Durante casi dos semanas todo fue como una seda y Trahearne y yo convivimos tan bien como dos solteros impotentes, de una forma muy parecida a como habíamos vivido durante su larga visita a North Fork. Para mí fueron como unas vacaciones. Por la mañana corría, después me sentaba al sol y continuaba con mi exploración de su amplia biblioteca. Después de comer ponía la silla en la sombra y retomaba el libro que hubiera dejado. Trahearne trabajaba todo el día, escribiendo sus garabatos furiosamente y hablando a solas entre dientes. Cada tarde, hacia las cinco, salía serenamente de casa, se estiraba y gruñía «¿Garabateamos y garabateamos, eh, señor Gibbon?», y luego soltaba una risita ahogada mientras bajaba las escaleras para hacer su ejercicio diario y llamaba a Fireball con un silbido.
Cada tarde el hombre y el bulldog iban a pie hasta el pueblo, mientras yo los seguía con el Caddy como un instructor vigilando cómo los soldados hacen footing por la carretera. Cuando Trahearne se cansaba, los recogía a los dos y los llevaba con el coche hasta la piscina del hotel, donde Trahearne se repantigaba como una morsa vieja hasta que empezaba a dormitar. Luego llevaba a los dos convalecientes a casa y los alimentaba. Después de cenar se iban a dormir y yo me iba abajo a beber cerveza y mirar la televisión hasta que también encontraba refugio en el sueño.
Cada mañana, mientras yo estaba fuera corriendo, Catherine le traía a Trahearne las páginas del manuscrito pasadas a máquina y recogía las páginas del día anterior para transcribirlas. Una vez, sin embargo, llegó tarde y cuando ella subía las escaleras yo estaba sentado en la puerta, de vuelta de correr, respirando fatigado. Me saludó con una inclinación de cabeza y entró en la casa. Pero al salir se detuvo a mi lado.
—Supongo que lo debes encontrar extraño —dijo, agitando las hojas amarillentas hacia mí.
—Nadie más en el mundo es capaz de entender su letra —dije.
—Me gusta colaborar en lo que puedo —gruñó, malhumorada, y se fue.
—¿Y eso no lo hacemos todos? —murmuré cuando ella ya estaba lejos.
Trahearne se mantuvo sobrio, aparentemente sin esfuerzo, a excepción de un trago de mi cerveza la noche que brindamos por Fireball la primera vez que pudo levantar la pata para mear.
—Qué buena está, Dios mío —suspiró Trahearne después de tragarse la cerveza—, es cojonuda.
—La primera siempre lo es —le recordé, al recuperar mi lata de cerveza.
—De acuerdo —dijo, y se incorporó con dificultad.
Fireball lo siguió, obediente, marcando cada arbusto y cada roca que aparecía en su camino. Cuando llegaron a la carretera, el perro la atravesó removiendo el trasero para ir al río a beber otra vez y, por el camino al pueblo, Trahearne estuvo pendiente del bulldog constantemente, diciéndole que pusiera la pata en el suelo de una vez y que siguiera caminando.
Aquella noche, al meterse en la piscina, Trahearne me preguntó por qué ya no me zambullía con él.
—Es como nadar en las mucosidades de alguien —dije.
—Sughrue —dijo bajito—, eres el ser humano más asqueroso que he tenido la desgracia de conocer nunca.
—Al menos no nado en…
—Dios mío, no lo vuelvas a decir —exclamó, y a continuación metió la cabeza bajo el agua. Al sacarla hizo ver que iba a estornudar y me salpicó entero de agua. Su carcajada resonó por la gran sala enladrillada y la llenó con ruido de cristales rompiéndose. Entonces me volvió a mojar gritando—: ¡Nunca más! ¡Eso no lo vuelvas a decir nunca más!
Con la bota húmeda le empujé la cabeza bajo el agua. Trahearne me aferró el tobillo con su manaza y me lanzó a la piscina de un tirón. Salimos del agua los dos risueños como criaturas.
Esa misma noche, mientras miraba la televisión y dejaba que se me secara la ropa, oí unos golpes en el ventanal del sótano. Al alzar los ojos vi que era Catherine, y me sonreía. Como ya tenía los pantalones casi secos, me los puse antes de ir a abrir la puerta.
