La mañana siguiente, el condenado, que había dormido como un bebé y se había duchado como un adolescente arreglándose para una cita, degustó el desayuno más apetitoso que podía servir un Holiday Inn, y luego salió a la calle a fin de contemplar la delicada atmósfera y el cielo azul, limpio y soleado, de las tierras altas. La interestatal 25 pasaba a unos sesenta metros al este, no obstante, y los efluvios del diesel amortiguaron mi momento de placer. A un centenar de kilómetros al sur, en Denver, la nube grisácea de la contaminación se cernía sobre el horizonte como el lomo de una ballena; pero lo que me estropeó definitivamente la mañana fue ver a Trahearne sentado en su destartalado Cadillac con una mueca obscena en su faz redonda. Parecía un niño gordo y malicioso.
—¿Se puede saber qué ocurre? —pregunté, tratando de mantener la calma.
—Caramba, chico, he recorrido todos los hoteles de la localidad antes de probar suerte en éste —dijo—. Creía que eras un hombre de buen gusto y que nunca te alojarías en un Holiday Inn.
—Los Holiday Inn se cuentan entre mis mejores amigos —repliqué—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Buscarte, ¿qué iba a hacer si no? —respondió el grandullón—. Después de nuestra conversación, decidí ir a tu oficina de Meriwether, pero cuando llegué la secretaria me dijo que habías venido a Fort Collins, así que recogí a un par de autostopistas, que me ayudaron con la conducción, hemos viajado toda la noche y aquí me tienes…
Su voz fue perdiendo fuelle, como una de esas muñecas parlantes de cuya cuerda se ha tirado demasiadas veces.
—Dejémonos ya de embustes —dije, una vez hube abierto la portezuela del Caddy y me hube acomodado en su interior—. Basta de mentiras.
—No he podido encontrarla sin ti, hijo —admitió con un suspiro—. No sabía dónde buscar.
—Ya estabas aquí el día que me llamaste, ¿verdad? —inquirí, a lo que él asintió—. ¿Y enviaste una postal a su padre? —Trahearne alzó y agachó la cabeza una sola vez, para luego inclinarla pesadamente sobre el pecho—. ¿Por qué?
—Tengo que saber con quién se ve a mis espaldas —masculló.
—Muy bien —dije—, te lo mostraré.
—¿Te importaría llevar tú el volante? —solicitó.
No parecía haber ninguna necesidad de correr, de modo que aminoré la marcha del descapotable al atravesar el centro. Trahearne no abrió la boca hasta que estuvimos a siete u ocho kilómetros en el lado opuesto de la población, circulando por la carretera de Laramie. Cuando hubimos coronado la primera colina y penetramos en el pequeño valle que se abría en la falda de un cerro sedimentario, dijo algo, pero el viento que azotaba el descapotable hizo sus palabras inaudibles.
—¿Cómo? —le pregunté.
—He pedido perdón.
—No hay perdón que valga, viejo amigo —le dije, y estalló en sollozos—. No me vengas con tus jodidos lloriqueos —le avisé—. ¡Ya es suficiente! ¿Quieres qué te diga cómo reaccionó tu mujer cuando le conté que habías visto aquella película? —Él meneó la cabeza—. Dijo textualmente: «¡Ay, pobre! Pobre marido mío». Es demasiado buena para ti, ¿lo sabías?
—Permita Dios que lo sepa algún día.
Al desviarnos de la carretera 287 para enfilar la ruta de Poudre Canyon, le pregunté:
—¿A qué viene esa constante persecución? ¿Qué diablos tenías en la mollera? Y además, ¿cómo sabías qué dirección tomar inicialmente?
—Lo único que tenía en la mente —se justificó— era encontrarla. Viajé de un sitio a otro, conduciendo en círculos y emborrachándome, como sabes, con la esperanza de localizar su paradero pero sin buscarla, si se puede decir así, y cuando me detuve en el Cottontail no fui capaz de… En fin, la putilla te lo habrá explicado.
—¿Qué me tenía que explicar?
—No conseguí que se me levantara —dijo con desaliento.
—La chica ni siquiera se acordaba de ti.
—Eso es aún peor.
—Si quieres ser recordado, mi buen amigo, no frecuentes los burdeles —dije—. ¿Cómo se te ocurrió ir a Sonoma?
—Una de las veces que se fue, en una de sus famosas escapadas —me relató el grandullón—, revolví sus pertenencias y encontré un recorte de prensa de San Francisco con una crítica de la producción de Antígona, de Anouilh, por la compañía del Little Theatre. Al leer la descripción de la joven actriz que interpretaba a la protagonista, comprendí que tenía que ser ella. —Hizo una corta pausa—. Siempre he sabido que no era quien decía ser —admitió—, lo intuí desde el primer día. Melinda jamás había estado en el sur de Francia, ni tampoco había visitado Sun Valley hasta aquel verano. Verás, la verdad es que al principio resultaba emocionante desconocer su verdadera identidad. Pero fue como la promesa que me exigió hacerle antes de acceder a casarse conmigo: la novedad se desvaneció rápidamente y empezó a desquiciarme los nervios.
—¿Qué promesa? —dije, mientras aparcaba el Caddy detrás del Volkswagen de Melinda. Enfrente habían estacionado una deteriorada camioneta gris de la marca General Motors—. ¿Cuál fue la promesa? —repetí.
—Que podría ir y venir a voluntad —farfulló Trahearne—, sin tener que darme cuentas.
—Y ella, a la recíproca, te prometió lo mismo. ¿Acierto?
Trahearne hizo un gesto afirmativo y dio un vistazo a su entorno.
—¿Es aquí donde vive ese hombre? —indagó.
—¿Qué hombre?
—Ya sabes, el tipo con… con el que está saliendo mi esposa.
—Hemos quedado con Melinda en encontrarnos aquí sobre las diez —le informé—. Dejaré que sea ella misma quien te lo explique.
—Eres tú, ¿verdad? —dijo tristemente, más como una aseveración que como una pregunta—. El hombre eres tú.
—Cierra la puta boca, ¿me oyes? —exclamé.
Bajé del vehículo y atravesé la carretera para sentarme a mirar el río.
