Una de las ventajas de mi profesión era que no me predisponía a llorar los amores perdidos durante mucho tiempo. De vuelta en la ciudad, trabajé en un par de divorcios y confisqué algunos televisores en familias donde los conflictos domésticos eran la principal moneda de cambio. Aquello actuó como un hechizo. Mi cinismo se restableció, y la cuenta bancaria se mantuvo viento en popa. Una tarde, Trahearne me llamó.
—Hola, siento haberme ido de la cabaña en aquel arrebato de furia —dijo.
—A mí me pareció el desgarro de un músico de funky blues—repuse.
—Siempre con tus bromas, Sughrue —protestó—. ¿Cuándo piensas venir para recoger a tu condenado perro?
—¿Mi perro? —dije—. Tú lo robaste, viejo amigo, y ahora tienes que traérmelo.
—Ni hablar. Pienso quedarme en casa todo el tiempo que pueda —afirmó.
—¿Cómo está Fireball?
—La última vez que lo vi, era el toro bravo de estos bosques.
—¿La última vez?
—Sí, se encariñó con Melinda como si fuera una hermana reencontrada tras largos años de separación —dijo Trahearne—, y han hecho una pequeña escapada juntos. Ya sabes cómo le gusta viajar a Fireball.
—Con todos los lujos —respondí—. Si pasan por estos contornos, quizá Melinda podría dejármelo.
—Temo que queda muy lejos de su ruta —explicó el hombre con demasiada precipitación.
—No sabes dónde está, ¿verdad?
—No, no del todo —reconoció—, pero da lo mismo.
—¿Quieres que la busque?
—No se ha perdido.
—Tampoco tú estabas perdido —repliqué—, pero aun así te localicé.
—Sí, muchas gracias —dijo. A través del teléfono, su supuesto aire socarrón me recordó el resoplar de un búfalo herido—. ¿Qué pasa, te aburres en el sitio donde estás?
—Nací aburrido.
—Bien, ¡diantre!, pues ven aquí y ayúdame a seguir con la abstinencia —me propuso, en un tono que casi parecía serio.
—¿Eso no sería como pretender que el tullido guíe al cojo, o algo parecido?
—Me desenvuelvo muy bien por mi cuenta —dijo el grandullón—. Casi estoy preparado para volver al trabajo.
—Tu público te espera con ansiedad —contesté—. Oye, dicen que eres un prototipo literario. ¿Qué demonios significa?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Quizás es sólo una expresión biensonante.
—Genial —dije—. Hazme una llamada cuando vuelva Melinda con mi perro, e iré a pasar un fin de semana con vosotros.
—De acuerdo —aceptó Trahearne con voz jovial.
Luego parloteamos despreocupadamente sobre el tiempo, nuestros planes de ir juntos a pescar y las muy diversas frivolidades que permiten a la compañía telefónica mantenerse en la cresta de la ola. Hasta que hube colgado el auricular no pensé en Catherine, lo que significaba —o así lo presumí— que me había curado. Como se suele decir, di un suspiro de alivio. Cuando cuento a la gente que nunca me he casado, eludo mencionar el hecho de que he estado prometido unas cuarenta veces.
Una vez decidí que había superado la añoranza, sin embargo, el pie empezó a picarme tan fuerte que tuve que quitarme la bota. Me lo rasqué salvajemente, pero la comezón era más profunda de lo que nunca podría haber mitigado con menos de ochocientos kilómetros de carretera. Me puse de nuevo al aparato y llamé a todos los pagadores de fianzas que conocía, pero ninguno tenía prófugos a los que dar caza. Luego ensayé los recursos habituales, como dar vueltas por mi sucinto despacho, tres pasos en una dirección y cuatro en la otra. También me armé con un vaso e intenté escuchar al consejero matrimonial del habitáculo contiguo, mas las paredes de metal no facilitaban la reproducción verbal. Mi despacho se encuentra en una casa móvil de doble ancho que comparto con el consejero, el cual me proporciona innumerables casos, y dos agentes inmobiliarios de aspecto sospechoso. Ninguno de mis vecinos brillaba por su locuacidad, de manera que descorrí las cortinillas de plástico para contemplar las vistas. No obstante, ¿cuánto rato puede uno pasar mirando un callejón y un desvencijado Dempster Dumpster colocado detrás de una tienda de saldos? Pensé en salir a hablar con la inepta secretaria de turno que pagábamos entre los cuatro, pero ella me contactó antes de que cruzara la puerta.
