Intenté que Stacy volviera a casa de Selma mientras yo acababa de zanjar un poco todo el embrollo, pero no quiso de ninguna de las maneras.
—Tengo un vestido nuevo, y hace cinco años que no tenía ninguno —dijo—. Así que esta noche me vas a llevar a cenar fuera, tontorrón.
—Muy bien —dije, contento por la perspectiva.
Mientras iba a hacer unas gestiones, Stacy me esperó en el motel. Devolví los dos coches de alquiler, fotocopié los dos libros contables, envié las copias a Torres y dejé los originales en una caja de seguridad de un banco junto con una nota que explicaba de qué se trataba. Reservé mesa para cenar en un restaurante chino y compré dos botellas de champán francés, que nos bebimos mientras nos arreglábamos para ir a cenar.
—Nunca había bebido champán francés del auténtico —suspiró Stacy mientras se metía el vestido por la cabeza—. Pero tengo intención de repetir —después se tumbó en la cama plácidamente, con una sonrisa en los labios hasta que se durmió.
Encargué la cena por teléfono y envié un taxista a buscarla. Cuando la trajo, le pagué y luego me tumbé al lado de Stacy. En algún momento de la noche nos despertamos haciendo el amor vestidos. Más tarde nos desnudamos y nos sentamos ante la cena fría, que nos comimos en silencio como dos famélicos, y luego nos volvimos a meter en la cama.
—¿Sabes qué? —dijo Stacy, medio dormida—. Debo de estar de nuevo en el buen camino.
—¿Por qué?
—Porque estoy borracha de champán, junto a un desconocido más mayor que yo, con el olor de la pólvora todavía reciente en mi nariz inocente y joven, y me encuentro de primera —dijo—. ¿Y tú?
—Yo tengo unos agujeros en el hombro —dije—, un tobillo hinchado, una indigestión de comida china y nada que esperar para el futuro más que una resaca de champán y un trayecto muy largo en coche hasta mi casa.
—¿No te parece maravilloso? —murmuró—. Seré una veterinaria de caballos fantástica, ¿sabes?, una doctora de caballos estupenda. Eso, cuando sea mayor. ¿Tú qué quieres ser de mayor?
—Más viejo —dije, pero Stacy ya volvía a estar dormida.
Al día siguiente, para aparcar al pie del sendero que conducía a casa de Selma tuve que ponerme a la cola, detrás de su camioneta, de un camión de una empresa de vallas y del Volkswagen de Melinda.
—¿Crees que aún estará allí? —preguntó Stacy.
—Lo que creo es que tendré que hacer de remolcador otra vez —dije, bajando del coche para mirar una nota que había bajo el limpiaparabrisas del Volkswagen. Había una llave enganchada en el papel, y una palabra: «Por favor». Agité la cabeza y Stacy y yo cogimos nuestros cansados pies y los llevamos sendero arriba.
Selma estaba sentada en el salón mirando cómo cuatro jóvenes forcejeaban intentando hacer los agujeros para clavar unas estacas en la ladera rocosa.
—Nunca pensé que llegaría a esto —dijo, cuando llegamos hasta donde se encontraba.
—¿Le parece suficiente? —pregunté.
—He encargado dos perros guardianes en una casa de Broomfield —confesó—. El mundo se mete en nuestra vida demasiado a menudo, a cada momento —recitó—. Nadie volverá a entrar aquí sin permiso —añadió, tocándose la mejilla magullada—. Nunca más.
—Espero que no —dije—. He conseguido una especie de seguro para todos nosotros, pero de todas formas ponga la valla y que le traigan los perros, por si acaso.
—Habla como el que se dispone a decir adiós —dijo—. Se tendría que quedar unos días, tendría que descansar.
—Quédate —dijo Stacy, agarrándome del brazo.
—Estoy demasiado cansado para quedarme —reconocí—. ¿Por qué no hacen las maletas y se van a las montañas unos días? A buscar un lago bonito y un aire que nadie haya respirado. Yo me voy a la ciudad a recoger una barra de remolque y a mi perro, y después regresaré a casa, ahora que todavía puedo.
—Quizá tenga razón —dijo Selma. Miró a Stacy, que asintió lentamente y me soltó el brazo—. Aquí siempre será bienvenido.
—Gracias.
—Y si te falta un médico —dijo Stacy alegremente—, llámame, sea cuando sea —me dio un abrazo fugaz y salió de la cabaña para dirigirse a su habitación, caminando con la espalda firme y recta.
—Es una mujer encantadora —dijo Selma— y creo que, por terrible que haya sido todo, le habrá ido bien.
—Es una fiera —dije—. Sabrá espabilarse.
—Ya me lo dijo Melinda —añadió Selma—. Siempre creo que conozco a las personas de las que me encargo, y siempre encuentran la forma de sorprenderme. Usted, sin embargo, no me ha sorprendido.