¡Vaya caso! Esencialmente, el trabajo de un detective privado consiste en encontrar a personas desaparecidas y resolver delitos. En éste, por ahora, era yo el que había perpetrado los delitos más graves —en una gama que iba del robo mayor de un automóvil a una imbecilidad no menos criminal—, y todos los interesados excepto la desdichada Rosie y yo mismo sabían dónde estaba Betty Sue Flowers desde el comienzo. Tenía la extraña sensación de que si no volvía a casa de inmediato, en vez de terminar con una cuenta bancaria engordada por el dinero de Catherine Trahearne, lo único que iba a obtener serían agujeros en las botas y el bolsillo apolillado. Cuanto más pensaba en el asunto, mayor era mi indignación. Me erguí, crucé de nuevo el asfalto y cargué en barrena contra Trahearne.
—Voy a enviarte mi factura, viejo, y aunque te tengas que romper el culo ¡más te vale traer toda la pasta!
—Conforme —respondió dócilmente.
—Y deja de comportarte como un rematado cretino —le recriminé—. Ella está en esa montaña, hospedada en casa de una mujer que una vez le salvó la vida, y ni se ha montado ningún numerito conmigo ni se ha acostado jamás con nadie desde que cometió el colosal error de enamorarse de tu patético trasero.
—Está bien —dijo Trahearne, sin dar el menor crédito a mis palabras.
Tras meditarlo mejor, yo tampoco estaba muy seguro de creerlo. Al igual que la inmensa mayoría de los hombres, ni Trahearne ni yo sabíamos a qué atenernos con una mujer como Melinda, ya que vivíamos atrapados entre los caprichos de nuestra propia lujuria y un deseo de fidelidad en la pareja tan feroz y primitivo que tenía que ser algo innato, atávico, una fuerza tan incontrolable como una función corporal. Al hacerme esta reflexión, se mitigó la furia contra mi compañero.
—¿Qué hora es? —le pregunté.
—Las diez y media —dijo.
—No creo que tarde en venir —comenté—. Bebamos el trago de media mañana.
Él fingió sobresaltarse, pero enseguida tanteó debajo del asiento para sacar la botella. Mientras compartíamos el whisky, me pregunté cuántos siglos hacía que los hombres se perdonaban mutuamente sus estupideces alrededor de una bebida alcohólica.
A las once, al ver que Melinda no aparecía, inicié la ascensión hacia la cabaña de Selma. Trahearne me siguió por el sendero a su propio ritmo: diez pasos y un descanso para aspirar, trabajosamente, unas bocanadas de aire.
—Voy a adelantarme —dije— y anunciaré tu presencia, así no les pillará tan de sorpresa.
—La jodida sorpresa será que llegue hasta allí —bromeó el grandullón mientras yo continuaba. Tras salvar dos recodos cuesta arriba, oía aún sus inhalaciones ahogadas.
Cuando gané el claro, también mis pulmones estaban sobrecargados. Al hacer un alto para reposar un poco, me fijé en un charco negruzco que había en el polvo del camino, flanqueado por unas salpicaduras de sangre seca, y enseguida eché de menos a los perros. En el otro lado del claro, la puerta del cercado estaba abierta, lo mismo que la hilera de jaulas para los animales pequeños.
Fui a la carrera a la cabaña principal, pero estaba vacía, de modo que salí a toda prisa para rodearla. Por fin vi a un chico muy joven que cavaba un gran hoyo con un pico, y a una muchacha arrodillada junto a un montículo inerte de perros, pájaros y bestezuelas peludas. Selma estaba sentada en la parte más alejada del claro, con la espalda apoyada en un pino y una escopeta atravesada en el regazo.
—¿Qué demonios ha pasado? —le pregunté al chico.
Él dio un respingo, y luego salió prestamente del hoyo con el pico enarbolado como si fuera un garrote. Un feo moretón le cerraba el ojo izquierdo, y escupía sangre entre sus dientes rotos.
—Esta vez tendrás que matarme, hijoputa —me retó, al tiempo que avanzaba hacia mí con el pico en alto.
—¡Quieto! —exclamé, levantando las manos y retrocediendo unos pasos. Él no se detuvo. La chica que estaba al pie de la tumba gimió y se tapó la cara con las manos—. Quieto, espera un minuto —insistí, pero el muchacho se acercó aún más—. Tranquilízate, hijo —dije sin dejar de recular—. Yo no he hecho nada.
—¡Les ha guiado hasta aquí! —gritó Selma y, tras incorporarse, apuntó la escopeta de doble cañón más o menos hacia donde yo estaba.
El chico del pico miró con disimulo por detrás de mi hombro, y oí arrastrarse unos pies sobre la tierra rocosa. No me entretuve en comprobar qué significaba la brusca aspiración de aire que sentí a mí espalda; me encogí y rodé por el suelo, vislumbrando borrosamente el balanceo que imprimía una tercera joven al hacha que blandía. Cuando cayó en el punto exacto donde me hallaba segundos antes, el filo topó con una roca y el hacha salió despedida de sus manos. Sin embargo, no apartó la vista de mí, sino que clavó en mi rostro una mirada fulminantemente serena mientras recogía de nuevo el arma. No hay nada como una mujer con un hacha para ponerle a uno en acción. Arrojé un puñado de tierra y piedras al atacante del pico, me levanté lo más deprisa que pude y eché a correr hacia el sendero, con largas zancadas y movimientos esquivos. El hacha pasó sobre mi cabeza silbando y dando vueltas, así que aceleré el paso. En el momento en que alcanzaba el frente arbóreo, Selma disparó el primer cañón y pulverizó un pequeño pino que crecía a mi izquierda. Aunque eludí la descarga, acertó en la diana con el segundo cañón. El borde de la rosa de dispersión me impactó en la región superior derecha, pero, lejos de derribarme, estimuló mi avance. Abandoné raudo el sendero para tomar un atajo improvisado entre los árboles.
La lucha a corta distancia es la clase de táctica en la que hay que adiestrarse bien antes de actuar por reflejo. Una vez se liberan las balas, normalmente no hay mucho tiempo para pensar y apenas el suficiente para reaccionar. Habían transcurrido nueve años desde que comandé una brigada de la Primera División de Caballería Aérea en los montes del centro de Vietnam, y la guerra del Pacífico de mi amigo Trahearne databa todavía de más lejos. Cuando topé con él en el camino, a media pendiente, éramos dos civiles mortalmente asustados, una unidad de combate tan eficaz como una pareja de pollos decapitados.
—Jesús bendito, ¿qué ha pasado? —me preguntó en un susurro entrecortado.
—No lo sé —dije, intentando centrar mis ideas—. Vuelve a la falda del risco —le indiqué—, llévate el coche a uno o dos kilómetros por la carretera asfaltada y, si no he regresado dentro de una hora, ve en busca del sheriff.
—Tengo un rifle en el portaequipajes —ofreció.