—Tiene una llamada —dijo.
—¿Quién es?
—Una conferencia de larga distancia —me informó con voz cantarina.
—El tiempo y la distancia llaman mucho…
—¿Señor?
—Déjelo —le dije—. Si no es a cobro revertido, páseme esa llamada.
—¡Vaya! —balbuceó la secretaria—. Lo siento, señor, pero según parece se ha cortado la comunicación. —Eso equivalía a decir que, una vez más, se había olvidado de accionar el botón de espera—. Quizás el abonado vuelva a intentarlo.
En efecto, el abonado telefoneó de nuevo. Era Rosie. Antes de que pudiera ni siquiera saludarla, me espetó:
—Te dije que no había muerto.
—Sí, me lo dijiste —respondí. La picazón ascendió por mi pierna y fue escarbando bajo la epidermis hasta llegar a los omóplatos—. ¿Qué ha ocurrido?
—Me ha telefoneado Jimmy Joe para contarme que esta mañana ha recibido una postal suya —me aclaró—, con el matasellos de Denver.
—¿Está seguro de que es su letra?
—Tiene que serlo —dijo Rosie—. ¿Quién nos gastaría una broma tan macabra?
—No lo sé —admití.
—Me ha leído el texto y era el estilo de Betty Sue —afirmó.
—No has tenido noticias suyas en diez años —dije—. ¿Cómo puedes reconocer su estilo?
—Lo conozco y ya está.
—¡Qué me parta un rayo!
—No te fustigues a ti mismo, C. W., un error lo comete cualquiera —declaró Rosie—. ¿Cuánto me cobrarías por ir a interrogar a esa señora que asegura que mi niña está muerta y enterrada?
—Ni un céntimo —dije.
—Venga, hombre, no seas así —insistió.
—Conforme, te enviaré una factura —accedí— si descubro algo nuevo. De todos modos, me gustaría que me hicieras un favor.
—¿De qué se trata?
—Vuelve a llamar a tu ex marido y pídele que me reenvíe la postal a la lista de correos de Fort Collins, Colorado. ¿De acuerdo?
—Dalo por hecho.
—Te telefonearé dentro de un par de días —prometí.
—Si por casualidad la encuentras, dile de mi parte que no tiene que volver a casa obligatoriamente —me rogó Rosie—. Pídele que me llame a cobro revertido; eso es todo. Con sólo escuchar su voz me daré por satisfecha.
—Se lo diré.
—Por cierto —cambió de tema—, ¿cómo está ese bulldog inútil?
—Se encuentra bien, pero echa de menos su hogar. He pensado que, si quieres, un día de estos te lo podría acercar.
—Supongo que será lo mejor —dijo Rosie—. Y escucha, lamento enormemente haber sido tan desagradable contigo aquel día… cuando…
—No te preocupes por eso —repuse—. Cuídate mucho.
—Tú también, muchacho.
En menos de una hora, tenía mi El Camino cargado y rodando con destino a Colorado.
En las catorce horas de trayecto tuve tiempo de sobra para reflexionar sobre los acontecimientos, como aquella postal tan sumamente oportuna y la paliza que me habían infligido en mi último viaje a Colorado, pero aun así todo carecía de sentido. Probablemente, ni aunque hubiera dispuesto de catorce años en vez de catorce horas habría logrado desentrañarlo. No es así como trabajo. Mi antiguo socio me había encontrado cierto día en un bar, elucubrando en torno a un intrincado caso de divorcio que me tenía muy desconcertado —no conseguía averiguar quién le hacía qué al otro—, y me aconsejó que dejase ya de cavilar y sacara mi culo a la calle hasta echar el guante a alguien. Desde luego mi socio había bebido, pero, borracho o sobrio, era un detective de divorcios fenomenal.
