15

Como le sucede a todo el mundo, yo había visto demasiadas películas. Me esperaba que la casa de Hyland fuera una finca majestuosa, una fortaleza con unas paredes muy altas y una puerta maciza protegida por un par de hombres con armas automáticas, pero era sólo una casa de obra vista, en una parcela en las afueras, rodeada con una valla metálica de poco más de un metro. Al lado de la puerta había un hombre, pero la puerta estaba abierta de par en par y el hombre, con el cuerpo apoyado contra un pilar, era evidente que era presa del aburrimiento. Al iluminarlo con nuestros faros al pasar lo identifiqué como el hombre que había visto tomando café en un área de descanso de camiones en Sheridan, en Wyoming. Incluso como guarda tenía aspecto de camionero, con esos ojos legañosos, los pies hinchados y la picazón de las hemorroides. Yo, en cambio, llegaba vestido para la fiesta, engalanado de mercenario con unas botas de la jungla y un uniforme de faena atigrado, incluso con la cara maquillada de negro como un combatiente nocturno y armado hasta los dientes, con un cuchillo de combate Ka-Bar atado con una correa a la pantorrilla, una S&W Airweight del 38 en una pistolera en el hombro y el Colt Woodsman del 22 con silenciador a la cintura.

Al pasar por delante de la puerta de la casa de Hyland, Trahearne rió y preguntó:

—¿Estás preparado para arrasar, amigo?

—Siempre a punto —dije—, ése es mi lema.

Él se burló:

—Eso es cosa de boy scouts.

Antes de que pudiera contestarle, Stacy dijo:

—Está celoso porque él no lleva uniforme —y así hizo callar a Trahearne.

Stacy me dejó después de la primera curva en dirección al norte desde la puerta de la casa de Hyland y subí la cuneta sigilosamente hasta el ángulo de la valla. Una vez allí la salté y me dirigí reptando lentamente hasta la parte trasera de la casa, vigilando por si veía al otro guarda. Lo encontré espiando entre las cortinas negras de una ventana del dormitorio. Algunos tipos nunca tienen bastante. Aunque el aire de la montaña era frío, el aparato del aire acondicionado iba a máxima revolución. Aproveché el ruido para pasar desapercibido y me puse detrás suyo. Aunque me parecía una pena estropearle la fiesta, lo dejé inconsciente y después lo até como un cerdo para la matanza. Una vez listo, ocupé su puesto en la ventana.

Una hilera de focos ambientaba el dormitorio, muy espacioso, con un calor tenue que parecía intensificarse por el espejo enorme que había encima de la cama gigantesca. Un negro en cueros sentado en un taburete se abanicaba con una mano y se fumaba un porro con la otra. En la cama había un tipo rubio y bronceado sobre el cual maniobraba una chica de grandes pechos con pantalones cortos, que inclinaba la cabeza en la entrepierna del chico con exasperación. Detrás de la cámara había dos tipos charlando y fumando yerba y un tipo bajo y gordo iba arriba y abajo por la habitación hablando solo. En la zona oscura de detrás de los focos estaban Hyland y Torres sentados en un sofá, al lado de una mujer con una gran cabellera rubia que le hacía de túnica, con cara de no entender nada y con demasiado maquillaje. Hyland tenía un vaso de tubo en una mano. La otra la tenía colocada despreocupadamente en los hombros de la rubia y le sobaba los pechos, grandes y firmes, con regularidad. Hasta que no volví a mirar la cara de la mujer no reconocí a Melinda, y entonces aparté la vista tan deprisa como pude.

Una vez en la puerta tenía que esperar a que Stacy parara el coche en la carretera para preguntar una dirección al guarda, pero al dar la vuelta a la casa para esperarla, encontré al guarda en otro universo. Me acerqué por detrás y lo dejé seco. Cuando Stacy detuvo el coche, salí de la oscuridad y le hice señas con la mano para que fuera hacia la avenida. La chica apagó los faros y entró.

—Un segundo —le dije—. Tengo que terminar de envolverlo para regalo.

Stacy apretó fuerte el freno de mano y me siguió hasta los arbustos. Cuando me incliné para acabar de atarle los tobillos con esparadrapo, ella me quitó bruscamente la porra del bolsillo de atrás y, antes de que pudiera detenerla, ya le había aplastado la nariz, le había roto varios dientes y le había hecho un chichón como una nuez de grande entre los ojos.

—Dios mío —murmuré, quitándole la porra.

—Eso le enseñará a matar perros, hijo de puta —dijo con gran calma.

Ella se marchó y yo tuve que hurgar detrás de la mordaza buscando trozos de diente para que el tipo no muriera ahogado, aunque era un trabajo inútil. Le quité la mordaza. La boca le dolería tanto que seguramente no haría mucho ruido, si es que se llegaba a despertar. El chichón que tenía entre los ojos parecía muy feo, quizá fatalmente feo, y sabía que Stacy no necesitaba cargar con esa muerte en la conciencia.

Como había sido un día muy largo, subí la avenida montado encima del capó del coche y después salté y reventé los neumáticos de la camioneta Dodge de casi una tonelada y del Continental negro. Con las cuatro ruedas desinfladas, los vehículos resultaban cómicos, pero yo estaba demasiado cansado para sonreír. Mientras Stacy daba la vuelta para poner el coche encarado en la avenida, intenté abrir la puerta del garaje que daba a la cocina con las llaves que había cogido a los guardas, pero no estaba cerrada. Dejé caer las llaves en las escaleras y regresé para organizar a Trahearne y su arma.