—Ya hay suficientes armas en esta escena —dije—. Por favor, limítate a seguir mis instrucciones.
—¿Qué vas a hacer tú? —me interrogó con una mirada de reproche. Siempre que evocaba su guerra, Trahearne se veía a sí mismo al mando.
—Subir de nuevo a esa montaña —declaré— mientras te esfumas a la velocidad del rayo.
—Deja que te acompañe —me imploró.
—Mueve ese culo —le apremié, golpeándole los hombros con las palmas de las manos.
El hombretón se fue en un caos desmadejado. Me interné en la arboleda, trazando un rodeo por el contorno inferior de la cumbre hasta la siguiente vía de desagüe y, después de recorrer un centenar de metros por la cara opuesta del risco, reanudé la senda ascendente hacia el claro. Si hubiera estado en mejor forma física, habría ido en dirección contraria, cuesta arriba, para llegar a mi objetivo. Y si hubiera tenido sentido común, me habría ido derecho a casa.
Quince minutos más tarde, repté hasta el claro por detrás de la cabaña grande. Tres de los habitantes de la casa estaban en el otro extremo, escrutando los árboles colindantes al sendero —Selma con la escopeta, el chico con su pico y la joven enloquecida sin soltar al hacha—, pero la muchacha llorosa continuaba sentada junto a la tumba a medio excavar, sumida aún en un mar de llanto.
El sudor bañaba mi cuerpo tan profusamente que no podía distinguir si mi espalda seguía sangrando, y estaba demasiado agotado para arrastrarme sobre la panza ni un metro más. Me incorporé y me aproximé a la muchacha por detrás lo más silenciosamente posible, con toda la astucia, gracia y sigilo animal de una vieja vaca lechera, pero ella no me oyó hasta que me hube sentado a su lado.
—No tengas miedo —le dije—. No voy a hacerte daño.
Ella cayó desmayada en mis brazos. La levanté delante de mí a modo de escudo, y seguidamente llamé a los otros, que se dieron la vuelta y echaron a andar en mi dirección.
—¡Un paso más y la desnuco! —grité en tono melodramático. Su cuerpo tenía una laxitud tal que podría haberse roto el cuello ella misma. El trío se detuvo, antes de dar un titubeante paso al frente—. ¡Tirad toda esa chatarra! —El chico, aunque a regañadientes, arrojó el pico al suelo y Selma posó la escopeta a sus pies, pero la joven del hacha mantuvo su arma equilibrada sobre el hombro—. Tienes que desprenderte de eso, cariño —le dije.
—Yo no soy tu cariño, hijo de la gran puta —replicó sin amedrentarse, agarrando fuertemente el astil del hacha.
—Por favor, jovencita, depón tu arma ahora mismo —atronó Trahearne desde el sendero, en una inesperada aparición.
Caminaba torpemente, tenía las mejillas muy encendidas y la camisa empapada en sudor, pero aun así avanzó con determinación, portando una especie de fusil antidisturbios, el arma más espantosa que había visto nunca: un rifle Remington de repetición del calibre 12, con cargador de ocho proyectiles, cañón de quinientos milímetros, empuñadura de pistola y una funda metálica que recubría la culata, el receptor y el cañón. Conocía sus características porque había tenido uno idéntico.
—Por favor —volvió a decir el grandullón.
La joven dejó caer el filo del hacha sobre la tierra, al lado de su zapatilla de tenis, si bien continuó sujetando el astil. Yo estaba más que dispuesto a conformarme con ese gesto. Sin las armas, Selma y el muchacho perdieron el espíritu hostil y sus hombros se desinflaron como sacos vacíos, mientras que la chica se mantuvo enhiesta y desafiante. Incluso se atrevió a escupir en el suelo, cerca de mí. Yo no podría haber escupido ni aunque me fuese en ello la vida. Alcé en volandas a la muchacha inconsciente y me encaminé a la cabaña.
—¿De dónde coño has salido? —le pregunté a Trahearne.
—No lo sé —dijo—, pero dondequiera que fuese he tenido que hacer una caminata infernal. —Una sonrisa iluminó su fatigado rostro.
—Vayamos a la casa para sentarnos —les propuse a todos.
Trasladé a la muchacha desmayada hacia la cabaña principal, y los otros me siguieron como una fila de patos.
—Se presentaron al anochecer —explicó Selma, al tiempo que se toqueteaba un pómulo hinchado—; vinieron por la montaña empuñando revólveres con silenciador y empezaron a disparar a los perros. Les abatieron a ellos y a algunos de los animalitos de las jaulas, y después se llevaron a Melinda. —Apartó la mano de la mejilla para acariciar la frente de la chica que descansaba en su regazo. Su voz sonaba tan distante, tan hueca, que el interior de la cabaña pareció ensombrecerse con su relato—. Benjamín intentó impedírselo, pero le pegaron hasta dejarle sin sentido, y uno de ellos me golpeó cuando quise auxiliarle.
—Debería haber estado aquí —dijo la otra chica, tan enrabietada que estampó contra el suelo la hoja del hacha.
—Te habrían herido a ti también —musitó Selma—. Me alegro de que estuvieras ausente. —Me miró y añadió—: Melinda les dijo una y otra vez que iría con ellos, que les acompañaría voluntariamente, pero aquellos hombres no cesaban de reír, de apalear al pobre Benjamín y de disparar a los perros.
—¿Mataron al bulldog? —indagué, aunque conocía ya la respuesta.
—Le pegaron un tiro en la tripa —explicó la joven del hacha—, pero tanto él como la perra coja estaban vivos esta mañana cuando he salido del hospital veterinario de la universidad.
—Van a pagarlo muy caro —dije.
—Por el amor de Dios, ¿y que hay del secuestro de mi mujer? —protestó Trahearne.
—Eso también —afirmé—. Pagarán por todo lo que han hecho. —Me enderecé antes de proseguir—. ¿Cuántos eran?
—Cuatro —respondió Selma.
—¿Uno de ellos era un sujeto corpulento, un mejicano con cara de boxeador?
—Parecían todos gigantescos —comentó Selma, algo desorientada— y llevaban pasamontañas.
—No han llamado al sheriff, ¿verdad? —inquirí.
—Dijeron que matarían a Melinda si lo hacíamos, y que luego volverían para eliminarnos a todos —contestó—. Yo les creí. Debería haberles visto masacrar a los perros, a los cuervos, a los halcones y al lince rojo dentro de sus jaulas. Creí cada palabra, y por consiguiente no avisé al sheriff. —Alzó la mano para tocarse la cara, palpando la magulladura como si fuese una herida del alma—. ¿Qué más podíamos hacer? —se lamentó—. ¿Qué podemos hacer ahora?