—¿Por qué?
—Sabía que recuperaría a Melinda —dijo— y quería darle las gracias. Le salvó la vida.
—Si no hubiera sido tan estúpido, ésos no la habrían encontrado nunca —dije.
—A la gente no se la puede culpar por creerse las mentiras —dijo en voz baja.
—Me pagan para que las distinga —dije—, pero esta vez…
—Esta vez ha sido diferente —me interrumpió.
—Sí, señora.
—¿Puede hacerme un último favor? —preguntó.
—Por supuesto.
—Esté pendiente de Melinda —dijo—, échele un vistazo de vez en cuando. Tengo el presentimiento de que pronto necesitará a un amigo.
—Lo haré lo mejor que pueda —dije—, pero no le prometo nada.
—Gracias —dijo— y, por favor, no se culpe de este último cúmulo de problemas que ha tenido ella. Empezaron hace muchos años y usted no ha tenido la culpa de nada.
—De eso no estoy seguro —dije, y la dejé allí, con sus gatos, sus gallinas y su valla nueva.
Pero las grandes desgracias no se acaban nunca. Se eternizan, como un litigio interminable o una fiebre tropical crónica. A pesar de eso, creía que ésta se había terminado, excepto por los cuarenta mil dólares, que eran sobre todo cosa de Melinda. De nuevo pude meditar mucho mientras me dirigía hacia el norte remolcando, una vez más, el Volkswagen de Melinda, con Fireball tumbado en el asiento a mi lado, amodorrado por las medicinas. El bulldog estaba todo vendado, para que los tubos de drenaje se le mantuvieran en su sitio. Cuando lo recogí, los veterinarios me lo dieron como si no tuviera demasiadas posibilidades de sobrevivir. Le habían sacado un trozo de estómago y le habían seccionado el intestino delgado. Así pues, lo llevé a casa como si fuera un bebé, tan suavemente como pude. Cuando llegamos a Meriwether tenía tan mal aspecto que lo dejé en el veterinario mientras remolcaba el Volkswagen hasta Cauldron Springs.
Como había acabado harto del circo de la familia Trahearne, dejé el coche de Melinda aparcado detrás del edificio de la piscina del hotel y después me fui a casa a cuidar de Fireball y a atar cabos. Me senté en el despacho y me colgué del teléfono hasta dejarlo pegajoso de sudor. Después escribí unas cuantas postales. Me parecían la forma más apropiada de comunicación. Envié una a Rosie con el número de teléfono de Trahearne; otra a Melinda, diciéndole que llamara a su madre; una tercera a Trahearne, que decía simplemente: «Tienes una deuda conmigo, viejo».
Al salir de la oficina pasé por el despacho de la secretaria y la interrumpí mientras se pintaba las uñas de azul.
—Si llama alguien —le dije—, diles que estaré fuera de la ciudad indefinidamente.
—¿Cuánto tiempo es eso? —preguntó, sin mirarme.
—Casi para siempre —dije, y se lo apuntó.
Recogí a Fireball, que todavía resistía, y me lo llevé a la cabaña de North Fork. Las heridas cicatrizaban poco a poco, pero lo hacían. Le había salido un mechón de pelo blanco en el hocico. Cuando caminaba lo hacía con cuidado, como intentando controlar el movimiento natural, y no podía levantar la pierna para mear. Pero sobrevivía. Finalmente lo llevé con el coche a Columbia Falls para que le quitaran los tubos de drenaje y los puntos. Cuando volvimos a la cabaña, vi el Caddy de Trahearne aparcado enfrente. Él estaba sentado a la mesa con una botella de dos litros de vodka y una jarra de tónica. Cuando cogí a Fireball y lo llevé escaleras arriba, no dijo nada. En cuanto lo dejé en el suelo, el bulldog fue hacia Trahearne para olisquearlo, pero a medio camino cambió de opinión y se puso a lamerse las cicatrices.
—Supongo que no dirás que es culpa mía también —dijo Trahearne, sin darle importancia.
—Me parece que nunca culpo a nadie de nada —dije.
—Debe ser difícil ser un santo —comentó.
Hablaba como si estuviera sereno, pero tenía los ojos rojos de haber estado bebiendo. En la comisura de los labios se le había formado una costra blanca de antiácido.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté.
—No podía trabajar —dijo, agachando la cabeza.
—Quizás es que te pones demasiado lejos de la mesa —dije.
—¿Y tú qué demonios sabes? —preguntó, pasando de la rabia a la tristeza.
—Nada.
—Pues no intentes decirme cómo lo tengo que hacer —dijo, intentando echarse vodka en la jarra. Era demasiado difícil. Levantó la botella y bebió a morro, y empalmó con la tónica.