—Quédate fuera —le dije mientras volvía a mirar, para asegurarme, de que no había ninguna bala en la recámara—. No entres a no ser que oigas disparos y, si entras, no dispares a nadie hasta que no estés seguro de quién se trata. ¿De acuerdo?

—Las lecciones se las das a tu tía —dijo.

—Aquí mando yo —le ordené.

Trahearne me miró furioso.

—Cuando tú todavía ibas en pañales, yo comandaba un pelotón en el Canal.

—Limítate a quedarte fuera —dije—, e intenta no pensar.

Gruñó, y consideré que era lo más parecido a un asentimiento. Cambié los cargadores de la pistola del calibre 22 para tener tres descargas de fogueo y más de seis disparos de verdad y, a continuación, saqué del coche una Browning automática de 9 mm para Stacy, cargué la recámara y dejé el percutor amartillado.

—Si es necesario —dije—, la sostienes como te he enseñado y apuntas a las rodillas, y ve apretando el gatillo hasta que la vacíes. —Stacy asintió, conteniendo la respiración, con los ojos muy abiertos—. ¿Estás segura de que quieres hacerlo?

—Hagámoslo antes de que cambie de opinión —dijo, y me siguió adentro.

Mientras atravesábamos las habitaciones a oscuras, ella me cubrió para que cortara los cables del teléfono, porque me había olvidado de hacerlo fuera. Cada vez que miraba por encima del hombro, la veía agachada agarrando la pesada automática con la mano derecha y aguantándose la muñeca con la mano izquierda, y cubriendo con la pistola las habitaciones haciendo unos arcos largos y lentos. Ella también había visto demasiadas películas. Rezaba para que si fuera necesario apretase el gatillo de verdad. Después de haber repasado los dos pisos y de haber encontrado todas las habitaciones vacías, hicimos una pausa al pie de las escaleras para recobrar el aliento y después nos encaminamos al pasadizo hacia el dormitorio donde filmaban.

Escuché un momento frente la puerta. Alguien se quejaba de las condiciones laborales, de las horas nocturnas y de las dudosas cualidades físicas de algunos supuestos actores.

—¿No has tenido nunca una erección? —preguntaba la voz cuando abrí la puerta, entré y disparé a la parte superior del vaso de Hyland con el cartucho de fogueo que tenía en la recámara. Sólo para impresionar.

—Todo el mundo quieto —dije, mientras Stacy se colocaba en un rincón al lado de la puerta—. Muy quieto.

Casi funcionó. Todos se quedaron inmóviles un segundo, excepto Torres. Con un movimiento fluido, se irguió y alargó la mano hacia el brazo izquierdo. A dos metros de distancia, un disparo del 22 con cañón largo es capaz de pulverizar la cabeza de una serpiente de cascabel y, al dispararle a Torres en la mano derecha, pareció que le explotaba. Sin embargo, el tipo no emitió ningún quejido más alto que aquel disparo silenciado.

—Tendrás que alquilar a alguien para que te limpie el culo y te hurgue la nariz —dije.

Torres soltó una risita y dejó la mano en su sitio.

Como si eso hubiera sido algún tipo de señal, los del equipo de la película de repente se pusieron a hacer movimientos rápidos y a decir frases sin sentido, pero en cuanto Stacy los repasó con la automática, se quedaron quietos y callados. Excepto ese director tan regordete.

—A ver —preguntó—, ¿qué pasa aquí?

—Si vuelve a abrir la boca —dije a Stacy por encima el hombro—, le vuelas los sesos.

Abrió la boca y la cerró enseguida, mirando el cañón de la automática. Lo volvió a mirar, suspiró y se desmayó en medio de un charco.

—Todos vosotros, los de la película —dije—, quiero que os echéis en la cama, boca abajo, con las manos detrás de la nuca. ¡Ya! —Melinda se quedó mirándome, perpleja. Le hice una indicación con la cabeza, y se apresuró a lanzarse a la cama y añadirse a la lucha para coger sitio.

—Ahora ustedes dos, señores, adopten esa posición tan vieja y conocida contra la pared de detrás del sofá —dije a Hyland y a Torres. Eran demasiado duros para moverse rápido, pero obedecieron—. Si levantan un solo dedo —dije a Stacy—, ya puedes empezar a apretar el gatillo y no pares hasta vaciar el cargador —ella asintió y se puso a mi izquierda para cubrir a los dos hombres mientras yo los registraba.

Hyland iba limpio, pero Torres llevaba un Colt Python Magnum del 357 con un cañón de quince centímetros.

—Habrías tardado demasiado en sacar este trasto —dije al quitárselo, pero no contestó. Se limitó a apoyarse en la pared mirando como la sangre de la mano chorreaba por el yeso—. ¡Ahora os quedaréis aquí donde estáis! —dije, apartándome y tirando el Colt bajo el sofá—. Vamos a charlar un rato.

—¿Qué quieres? —preguntó Hyland calmadamente.