—Podéis estar seguros de que yo voy a hacer algo —amenazó Trahearne, enarbolando el rifle como si fuese un icono sagrado, el estandarte bélico de su yihad particular.
—Intenta relajarte —le dije. Él me lanzó una mirada furibunda, y después se incorporó y anduvo de un lado a otro de la cabaña, observando con inquina, a través de su rolliza nariz, a las docenas de gatos durmientes. Entretanto, yo pregunté a Selma—: ¿Por qué me han agredido hace un rato?
—Creíamos que fue usted quien les trajo —dijo.
—¿Por qué?
—Era el único que sabía quién era Melinda y dónde estaba —respondió—. ¿Por qué ha vuelto?
—Ella me citó —dije—, para hablar de lo que debía contarle a su… a su madre biológica.
—¿Y qué le va a contar? —me interrogó.
—Lo ignoro —confesé—. Quizá le diga que he ascendido a la montaña y he visto al profeta, aunque si algo sé es que me estoy haciendo viejo para este tipo de despropósitos. —Esbocé una mueca sarcástica, que sin duda armonizaba a la perfección con mi semblante.
—Usted también está herido —dijo Selma con una escueta sonrisa—. Supongo que yo soy la causante.
—No es nada —contesté, desdeñando el dolor al estilo de John Wayne.
—Stacy —pidió Selma a la chica del hacha—, ¿por qué no examinas la herida del señor Sughrue? —La joven apuntaló el arma en el sofá, que no era muy alto, y atravesó la sala con una modosa sonrisa—. Stacy ha estudiado un curso en la escuela de veterinaria.
—Con eso me basta —dije—. Al fin y al cabo, fue un veterinario quien me ayudó a nacer.
Trahearne soltó una carcajada.
—Maldita sea, Sughrue, si fueras un poco más de campo tus pies no entrarían en unos zapatos —bromeó, y volvió a reírse.
Stacy despegó de mi espalda la camisa manchada de sangre seca con agua oxigenada y dedos profesionales, y acto seguido me limpió las heridas. La marca del disparo, mayor de lo que había calculado, dibujaba un círculo desde la base de la nuca hasta la mitad superior del brazo.
—Menos mal que no estaba más cerca —le dije a Selma.
—¿Has vomitado sangre? —preguntó Stacy.
—Últimamente, no —repuse.
—Éste no es momento de hacerse el gracioso —me cortó la chica. Parecía estar talmente en una consulta médica.
—¿Cuántos perdigones hay? —indagué.
—Once —dijo ella cuando terminó de contarlos.
—¿Calibre de proyectil?
—Un siete y medio —me informó Benjamín.
—¿Son de acero o de plomo?
Para contestar a esta pregunta, el joven tuvo que recorrer unos metros, abrir un cajón y leer el texto impreso en la caja de las municiones.
—De acero —dijo.
—Si tienes alguna pomada antibiótica —le sugerí a Stacy— podemos dejar los perdigones dentro durante unos días.
—Tengo unas pinzas quirúrgicas y la anestesia local que utilizo con los animales —dijo—. Podría inmovilizarlos, extraerlos sin complicaciones y luego suturar las heridas.
Estudié su cara por encima del hombro. Tenía los pómulos salientes, la tez morena y los ojos muy oscuros. De no haberla visto en acción con el hacha, la habría catalogado como el prototipo de mujer delicada.
—¡Qué diablos, intentémoslo! —exclamé, y fue a buscar su maletín.
Mientras Stacy hacía su trabajo, Trahearne convenció a Benjamín de que bajase la cuesta y recogiera la botella de whisky. La quería, por descontado, para su consumo y no para mí. A pesar de todo, cuando el muchacho la trajo yo también bebí unos sorbos, y tan pronto como Trahearne engulló el segundo lingotazo, le urgí a darme la botella y la retuve hasta que Stacy acabó de curarme la espalda. La muchacha aplicó el último parche de esparadrapo sobre los puntos de sutura para que no se enredasen en el entretejido de la camisa, y me dio unas ligeras palmadas en el hombro.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó.
—Habrá que ir a rescatar a la dama —dije.
—¿Sabes dónde está? —inquirió ansiosamente Trahearne.
—Digamos que sé cómo averiguarlo —respondí.
—¿Necesita mi ayuda? —ofreció Benjamín.
—Lo suscribo —se sumó Stacy.
—Iremos todos juntos —dijo Selma, y la joven dormida rebulló en su regazo.
Era una idea magnífica, llena de romanticismo, que un grupo de justicieros inadaptados salvasen a la princesa, tanto que incluso la sopesé durante un segundo, pero ya habíamos tenido suficientes problemas.
—¿Has servido en el ejército? —le pregunté a Benjamín.
—No, señor —dijo él, cabizbajo.
—En ese caso, te quedarás con Selma —dictaminé— y la ayudarás a reorganizarlo todo por aquí.
—Yo tampoco he hecho el servicio militar —dijo Stacy con una acusada ironía—, pero juro que soy, gramo por gramo, más perversa que cualquier marine que haya pisado nunca el planeta.
—Puedo usarte como señuelo —dije—, pero tendrás que encandilar a un indeseable.
—Será una tarea sencilla —replicó ella, sonriendo—, me he pasado la vida haciéndolo.
—¿No te da miedo? —pregunté.
—Todo el del mundo —dijo Stacy—, pero a una chiflada como yo incluso el miedo le importa un carajo.
—No será nada grato —le advertí.
—Amigo mío, podría ponerte ejemplos de situaciones desagradables que te harían ensortijar las orejas en actitud defensiva —declaró.
—De acuerdo —dije—, estás en el equipo.
—Cuídela bien —me rogó Selma con voz apagada.
—No me pasará nada —dijo Stacy taxativamente, dándome a entender que tenía la firme intención de cuidar de sí misma.
—Tened todos mucha precaución —insistió Selma.
—Se supone que ésa es la esencia de mi profesión —respondí.
Me reí de mi propio comentario, aunque no creo que aquella risa destilara mucha jovialidad. Al dar una mirada a la estancia, vi que ningunos ojos se cruzaban con los míos… salvo los de Trahearne, y me parecieron infinitamente tristes.
Cuando Stacy, Trahearne y yo bajábamos una vez más por el sendero, el hombretón se detuvo para descansar, apoyándose en un afloramiento de piedra.
—¿Cuál es el plan? —preguntó, y me dio unos golpes en el hombro.
