la casa, me levanté y solté al policía—. ¿Lo has oído? —pregunté. Asintió con la cabeza y se arrastró hacia la tumbona—. ¿Quieres quedar como un imbécil cuando llegue el sheriff?
—El imbécil eres tú, hijo de puta —dijo entre dientes—. Espera a que te encierre en una celda.
—¿Te crees que conservarás el trabajo después de que el sheriff sepa que un detenido esposado te ha cogido el arma?
El policía rió, socarrón.
—Es mi tío.
—Pero Roy Berglund no es estúpido —dije—. Tanto si eres el sobrino como si no, te echará cagando leches. No se gana votos contratando parientes que sólo saben hacer el imbécil.
Se lo pensó un par de minutos, el rato suficiente para que disminuyera el dolor en su herido orgullo y en el paquete, y después me miró y me preguntó:
—¿Qué se te ha ocurrido?
—Que a fuerza de regar el césped —dije, y él siguió mirándome fijamente—, las malditas escaleras siempre están mojadas y resbaladizas como mierda de lechuza.
—Malditas escaleras —refunfuñó, y por fin sonrió y se secó la sangre de la cara.
Betty Sue trajo un cuenco con hielo y dos trapos. Se los pasé al policía y después fui a poner en marcha los aspersores. Después nos sentamos a esperar al sheriff. Todos, excepto Edna Trahearne, que se fue a casa furiosa.
Roy Berglund tenía pinta de sheriff. Era alto, rubio, con unos ojos de un azul cristalino y los rasgos marcados. Por lo que sabía, no era ni estúpido ni corrupto. Sin embargo, desempeñaba un cargo político y estaba más pendiente de su aspecto que de cómo hacía el trabajo. Y el uniforme le sentaba de miedo. Antes de venir con dos adjuntos más y un forense, se había dedicado a ponerse un uniforme bien limpio. Pasó entre los aspersores y subió las escaleras a zancadas, como un gigante, mientras los otros lo seguían como simples mortales que eran. Roy parecía deslumbrante hasta que puso el talón de la bota de cuero en el rellano mojado. Al patinar, movió furiosamente los brazos enormes como un molino de viento, intentando recobrar el equilibrio, y tiró al suelo a un policía de un revés. Betty Sue tuvo que ponerse a sollozar para ahogar las carcajadas y el policía sentado en la tumbona rió roncando al mismo tiempo hasta que le empezó a salir sangre de la nariz otra vez.
—Apague el agua, maldita sea —gritó al adjunto que había tirado en el suelo. El sheriff Roy estaba enfadado. El ciudadano más importante, el hijo de la mujer más rica del condado, había sido vilmente asesinado y la dignidad del sheriff Roy había quedado perjudicada—. ¿A ver, qué pasa aquí? —preguntó.
—Lo siento pero ha habido un error terrible —dijo Catherine, que salió de la oscuridad, encargándose de la situación con total desenvoltura—. Edna Trahearne y yo hemos oído disparos y nos hemos imaginado lo peor. Hemos sacado una conclusión precipitada. —El sheriff Roy puso cara de perplejidad y de decepción—. Mi marido, quiero decir, mi ex marido, estaba limpiando su pistola cuando se le ha disparado accidentalmente. Me alegra poder decir que nadie ha sido herido.
—Vaya —dijo el sheriff, estirándose el grueso labio inferior—. Muy bien. —A continuación se dirigió a su sobrino—: ¿Y a ti qué te ha pasado?
—Iba a llamarte por radio —refunfuñó— y he resbalado en las malditas escaleras.
—Vaya —dijo el sheriff de nuevo—. Bien, señora Trahearne, estoy muy contento de que nadie se haya hecho daño, pero tengo que redactar un informe. Sí pudiera pasar por la comisaría un día de éstos, se lo agradecería mucho.
—Por supuesto —contestó Catherine antes de que pudiera hacerlo Betty Sue.