—¿Tenías vergüenza? —dijo, sonriente.
—Mi madre era una señora Avon —dije— y me enseñó a no abrir nunca la puerta sin vestir.
—Muy lógico —contestó. Suspiró, pero ya no sonreía—. Verás, es que estoy un poco harta de estar tan encerrada. Cuando esta noche he terminado de picar a máquina he decidido que necesitaba salir de casa. ¿Por qué no nos tomamos una tregua, me llevas al pueblo y me invitas a tomar algo?
—Buena idea —dije.
Cuando a las dos cerró el Sportsman Bar, compré media docena de vasos de plástico llenos de bebida y me los llevé al Porsche de Catherine. Los intenté mantener en equilibrio, subí al asiento del copiloto y Catherine se me arrimó para tocarme la mejilla.
—Démonos un chapuzón de medianoche —propuso.
—Buena idea.
Llevó el deportivo por la ciudad a oscuras y lo aparcó detrás del hotel; entonces bajó y abrió la puerta trasera del edificio de la piscina. Cuando estuvimos dentro, puse los vasos en hilera en el borde de la piscina mientras Catherine se desnudaba. Después se acercó para ayudarme con mi ropa.
—¿Nadamos antes o después? —murmuró cuando estuve tan desnudo como ella.
—Durante —dije, cogiéndola, y nos fundimos dentro del agua en un abrazo cálido.
Un rato más tarde nos sentamos en el borde de la piscina con los pies en el agua. Sobre la superficie ondulada del agua flotaban hilos de vapor y la cascada, como el eco distante de un trueno, retumbaba suavemente en el extremo más alejado de la sala. La luna menguante pasó poco a poco a través de una claraboya.
—Es tan extraño este lugar por la noche —susurró Catherine—. Es como la entrada a algún mundo subterráneo donde siempre hay calor y silencio. Por eso susurro. Cuando estás en un lugar cerrado como éste, ni aun chillando te escucharían en el hotel.
—No chilles —murmuré, poniéndole la mano en la boca. Catherine ahogó una risita entre mis dedos. Cuando aparté la mano gritó, con un sonido agudo y corto que rompió el silencio y retumbó en las paredes.
—Perdona —susurró, y rió poniéndose la mano en la boca.
—Estás borracha, chica —dije, buscando otro vaso a tientas. El hielo se había derretido, pero lo vacié igualmente.
—¿No te parece maravilloso? —suspiró, apoyándose contra mí—. Te contaré un secreto.
—Entonces no será ningún secreto.
—No se lo dirás a nadie —dijo.
—Estoy demasiado borracho para acordarme.
—En invierno, cuando vengo aquí por la noche, salgo de la piscina, me voy corriendo afuera y me revuelco en la nieve, y después me vuelvo a meter corriendo en el agua.
—Eso lo sabe todo el pueblo —dije.
—Sí, hombre —dijo con voz sibilante, dándome una palmada suave en el pecho—. Lo tendrías que probar alguna vez. Es como renacer.
—Revolcarse desnudo en la nieve no es el concepto que yo tengo de una gran experiencia —dije.
—¡Mariquita!
—Seré un mariquita, pero al que se revuelca en la nieve se le congelan los huevos.
—Eres terrible —dijo—, excepto cuando eres maravilloso.
—Eso es lo que yo digo siempre.
—Te explicaré otro secreto, señor tremendo.
—Ya me he olvidado del anterior —dije.
—Eres el primer hombre con el que he venido aquí —dijo, mirándose los pies, mientras los removía en el agua—. El primero de todos.
—Me conmueves.
—No seas cínico —dijo—. Este lugar para mí es muy especial. —Se incorporó otra vez. A oscuras, las partes de piel sin broncear relucían y, al girarse hacia mí, tenía los pechos pálidos y luminosos como dos lunas pequeñas. Se debió de dar cuenta de que la miraba, porque se los tapó con las manos, muy morenas—. El cirujano plástico que me lleva dice que a partir de ahora tengo el cincuenta por ciento de posibilidades de éxito —dijo, con tono alegre—. También me recuerda la suerte que tengo de no haber tenido hijos. Trahearne no quiso que los tuviéramos, ¿sabes? —como yo no reaccionaba, añadió—: Teniendo en cuenta cómo han ido las cosas, tal vez tenía razón.