Ahora estaba en la carretera, no en la calle, y no tenía ni idea de a quién debía echar el guante. O bien Selma Hinds había mentido, por razones que parecían fuera de toda lógica, o era ella la engañada, lo cual resultaba todavía más absurdo. Si había mentido y se empeñaba en mantener esa postura, yo tenía las manos atadas. A diferencia de Jackson, Selma Hinds era una ciudadana respetable, y si le ponía un dedo encima se ampararía a gritos en la justicia y seguramente acabaría en chirona, en la prisión del condado de Canon City, cumpliendo de veinte años a cadena perpetua. Ni sabía lo que estaba ocurriendo, ni entendía una sola palabra, ni tampoco me gustaba en lo más mínimo. Tal vez por ese motivo lo primero que metí en el equipaje fueron mis armas. Si el cerebro se bloquea, una pistola nunca está de más. Puede ser una buena ayuda.
Tal y como se desarrollaron los hechos, no obstante, mi preocupación y mis cábalas fueron en vano. Cuando salí de la carretera de Poudre Canyon allí donde nacía el sendero de Selma Hinds, aparqué detrás de un Volkswagen rojo descapotable con matrícula de Montana y una abolladura lateral en el parachoques delantero. Al principió me pregunté qué demonios hacía Melinda Trahearne en casa de Selma, aunque enseguida se impuso otra pregunta: ¿cómo había podido ser tan tonto y tan ciego? Aquel maldito loco de Trahearne me había manipulado a su antojo desde el momento en que lo encontré en el local de Rosie. Quizá la farsa empezó incluso antes, lo que explicaría la larga y demencial peregrinación por los bares, explicaría por qué había sido tan fácil seguirlo y tan dificultoso darle alcance, la razón por la que el hombretón esperaba justamente en casa de Rosie. Quería que buscase a Betty Sue Flowers, que husmeara en su pasado como un perro hambriento, sacando a la luz los huesos enterrados y arrancando la carne de su vida, para así tener una excusa con la que justificar el sabor amargo de su propia boca, el hedor de corrupción de su nariz. Si no me hubiera empecinado tanto en la búsqueda de Betty Sue, habría visto su rostro en el de Melinda desde el primer día. ¡Condenado Trahearne! Me había hecho saltar a diestro y siniestro como si fuese una ridícula pelotita de goma sujeta a una cuerda elástica, y comprenderlo ahora me producía un cansancio tan hondo que ni siquiera me importaba quién manejaba la pala… Lo único que deseaba era soltarme de mi atadura.
Selma y Melinda estaban arrodilladas desmalezando el jardín, y los ecos que proyectaban en el risco sus rítmicas voces y risas semejaban otras tantas campanadas al viento. En el borde del recinto, acurrucado en una suave concavidad, Fireball dormía entre pinaza seca. El resto de los canes también dormía, en una perrera cercada con alambre más allá de las pequeñas jaulas.
—Disculpen, señoras —dije tras detenerme en un extremo del jardín.
Las dos mujeres cesaron en su tarea, se enderezaron y se volvieron hacia mí. La cara de Selma exhibía la misma expresión bondadosa, aunque ahora su mirada parecía estar pintada sobre una piedra, pasiva y permanente. Sin embargo, cuando me reconoció su semblante se rompió en mil fragmentos, desencajado y espantado como el de un ciervo a punto de echar a correr. Melinda suspiró y se relajó, con los ojos invadidos por la paciencia de una eterna víctima.
—En el fondo, sabía que vendrías —dijo, olvidado el trato formal de nuestra última conversación—. Creo que te estaba esperando. ¿Cómo lo ha descubierto Trahearne?
—¿Qué tenía que descubrir? —repliqué—. Me ha enviado tu madre.
—¡Pero si su madre soy yo! —protestó Selma con voz lastimera.
—¿No le dijiste que había muerto? —me preguntó Melinda.
—Se negó a creerme —dije—. Y además, le mandaste aquella postal a tu padre.
—¿Qué postal? —inquirió ella, visiblemente asombrada.