—A la chica —dije—, y una pequeña compensación.

—La chica ya te la puedes quedar —dijo encogiéndose de hombros— y disfrutarla hasta que el corazón te diga basta, porque ya eres cadáver, listillo.

Sólo para ver si era tan duro como parecía, disparé otro cartucho de fogueo que le pasó entre las nalgas.

—Dios —lloriqueó, empezando a transpirar hasta quedar empapado.

Torres miró a Hyland con desprecio y la pistola del 22 con gran interés. Disparé el último cartucho de fogueo a la hilera de botellas que había en el bar de la pared más alejada.

—Éste es el último —dije— y no sé hasta dónde llegarías con un agujero entre los ojos pero, si quieres, puedes probarlo.

Torres relajó el cuerpo y se dejó caer con más fuerza contra la pared. Pero antes de que pudiera iniciar la conversación, Trahearne entró tambaleándose en la habitación, gritando:

—¿Dónde está? —Metió un cartucho en la recámara del arma antidisturbios y disparó al techo. El gran espejo explotó como si fuera metralla, unos cuantos focos resplandecieron y después se apagaron. Hyland rodó por encima del brazo del sofá para esconderse detrás y Torres se apartó de la pared y fue hacia Stacy y su automática como un toro enloquecido. Ni siquiera me miró ni vaciló. Quizá no se creía que la chica tendría la sangre fría de apretar el gatillo, y fue casi la última equivocación que cometió.

Stacy disparó cinco tiros tan deprisa como pudo apretar el gatillo, manteniendo el arma baja. Pero con cada disparo la automática se le desplazaba un poco más arriba. El primero astilló el suelo entre los pies del hombre, el segundo le silbó entre las piernas, y Torres vio venir el siguiente. Se tiró de cabeza al suelo haciendo rodar el cuerpo. Cuando Stacy dejó de disparar Torres alzó la vista. No entenderé nunca cómo había podido fallar a esa distancia con cinco tiros. Torres tampoco lo entendía.

—Basta —murmuró, y se dirigió hasta el sofá arrastrándose—. ¿Te importa que me tumbe un momento? —preguntó.

—Como si estuvieras en tu casa —dije.

Se subió al sofá y apoyó la cabeza en el brazo que Stacy había dejado convertido en astillas.

—¿Cómo demonios he fallado? —se preguntó ella.

—¿Dónde está mi mujer? —dijo Trahearne. Los disparos también lo habían detenido en seco.

—Pensaba que te había dicho que te quedaras fuera —dije, pero ni siquiera me miró—. Está allí —señalé el montón de gente que se había escondido detrás de la cama. Trahearne me alargó la escopeta y fue a buscar a Melinda—. Sácala de aquí —dije mientras él la ayudaba a levantarse, cloqueando como una gallina.

Al pasar por delante de mí, Melinda se sacó la peluca y la tiró al suelo. Trahearne intentó darle una patada, pero falló y se habría caído al suelo si Melinda no lo hubiera agarrado con fuerza. Incluso con el pelo corto y el maquillaje corrido, todavía valía la pena jugarse la vida por ella. La rayita roja de un corte adornaba su mejilla lisa y, cuando me miró, vi que lloraba mientras se abría paso entre la confusión de la habitación.

Los del equipo de la película se habían levantado del suelo para volver a la cama y se estudiaban las heridas causadas por el cristal que había saltado por los aires. Desde mi posición nada parecía muy grave, eran sólo rasguños. El actor principal se llevó la peor parte; un trozo de espejo de unos diez centímetros se le había clavado bajo el omóplato izquierdo. En cuanto comenzó a quejarse, la chica negra se lo sacó de un zarpazo y le dijo que se callara.

—Señor Hyland —dije, yendo hacia la punta del sofá—, ahora ya puede salir —pero no salió.

Cuando miré detrás del sofá, lo vi tumbado sobre un charco de sangre. Uno de los disparos de Stacy le había volado un lado de la cabeza, y había salpicado toda la pared. Tuve que hacer un esfuerzo increíble, quizás el más grande de toda esa noche tan repugnante, pero me giré hacia Stacy y le dije con calma:

—Tenemos al señor supermán aquí en el suelo, desmayado. ¿Por qué no recoges a los otros y te los llevas al lavabo para que se puedan asear?

Stacy asintió e hizo una señal con la automática a la multitud que había en la cama. La chica negra tuvo que dar una palmada al actor principal para que se moviera y la actriz principal y uno de los cámaras tuvieron que llevar a rastras al director, pero finalmente lo consiguieron y pasaron la puerta todos juntos.

—¿Ha muerto? —preguntó Torres cuando la habitación se vació.

—Tiene los sesos desparramados por toda la pared —dije, acercándome al bar, y cogí una botella de whisky escocés de entre los cristales rotos—. Vamos a la cocina a tomar un trago.

—Es la primera buena idea que has tenido esta noche —dijo. Bajó del sofá rodando y se puso derecho—. Quizá la única buena idea de toda tu vida.

Me metí la 22 bajo el cinturón y me cargué la escopeta al hombro. Torres se calló. Al salir de la habitación apagué la luz y cerré la puerta.

—No sabe a Chivas, ¿no? —preguntó Torres cuando levantamos los vasos.