—Lo primero será dejar mi hombro tranquilo —dije. Quería hacer una broma, pero él se lo tomó en serio.
—Disculpa —masculló—. El cielo me confunda, desde la guerra no he hecho nada a derechas.
—Has escalado la montaña cargado con ese rifle —le recordé.
—Cuando he llegado a la cima todo había concluido —señaló, y alzó la vista hacia mí—. ¿De verdad vas a necesitarme? —preguntó.
—Por supuesto que sí —le dije—. Y, sobre todo, a tu dinero de plástico.
—¿Qué esperas que aporte yo? —inquirió Stacy.
—Tu cuerpo núbil.
—Ninguno de vosotros arrancará la flor —replicó la chica con desenvoltura, y tomó la delantera camino abajo.
Tras una tarde de frenética actividad en la ciudad de Denver —alquilar dos coches, comprar un vestido nuevo para Stacy y una peluca y un bigote postizo para mí, además de encontrar una habitación de motel en la planta baja, con un acceso privado, en las inmediaciones del aeropuerto—, lo arreglamos todo a tiempo para que una recién transformada Stacy, con aspecto de tener dieciséis años en lugar de los veinticuatro que constaban en su carnet de conducir, estuviera a la espera en el bar de topless Tricky Dickie de la avenida Colfax cuando Jackson hizo su entrada, al término de la jornada laboral. El tipo era un espectáculo de poliéster y sonrisas al llegar al establecimiento en busca de su Vodka Martini y la dosis visual de carne femenina. Tal y como me temía, no obstante, le acompañaba un gorila a sueldo.
Stacy había actuado fantásticamente, como una chica curtida y espabilada. Al principio el camarero de la barra no quiso creerse su edad oficial, y cuando ella le acució a servirle una copa, dijo que no sabía si le convenía aceptar en su local a una prostituta desconocida. Stacy le sacó de su error, y procuró eludir la cuestión erótica hasta que la hubo creído. Así, cuando Jackson entró en escena y se le insinuó, hizo un amago de rechazo.
—Oye, tío —le espetó—, estoy buscando trabajo y no una fiesta para hombres. No quiero tener nada que ver ni con hampones de poca monta, ni con puteros ni con viajantes de comercio, ¿entendido?
—¿Qué clase de trabajo buscas, bonita? —preguntó Jackson.
—El mismo que hacía en el Este —respondió— hasta que me echó el mal tiempo.
—¿El mal tiempo?
—El calor de la pasma, tío.
—¡Ah! La pasma, desde luego —dijo Jackson como si la hubiera entendido desde el comienzo—. ¿Qué… a qué te dedicabas exactamente?
—Actúo en el cine porno, colega —dijo—. ¿Qué pensabas, que firmaba cheques sin fondos, o quizá que reventaba colmados? Quítate de mi vista y déjame en paz de una vez.
—Escucha, nena —susurró Jackson, arrimándose a ella con la excusa de agitar la copa vacía ante el camarero—, tengo ciertos amigos, o mejor dicho socios comerciales, que a veces ruedan películas. Es sólo por diversión.
Stacy rió cínicamente.
—Por diversión y por los beneficios.
—Lo has captado, pequeña.
—E imagino que querrás constatar mis habilidades antes de ponerme en contacto con esos amigos tuyos, ¿no es así?
—¿Por qué no?
—Ya veo. Lárgate con viento fresco, colega —se insolentó la chica—. Si quieres muestras gratuitas llama a una representante de Avon.
—Estoy dispuesto a pagarte —dijo Jackson, no sin reticencia.
—Cien dólares por un «mitad y mitad» —propuso enseguida Stacy—. Tienes aspecto de ser el típico putero que necesita ese estímulo.
—¡Cien dólares! —exclamó el hombre, tan sonoramente que el camarero y la mayoría de los parroquianos volvieron la cabeza.
—Si no puedes pagar la mercancía, amigo, sal de la tienda.
Dicho esto, Stacy volcó toda su atención en la bebida. No sé cómo, se había dado cuenta de que era mejor hacerse la dura con él que derrochar la miel y las promesas habituales en las busconas, y efectivamente su táctica produjo el efecto de un sortilegio.
—De acuerdo —dijo Jackson—. De acuerdo, me parece bien. Hagámoslo.
—Antes tendrás que enseñarme la guita —exigió la muchacha sin ni siquiera mirarle.
El pobre capullo tuvo que extender un talón y soportar la sonrisa malévola del camarero cuando le entregó los billetes. Él le dio el dinero a Stacy y apuró su tercer martini.
—Guárdatelo —dijo la chica—. Sólo quería verlo.
—Tengo el coche aparcado frente a la entrada —la informó Jackson, desviviéndose por aparentar que era un hombre de mundo.
—Mi motel está en el aeropuerto —repuso Stacy—. Prefiero ir allí.
—Conforme —dijo él, antes de dirigirse a su amigo de circunstancias—. Podemos irnos, muchacho.
—¿Quién coño es ese tipo? —preguntó Stacy, reacia a asir la mano que le tendía Jackson.
—Mi chófer —contestó, muy ufano.
—¿Y qué va a hacer, tío, sujetarte el pene?
—Volveré dentro de un rato —anunció Jackson a su compinche, que se sentó al instante y pidió otra consumición.
Me aparté de los ojos los rizos de mi peluca y les seguí hasta la calle. Aquélla era la única parte del plan en la que había dado instrucciones concretas a Stacy. No quería que fuese en el coche de Jackson.
—Oye, tío —le dijo—, tengo mi coche alquilado aquí mismo. ¿Por qué no me sigues en el tuyo?
—Puedo devolverte al bar —ofreció él pomposamente.
—¿Y si luego no me apetece venir? —cuestionó Stacy.
—Cuando hayas pasado por mis manos, nena, querrás ir conmigo a cualquier parte —insistió Jackson mientras la invitaba a subir a su Cougar.
Me planté en el bordillo y vi cómo se alejaban, preguntándome dónde diablos estaba Trahearne con el otro coche de alquiler. Me regañé a mí mismo por confiar en que el viejo esperaría fuera, y también por no tener una segunda llave de contacto del vehículo de Stacy. Cinco minutos más tarde se presentó por fin Trahearne, con la ancha cara muy sofocada y una sonrisa de disculpa contrayendo sus labios.
—¿Ya se han marchado? —balbuceó cuando abrí la portezuela y le saqué a empellones del asiento del volante.
—¿Dónde te habías metido? —le pregunté, antes de acelerar el coche calle abajo y doblar la esquina en una maniobra de tracción integral.