—Yo soy su madre —repitió Selma mientras intentaba recobrar la compostura.
—Si no fuiste tú lo hizo algún otro —insistí—, puede que Trahearne o tus amigos de Denver. El caso es que escribieron la postal para que Rosie supiera que estás viva y, de paso, para que yo viniera aquí. No acierto a comprender por qué.
—Yo tampoco —dijo Melinda—. En la actualidad ya no me busca nadie, a excepción de mi madre.
—Tu madre soy yo —gritó Selma, al tiempo que caía de rodillas, llorando, sobre el blando y oscuro suelo.
—Vamos, debes tranquilizarte —susurró Melinda, y apretó la cabeza de Selma contra su muslo.
—Dile que pagaré… que pagaré lo que sea preciso por su silencio —farfulló la mujer entre sollozos—. Lo que sea.
—Escucha —dije—, en lo que a mí concierne, Betty Sue Flowers está muerta. Sólo he subido por esa dichosa cuesta para confirmarlo. Si quieres que tu madre crea que has fallecido, depende únicamente de tu conciencia, y si decides actuar como si Trahearne no conociera tu identidad, es algo que quedará entre vosotros dos. Yo regreso a casa.
—Pagaré lo que sea —gimoteó Selma.
—Silencio —le ordenó Melinda en tono amable—. Tenía que pasar más tarde o más temprano. No sufras, todo irá bien. —Me miró a los ojos y añadió—: Por favor, espérame unos minutos. Nos veremos al final del camino. Ahora tengo que llevar a Selma dentro y calmarla, pero te ruego que me esperes. Debo hablar contigo.
—Sólo vas a contarme cosas que preferiría ignorar —dije.
—¡Pagaré! —vociferó Selma Hinds.
Los perros del cercado se despertaron y empezaron a ladrar, lo que a su vez sacó a Fireball de su plácido sopor bajo el sol. El bulldog bostezó, aún aturdido, olisqueó el aire y corrió a saludarme. Mientras le rascaba la cabeza, Melinda ayudó a Selma a ponerse en pie y la acompañó hasta la cabaña. Cuando vi que entraban, emprendí el camino de descenso.
—Espérame —volvió a decir Melinda desde la puerta—, te lo pido por favor.
—De acuerdo —respondí en el linde del claro.
Fireball me siguió sendero abajo, avanzando con paso firme entre el sol y la sombra, con el hocico alzado en el aire matutino como si oliera a cerveza.
—No hay drogas en la montaña —le dije, y aceleró la marcha.
Al llegar al pie del camino, crucé la carretera para lavarme la cara en el río y, de ese modo, diluir los kilómetros recorridos con agua fría. Fireball me lanzó una torva mirada y dio unos rápidos lengüetazos, sacudiendo la cabeza como si el agua le horrorizase. Atravesamos nuevamente la calzada y le ofrecí una cerveza. Ambos nos la habíamos ganado.
Me desperté, con la lata caliente en la mano, a primera hora de la tarde. Melinda estaba en el asiento del pasajero, equipada ahora con botas de senderismo, unos shorts y una camiseta sin mangas. Se diría que había desechado la ropa holgada para enseñarme su verdadera anatomía: unas piernas largas, bien torneadas, de tensa musculatura, y unos pechos altos y turgentes, el tipo de cuerpo con el que sueña todo hombre.
—Dormías tan a gusto que me ha dado pena despertarte —dijo—. Selma no tiene café en casa, pero te he hecho una infusión de hierbas —anunció, blandiendo un termo ante mí.
—Prefiero tomar otra cerveza —afirmé—. No quiero estar demasiado saludable.
Mientras me hacía con una nueva lata, Melinda preguntó:
—¿Crees entonces que Trahearne lo sabe?
—Guió claramente mis pasos hasta el bar de tu madre, y luego, cuando Rosie me contrató para que te buscara, él apoyó la idea. Debía de tenerlo planeado de antemano.
—Debería haberle dicho la verdad sobre mi… mi vida —comentó, sirviéndose una taza de la floja infusión.