—Tiene un sabor asqueroso, pero ahora mismo sienta fantásticamente —dije.

De camino a la cocina había encerrado al equipo en el lavabo y había enviado a Stacy afuera para que cubriera la fachada de la casa. Sólo por sí los disparos habían llamado la atención de alguien.

—Hyland —continuó Torres— compra whisky escocés barato y luego rellena las botellas de Chivas. El muy imbécil se creía que nadie se daba cuenta.

—Buen elogio fúnebre —apunté.

—Más de lo que se merece —comentó Torres—. ¿Y ahora qué?

—Depende de cómo quieras que lo hagamos.

Dio un buen trago a su vaso y después me miró fijamente.

—De acuerdo, déjame explicarte algo —dijo, levantando la mano, envuelta en un trapo de cocina sanguinolento—. Mira, diría que mis días movidos se han acabado, pero estoy acostumbrado a vivir bien…

—No sólo tus días movidos han estado a punto de terminar —lo interrumpí.

—No bromees —suspiró—. Todavía no sé cómo ha podido fallar la chica.

—Ojalá no hubiera acertado a Hyland —dije.

—Si no se lo dices, no lo sabrá —dijo Torres— y, de algún modo, nos ha hecho un favor a ambos.

—¿Y eso por qué?

—Era el tipo de imbécil que se lo habría tomado personalmente —dijo Torres—. Era un tío incapaz de echar el freno.

—¿Y tú sí?

—Exacto —contestó—. Míralo de esta forma, Hyland era un imbécil. ¿Cómo se puede llegar a ser tan estúpido para filmar en casa, si no? Y el colega que lo metió en el negocio ya no está ahí, ya sabes qué quiero decir, o sea que ahora hay varias personas que no llorarán cuando sepan que Hyland ha muerto, ¿me entiendes?

—¿Y tú eres uno de ésos?

—Sé más sobre su negocio de lo que sabía él —dijo Torres— y, con él fuera de órbita, puedo meterme y llevarlo bien.

—¿Es decir, que yo simplemente me llevo a la chica y asunto arreglado?

—Asunto arreglado —dijo—. Excepto por algo.

—¿Los cuarenta mil?

—Exacto —dijo.

—Eso fue hace mucho tiempo.

—Sí, pero todos los afectados aún lo recuerdan —susurró.

—Me parece que te estás quedando conmigo —dije—, y que intentas sacar tajada del asunto.

—¿Y me culpas por ello? —Sonrió—. Y no me estoy quedando contigo: si tuviera los cuarenta mil, habría menos líos.

—Eso para ti significa la entrada en el mundo de las películas, ¿verdad?

—Exacto.

—No los tengo en el bolsillo —dije—, pero si me dejaras sesenta días, haría lo que pudiera.

—Antes sería mucho mejor —sentenció.

—Oye, no me presiones —dije—, al menos, mientras lleve esta arma.

—Qué diablos —dijo, agitando su mano sanguinolenta hacia mí—. Si quisieras matarme, ya lo habrías hecho en lugar de cometer la estupidez de disparar balas de fogueo. Estás metido en un buen lío, amigo: muerto soy un fastidio que no compensa, pero vivo puedo arreglarlo.

—Sesenta días —dije— y ninguna promesa.

—De acuerdo. Qué diablos, merece la pena —dijo—. ¿Trato hecho?

—Debo tener alguna ventaja —le insinué.

—¿Como qué?

—Tus huellas digitales en el arma que mató a Hyland —dije— y que me des los libros de contabilidad de la caja fuerte.

—¿O?

—¡O considérate cadáver! —añadí—. Te dejaré en la habitación con Hyland, con la Browning en la mano y a él con la pistola del calibre 22, y me arriesgaré.

—Las armas no están a tu nombre, ¿no?

—Son de Arkansas —dije— y están limpias como una patena.

—No eres para nada lo que se dice un ciudadano ejemplar.

—No soy ningún ciudadano —dije.

—Tú coge el arma, que yo voy a buscar los libros —ordenó Torres con calma.

—Tú ve a buscar los libros y yo miro.

—De acuerdo —dijo.

Se arrodilló ante el armario del fregadero, lo abrió y sacó lo que me parecieron diez años de productos de limpieza de la cocina acumulados. Levantó el suelo del armario para dejar a la vista una caja fuerte redonda empotrada en el cemento. Giró la esfera y se detuvo antes de abrir la puerta.

—Lo primero que saldrá es un arma, pero saldrá poco a poco —dijo, y luego la abrió y sacó una automática niquelada del 32 y me la acercó.

—Una herramienta preciosa —dije al descargarla.

—Sí —dijo Torres—. Le debió costar como mínimo veinte dólares —rió y después se levantó y me alargó un montón de libros de contabilidad muy finos—. ¿Puedo pedirte un favor más?

—¿Qué?

—Que me envíes copias de los libros —dijo—. Facilitará mucho el cambio.

—De acuerdo.

—Me falta muy poco para creerte —dijo.

—Tú me envías por correo un recibo por un aporte de mil dólares a la sociedad —dije— y yo te envío las copias.