—Verás, hijo, hemos dejado el whisky en el otro coche —dijo, mostrándome una botella de vodka de medio litro— y sabía que íbamos a necesitar un trago. Somos demasiado mayores para meternos en estos berenjenales sin probar el alcohol. Por lo tanto, he dado una vuelta a la manzana para comprarlo. ¿Qué importancia puede tener?
—Él se ha negado a seguir a la chica —expliqué, a la vez que me saltaba un semáforo en ámbar por delante de un autobús—. Stacy viaja en su coche, y si no están en el motel cuando lleguemos, si Jackson la ha llevado a su casa o a cualquier otro sitio, te pienso partir el culo, amigo, hasta dejarlo inservible.
—Maldita sea, C. W., no lo sabía —dijo muy compungido, aunque pronto cambió el tono por esa especie de gracia patosa que los borrachos consideran ocurrente—. ¡Qué diantre, muchacho! Esa jovencita se basta y se sobra para defenderse, no te quepa la menor duda.
Me dio una nueva palmada en el hombro, con tanta fuerza que algunos puntos sueltos empezaron a sangrar. Me deshice violentamente de la peluca y la tiré sobre la alfombrilla, a sus pies. Él la recogió y se rió con ganas, blandiéndola en el aire como si fuera una preciada piel de castor.
—Debo decirte que estabas feísimo con esta cosa —bromeó, y se la caló en la cabeza a modo de sombrero—. A mí, cómo no, me sienta a las mil maravillas —añadió, y volvió a reírse. Estiró el brazo, me arrancó el bigote falso y se lo colocó, bastante torcido, sobre el labio superior—. ¿Qué tal me queda? —preguntó jocosamente. Al ver que no respondía, me dijo—: Vamos, hombre de Dios, no deberías estar tan serio. Bebe y relájate. —Me aguijoneó con la propia botella, y lo cierto es que tampoco había demasiadas alternativas—. Han raptado a mi Melinda, chico, y no sé qué hacer —confesó cuando le pasé de nuevo el vodka—. No sé qué hacer.
—Para variar, podrías hacer al pie de la letra lo que yo te diga —le insté.
—Tú eres el que manda —dijo—, pero será mejor que salgas cuanto antes.
—Genial —farfullé, y me desvié del bulevar de Colorado a la avenida 32 atravesando una gasolinera.
Cuando llegamos al motel, el Cougar de color ciruela se hallaba estacionado delante de la habitación de Stacy. Dejé a Trahearne en el coche, le pedí que esperase, y entré por la habitación contigua y la puerta interior que las comunicaba. Jackson estaba ya en plena faena; la mirada de Stacy suplicaba ayuda por detrás de su hombro seboso y granujiento. Antes de que pudiera atraer su atención insertándole en la oreja una pistola del 22 con silenciador, gruñó y gimió entre convulsiones, mientras los ojos de la chica se inundaban de lágrimas. Le asesté un golpe seco en la base de la nuca con la culata de mi automática, y después lo separé de ella, lo arrojé al suelo y le pateé el estómago con bastante saña como para luxarme el tobillo. Quise infligirle otra lluvia de patadas, pero Stacy saltó de la cama y me agarró por el brazo.
—Está bien —dijo—, ya es suficiente. No importa. —Me sacudió fuertemente el brazo y repitió—: No importa, de verdad.
—Siento haber llegado tarde —me excusé.
—No tiene importancia.
—Para mí, sí que la tiene.
—La culpa ha sido mía —proclamó Trahearne con grandilocuencia al atravesar la puerta intermedia—, exclusivamente mía, cariño, pero no he podido evitarlo.
Stacy miró un segundo a Trahearne, dio un paso adelante y lo abofeteó, con tanta furia que estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio.
—Eres un borrachín comemierda —susurró apretando los labios, y le propinó otro bofetón.
—¿Pero qué he dicho? —se preguntó el hombretón, mientras ella huía atropelladamente a la habitación vecina. Entonces vio a Jackson desnudo en el suelo—. Deja que me encargue yo de ese hijo de puta —rugió, y trató de abalanzarse sobre el cuerpo, pero le di un culatazo en la articulación del hombro y tuvo que sentarse en la cama—. Jesús bendito —balbuceó.
—Quédate ahí sentado y cierra la boca —dije.
—¿No te jode? Es a mi esposa a la que se han llevado, pedazo de cabrón, a mi esposa —protestó.
—Si no te callas —le advertí—, pronto será tu viuda. Creo haberte ordenado que no salieras del coche.
—Es mi esposa —fue su única respuesta. A continuación, suspiró y se acomodó en la cama—. Siempre lo fastidio todo.
Saqué un rollo de cinta de embalar y até a Jackson por los tobillos, las rodillas, las muñecas y los codos. Después le metí un calcetín sucio en la boca y lo aseguré con una lazada de la misma cinta alrededor del cuello. Mientras trabajaba, oí que Stacy se cepillaba los dientes y se daba una ducha en el baño de la otra habitación. El ruido de su aseo se prolongó el tiempo suficiente para que Trahearne reparase en él.
—Nunca hago nada correctamente —se lamentó.
—Te he mandado que calles —le dije—. Vamos, mueve el trasero y échame una mano con este montón de escoria.
—Sí, señor —contestó con una risita pícara, que silenció de inmediato poniendo un dedo sobre la boca.
Era como tratar de gobernar a una criatura de cincuenta y siete años y más de cien kilogramos de peso. No entendía cómo ni Catherine ni Melinda podían tener tanta paciencia y tanta energía. Diablos, ni siquiera entendía de dónde sacaba las fuerzas Trahearne para ser tan mal nacido. Ahora al menos se levantó de la cama, sujetó a Jackson por los brazos y, antes de que yo interviniera, lo arrastró hasta el cuarto de baño y lo depositó en la bañera.
—¿Está satisfecho, el señor? —dijo con una sonrisa a lo Gary Cooper extrañamente encajada en su cara de pan.
Esquizofrenia: ése era el término que había omitido. Trahearne sobrio, y en ciertos estadios de ebriedad, era un viejo tristón con una avasalladora carga de carácter, pero en otras fases de sus borracheras era un niño esquizofrénico de cincuenta y siete años y más de cien kilos.
—Ahora vete de aquí a paso ligero, ¿me oyes? —dije.
—Me siento mucho mejor —argumentó—. He sido un irresponsable y un idiota, lo sé, pero ya estoy más sereno. Soy consciente de que tenemos asuntos que atender, y prometo aflojar con el alcohol, beber lo justo para mantenerme sobrio. Lo he hecho otras veces, y tú también. Sabes a qué me refiero.