—Trahearne ya es suficiente criatura —dije.
—Trahearne es un gran artista —se apresuró a añadir— y si he hecho sacrificios, ha sido para ofrecerlos a su grandeza.
—Está bien —dije.
—No pareces muy convencido.
—Mira, le tengo mucho cariño al cabronazo —dije—, pero eso se lo dejaré decidir a la gente encargada de la grandeza y de todas esas memeces.
—C. W., a veces demuestras una estrechez de miras impropia —dijo.
—¿De pueblo, no?
—De pueblerino reconsagrado —dijo, riendo—. Maldito farsante —añadió—. Lo sé todo de ti. Trahearne me lo ha explicado todo. —No tenía nada que decir al respecto. Si Trahearne quería hablar con su ex mujer, era su ex mujer—. Yo no se lo cuento todo —dijo—, si eso te preocupa.
—Yo nunca me preocupo.
—Yo me preocupo por Trahearne —dijo, seria.
—Quizás es hora de que lo dejes correr —insinué.
—No, ahora me necesita más que nunca —dijo—. De eso puedes estar seguro.
—Desde luego.
—¿No estarás celoso, verdad?
—No lo creo —dije—. Soy un tipo con pocas necesidades y, si tú quieres hacer de niñera de Trahearne, eso es cosa vuestra.
—No exactamente —dijo en voz baja.
—¿Qué?
—Melinda —murmuró.
—Es verdad.
—Mira, me parece que aunque no estuviera con mi marido la odiaría —dijo Catherine serenamente.
—¿Estás celosa? —pregunté.
—No, sólo de la puñalada que me clavó.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando se trasladó aquí, al principio, en la época en que yo todavía intentaba ser generosa con todos, una tarde le propuse jugar a tenis —dijo Catherine.
—¿Y cómo fue?
—Me humilló, tanto en la pista como después, en el vestuario, cuando entramos dentro para nadar un poco —dijo Catherine—. Supongo que has visto ese cuerpo que lleva escondido bajo esa ropa ancha tan horrible, y te puedes imaginar cómo me hizo sentir cuando lo vi —entonces hizo una pausa—. No es que me lo enseñara. Hizo todo lo que pudo para esconderlo, tengo que reconocerlo, pero cuando estaba en la ducha la espié. Fue el momento más duro de todos mis momentos duros.
—Tú también eres una mujer muy bella —le dije.
—Es muy amable por tu parte —dijo—. Supongo que, además, en la cama ella es mejor que yo.
—No lo sé —dije.
—¿De veras? —me preguntó, sinceramente sorprendida—. Pensaba que era más bien generosa haciendo favores.
—No eres la única que lo piensa —dije.
—¿A que estás un poquito enamorado de ella?
—Puede que sí.
—Trahearne cree que lo estás.
—Puede que sí, puede que no —reconocí—. Ya no lo sé.
—¡Ostras!
—¿Qué?
—¿Estás lo suficiente sereno para que te pregunte algo muy importante?
—Claro.
—¿A ti te parece que ella lo dejaría, en las circunstancias adecuadas?
—De eso no sé nada —dije—. Ella lo ama, pero cree que él ya no la quiere a ella. Podría ser que se largara, pero no sé cuáles podrían ser las circunstancias adecuadas.
—Piénsalo un momento —dijo—: en el bolso llevo tres talones. Uno de cuarenta mil dólares extendido al portador, otro de veinte mil a nombre de una tal señorita Betty Sue Flowers, y un tercero a tu nombre, de diez mil.
—No —dije. Me levanté y fui hacia la ropa.
—Escúchame —dijo, siguiéndome—, escúchame hasta el final. Ahora Trahearne trabaja, no bebe y tiene la posibilidad de vivir y trabajar durante el resto de su vida. Si ella vuelve para quedarse a vivir aquí, él morirá en un año. Eso debes saberlo.
—No —dije—. No quiero tener nada que ver con eso.
—Cuando vuelva de San Francisco, Trahearne te pedirá que la recojas en el aeropuerto de Meriwether —dijo Catherine, registrando su bolso— y tú lo único que tienes que hacer es convencerla de que vuelva a subir a ese avión o en otro, y que desaparezca de nuestras vidas.