—No creo que un vodka con tónica se prepare así.
—Vete a la mierda —eructó muy desagradablemente y volvió a beber.
—Volvamos a empezar la conversación —le sugerí.
—Como quieras —dijo.
Se levantó y fue tambaleándose hasta la cabaña. Cayó de rodillas como si se dispusiera a rogar, respiró haciendo un esfuerzo una o dos veces y después vomitó, como un proyectil, una mancha de sangre inmensa.
—Dios mío —exclamé.
Trahearne vomitó otra vez, se dobló y cayó por encima de la baranda hasta el suelo, a casi un metro de distancia. Me acerqué, lo ayudé a ponerse derecho, le sequé la cara y después le pasé un brazo por encima de mi hombro y lo acompañé al coche.
—¿Qué haces? —preguntó.
—Llevarte al hospital —dije.
—Déjame morir —murmuró entre dientes—, déjame morir.
—Atraerías a las moscas —dije, metiéndolo en el Caddy. Cuando fui a buscar a Fireball, Trahearne se rió y respiró con gran esfuerzo, otra vez. Estuve unos minutos metiendo algo de ropa en una mochila y, cuando salí de la tienda, Trahearne había salido del coche e iba hacia el río tropezando—. ¡Eh! —grité, corriendo detrás de él.
—Suéltame —dijo, cuando lo agarré del brazo. Como no lo soltaba, sacudió el brazo tan fuerte que me lanzó contra un árbol. Después reanudó el camino hacia el río.
Mi primer impulso fue levantarme y dejarlo inconsciente de mala manera, pero no quería romperme la mano contra su mandíbula gigantesca. Esta vez, cuando lo atrapé, le puse el brazo en torno al cuello para contenerlo. Se agitó enfadado y se resistió, pero me quedé colgando sobre su espalda hasta que cayó de rodillas y entonces lo solté. Trahearne agitó el cabezón, afanándose por respirar y oxigenarse el cerebro, y a continuación se levantó sin decir una sola palabra y se dirigió hacia el río de nuevo. Esta vez fue más fácil. Y la tercera, más fácil todavía.
—Puedo estar así todo el día —le dije cuando se puso derecho por última vez.
—Pues tendrás que estarlo —susurró, con la voz ahogada.
—¡Al diablo! —dije, apartándome, y luego me giré de repente y le di un golpe en la mandíbula. Fue como darle a un árbol. Tuve la sensación de que se me habían roto todos los huesos de la mano derecha y de la muñeca—. ¡Joder! —dije, sujetándola suavemente con la mano izquierda.
Trahearne se irguió un momento, dio un paso hacia mí y se cayó contra mi pecho. Nos caímos los dos al suelo, el hombretón encima mío, y noté cómo se salían de su sitio un par de costillas. Al menos, por fin estaba fuera de combate. Me escurrí debajo de su cuerpo y lo cogí por el cuello de la camisa para arrastrarlo hasta el coche antes de que el dolor fuera demasiado fuerte. Sin embargo, no pude moverlo. Tuve que ir hasta la tienda de Polebridge para que me ayudaran a cargarlo en el Caddy. Cuando cogí el coche para llevarlo al hospital de Kalispell, Trahearne roncaba pacíficamente y yo tenía la mano derecha como un guante de goma lleno de agua.
Al cabo de dos días volví a la ciudad para visitarlo. Cuando entré en su habitación del hospital, sonrió con una mueca de dolor.
—Me llevarás a la tumba —dije—. Me he roto seis huesos de la mano, y me he dislocado tres costillas, viejo… por haber intentado que siguieras vivo —le enseñé el yeso.
—Diría que vuelvo a estar en deuda contigo, ¿eh?
—Eso mismo, demonios —dije.
—Pues muy bien, gracias.
—¿Qué diablos pretendías? —pregunté, sentándome en la silla que tenía más cerca.
—Vete a saber… —murmuró—. Joder, vete a saber —después permaneció un largo rato callado—. Melinda me explicó eso de los cuarenta mil dólares —dijo— y cometí el error de ir a pedirle el dinero a mi madre.
—¿El error?
—Esa mala bruja se rió en mi cara —dijo, poniéndose rojo de vergüenza—. Sabía que no se los tenía que pedir —añadió—, sabía que tenía que resolverlo por mi cuenta.
—¿Y qué has hecho? ¿Has hipotecado la casa?
—Si pudiera lo haría —dijo—, pero en el banco ya tienen dos letras pendientes. Si no me echan es sólo porque mi madre avaló las letras. ¡Maldita vieja loca! Nunca he entendido nada de lo que hacía, ¿sabes?, nada. Quizás quiere tenerme cerca, pero sólo con sus condiciones. No lo sé…
—Así que ella se ríe y entonces tú agarras la botella, ¿no?