—Terminemos con esto —dijo a sus adjuntos, y añadió, como si se le hubiera ocurrido de repente—: ¿Por qué no me acompaña hasta el coche, señor Sughrue?
—Claro —dije.
El sheriff esperó a que los otros se movieran y después me pasó un brazo por el hombro y me hizo bajar las escaleras.
—Vaya con cuidado y mire donde pisa, C. W. —dijo, con tono afable. De cerca vi que también se había dedicado a afeitarse—. A ver —dijo en voz baja cuando estuvimos al pie de las escaleras—, ¿qué ha pasado? ¿El abuelo ha querido enviarse al otro mundo a solas, no?
—Yo dormía —dije.
—Tranquilo —murmuró, acercándoseme todavía más—, queda entre nosotros dos.
—Ya, entre nosotros dos.
—Y nadie más.
—Pues entre nosotros dos, yo dormía —murmuré.
—No me tome el pelo, amigo —contestó—, o le pillaré y no le soltaré.
—Eso es cosa suya, sheriff.
—¿Qué le parece de tres a cinco años en el Deer Lodge por atacar a un agente del orden? —preguntó.
—Me parece que son de dos a diez —dije, pero tampoco lo sabía.
—De todas formas no le gustará. —Como no le contesté, probó otra táctica—. ¿Cómo es que no ha pasado por mi oficina para decirme que estaba trabajando en mi condado?
—No estoy aquí por trabajo —dije—. Sólo he venido de visita.
—Espero que no sea para mucho tiempo, amigo —añadió el sheriff; después me dio un golpe en el hombro y rió como si acabara de gastarme una broma—. Ni se le ocurra tirar una lata de cerveza en la cuneta —prosiguió.
—¿De verdad cree que le servirá de algo saber si Trahearne ha intentado volarse los sesos? —pregunté.
—A un hombre que lo tiene todo no le hacen falta regalos —dijo el sheriff por encima del hombro, sin volverse—. Sé lo que ha pasado, pero no me importa. Simplemente no soporto que me mientan.
—Yo tampoco —dije.
El sheriff rió y se alejó.
—Nos veremos, Sughrue.
Después subió al vehículo y le ordenó a un policía joven que lo llevase a casa.
Volví a la entrada. Catherine estaba en las escaleras y Betty Sue sentada en la tumbona. Cuando las subía para ir hacia ellas, cansado, las dos me observaban.
—Betty Sue, ¿puedes dispensarnos un momento? —dijo Catherine sin mirarla.
—Claro —contestó ella, y entró en casa.
—Hablemos mañana —dije, al levantar el pie del último peldaño—. ¿De acuerdo?
—Mañana será demasiado tarde —dijo Catherine—. Habla con ella ahora.
—Me voy a dormir.
—No lo dudo —dijo, cuando yo ya estaba de espaldas.
Una vez dentro fui al bar para prepararme una copa. Cuando ya iba por la segunda apareció Betty Sue, que venía de la habitación. Se había cambiado y en lugar del camisón de dormir llevaba la ropa ancha de antes.
—Me gustabas más de la otra manera —susurré.
No se molestó en contestar y se detuvo apoyándose en el marco de la puerta del estudio. La claridad intensa de la luz de la mesa le iluminaba con violencia su cara pálida y cansada.
—Deja que él arregle sus propios asuntos —le sugerí.
—No puedo —dijo—. ¿Y si tú hubieras hecho lo mismo conmigo?
—Eso es otra cosa —contesté, sin mucha convicción, pero Betty Sue ya había entrado en el estudio.