—Sí, deberías habérselo contado —convine con ella—. En el transcurso de mis pesquisas, tuvo la gloriosa oportunidad de ver tu debut cinematográfico.
Melinda emitió un suspiro.
—¡Ay, pobre! Pobre marido mío. Ahora ya nunca me creerá.
—¿Con respecto a qué?
—Tengo que viajar con frecuencia, básicamente porque necesito mi parcela de soledad —dijo—, y él está empeñado en que… en que me acuesto con otros hombres cuando me alejo de casa. —Al ver que yo callaba, añadió—: Y no es verdad. Es Trahearne quien quiere que lo sea. Lo sé muy bien, y de hecho me da igual, pero no me meto en líos de cama.
—Lo que tú digas.
—No pareces estar muy convencido —señaló.
—Lo cierto es que no me interesa —dije— y, en cualquier caso, no es de mi incumbencia lo que hagáis o dejéis de hacer ninguno de los dos. ¿Entendido?
—¿Ni siquiera te interesa por qué tuvo que morir Betty Sue?
—En absoluto.
—Ellos vinieron a por mí —me lo explicó a pesar de todo—, y fingí que había muerto para que me dejasen en paz.
—«Ellos» son Randall Jackson y los matones de Denver —puntualicé.
—¿Les conoces? —preguntó Melinda, otra vez llena de asombro.
—Íntimamente.
—Estuve en la cárcel —dijo, en actitud desafiante— y…
—Lo sé —la interrumpí—. Te detuvieron por prostitución callejera.
—En prisión perdí quince kilos, medio kilo al día —continuó Melinda como si no me hubiera oído—. Selma visitó la penitenciaría durante mi encierro, y acepté vivir un tiempo con ella, pero antes tuve que pasar por casa de Jack para recoger algunas cosas, libros y otros objetos, así que me vio, ya sabes, sin un gramo de grasa, y me puso a trabajar con esa gentuza horrible. No era ni mucho menos como los tiempos de San Francisco (entonces nos colocábamos por pura diversión, y ganábamos cuatro cuartos para comprar pan y estupefacientes); aquello era un negocio organizado, y me hicieron ir al hospital por esa cicatriz que tenía… Me eliminaron la cicatriz en una operación de cirugía estética, que les costó un dineral, y después se negaron a dejar que me fuera. Imagino que me entiendes.
—Palabra por palabra.
—Al final robé una pequeña suma de la cartera de Jack y vine a refugiarme aquí, pero al cabo de un par de semanas aparecieron detrás de mí, tuve que esconderme en el bosque y Selma se vio obligada a mentir; ella odia los embustes, por cierto, lo pasó fatal mintiéndote la última vez. Inesperadamente, ese mismo verano su hija murió ahogada y decidió decirle al sheriff que era yo, de tal manera que pude empezar de nuevo, ¿sabes?, pude hacer como si todo aquello no hubiera ocurrido jamás. ¿Tan difícil es comprenderlo? —Depositó con suavidad en el salpicadero la taza del termo y rompió a llorar—. Pero a ti no te importa, claro —dijo sollozando, con la cara oculta entre las manos.
Yo estaba hasta la coronilla de presenciar llantos femeninos.
—¡Por todos los malditos santos del cielo! —renegué, a la vez que arrojaba la lata de cerveza sin terminar, por la portezuela abierta, al otro lado del camino—. Tu madre me pagó ochenta y siete dólares para que te buscara —dije—, te he perseguido por toda la puta región, y aún no sé si lo hice por Rosie, por mí mismo o por la imagen que me había formado de ti, pero estoy jodidamente seguro de que no fue por ochenta y siete dólares de mierda, de modo que no te atrevas a decirme que no me importa, ¡coño!
—Lo siento. —Melinda esbozó una risa nerviosa, apartó las manos y empezó a enjugarse las lágrimas—. Estaba tan inmersa en mis propios problemas, que no he valorado todos los esfuerzos que tuviste que hacer para encontrarme.
—No lo sabías —dije adustamente.
—Lo intuí sin saberlo —repuso con una sonrisa.
—Eso es una majadería.