—No.
—Te lo pido por favor —me imploró, alargándome un sobre blanco rectangular.
—Trahearne se limitaría a enviarme a buscarla otra vez —dije, sopesando el fino trozo de papel. Setenta mil dólares parecían tan ligeros como una pluma, pero eran tan pesados que a duras penas podía sostenerlos. Golpeé suavemente mi escayola con el sobre, que después de mojarla dos veces ese día se desmenuzaba—. Se limitaría a enviarme a buscarla otra vez.
—Pero si tardaras mucho tiempo en encontrarla, lo bastante para que acabara el nuevo libro —dijo—, entonces ya no tendría importancia. —Como yo no contestaba, añadió—: Ojalá pudieras leer el principio de su libro. Es precioso, y entenderías por qué es tan importante.
—No puedo hacerlo —dije, intentando devolverle el sobre.
—Sólo piénsatelo —murmuró—. Quédate el dinero y piénsatelo. Eso sí que me lo debes.
—Supongo que sí —dije, dejando el sobre en el suelo y vistiéndome como pude—. ¿De quién es el dinero? —pregunté, al terminar de vestirme.
—¿Y eso qué importa?
—Puede que me importe.
—Edna y yo pusimos la misma cantidad.
—Me lo pensaré, pero sé que no lo haré —dije.
—Si no la convences —murmuró Catherine, arrojándose entre mis brazos—, será la muerte de Trahearne.
—No puedo —dije, escondiendo la cara entre su pelo mojado. Detrás del intenso olor clorado del agua de la cascada percibía el toque ligero de flores de su perfume.
—Si pudieras, todo sería tan sencillo… —murmuró en mi cuello— y si no puedes será tan horrible…
—Ya es horrible.
Volvimos a casa de Trahearne en silencio y, cuando Catherine me dejó, ni siquiera nos deseamos buenas noches. La vi dirigirse a la otra casa y aparcar el coche en el garaje más alejado, contemplé la progresión de las luces encendidas y después cómo se iban apagando a medida que atravesaba la casa. La luz del salón quedó encendida unos minutos, como si Catherine hubiera pasado un rato mirando otra vez los trofeos de guerra de Trahearne. Después el piso de abajo quedó a oscuras y una luz difusa iluminó las ventanas del piso superior, como si alguien hubiera encendido la luz del pasillo. Cuando me iba, había claridad en las dos ventanas del piso superior y vi las sombras de las dos mujeres moviéndose cada una detrás de su cortina respectiva. La abuela se había sentado en el piso de abajo a oscuras entre los restos de esa antigua guerra. Me subió un escalofrío por el espinazo y fui a la camioneta, abrí la puerta y me metí a gatas para dejar el sobre en la caja de las armas, al fondo de la caja de las herramientas. Después me fui a la cama, antes de que se pasearan por mi mente los pensamientos más disparatados.
Catherine, sin embargo, tenía razón en algo: al cabo de dos días Trahearne me pidió que fuera a recoger a Melinda con el coche, para no saltarse ni un día de trabajo.
Cuando Melinda bajó por la rampa, casi no la reconocí. Llevaba un traje chaqueta de color melocotón oscuro, y volvía a tener el pelo rubio, corto pero uniforme, sin enredos, e incluso llevaba un toque ligero de maquillaje. Cuando, con pasos enérgicos, atravesó el asfalto y las puertas de la terminal, todo se detuvo en el aeropuerto, y todo el mundo la miraba. Además, llevaba unas botas de cuero nuevas, de tacones altos, y no tuvo que ponerse de puntillas para darme un abrazo y el beso con el que me saludó.
—¿Qué te parece mi nueva imagen? —preguntó, con una sonrisa tan cálida y deslumbrante que casi me cegó.
—Dios mío —murmuré.
—Gracias —dijo, aceptando el cumplido como si le pareciera que se lo merecía—. ¿Cómo estás?
—Muerto de deseo —confesé.
—Gracias otra vez —dijo serenamente, y a continuación se puso el bolso en el hombro y se dirigió hacia la cinta para recoger el equipaje. Dos maletas de cuero a juego fueron a parar a la cinta transportadora. Melinda me las señaló con la cabeza y las recogí.