—No fue entonces —dijo—, todavía no. Llamé a mi editor y conseguí que me diera cuarenta mil dólares de anticipo por mi nuevo libro…
—¿Qué nuevo libro? —lo interrumpí.
—El nuevo libro que voy a escribir —contestó—. Pero para que me diera el dinero tenía que tener escritas como mínimo cien páginas. Por eso he venido a verte.
—¿Quieres que lo escriba yo? —pregunté—. ¿O sólo que te aguante la mano mientras escribes?
Inclinó la cabeza poco a poco.
—Si pudieras venir y mantenerme un día más sin beber, podría conseguirlo.
—Estás de broma.
—De ninguna manera —dijo—. Sé todo lo que te debo, C. W., pero si pudieras hacer sólo eso, haría… haría lo que fuera por ti, te pagaría lo que fuera. Me tengo que poner a trabajar otra vez, ¿lo entiendes?, me tengo que poner…
—¿Por los cuarenta mil dólares? —pregunté—. ¿Por Melinda?
—Sí, eso mismo —susurró entre dientes.
—Eres un hijo de puta —dije—. Lo haré, pero no por ti o por el estúpido libro…
—Por ella —dijo en voz baja—. Acepto. Supongo que es más de lo que me merezco.
—¿Y ella qué opina? —pregunté.
—Todavía no lo sabe —susurró—. Alquiló un camión, cargó sus cosas y se las llevó a San Francisco.
—Fantástico —dije—. ¿Por qué no la ayudaste?
—No quiso —confesó—. Dijo que era su problema y que se encargaría ella. Pero cuando consiga el dinero, tú puedes dárselo a ésos y ella saldrá de ese lío.
—Y yo también —dije, pero no me escuchó.
—Debe ser duro —dijo en voz baja.
—¿El qué?
—Terminar la gran búsqueda y encontrar a la bella doncella deshonrada —dijo, casi con un cuchicheo.
—Sólo por ti —dije—, sólo por ti.
—A eso me refería, hombre —dijo—, encontrar a la chica bonita enamorada del dragón, casada con la bestia peluda y de aliento maloliente… —calló y me miró fijamente—. Deberías haberme dejado en el río.
—Ya lo pensé, ya.
—¿Y por qué no lo hiciste?
—Porque te ama, supongo —dije—, aunque no entiendo por qué.
—Yo tampoco.
—¿Y tú? —pregunté—. ¿La quieres a ella?
Hizo una pausa muy larga antes de contestar y después dijo:
—Ya no sé a ciencia cierta qué significa eso, pero sé que no puedo vivir sin ella.
—No parece que la vida con ella te vaya muy bien.
Hizo otra pausa, esta vez más prolongada, y después dijo:
—Mira, antes esperaba con ilusión el día en que llegaría a la edad en que las mujeres ya no me importarían nada. Pensaba que cuando llegara ese día toda la energía malgastada que utilizaba para acosarlas la dedicaría al trabajo. Creía que me volvería viejo y sabio, que estaría sin sexo como si fuera un oráculo, pero no fue así, de ninguna manera. Me sucedió antes de lo que esperaba, y me volvió loco… o todavía más de lo que estaba. Y cuando Melinda volvió a encender las llamas, se lo agradecí tanto que me casé con ella. Ahora tengo miedo de perderla.
—Tú no necesitas un detective, amigo, necesitas un freidor de cerebros.
—Quizá sí, hijo —susurró—, pero eres lo único que tengo. De todas formas prefiero darte treinta dólares la hora a ti. Al menos me invitas a una copa de vez en cuando.
—Pero ya no lo haré más —dije—. La primera copa que te vea tomar será la última a la que te invitaré.
—Seré tan dócil como un corderito —dijo, haciendo una mueca—. Ya lo verás.
En cuanto los médicos pudieron hacerle una serie de pruebas, descubrieron que Trahearne no tenía ninguna úlcera perforada, sino sólo un ataque de gastritis alcohólica aguda. Al día siguiente dejaron que abandonara el hospital.
—Pon la capota —dijo en tono arisco repantigándose en el asiento del copiloto de su Caddy. Tenía la cara tan blanca que parecía que se la hubieran pintado con maquillaje de payaso.
—Calla y disfruta del sol —dije al arrancar.
—¿Dónde vas? —suspiró—. Te equivocas de dirección.
—Tengo que ir a buscar mi camioneta. —Abrí una cerveza.
—No puedo conducir —replicó Trahearne, mirando la cerveza con fijación.
—Ya lo sé. Tengo una barra de remolque en el portaequipajes. Me acabo de comprar una. Me he hartado de alquilar esos malditos trastos, casi tanto como de remolcar los malditos coches de un lugar a otro.
