Viajé de vuelta a Meriwether al día siguiente y, a falta de algo mejor que hacer, me reincorporé al trabajo. Me ocupé de una expropiación a medianoche en la zona de la reserva, unas engorrosas gestiones de cobro y un caso de divorcio tan sórdido, que revisé mi cuenta corriente y la hallé todavía abultada gracias al ingreso de Catherine Trahearne. Liquidé la operación, cerré el despacho tras notificar al servicio de mensajes que iba a estar ilocalizable, fuera de la ciudad para la resolución de un caso importante, y pasé algunos días de asueto, con sus noches, jugando al póker de pequeña cuantía y examinando los despojos de mi cara en los espejos de las salas de bar. Bajo una iluminación favorable podía aparentar unos cuarenta años, a pesar de que tenía un par menos. Me mantuve bastante sobrio y moderadamente cuerdo, y aunque oí varias veces la llamada del asfalto, no salí de la localidad. Luego un camarero del Red Barón se vio forzado a ausentarse para asistir al entierro de su madre en Billings, y decidí reemplazarlo.
Cuando me mudé por primera vez a Meriwether, y también en los años precedentes, el Red Barón era un estupendo bar de trabajadores y bebedores llamado Elbow Room, la clase de establecimiento donde el camarero da una vuelta por el aparcamiento a las siete de la mañana para despertar a los borrachos que duermen en el coche y acto seguido les ayuda a entrar y los invita a la primera copa. El Elbow Room no tenía ni máquina de discos, ni mesa de billar ni juego del millón; sólo un televisor para ver los partidos y una honrada medida de whisky para los espectadores. No obstante, un verano, el viejo Unbehagen murió mientras dormía, pocas semanas después de que yo hubiera tomado posesión de un fajo de billetes de origen ilícito, tan ilícito que nadie se atrevió a reclamarlo. Me asocié entonces con los hermanos Schaffer como copropietario en la sombra, y adquirimos los permisos y el local. Por desgracia, los Schaffer eran tan bullangueros y ambiciosos como yo discreto y, además, socio minoritario. Se adueñaron pues de mi bar favorito y lo convirtieron en un negocio de éxito, con bailarinas en topless, billar y máquina del millón. Al estar ligado a un dinero turbio, no podía ni tan siquiera alzar la voz en una protesta clandestina. Cobré mi parte y tuve la boca cerrada.
La noche del lunes el «Barón» organizaba una sesión de baile amateur, en la cual unas muchachas sin metas en la vida exponían sus cuerpos mediocres, con más ilusión que talento, ante una horda de hombres más bien jóvenes a los que les enloquecía la mera idea del amateurismo. Los días centrales de la semana estaban dedicados a las tetas y culos semiprofesionales de estilo convencional, y los maníacos solían contentarse con emitir un clamor uniforme, roto esporádicamente por algún altercado bañado en alcohol. El viernes y el sábado por la noche se reservaban para el rock heavy metal, el country bluegrass y el boogie freeform, mientras que los domingos eran, por fortuna, el día de descanso tras el irresponsable desenfreno de la diversión. La noche del domingo, los bebedores tenían que entretenerse en otra parte, y normalmente en el establecimiento había tanta paz como en un cementerio.
Catherine Trahearne podría haberse presentado un domingo por la noche, pero no fue así. Tenía que ser el lunes. Cuando esa noche franqueó la puerta revestida de vinilo, parecía tan fuera de lugar como una gallina en una iglesia, pero se acercó resueltamente a la barra y se plantó detrás de un grupo de jóvenes hasta que, ruborosos y abochornados, le dejaron un espacio libre. Vestida de lana y piel —unos flexibles pantalones beige, un suéter oscuro de cachemira y chaleco de ante— estaba aún más atractiva que con el traje de tenista. Las tamizadas sombras de su tez clara hacían intuir noches sensuales y misteriosas, y su figura delgada y atlética prometía materializar esa intuición. Lo que quiera que sea que las mujeres pierden al principio de la cincuentena, ella todavía no lo había perdido… Ni siquiera una brizna. A la altura del pecho lucía, sujeto a una recia cadena de plata, un colgante de turquesa pulido pero sin tallar, del tamaño de un diente de tiburón y una forma burdamente similar.
Cuando se hubo sentado frente a la barra, sacó un cigarrillo, y yo me apresuré a darle lumbre. Miró por encima de mi hombro hacia el escenario, donde Boom-Boom, nuestra bailarina amateur residente y todo un peso pesado, se arremangó la camiseta para revelar unos pechos grandes y redondos como el cráneo de un hombre calvo, con una risa chillona que podría haber roto una cristalería entera. Como de costumbre, la multitud estalló en aclamaciones, rechiflas y puñetazos en las mesas. En la vida real, Boom-Boom era una camarera recatada hasta lo impensable, pero los lunes por la noche salía a matar. Catherine sonrió al oír aquel fervor, en apariencia sinceramente divertida. Desoí las agudas peticiones de las bailarinas de topless, que ejercían una doble función como camareras de sala, desoí asimismo a los clientes de la barra y le pregunté si quería beber algo.