—Eso mismo, amigo —dijo—. Y perdona por aquello de los perros. Hyland odiaba los perros y cuando el bulldog le mordió el tobillo se volvió loco. Intenté detenerlo, en serio, pero…

—De acuerdo, cállate —dije, poniéndole la escopeta al nivel de la nariz—. ¿Me has entendido? —Asintió con la cabeza—. Ahora vamos a buscar la Browning. —Lo llevé afuera, le cogí la automática a Stacy y después lo golpeé para que entrara en la cocina otra vez—. Descárgalo —le dije—, límpialo y después vuélvelo a cargar —lo hizo deprisa y con profesionalidad. Ni siquiera tuve que decirle que quitara cada cartucho del cargador. Cuando terminó, buscó una bolsa de plástico y tiró dentro el arma—. Ahora iremos al pasillo a buscar los cinco casquillos —ordené.

—Eres un meticuloso reconsagrado —dijo acercándome la bolsa de plástico.

—Por eso he venido, cretino —dije—: para practicar la meticulosidad.

—No hace falta que me insultes —contestó, mientras lo seguía por el pasillo.

—No sabría por dónde empezar —dije. Cuando abrió la puerta di un paso atrás y encendí la luz. Los cinco casquillos estaban todos juntos detrás de la puerta; los recogió y me los dio—. Ahora coge la magnum de debajo del sofá —le ordené.

—Mierda, es mi arma preferida —se quejó—. Además está a mi nombre.

—Mucho mejor. —Se arrodilló para buscar debajo del sofá—. No es nada personal —dije, y cuando Torres logró sacar el revólver, le di un culatazo con la escopeta detrás de la oreja. Se estampó de morros contra el suelo, se le arqueó la espalda y los pies le repiquetearon en la alfombra—. Nada personal, para nada. —Recogí el revólver de 357 mm, me lo metí en el cinturón y eché atrás la bota para darle una patada a Torres en la cara, pero sabía que no serviría de nada. Puse el pie en el suelo. Había conseguido sacar a Melinda, pero seguía sin estar satisfecho.

Cuando llegué al coche, le indiqué a Stacy que se sentara al volante, me puse en el asiento del copiloto y tiré el cargamento de armas en el suelo, junto con los libros.

—Demonios, ¿cómo es que has tardado tanto? —preguntó Trahearne, cuando Stacy arrancó—. Ya hace una hora que estamos aquí sentados dentro del coche.

—Amor —lo riñó Melinda en un susurro—, amor, calla, que quien me ha liberado ha sido él.

—Sí, de acuerdo, ya le pago un montón de dinero por eso —dijo.

Stacy frenó, patinó en la grava de la avenida, se giró y le gritó a Trahearne:

—¡Joder, quieres cerrar la puta boca, viejo del demonio! O mejor no: ¡Dale las gracias y después cierras la boca! ¡Esta noche no ha hecho nada más que fastidiar, gemir y meter mierda y, si no hubiera sido por él, Melinda estaría bajo los focos follando con ese rubio tan guapo, o sea que haz el favor de darle las gracias y luego tragarte la lengua!

—Ya basta —dije.

—¡Deja de excusarlo! —me gritó.

—No hace falta que le dé las gracias a quien contrato —dijo Trahearne, mosqueado.

Stacy se enfadó tanto que se volvió a meter tras el volante bruscamente y pisó a fondo el acelerador. El coche bajó la avenida como un rayo y tomó la autopista volando.

De vuelta en Denver, nadie dijo nada durante mucho rato; sólo interrumpían el silencio el silbido de los neumáticos, el gluc-gluc de la botella de Trahearne y los sollozos de Melinda.

Bebí una buena tirada de agua de una cantimplora y después humedecí una toalla para sacarme la pintura de camuflaje de la cara. Cuando terminé, me volví a apoyar en el asiento, y Stacy alargó la mano para darme unos golpecitos en el muslo.

—Gracias —dijo Melinda en voz baja—. Muchísimas gracias.

—Sí —gruñó Trahearne tan amablemente como pudo—. ¿Quieres un trago? —y me pasó la botella de vodka por encima del respaldo del asiento.

—¿Es ésta tu respuesta a todo? —gritó Stacy, girándose y casi sacando el coche de la autopista.

—No lo hagas enfadar —dije, agarrando el volante— que si no, no me dará.

—Vete a la mierda —dijo entre dientes, poniéndose a conducir de nuevo. Cuando le ofrecí el alcohol de Trahearne renegó, pero tomó un trago muy largo—. No sé por qué bebéis eso tan horrible —dijo, escupiendo y tosiendo.

—Es la única forma de emborracharse —dije, y todos rieron como si hubiera dicho algo divertido.

—Lo siento —añadió Trahearne, y eso suscitó otra ráfaga de carcajadas.

—Por supuesto —dijo Stacy, riendo como una tonta—. Aún no puedo creerme que no le haya dado a ese hijo de puta —añadió, riendo más fuerte.

—Ese pedazo de cabrón. Ni aún volándole la cabeza habrías podido pararlo —dijo Trahearne, y rieron por debajo de la nariz.

—Tengo más mala leche que un marine —gritó Stacy.

—Eso no es nada —dijo Trahearne—. Mi madre tiene más mala leche que cualquier marine, muerto o vivo.

—Poca broma —dijo Melinda, con una voz baja y tímida—. Seguro que ella no habría fallado —añadió, y rieron otra vez, tan contentos de estar vivos que se habrían reído incluso de una señal de stop.