—¿Y me harás tragar los sesenta kilómetros de carretera de grava? —dijo—. ¿Todo el camino de ida y vuelta?
—Y, además, me tendrás que ver bebiendo cerveza todo el camino —dije—. Qué demonios, si Fireball puede, tú también —añadí, indicando con la cabeza el asiento de atrás, donde dormía el bulldog.
—Sughrue, eres un cabronazo —dijo Trahearne dándose un golpe en la frente sudada.
—¿Qué quieres, comprensión por cuatro céntimos o eficacia por cien dólares al día?
—¿Y qué me dices de unas cuantas palabras adecuadas? —preguntó, casi sonriente.
—El gobierno me dio un puñado de ellas —dije—, pero nunca encuentro la oportunidad de utilizarlas.
Trahearne se quedó sonriente hasta que le dije que me abriera otra cerveza, y después nos dirigimos hacia el norte para adentrarnos en las montañas. Yo estuve bebiendo y él mirándome todo el camino hasta la cabaña, donde enganché los dos coches de nuevo. A la vuelta me detuve en un par de bares en Columbia Falls y en Kalispell y, a partir de entonces, en todos los que encontramos de camino a Cauldron Springs. El hombre no se quejó en ningún momento. Se limitó a estar sentado sorbiendo 7-Up y rascándole la cabeza a Fireball. Cuando aparqué delante de su casa era casi de noche y estaba borracho como un memo. Cuando abrí la puerta de la camioneta, Catherine Trahearne estuvo a punto de llevársela con su Porsche. Bloqueó los frenos y se detuvo delante de nosotros derrapando y luego salió del coche y ayudó a Trahearne a salir de la camioneta.
—¿Cómo te encuentras? —dijo, con una musiquilla en la voz—. Ay, me tendrías que haber dejado venir al hospital.
—Estoy bien —Trahearne suspiró profundamente mientras ella se deshacía en atenciones por él—. Estoy bien, sólo un poco cansado. Quizá vaya a echarme un rato.
—¿A echarte en la cama o algo en el gaznate? —le pregunté al bajar del coche.
Trahearne me lanzó una mirada triste y cansada y agitó la cabeza, pero Catherine me miró con una rabia tan intensa que casi me quitó la borrachera. No hay nada como el odio sincero para llamar la atención de un borracho.
—Que duermas bien —añadí estúpidamente, mientras Catherine acompañaba a Trahearne escaleras arriba.
Cuando desaparecieron por la puerta principal, salí para ayudar a Fireball a bajar del coche. El perro atravesó el césped con cuidado, poco a poco, buscando un arbusto. No para mear encima, sino para esconderse detrás. Tener que agacharse como un simple cachorro lo incomodaba a más no poder. Finalmente encontró un arbusto de hoja perenne muy estropeado y se agachó detrás.
—¿Qué demonios hacemos aquí, perro? —pregunté.
Él, sin embargo, tampoco parecía saberlo. Acabó el trabajo y después vino a retozar a la sombra al lado de mis pies. Me apoyé en el capó y seguí bebiendo cerveza. Catherine salió de la casa y vino hacia mí, con la corta falda plisada de jugar al tenis que se le levantaba al bajar las escaleras saltando.
—Estás muy guapa hoy —dije.
Y era verdad. Las semanas de tenis estival la habían bronceado sin secarle la piel y tenía las mejillas coloreadas de un rojo oscuro. Olía a perfume, a sudor femenino, a aceite de coco y a sol.
—Preciosa —añadí, alzando la lata de cerveza para hacer un brindis mientras se me encendía dentro de la barriga la llama ardiente de un antiguo deseo.
Catherine se detuvo ante mí y dio un manotazo a la lata de cerveza que tenía en la mano. La lata golpeó con violencia contra la grava y vomitó una raya de espuma en la carretera.
—¿Qué demonios te crees que haces? —me preguntó, resoplando de rabia.
—Trahearne ya ha recibido todo el amor y el afecto que puede soportar —dije, intentando tragarme mi propia rabia.
—¿Y tú qué demonios sabes?
—Casi todo lo que se puede saber —dije—. Me contrató para que lo mantuviera sobrio y sólo quería ver si tenía el valor de soportarlo.
—¡El alcoholismo es una enfermedad! —me gritó—. No tiene nada que ver con el valor.
—Bien, quien me ha contratado es él y no tú.
—Si ni siquiera lo haces por él —dijo—, lo haces por ella. —No me molesté en negarlo—. ¡Maldita zorra! —dijo, con voz sibilante.
La rabia le alisaba los labios y le estiraba la piel contra los huesos de la cara, hasta hacerla parecer transparente como el cráneo apergaminado de una momia. Con el sofoco, se le dibujaron unas rayas finas y blancas en los extremos de los ojos, en las sienes y en la línea de la mandíbula. Soltó un taco, dio una patada en el suelo y luego corrió hasta su Porsche y se alejó zumbando en medio de una nube de grava y polvo.