—¿Qué demonios llevas ahí? —refunfuñé.
—Una vida nueva —dijo, todavía sonriendo.
La seguí hacia la camioneta, apresurándome para seguir ese paso nuevo y confiado. Incluso desde atrás se la veía feliz. Cuando abrió la puerta del coche, Fireball se lanzó a saludarla. Si hubiera estado mucho más excitado habría rodado sobre el lomo y se habría meado encima como un cachorro. Tal como estaba, se puso a botar a su alrededor y estuvo ladrando y babeando hasta quedarse sin aliento.
—Por lo visto, nuestro Fireball MacRoberts se ha recuperado —dijo, arrodillándose para acariciarle las orejas rechonchas.
—Roberts —dije, tirando sus maletas en el maletero.
—¿Qué? —preguntó.
—Fireball Roberts —dije—, no MacRoberts.
—Tanto da —dijo con alegría, y estuve de acuerdo.
—Casi me da miedo preguntarte cómo te ha ido —dije, cuando arrancamos.
—Invítame a una cerveza y te lo explicaré —dijo, abriendo la nevera, colocada entre los asientos, y abrió dos cervezas. Me pasó una y a continuación se bebió la mitad de la otra de un solo y largo trago, con un movimiento fluido de los músculos de la garganta, y dijo—: ¿Cómo tienes la mano?
—Todavía la tengo mal —respondí, dando un golpe en el volante con la escayola destrozada.
—¿Cómo te lo hiciste? —preguntó.
Me había equivocado al suponer que lo sabía pero, por lo visto, Trahearne no se lo había explicado. Si él no se lo había dicho, estaba claro que yo no se lo diría.
—Cosas que pasan —dije.
—Bien, si quieres hacerte el misterioso… —dijo. Rió y alzó la cerveza otra vez. Una vez acabada, estrujó la lata como si fuera papel de seda, la tiró detrás del asiento y buscó otra—. ¿Estás a punto?
—Todavía no —dije, levantando la cerveza casi llena—. ¿Qué hiciste allí?
—No sé por dónde empezar —dijo—; han pasado tantas cosas maravillosas… En Ghirardelli Square encontré una galería y mi obra les gustó lo suficiente para organizar una exposición, que se vendió entera en tres días; ¿no te parece increíble? Y envié el resto de las obras a un local de Los Ángeles, de manera que eso ya está arreglado.
»Después fui a ver a los fantasmas del pasado. Rosie y yo cogimos una borrachera impresionante, nos peleamos de mala manera y nos tiramos la una en los brazos de la otra llorando y riendo —dejó de hablar un momento para poder reír atolondradamente—. Fui a ver al señor Gleeson y encontré a un viejo imbécil y penoso. Después pasé por casa del pobre Albert sin avisar y hasta que no se hubo tomado dos Valiums y un whisky escocés enorme no dejó de tartamudear. Perdoné a ese mal nacido por haber sido un mal nacido y, ¿sabes qué hizo?
—No, pero me lo imagino.
—Se me puso blandito —dijo— y, como lo ignoré y me reí en su cara, el muy desgraciado se puso a llorar y fue corriendo al piso de arriba a ver a su fríe cerebros. Me encantó. —Se rió otra vez y a continuación hurgó dentro de su bolso. Sacó un sobre blanco largo, y yo me puse a jugar con la lata de la cerveza, pero me dio un golpe en el pecho con el sobre—. Cinco mil dólares en efectivo —dijo—. ¿Te encargarás de que Hyland los reciba?
—De acuerdo —dije tartamudeando.
—Un pago inicial para una vida nueva.
—Melinda… —empecé a decir.
—Betty Sue —me interrumpió en voz baja—. Betty Sue Flowers. Es un bonito nombre.
—A mí siempre me lo ha parecido —dije.
—¿Cómo está Trahearne? —preguntó—. Por teléfono no tenía mucho que decir.
—Tiene los codos pelados y no los levanta —dije, por decir algo.
—Lo que sí que ha dicho es que eres una niñera excelente. ¿Verdad que te quedarás tanto tiempo como te necesite?
—Supongo que sí —dije—. A no ser que quieras huir conmigo.
—No seas tonto —rió, satisfecha, dándome una fuerte palmada en el muslo—. Acabo de regresar a casa.