—Eres adorable cuando te enfadas, C. W. —comentó.
Bajé de la camioneta y la emprendí a puntapiés con las rocas del suelo, levantando una nube de polvo que estuvo a punto de asfixiarme.
—¿Qué hacemos ahora? —dije, de vuelta en mi asiento.
—Sinceramente, no tengo ni idea —repuso Melinda—. Necesito un poco de tiempo para analizar la situación. Éste fue siempre mi peor defecto, hacer un montón de cosas sin haberlo pensado antes.
—A pesar de lo que he dicho en la cabaña, tengo que darle alguna explicación a tu madre.
—¿No puedes esperar unos días? —me pidió—. Será sólo hasta que haya aclarado todo esto con Trahearne.
—Debo llamar a Rosie mañana —la informé.
—De acuerdo, hablaré con Trahearne esta noche —dijo—. No me entusiasma recurrir al teléfono, pero, si ya conoce mi pasado, deduzco lo que opina sobre el tema. Vuelve mañana; nos reuniremos aquí mismo hacia las diez. Creo que es preferible que no subas al risco… ya sabes, en atención a Selma. Todo lo sucedido le ha afectado terriblemente. Enterró a su hija con mi nombre y, de los muchos favores que le debo, no existe ninguno mayor. Me devolvió la vida, por así decir, y es lo máximo que una persona puede hacer por un semejante. En ocasiones yo me siento igual con respecto a Trahearne, siento que le puedo ayudar a recuperar su vida, rescatarle de esas dos monstruosas mujeres que le han mantenido cautivo tantos años. Ya las has visto, o sea que entiendes a qué me refiero.
—Puede que lo entienda y puede que no —contesté—. ¿Qué más da? De todos modos, hay algo que me gustaría preguntarte.
—Creía que no querías saber nada —dijo Melinda, sonriendo con ironía. Me extrañó no haber advertido antes lo bonita que era su sonrisa—. Pensaba que la curiosidad no era tu fuerte.
—No seas sabihonda —respondí— y dime por qué escapaste la primera vez.
—¡Ajá! Veo que no lo sabes todo.
—Ni mucho menos.
—Me quedé embarazada —explicó—, y mi novio me llevó a San Francisco para abortar. A la salida del hotel donde me intervinieron tuve una hemorragia (es la vieja historia de siempre, como sin duda sabes, tan vieja que casi parece un tópico hasta que te ocurre a ti), y él puso pies en polvorosa, abandonándome medio desangrada en la escalera del servicio de urgencias del hospital Franklin. Me dejó tirada y se dio a la fuga…
—¿Hablas de Albert Griffith? —la interrumpí.
—Veo que te has informado bien —dijo Melinda—. Detuvieron la hemorragia, por supuesto, pero desarrollé una septicemia galopante y tuvieron que hacerme una histerectomía para cortar la infección. Una maravilla, ¿no crees? Había dejado el bolso en el coche de Albert y mentí sobre mi nombre y sobre la edad, por lo que no quedó constancia escrita del caso. Me daba miedo que alguien llegase a saberlo, miedo y, lo admito, también vergüenza. Sea como fuere, cuando recibí el alta en el hospital había estado demasiado tiempo ausente para volver a casa, o fue lo que pensé entonces, de manera que vagué por las calles del Haight hasta que Jack me recogió, y después pasaron tantos desastres más que no podría haberme enfrentado a la idea de presentarme allí de nuevo, ni siquiera al enterarme de que Bubba había caído en Vietnam.
—¿Bubba era el apodo de tu hermano Lonnie?
—Sí.
—Tu hermano pequeño también ha muerto.
—Lo sé —dijo Melinda en un susurro—. De vez en cuando regreso anónimamente para dar una vuelta por Sonoma, y la noticia llegó a mis oídos. Fue otro de los momentos en los que me plantee volver a casa.
—Deberías haberlo hecho de buen comienzo —declaré—. Habrías ahorrado muchos sinsabores a más de una persona, incluida ti misma.