El ángulo de la luz fue descendiendo, y la línea de sombra se movió por encima de la alfombra en dirección a la puerta. La silla frente a la mesa chirrió, como si ella se hubiera sentado. Me serví otro whisky y salí afuera, apagando las luces de la salida al atravesar la puerta. En la almohada de la tumbona todavía estaba mi Airweight del 38, donde el policía la había lanzado. La descargué y me la metí en el bolsillo de detrás. Una rayita de luna como una grieta iluminaba el cielo nocturno. Al clavar los ojos en la oscuridad, oí a Fireball que gemía en el césped. Lo llamé y oí sus pasos lentos que rozaban el suelo al subir las escaleras. Se me acercó y se me subió al regazo con torpeza cuando me senté en la tumbona. La parte de atrás le temblaba muchísimo.
—Tranquilo —dije, acariciándole la cabeza—. A todo el mundo le dan miedo los disparos la primera vez. —El bulldog aulló y le acaricié el cuello hasta que dejó de temblar. Entonces lo dejé en el suelo y entré en casa de nuevo. Fireball me siguió, con el hocico rozando mis talones. Betty Sue todavía estaba sentada delante de la mesa, con la cabeza entre las manos, inclinada sobre la pila de hojas amarillas mezcladas. Cuando me miró, sin embargo, tenía los ojos secos. Fireball se le acercó y ella se lo sentó en el regazo. Yo también me acerqué y me apoyé en la mesa.
—¿Te encuentras bien? —pregunté.
—¿Qué he hecho mal?
—Nada.
—¿Pues por qué ha intentado matarse?
—No lo puede soportar, supongo.
—¿Soportar qué? —preguntó, secándose la nariz con el dorso de la mano.
—El amor y el perdón —murmuré.
—Me parece que lo voy a dejar —dijo en voz baja.
—Seguramente es lo mejor.
—¿Para quién?
—Para vosotros dos.
—Probablemente tienes razón —dijo—. Puede ser que sea lo mejor para todo el mundo.
—¿Adónde irás?
Betty Sue me miró durante largo rato y después contestó poco a poco:
—Llego diez años tarde, pero me voy a mi casa.
—Al menos sabré dónde encontrarte —dije.
—No —susurró—. No, por favor.
—Lo que tú digas.
—Y no te preocupes por Hyland ni por el resto del dinero —dijo—. Ya me encargaré de eso, de una manera u otra.
—¿De verdad que te vas? —pregunté.
—Sí.
—Espera un momento —dije, y fui a la camioneta para recoger los talones y sus cinco mil dólares en efectivo.
—¿Qué es eso? —preguntó, cuando le di el sobre.
—Míralo —dije.
—Dios mío —suspiró, al sacar los cheques—. ¿De Catherine?
—Y de su madre.
—Si lo necesitan tanto, supongo que se lo tengo que dejar —dijo, y me alargó los cheques y el dinero—. Devuelve los talones a Catherine y dale el dinero a Hyland —dijo—. Pagaré a mi manera.
Doblé los talones y me los volví a meter en el bolsillo, junto con los cinco mil en efectivo.
—Mañana por la mañana —dije— iré al banco a cobrar el de cuarenta mil y después cogeré el coche hasta Denver y lo dejaré a su disposición. Catherine se puede quedar tus cinco mil y los otros dos cheques.
—No, por favor —suplicó.
—Escucha —dije—, tú no eres la única que estás en esto: yo también estoy metido hasta el cuello.
—Perdona —dijo—. Dale las gracias a Catherine de mi parte… dile que le devolveré el dinero.
—Antes del amanecer ya me habré ido —dijo—. Tengo que poner unas cosas en las maletas y un poco de ropa, y después me voy.
—Yo me iré antes —dije.
—Ven aquí —dijo, y me acerqué a ella. Me pasó una mano por la nuca y acercó mi cara a la suya. Nuestros labios se tocaron ligeramente—. Gracias —murmuró—. Gracias por todo.
—Hazme un favor —le pedí, enderezándome.
—¿Qué?
—Cuando vayas a tu casa, llévate este maldito bulldog inútil.
—Gracias —dijo otra vez, sonriendo entre las lágrimas que empañaban sus ojos.
Le acaricié la mejilla con los dedos de la mano rota y así la dejé.