—Si todo eso es verdad, limítate a permanecer al margen.
—Por supuesto —dijo, con una sobriedad digna de Oliver Wendell Holmes—. Ésta es tu fiesta.
—¿Qué más puedo hacer? —preguntó Stacy, que acababa de entrar al cuarto de baño vestida con pantalones vaqueros y una sudadera negra.
—Vuelve al dormitorio —le ordené.
—He firmado el contrato hasta su vencimiento —dijo, con una súbita resolución—, y después de dejar que me follara ese mamón, si le vuelas la tapa de los sesos merezco estar presente. Me lo he ganado. Mierda, si lo hicieras traerías a mi vida un rayo de sol.
—Eres el sol de mi vida —canturreó Trahearne, y tomó un pequeño sorbo de vodka.
—Probemos ese elixir —dijo Stacy, quitándole abruptamente la botella de la mano.
Supongo que sonreí de un modo mecánico y meneé la cabeza sin pensar. Cuando fijé la vista en el rostro de Jackson, su expresión era la de una víctima en manos de la familia Manson, y no le culpé por ello.
—¿Vas a decirme dónde está? —le interrogué, y él cometió el error de encogerse de hombros—. Tráeme el listín de teléfonos —le pedí a Trahearne.
—¿El listín? —Stacy fue al dormitorio y volvió con él.
Alcé los pies de Jackson y los coloqué encima del voluminoso libro. Sus genitales colgaban, arrugados, sobre la entrepierna y parecían un órgano vital que se hubiera desprendido del cuerpo. Me erguí y saqué del cinto la pistola del 22.
—¿No sabes dónde la tienen? —pregunté. Él hizo el mismo ademán negativo—. Como quieras —dije. Bajé la mano, con la automática en suspenso, mientras esperaba que un ruidoso avión sobrevolase el motel en su acercamiento a la pista—. Última oportunidad —anuncié, antes de que el estruendo le impidiera oírme. Una vez más, Jackson se encogió de hombros—. ¿Tan convencido estás de que no te mataré?
El prisionero negó con la cabeza, pero en sus ojos se perfiló una sonrisa. Puede que Jackson fuera un hombre repugnante, pero al menos los tenía bien puestos. O quizás el secreto era que le infundían más temor sus socios de profesión que yo. Aquél fue un fallo mayúsculo por su parte. Cuando el atronador avión pasó por encima del motel justo antes de aterrizar, me incliné hacia delante y le descerrajé dos balazos en el pie derecho. La sangre se derramó sobre el listín telefónico y por toda la bañera, tan roja como blanca estaba la cara de Jackson.
—¡Cielo santo! —masculló Trahearne, dejándose caer sobre el inodoro. Mientras él se derrumbaba, Stacy fue hasta la pileta y vomitó, con un único y violento espasmo.
—Estoy bien —dijo tras enjuagarse la boca—. Dispárale otra vez a ese canalla.
—La segunda bala era innecesaria —criticó Trahearne.
—Un tiro para captar su atención —le expliqué— y otro para certificarle que voy en serio. —Miré a Jackson y repetí—: Porque voy muy en serio, ¿te enteras? —Sin esperar para ver si me había creído, elevé bruscamente su cuerpo y empujé el listín debajo de las nalgas—. ¿Me has comprendido? —Él se apresuró a asentir.
—No me gusta todo esto —dijo Trahearne.
—En tal caso, vete de la habitación —repliqué sin darme la vuelta. Él no se marchó. Entonces di unos pequeños golpes en la barbilla de Jackson con el silenciador—. Lo primero que tienes que meterte urgentemente en la sesera es que en esta ciudad ya no hay lugar para ti. Esa parte de tu vida se ha acabado. O bien sales muerto de este motel, o bien lo dejas habiéndome dicho dónde se encuentra Betty Sue, lo que no hará muy felices a tus amigos, así que desecha desde ahora esta etapa de tu vida. Mentalízate de que no hay vuelta de hoja. Incluso estamos dispuestos a comprarte un pasaje, pero borra ahora mismo de tu mente la vida que has llevado aquí. ¿Está claro? —El prisionero no hizo un asentimiento, sino que subió y bajó la cabeza en movimientos espasmódicos—. Escucha, te voy a quitar la mordaza y no harás ningún ruido, ¿conforme? —En cuanto cesaron los cabeceos, abrí mi navaja de bolsillo, corté la cinta que cubría el calcetín y lo extraje de un tirón. Jackson gimió con una contención pasmosa. Le arrebaté el vodka a Trahearne y vertí una pequeña cantidad en su boca—. ¿Puedes decirnos ya dónde está ella?
—Sí, señor —murmuró.
—¿Dónde?
—El señor Hyland, el hombre para el que trabajo (creo que hace un tiempo coincidió con él en Fort Collins), tiene una casa entre Evergreen y Conifer, una mansión colonial de ladrillo rojo, en el lado oeste de la carretera, construida en una parcela de poco más de una hectárea. No hay confusión posible. Allí arriba sobresale como un pulgar en carne viva, y además el nombre figura en el buzón.
—¿Betty Sue está en esa casa?
—Sí, señor.
—¿Qué equipo de seguridad tiene tu jefe? —pregunté.
—¿Seguridad? —dijo Jackson con expresión de desconcierto. Le di otro sorbo de vodka.
—¿Cuántos hombres vigilan la mansión?
—¿Vigilar la mansión? —repitió de nuevo—. ¡Ah, ya entiendo! Bueno, cuando hay rodaje…
—¿Rodaje? —le interrumpí.
—Sí, verá, a veces hacen películas —me aclaró Jackson—. Cuando filman, el señor Hyland aposta a un tipo en la verja, y otro compañero patrulla el recinto. Es para ahuyentar a los niños del vecindario. Como sabe, hoy en día los chavales han perdido el respeto por la propiedad privada, así que el señor Hyland ha decidido que Petey y Mike monten guardia mientras dura la filmación.
—¿Qué me dices de ese mejicano tan fornido?
—¿Torres? Es el escolta personal del señor Hyland y está siempre a su lado —dijo Jackson.
—¿Se han planteado la posibilidad de que intentemos un rescate? —le inquirí.
—No creo que sepan ni siquiera quiénes son ustedes —respondió Jackson, esmerando la educación para no ofender a nadie—. Yo tampoco lo sé.
No me pareció pertinente explicarle quienes éramos y, al pasar revista al atestado cuarto de baño, ni yo mismo estaba seguro del todo.