Al llegar al motel, trasladamos todo el equipo del coche a la habitación y dejé a los otros allí mientras sacaba a Jackson del maletero y lo ponía en el asiento delantero. La forma de conducir de Stacy lo había dejado un poco estropeado. No le salía mucha sangre, pero tenía la pinta de haber sobrevivido a un accidente de coche terrible. Lo llevé con el coche hasta la entrada de la sala de urgencias del Hospital General de Denver y lo dejé sobre el bordillo, con un zapato en un bolsillo y una botella de bourbon medio vacía en el otro, suponiendo que se apañaría, después de explicarle que Hyland estaba muerto y que nadie lo buscaba. Hizo que sí con la cabeza enérgicamente y a continuación cojeó hacia el hospital, apoyándose en el pie derecho.

—¡Lo siento! —grité por la ventana del coche, pero Jackson agitó la mano sin girarse, como para decir que no me preocupara.

Cuando regresé al motel todavía no eran ni las doce y encontré a la tropa instalada con una pizza y cerveza del servicio de habitaciones. Comimos y bebimos como desesperados hasta que una ráfaga de cansancio nos arrasó como una tormenta tropical y nos tumbó como si fuéramos moscas ebrias. Trahearne se durmió con un trozo de pizza en la mano de camino a la boca y Melinda lo ayudó a meterse en la cama, cayéndose a su lado mientras lanzaba un ronquido breve y repentino, como si le hubieran golpeado en la nuca. En un segundo, Trahearne, que había caído a la cama de espaldas con todo su peso, empezó a roncar como sólo él era capaz de hacerlo.

—Dios mío —murmuró Stacy—. ¿Cómo puede dormir con eso al lado?

Bostecé.

—Lo debe de amar.

—Pues sí.

—Supongo que tengo que dormir en tu habitación —dije.

—Por supuesto —contestó, afable, y a continuación me cogió de la mano y atravesó conmigo las puertas que comunicaban las habitaciones. Stacy se durmió enseguida y yo me lancé a la cama a su lado.

Pero, como ya imaginé, fue un sueño breve e inquieto, carente de sueños, interrumpido por los continuos sobresaltos al dormir en una habitación desconocida —como las primeras noches al volver al campamento en An Khe—, un sueño traidor. Y la segunda vez que me desperté, a eso de las tres de la madrugada, ya no quise volver a dormirme. Me deshice de los brazos de Stacy tan suavemente como pude, pero se despertó.

—Cada vez que cierro los ojos veo esa habitación con el espejo explotando en forma de cuchillos —murmuró, entre sueños— y no sé por qué no tengo remordimientos de conciencia.

—Han ganado los buenos —dije, liberándome de su mano, que me apretaba la nuca.

—¿Adónde vas?

—Al baño —dije.

—Vuelve —susurró—. No tengo remordimientos, pero vuelve, ¿de acuerdo? No entiendo por qué no tengo remordimientos.

—Ahora vuelvo —le aseguré.

Me levanté, cerré las puertas que comunicaban las habitaciones y fui al lavabo. Cuando salí, Stacy se había quitado la ropa y se había tumbado desnuda sobre el cubrecama, cogiéndose los pequeños pechos con las manos como si le resultaran tan dolorosos como heridas.

—No las tengo como ella —dijo calmadamente (no era necesario que me explicara quién era ella)— pero es todo lo que hay.

—Eres preciosa —dije.

—Ya sé que las que quieres son las suyas —dijo, intentando sonreír y llorar al mismo tiempo—, pero hazme el amor.

Me tumbé y cogí su cuerpo delgado agitado por sollozos violentos, como con convulsiones; la agarré hasta que pasó del lloro al sueño. La tapé y fui al baño a tomar un trago, con la intención de beber hasta poder dormir de nuevo, pero oí a alguien que golpeaba la puerta. No me sorprendió cuando, al abrir, encontré a Melinda.

—Creo que tendríamos que hablar —murmuró, poniéndose el índice en los pálidos labios.

En algún momento durante la noche se había sacado el maquillaje de la cara, pero, incluso envuelta con una sábana y con la cara macilenta, esa belleza que no había sido capaz de ver al principio era tan evidente como la mirada preocupada que le turbaba los ojos.

—Creo que tendríamos que hablar —repitió.

Le pedí que entrara en el cuarto de baño y cerré la puerta tras ella. Melinda se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y los pies, rosados y elegantes, descubiertos en la claridad violenta. Yo me senté en la taza del váter en mi postura clásica de pensador.

—Por lo visto, esta noche tengo muchas conversaciones en los lavabos.

—Lo siento —dijo, como si pudiera volver atrás y cambiarlo todo ahora—. Lo siento mucho.

—Yo también —confesé—, pero es muy tarde para hacer nada, demasiado tarde.

—¿Cómo sabes cuándo es demasiado tarde para cambiar las cosas? —preguntó con una sonrisa triste. Sin embargo, Melinda no quería que le respondiera o, al menos, me preguntó de nuevo—: ¿Cómo es que has tardado tanto después de que Trahearne y yo nos marcháramos de la casa?