—Soy consciente —respondió—. Dios, ¿cómo no iba serlo? Pero mi padre se había largado y le importaba todo un comino, hasta el punto de que una vez le llamé y se me quitó de encima, y mi madre era una golfa…
—No sigas por ahí —le advertí, y ella me consultó con los ojos.
—Supongo que no tengo derecho a juzgarla, ¿verdad?
—Ni aunque hubieras llevado la vida de una vestal —dije.
—Tienes razón —reconoció, suspirando—. Sin embargo, en aquella época me parecía muy importante. Mi madre intentó aparentar que el divorcio de papá la dejaba impasible, pero pronto me di cuenta de que no era verdad. Empezó a hacer excesos con el alcohol y a meter hombres en la caravana, mientras yo, acostada en mi dormitorio de la parte trasera, les oía reír y follar y me decía a mí misma que si dejaba de comportarse de ese modo mi padre regresaría a casa, lo cual era una tontería, puesto que tampoco me había hecho ningún caso en los años que vivió con nosotros. La vez número novecientos que papá me miró como si fuera una desconocida, llegué a la conclusión de que me habían adoptado. Presumo que todas las criaturas reaccionan así.
—Es una salida fácil —dije.
—Y ocurrió hace ya tanto tiempo… —musitó Melinda.
—Ahora has vuelto a revivirlo.
—¿Sabes lo que te digo? Creo que me alegro —me confesó, dándome unas palmadas en el muslo—. Sí, estoy realmente contenta de que todo haya pasado.
—Yo también.
—¿Has conducido sin parar desde Montana?
—En efecto.
—Debes de estar agotado —dijo, y acto seguido desplazó la mano de mi muslo a la nuca—. Ve a registrarte en algún hotel, procura descansar —me aconsejó— y vuelve mañana alrededor de las diez. Nos encontraremos aquí abajo, ¿conforme?
—Está bien —contesté, sin poder reprimir un bostezo.
—Has sido muy amable conmigo —afirmó—, conmigo y con todos los demás: Trahearne, Selma, mi madre… Lo cierto es que siempre me ha pasado lo mismo. Cada vez que las cosas se ponen feas, surge alguien en mi vida que me trata mucho mejor de lo que merezco, como tú, Selma, Trahearne, e incluso ese infeliz de Jack con sus métodos retorcidos.
—Quizá lo merezcas más de lo que crees —apunté.
—No es una cuestión de méritos —dijo—, sino algo que ocurre al azar. Nos vemos mañana.
Se inclinó para besarme fugazmente en la comisura de los labios. Fue un beso fraternal, pero su aliento olía a hierbas, a flores secas y a agua de primavera, límpida y fresca. Cuando susurró de nuevo «hacia las diez», la besé en la boca. Sus labios se separaron levemente, nuestras lenguas se tocaron un breve y eléctrico segundo, y los ojos de ella se abrieron de par en par, oscurecidos en un azul de tormenta. «Lo siento», dijo, disculpándose por algo que no había hecho —algo que ni siquiera se le había pasado por el pensamiento—, y a continuación se apeó de la camioneta, chasqueó los dedos para llamar a Fireball, que emergió algo entumecido de debajo del Volkswagen, y abordaron con brío el empinado sendero.
En aquel instante repentino y somnoliento, tomé conciencia de que, lo quisiera o no, estaba en la cola de la dama y me era indiferente el puesto que ocupase. Me dejó jadeante como un caballo tras una dura cabalgada. Mientras apaciguaba el ánimo en las sinuosas curvas de la carretera de la garganta, me dije a mí mismo que, si no era un poco más cauto, las mujeres de Trahearne iban a destrozarme el corazón, o a cambiarme la vida, o tal vez incluso a acabar conmigo. También me insté a dirigirme al norte, camino de casa, a toda la velocidad que alcanzara mi El Camino, pero no lo hice. Bebí unas cuantas copas en lugar del almuerzo y de la cena, aunque el sabor de aquella boca perduró en la mía cual una dulce forma eucarística antes del vino rancio. A media tarde, me encerré en una habitación del Holiday Inn y me evadí en un sueño tranquilo, con la llamada del despertador esperando como una sentencia de muerte.