Fui a buscar otra cerveza mientras la veía alejarse. Giró para meterse en la carretera, derrapando a la perfección con las cuatro ruedas. A medio camino de la ciudad las luces de los frenos relampaguearon al bloquear las ruedas y pararse derrapando en medio de la carretera, donde se quedó unos minutos. Después, lenta e intencionadamente, dio la vuelta y regresó a la casa.
—Te pido perdón —dijo al detener el coche a mi lado—. Lo siento, de veras.
—No te disculpes —le dije cuando bajó del coche—, es señal de debilidad.
La rabia le volvió de golpe pero se la tragó y preguntó amablemente:
—¿Cómo?
—Es lo que dice John Wayne. No recuerdo en qué película, pero sé que lo dijo.
—Es tu héroe, ¿no? —preguntó.
—Sólo los tontos tienen héroes —susurré.
—Ya —dijo, sonriendo poco a poco—. Siempre cometo el error de subestimarte, ¿verdad?
—Es mejor que sobreestimarme, ¿no?
—De eso no estoy segura —dijo—, pero sí de que lo siento.
—No le des más vueltas —dije—. Es un encargo de tontos y probablemente lo estoy haciendo como un tonto. Es la única forma en que sé hacerlo. El orgullo y el valor son lo único que funcionará con Trahearne.
—Cuando el juego se pone duro, los duros empiezan a jugar, ¿no? —preguntó, socarrona.
—Ríete, si quieres, pero es el secreto de la fuerza de carácter.
—Perdona —rió y se apoyó en mi brazo—. No he podido resistirme a provocarte. ¡Es que estabas tan serio!
—Los borrachos siempre están serios cuando menos conviene —dije.
—¿Crees que puedes tener a Trahearne sin beber un tiempo?
—Si realmente tiene la intención, supongo que puedo ayudarlo —dije—. Vale la pena intentarlo.
—Quizá más tarde me pase a prepararos la cena a los dos.
—No, gracias —dije—, ya nos apañaremos.
—¿Me estás invitando a no venir?
—Algo así —reconocí.
—Puede que tengas razón —dijo—. Después de cenar ven a tomar una copa.
—Me lo pensaré —dije.
—Eso mismo —se irguió para darme un beso en la comisura de los labios—. Vigílalo por mí.
—Lo haré tan bien como pueda —dije, y ella asintió, como si supiera que lo haría.
Volvió a su coche y lentamente dio la vuelta a la casa de la madre de Trahearne. Una vez más cargué nuestro equipaje y lo subí por las escaleras hasta la casa.
Sin embargo, Trahearne, en lugar de tumbarse estaba sentado delante de la mesa en pantalones cortos y camiseta, mirando distraídamente si el Colt automático del 45 deslizaba bien. Al lado tenía un vaso de whisky recién servido.
—No te preocupes —dijo, cuando dejé las bolsas en el salón—, no es que piense volarme el cerebro. Prefiero el suicidio lento de la bebida. —Levantó el vaso de whisky—. Y tampoco te preocupes por esto —dijo, dejándolo sobre la mesa otra vez—. Su presencia me consuela un poco. —Volvió a coger el arma del 45 y giró la silla para ponerse de cara a mí. Esa automática tan grande casi quedaba empequeñecida en su mano. Se la puso colgando de los dedos como si fuera un juguete roto—. El asalto a la casa de Colorado, lo montaste como un soldado con coraje —dijo—. ¿De veras lo fuiste?
—En ese momento me pareció la única posibilidad —dije—, la mejor manera de conservar la vida.
—Ésa es la gran diferencia —dijo pausadamente— entre tu guerra y la mía. Vosotros sabíais que si sobrevivíais el tiempo suficiente la guerra acabaría. Nosotros sabíamos que nos matarían. Era la única forma de poder seguir: aceptamos nuestras muertes de antemano sólo para poder seguir. Pero lo importante no es eso, ¿verdad?
—¿Qué es lo importante? —pregunté, sentándome.
—¿Qué es lo peor que hiciste en la guerra? —preguntó de sopetón.
No era una pregunta intranscendente y yo no tenía ninguna respuesta intranscendente.
—Estábamos luchando en una aldea del sur de An Khe, un pueblo de mala muerte que se llama Plei Bao Three —le expliqué— y tiré una granada en una cabaña y maté a las tres generaciones de una familia vietnamita: los dos abuelos, su hija y los tres nietos.
—¿Antes de eso eras un buen soldado? —preguntó Trahearne.
—Supongo que sí.
—¿Y después?