—Tenía que resolver todo el embrollo —dije—, debía comentar los detalles con Torres y con Hyland. —No me pareció necesario que supiera que Stacy había matado a Hyland. No quería que lo supiera nadie más.

—¿Qué detalles? —preguntó, como sin darle importancia.

—Por ejemplo, qué haremos con tu cuerpo si no consigues los cuarenta mil —dije, y Melinda resguardó su cara entre las manos—. A esa gente, no se les puede robar —añadí—. ¿No lo sabías?

—No tenía ninguna alternativa. —Alzó la cabeza para mirarme. Por primera vez desde que la había conocido vi en sus rasgos la influencia de Rosie. Tenía los mismos ojos pacientes y el mismo desafío descarado en la inclinación de la barbilla—. Simplemente era incapaz de hacer otra película —dijo—. Era incapaz… era incapaz de hacerlo… Joder, incluso me he vuelto incapaz de decirlo… era incapaz de seguir follando con desconocidos. Cuando empecé me pareció divertido, quiero decir que me pareció una forma de pasármelo bien, ¿sabes? Como iba siempre colocada y de todas formas me lo hacía con todos, que me lo pagaran me pareció una gratificación fantástica. Lo que hiciera con mi cuerpo no tenía importancia. Sólo importaban el pensamiento y el espíritu, pensaba yo. Pero estaba equivocada. Todo lo que haces importa. Cada acción tiene complicaciones y repercusiones. Eso lo aprendí en la cárcel.

—¿Cómo fue? —pregunté.

—No fue tan dramático —dijo—. Entré pensando que yo era Betty Sue Flowers: un poco neurótica, cierto, y con quince kilos de más, pero, sin embargo, más inteligente y más guapa que nadie de la gentuza de la prisión. Estaba equivocada. Conocí a una mujer que era más brillante y más atractiva de lo que yo podía esperar llegar a ser nunca, más dotada y más inteligente. Además era la persona más malvada y más dura que había conocido en mi vida. La primera noche me apaleó hasta dejarme sin sentido y, a partir de entonces, me humilló cada día y cada noche, pero lo peor que hizo fue decirme que al cabo de diez años yo sería igual que ella. Tenía toda la razón del mundo, naturalmente, y por eso cuando salí supe que tenía que cambiar de vida. El dinero me proporcionaba esa oportunidad, así que no tenía alternativa, y me aferré a eso.

—¿Y qué hiciste?

—Cuando me marché de casa de Selma fui a vivir a casa de una amiga suya en St. Louis y ella consiguió que me admitieran en la Universidad de Washington como alumna especial…

—El gran sueño americano —la interrumpí—, pagarse los estudios con dinero sucio.

—En esa época me pareció una buena idea —dijo serenamente—, o sea que fui a la facultad, hasta que descubrí la cerámica. Cuando mis piezas se empezaron a vender, volví al Oeste. Todo fue bien hasta que… hasta que pasó todo eso.

—No sé si todo eso ha sido culpa de Trahearne o culpa mía —dije—, sin embargo, de todas formas, quiero pedirte perdón.

—No hace falta —dijo—. Si alguien tiene la culpa, ésa soy yo —suspiró—. ¿Y ahora qué pasará?

—¿Te queda dinero? —le pregunté.

—Tengo unos tres mil quinientos dólares en el banco —dijo— y puedo ganar unos cuantos más, quizás unos tres mil o cuatro mil más si vendo todas las piezas que tengo acabadas. ¿Eso no hace cuarenta mil, no? —Ahogó una carcajada—. Quizás me dejarán devolver el dinero a plazos.

—Nos dejarán.

—¿Nos?

—Yo también estoy en el ajo —dije—. He conseguido un poco de tiempo, pero el margen que tengo no es lo bastante amplio para que dejen de pisarnos los talones para siempre. Son muy sensibles con el dinero. Son capaces de gastarse cien de los grandes sólo para que les devolvamos los cuarenta mil dólares.

—¿Y qué podemos hacer? —preguntó, cansada.

—Pedírselos a Trahearne —propuse.

—Está tan pelado que tengo que comprar la comida con la tarjeta de crédito.

—Y Selma, ¿qué me dices?

—Ya ha hecho demasiadas cosas —dijo.

—Dile a Trahearne que se los pida a su madre —repuse.

—Antes dejaría que me cortaran las manos —dijo— para después presentarlas como ofrenda.

Llevaba uñas postizas de un rojo oscuro enganchadas a las suyas de mala manera. Al mirarse los dedos, trémulos, le brotaron de los ojos lágrimas de rabia y empezó a arrancarse las uñas postizas, royendo y mordiendo, rasgando la uña, la cutícula y la carne hasta dejarse las puntas de los dedos llenas de sangre, y después se metió las manos entre los pliegos de la sábana que se le arremolinaba en el regazo. Clavó los ojos en las manchas y murmuró:

—Lo he estropeado todo… Tantas personas que ni siquiera conozco han venido a rescatarme una y otra vez. Quizá tendría que llamar a Hyland y decirle que volveré a trabajar otra vez.

—No creo que eso funcione.

—¿Por qué no?

—Me dijo que no te quería volver a ver nunca más —mentí.

—Y, además, seguramente ahora te he estropeado la vida a ti —dijo.

—Yo siempre he sido un desastre —dije, en tono alegre.