—¿Cómo descubrieron el paradero de Betty Sue? —seguí preguntando.
—Por su padre, ya sabe, el fulano que vive en Bakersfield —dijo Jackson—. Tenemos algunos conocidos comunes, y un día recibió aquella tarjeta postal… La habíamos dado por muerta (según las averiguaciones que hicimos tiempo atrás, y que usted mismo corroboró durante la paliza), pero a pesar de todo, cuando llamaron los amigos del padre para informar sobre la postal, Mike voló hasta Montana y le siguió a usted en sus desplazamientos.
—Estupendo —dije. No tuve que molestarme en dar media vuelta y asesinar a Trahearne con la mirada. Él mismo renegó en voz baja y se fue al dormitorio—. ¿Tienen a Betty Sue encerrada bajo llave?
—Lo dudo —contestó Jackson—. Van a rodar esta noche.
—¿De verdad?
—Sí, suelen alquilar el equipo para utilizarlo durante el día en la agencia de publicidad de Hyland, de manera que tienen que filmar por las noches.
—Son unos criminales de bajo coste —comentó Stacy entre dientes.
—¿Ha instalado ese sujeto alguna valla de protección? —pregunté al prisionero.
—Sí, hay una alambrada —especificó.
—¿También tiene perros?
—¿Perros?
—Perros guardianes, ya me entiendes —dije.
—No, nada de eso. Hyland aborrece a los chuchos.
Esta respuesta avivó mi memoria.
—¿Estabas con ellos en el secuestro de Betty Sue?
—Conducía el coche, pero eso fue todo —dijo Jackson—. No subí a la montaña. Yo no le engañaría, amigo, y menos aún en un tema como éste.
—Da lo mismo —musité—. Escucha, voy a desatarte las manos, y quiero que me dibujes un esquema de la propiedad y un plano alzado de la casa, ¿de acuerdo?
—¿Puedo tomar antes otro trago de vodka? —me pidió.
—No faltaba más —dije.
Corté la cinta de embalar y le dejé sujetar la botella por sí mismo. Cuando acabó de beber, afianzó el cuaderno sobre sus rodillas y atacó el dibujo.
—Hazlo lo más exacto que puedas —le recomendé.
—Lo intentaré —murmuró, y humedeció la mina del lápiz con su afelpada lengua.
—Esfuérzate como si tu vida dependiera de ello —subrayé, y él se aplicó a la tarea con renovado vigor. Una vez terminado el plano, me lo enseñó. No estaba mal—. ¿Sólo hay tres entradas, la delantera, la de atrás y la del garaje? —recapitulé—. ¿La casa no tiene patio, puertas correderas o alguna puerta ventana?
—No —me confirmó.
—¿Dónde hacen los rodajes?
—En esta habitación de la planta baja —dijo Jackson, señalándola con la goma de borrar.
—Perfecto, hasta aquí has hecho un gran trabajo —declaré—. Ahora te dejaré en compañía de esta señorita…
—No pienso estar con él ni un minuto más —dijo Stacy.
—Como te iba diciendo, muchacho —proseguí—, voy a encerrarte en el maletero de nuestro coche, y si todo sale bien mañana mismo te meteremos en un avión.
—¿No podría llevarme sencillamente al hospital? —me rogó—. Prometo no avisar a nadie.
—Ya me tomaste el pelo una vez —le recordé—, de manera que dormirás en el maletero hasta que amanezca.
—En el fondo, me hago cargo —admitió.
—Excelente —dije.
Procedí a examinarle el pie. Ambas heridas eran totalmente limpias, y la hemorragia casi había cesado cuando empecé a hacer la cura.
—¿Le parece que se ha jodido a conciencia? —preguntó Jackson mientras envolvía el pie en una gasa.
—Cojearás el resto de tu vida por haberme mentido —pronostiqué. Él asintió, como si se tratara de un sistema de justicia que podía comprender—. ¿Quieres traerme su ropa? —le pedí a Stacy.
La chica refunfuñó pero fue a buscarla, la tiró en el suelo sin miramientos y volvió al dormitorio. Mientras ayudaba a Jackson a vestirse, le pregunté:
—¿Por qué se ha tomado tu gente tantas molestias? No será por una minuta médica de hace cinco años…
—Ésa fue una parte del problema, sí —dijo, ajustándose los pantalones a la pata coja—, pero lo que les cabreó definitivamente fueron los cuarenta mil.
—¿Los cuarenta mil?
—Veo que no le han informado del incidente —dijo Jackson con una sonrisa de superioridad.
—Ilústrame —le apremié.
—Cuando Betty Sue se largó, afanó de la caja cuarenta de los grandes, tío, y el señor Hyland tuvo que reponerlos de su propio bolsillo. Su intención es explotar a Betty Sue hasta que calcule que vuelven a cuadrar las cuentas, y luego la arrojará al pozo de una mina.
—¡Cuánta amabilidad! —exclamé.
—Es sólo una cuestión de negocios —dijo Jackson.
En vez de hacer saltar de un puñetazo varias piezas de su dentadura, le di dos tabletas de codeína que me habían sobrado de la última visita a Colorado.
—¿Qué es esto?
—Un analgésico —dije.
—Es muy curioso, ¿sabe?, pero el pie apenas me duele —afirmó, tras presionar temerosamente la planta contra el suelo del baño.
—Tómate las malditas pastillas —le dije, y él obedeció.
Cuando Trahearne y yo le llevamos hasta el coche y lo encajonamos en el portaequipajes con una manta y una almohada, Jackson cabeceaba sin sentido y nos llamaba «mamá».
—¿Qué le va a pasar? —demandó Trahearne en cuanto hube cerrado la tapa del maletero.
—Si mañana por la mañana continuamos vivos, le daremos una pequeña ventaja sobre sus amigos —dije—; pero si estamos muertos, en la cárcel o en un hospital, lo más probable es que muera encerrado en ese portaequipajes. Diablos, incluso aunque el plan dé el resultado esperado, posiblemente es hombre muerto.
—¿Eso no te preocupa?
—En absoluto —respondí—. Es pura escoria, amigo mío, y además me ha mentido. Le he dado todas las oportunidades que he podido y ha seguido con sus embustes; así pues, que se joda.
—Yo también te mentí —dijo Trahearne, desviando la mirada hacia las fluctuantes luces del aeropuerto.
—Sí, pero existe una diferencia entre uno y otro.
—¿Cuál es?
—A él merece la pena matarlo y a ti, no —dije.
Entré nuevamente en la habitación del motel y le dejé plantado en la puerta.