—No hubo después —dije—. Después me quedé en la empalizada. Un equipo informativo de la televisión canadiense filmaba el ataque y, como al día siguiente fui la noticia de la noche, tuvieron que encerrarme.
—Eso es política —masculló Trahearne, moviendo su mano hacia mí— y no combate. —Después de dejar de lado el trauma central de mi vida de adulto de un zarpazo, Trahearne siguió—: ¡Te explicaré algo que no he explicado nunca a nadie!
—Fantástico —dije con sorna, pero ni siquiera me escuchó.
—Cuando desembarcamos en Guadalcanal, yo no tenía mucho de marine —dijo—. Quiero decir que caminaba, hablaba y luchaba como un marine, pero todo era comedia. Supongo que pensaba que tenía que sobrevivir a la guerra o algo así, no lo sé, pero me limité a imitar los gestos intentando que quedaran bien. Más tarde estábamos atrincherados en el río Tenaru y los japoneses hicieron una ofensiva nocturna. Resistimos y resistimos y nos los cargamos, y me di cuenta más o menos de lo que hacía mal. Pero en cuanto se acabó, lo entendí todo.
»Estábamos mirando los cuerpos, los cuerpos de los japoneses, y encontré a un soldado japonés flotando panza arriba en las aguas. Había suficiente claridad para darme cuenta de que estaba vivo y para que él me viera. Me incliné y le disparé entre los ojos con esta arma del 45.
»Supongo que no es necesario que te diga cómo se vive de cerca, supongo que lo sabes, pero me obligué a mirar, me obligué a no parpadear y después supe de qué iba la guerra. No iba de política, ni de supervivencia, ni de ninguna de esas chorradas, iba de matar sin parpadear, de vivir sin parpadear —hizo una pausa y tiró la pistola sobre un montón de hojas sueltas—. Así es como he vivido desde esa noche, y eso es lo que está mal. Si no eres capaz de parpadear, es como si estuvieras muerto.
—Eso fue hace mucho tiempo —susurré—. Quizás es hora que dejes de reprochártelo.
—¿Has dejado de reprocharte tú la muerte de todos esos civiles? —preguntó de golpe.
—Un poco.
—Pues estás de suerte —masculló tristemente—. Como yo no puedo, me doy por vencido. Escucha, me doy cuenta de la tontería sentimental que es mi poesía y me doy cuenta del tipo de producto machista que son mis historias, soy tan comediante como la zumbada de mi madre, pero en estos últimos meses tan locos he aprendido algo y ya no haré ninguna otra chorrada de ésas. Y todo por tu culpa.
—Siempre es por mi culpa —dije, sonriendo.
—Al principio quería que encontraras a Melinda para saber cosas. Si Rosie no te hubiera contratado, habría encontrado alguna manera de hacerlo, pero vi que ibas a buscarla por una sonrisa y ochenta y siete dólares, sin juzgarla nunca, ni una sola vez, perdonándola sin pedir nada a cambio. Cuando estuve en el hospital, todo el rato pensaba en eso y al fin lo entendí. Todo este tiempo, todos estos años desde la guerra, me he preocupado por ser lo más duro posible, por intentar vivir sin miedo, pero cuando ha llegado la hora de la verdad, cuando se ha tratado de la vida y no de la muerte, no he tenido valor para perdonar a la mujer que amaba. No he podido evitarlo, hijo, ni una pizca —hizo una pausa, el rato de coger el revólver del 45 y apartar la pila de hojas de encima de la mesa—. De forma que ya no haré nada más. Escribiré una novela sobre el amor y el perdón, aunque eso me mate. Y es por ese motivo que no tengo intención de volarme los sesos con este trasto —tiró la pistola sobre la mesa otra vez—. Ahora sólo es un pisapapeles.
—Muy bien.
—Ya he apretado mi último gatillo, hijo —dijo, sonriendo—. Joder, si esa noche ni siquiera apreté el gatillo de la escopeta: simplemente metí un cartucho en la recámara y estaba tan borracho que cuando lo hice tenía el gatillo atrás, y la muy cabrona se disparó. Nadie de los que estábamos allí quedó más sorprendido que yo mismo.
—Algunos nos sorprendimos mucho, la verdad —dije, devolviéndole la sonrisa.
—Nadie más que yo mismo —dijo, y después rió entre dientes y me alargó el vaso de whisky—. Y ahora vete de aquí, hijo, que tengo trabajo.
—De acuerdo —dije. Al levantarme y mirar cómo cogía los lápices y una libreta por estrenar, me descubrí un nudo extraño en la garganta y un resquemor en los ojos, pero me fui antes de que el viejo se diera cuenta.