—Has hecho mucho por mí —suspiró— y ni siquiera sé por qué.

Yo tampoco lo sabía, pero busqué mi cartera, saqué su fotografía del instituto y se la di.

—A esta niña la maté hace mucho tiempo —dijo serenamente—. Has estado buscando a un fantasma. —Tocó su cara en la fotografía y la manchó de sangre. Unas lágrimas recorrieron sus mejillas espontáneamente—. ¿Sabes? Este camafeo era de mi abuela. Es lo único que le quedaba cuando fueron a California: este camafeo, y siete críos y un marido con un cáncer en el bulbo ocular —dijo—. Los crió a todos, y todos estudiaron en el instituto. Se destrozó los pies y las piernas haciendo de camarera en un área de descanso para camioneros de Fresno y cuando era demasiado mayor para trabajar se fue a la residencia. No quiso ir a vivir con sus hijos, no quería molestarlos. Cuando aún era una niña, mi madre me llevaba a verla. El olor de los viejos no me gustaba nada, ¿sabes? Se volvían locos de soledad y siempre salían de sus habitaciones para tocarme y contemplarme, y no me gustaba nada, ni pizca.

»Mientras hablaba con la abuela, mi madre se arrodillaba ante su silla, se ponía las piernas de la abuela sobre los hombros y le daba friegas en las varices; las masajeaba hasta que le cogían calambres en las manos. Entonces me pedía que la sustituyera un momento, mientras ella descansaba, y yo no quería, no quería tocar esas venas como cuerdas feas y grandes que tenía bajo las medias. Era incapaz de tocar esas piernas que se había destrozado para que sus hijos pudieran estudiar en el instituto.

»Dios mío, ¿por qué no lo entendí? —gimió—. No fui al funeral porque estaba jugando a ser trágica en Antígona… El teatro, Dios mío, qué cría tan estúpida que era… qué criatura tan estúpida que he sido. —Entonces se calló y me miró fijamente, con las mejillas sucias por las lágrimas y la sangre, como una máscara antigua llena de dolor—. ¿Por qué? —preguntó sin más.

—No lo sé —dije, y Melinda acurrucó las piernas bajo el cuerpo y dejó caer la cabeza en mi regazo.

—Hace diez años que no sueño —dijo, con la voz ahogada contra mi muslo, y el calor de su aliento me llegó a la piel traspasando los pantalones—. Dicen que sueño pero que no me acuerdo, pero sé que no sueño. Sueñan mis manos, no yo —dijo, volviendo a apoyarse sobre sus rodillas, y alzó las manos otra vez, ofreciéndolas a algún dios enfadado. Quise cogérselas, pero ella me sujetó la cara, me aferró las mejillas, me atrajo hacia ella y me dio un beso entre las lágrimas, susurrando contra mi boca—: Duerme conmigo, hazme olvidar, por favor, te lo pido…

Con las últimas fuerzas que me quedaban la levanté por las muñecas y la aparté. Al ponerse de rodillas otra vez, se le deshizo la sábana por encima de los hombros, como si fuera un sudario, y sus pechos desnudos quedaron a la vista.

—No me deseas —dijo— y no puedo culparte, después de todo lo que sabes.

—Es por Trahearne —susurré.

—Él ya no me desea —dijo—. Quiere que me vaya, que desaparezca de su vida. Hace mucho tiempo que lo sé, pero prefiero ignorarlo.

—Pues se ha preocupado mucho por ti para no desearte.

—Cree que soy una ramera —murmuró— y simplemente quería asegurarse. Nada más. Eso no es lo mismo que desearme. Una mujer lo sabe. Tú me deseas, lo veo. No sé por qué no quieres dormir conmigo.

—Es porque tengo miedo.

—¿De mí? —preguntó y, girando las muñecas, se soltó sin dificultad.

—De mí —dije, y me miró fijamente otra vez, larga e intensamente—. Aún amas a Trahearne —murmuré poniéndole las manos en los hombros desnudos. Melinda esperó, tan inmóvil como un animal resignado a quedar atrapado, esperó a que me acercara o la apartara de mí.

—Tienes razón —susurró, inclinando la cabeza para apoyar la mejilla en el dorso de mi mano izquierda—. Perdona —se puso de pie y se enrolló la sábana entorno al cuerpo—. ¿Tú crees que estás enamorado de mí, verdad? —dijo, con la mano en el pomo de la puerta. Asentí lentamente—. Ni siquiera me conoces —dijo, y tuve que asentir otra vez—. Eres muy amable por preocuparte, pero ni siquiera me conoces, no me conoces en absoluto. —Y se marchó, pasando de la luz estéril del lavabo a la oscuridad más absoluta.

A mis ojos empañados les pareció que la sábana blanca dejaba tras de sí una imagen vacilante que brillaba como una llama sobre una ciénaga.

Cuando la puerta se cerró con un clic, Stacy salió de la cama y vino hacia mí.

—Has dejado escapar tu oportunidad —dijo serenamente. Me levanté y me preparé otra copa—. Los hombres sois unos gilipollas románticos —dijo sonriente—. Ven a la cama.

Nos despertamos al día siguiente a las diez, pero Melinda y Trahearne ya se habían marchado, dejándome a mí como si fuera una especie de criado contratado para la limpieza.