Trahearne trabajó hasta la hora de cenar. Comió huevos revueltos con una salchicha y, cuando le ofrecí más, me indicó con la mano que me marchara. Como parecía que prefería seguir encerrado, decidí salir fuera a pasear para echar un vistazo al bulldog. Fireball se había zampado casi toda la comida y se había dormido con la nariz metida en el cuenco. Lo dejé tranquiló y me dirigí al arroyo. Encontré a Catherine en el puente. Llevaba un vestido de punto largo que ondulaba sobre su cuerpo en el crepúsculo.
—¿Venías a tomar una copa? —preguntó, rodeándome el cuello con los brazos y enganchando su ingle a mi pierna.
—Algo así —dije, pasándole los brazos por esa cintura tan firme.
Me dio un beso murmurando en mi boca:
—No tenemos ningún sitio adónde ir, querido. —Pero, aparentemente, eso no tenía importancia. Bajó las manos, me desabrochó los Levis deprisa y después se arremangó la falda sobre las caderas para que yo pudiera cogerle las nalgas descubiertas con la mano buena, a la vez que doblaba las rodillas.
Cuando terminamos, miré por encima de su hombro hacia la casa de la madre de Trahearne. Una cortina de una ventana del piso de arriba osciló como si alguien acabara de apartarse.
—Me parece que la vieja nos ha visto —dije.
—Que se vaya al cuerno —dijo Catherine, alisándose la falda al dejarla caer sobre sus piernas magníficamente musculadas.
—¿Alguna vez se te ha pasado por la cabeza que no deberíamos hacer esto? —pregunté.
—Nunca antes, sólo después —contestó, con una carcajada afable—. Mañana por la noche —añadió—, en el mismo lugar y a la misma hora. —Y luego se separó de mí y se adentró en el crepúsculo, marchándose antes de que pudiera decirle que no.
Pero al día siguiente por la noche, cuando aparecí en el puente después de cenar, me esperaba Edna Trahearne. Como siempre, iba vestida con la ropa vieja de ir a pescar, a la cual había añadido un sombrero irlandés de punto para protegerse del frío de la noche. Cuando subí al puente lanzó un bufido, como si llegara tarde a una lección de lanzar el sedal.
—Intente controlar su decepción —refunfuñó—. Catherine aún está recogiendo la mesa de la cena. Vendrá en seguida.
—Me alegro de volver a verla, señora Trahearne —dije, apoyándome en la barandilla a su lado—. ¿Pican?
—Vaya con el hombrecito educado —dijo con socarronería—. ¿Cómo se las ha apañado para mezclarse con estos pobres mortales?
—¿Y usted?
—Fue un momento de pasión absurda, joven —contestó, y se puso a reír como una gallina, haciendo una carcajada impetuosa y febril que penetró en la noche como el grito de un loco—. ¿Y usted qué excusa tiene?
—Me parece que no tengo ninguna.
—Más le vale que encuentre una, joven —me aconsejó alegremente—. Ha puesto el pie en un nido de víboras y, si está aquí sin un buen motivo, no tiene nada que hacer.
—El trabajo de una jornada por el sueldo de una jornada —dije, y ella volvió a reír—. Está de buen humor esta noche.
—Cada vez que esa ramera no está aquí, estoy de muy buen humor —dijo, y sonrió esperando que yo intentara picar el cebo. Al convencerse de que no picaría, lanzó otro bufido y después preguntó—: ¿Qué le ha pasado en la mano?
—Le di un puñetazo a su niñito en la mandíbula —confesé.
—Un tipo que hace su trabajo tendría que saber que no tiene que dar puñetazos a un hombre de ese tamaño.
—Ya lo sabía —dije—, pero se lo di igualmente, sólo por gusto.
—Es usted educado —dijo con una sonrisa tan torcida como sus dedos—, sin embargo, no es ni pizca de amable.
—Sí, señora —contesté, y la mujer se giró y fue renqueando hacia su casa, deteniéndose un momento para hablar con Catherine, que se acercaba al puente. No oí lo que le decía Edna, pero Catherine miró por encima de su hombro para concederme una sonrisa, del tipo que mi madre llamaba una sonrisa de serpiente. Cuando acabaron de hablar, la vieja se fue para casa y Catherine avanzó hacia mí poco a poco. Llevaba el mismo vestido largo verde pálido y un vaso en la mano.
—Tengo entendido que no siempre eres respetuoso con los ancianos —dijo, al pasar hacia el puente, todavía con la sonrisa pícara en la cara.
—Contigo siempre soy amable —dije.
—¿Te hace gracia recordarme mi edad? —preguntó, y la sonrisa se borró de su cara de repente.
—Era sólo una broma —dije, a modo de disculpa.
—Pues a mí no me hace gracia —refunfuñó, removiendo su bebida furiosamente.
—Perdóname.
—¿Por qué no te vas a hacer de niñera?
—Pues sí, chica, me voy —dije, y me fui.
—C. W. —dijo en voz baja, pero seguí andando.