—¡Qué manera tan singular de ganarse la vida! —dijo, y apagó la cerilla antes de que me quemase los dedos.
—Es una aficionada —le aclaré.
—Pero con un entusiasmo exultante, ¿no le parece? —repuso.
Clavó en mis ojos una mirada incisiva que me recordó lo que había sentido la tarde que la conocí, cuando me dijo que debía darse una ducha. Para rehuir el desafío, volví la vista atrás. Sin ninguna duda, Boom-Boom lo estaba pasando en grande, y me llamé a mí mismo cretino por no haberlo advertido antes.
—A decir verdad, señor Sughrue, yo me refería a su nueva línea de actividad.
—Sólo estoy sustituyendo a un amigo enfermo, señora Trahearne.
—Catherine —ordenó con cordialidad.
—C. W. —dije a mi vez.
—¿Qué significan las iniciales? —indagó, sonriente.
—Chauncey Wayne —confesé.
—Dejémoslo en C. W. —propuso ella sin poder reprimir la risa.
—¿Te apetece beber algo, Catherine?
—En realidad he venido por negocios —respondió—, aunque podríamos debatirlos alrededor de una copa. ¿Te iría bien dentro de un rato? Quizá conozcas algún lugar más propicio a la conversación.
—¿Dónde te alojas?
—En el Thunderbird.
—Tienen un bar musical bastante tranquilo —dije—. Podría reunirme allí contigo hacia la medianoche, si no te parece muy tarde.
—Nada de eso —contestó—, la cita está confirmada.
Me extendió su elegante mano. Llevaba las uñas pintadas de un rojo oscuro, algo apagado, que hacía juego con los labios, y que reflejaba también las tonalidades de la tez y el cabello. Cuando la estreché, retuvo unos segundos mi mano, y sus brillantes ojos verdes traspasaron los míos hasta que casi me sonrojé. «Trahearne te tiene en gran estima —susurró—, y confío en que seremos buenos amigos». Ya había escuchado aquellas palabras; todas las mujeres de Trahearne se empeñaban en ser amigas mías. Catherine me dedicó una sonrisa sofisticada y se fue. Mientras caminaba hacia la salida, incluso los parroquianos más lerdos y más borrachos dejaron de mirar los imponentes pechos de Boom-Boom para embelesarse con el exquisito contoneo de las caderas de Catherine Trahearne.
Bajo la luz rosada y difusa del bar musical estaba todavía más seductora. Podría haber pasado por una mujer treintañera… una treintañera de muy buen ver. Y ella era diabólicamente consciente. Tras acomodarnos con nuestras bebidas en un lujoso reservado, empezó a trabajarme con la mirada sagaz, la sonrisa levemente divertida y más contacto físico casual del que permite la ley en los lugares públicos.
—Gracias por venir —musitó.
—Has dicho algo sobre un negocio —respondí con nerviosismo, terminando mi copa antes incluso de que la camarera hubiera vuelto a la barra.
A pesar de lo mucho que había disfrutado en el primer viaje, ahora mismo no sentía el menor deseo de perseguir a Trahearne por medio Oeste americano y, naturalmente, tampoco quería flirtear con su ex esposa.
—Sí, tengo una pequeña queja sobre el modo en que gestionaste el rescate de mi ex marido —dijo con una seriedad fingida.
—¿De qué se trata?
—Cuando llamaste desde del hospital —declaró—, me contaste una mentira bienintencionada sobre el accidente de Trahearne que ni siquiera nos tomaremos la molestia de aclarar, pero ahora necesito que me hagas un informe exhaustivo, incluidos los detalles más escabrosos, de su última odisea.
—De acuerdo —dije. No dejaba de ser insólito que la antigua mujer de Trahearne pareciese estar más al tanto de lo ocurrido que su pareja actual. Deduje que a él no le importaría que se lo explicase a Catherine—. ¿Qué quieres saber?
—Todo —repuso ella en un tono melifluo—. Dónde fue, cómo lo encontraste y cómo es que acabó con las nalgas lesionadas. Todos los entresijos, por sórdidos que sean. —Dio un sorbo a su vermut—. Siempre he querido saber exactamente lo que sucedía en cada una de sus escapadas —prosiguió—. Sus versiones eran ya pura literatura en el momento de su regreso, y ninguno de los otros individuos a los que contraté fue capaz ni siquiera de encontrarlo, y menos aún de exponerme los sucesos puntuales. Al parecer, carecían tanto de inteligencia como de imaginación. ¿Son la mayoría de tus colegas de profesión tan ineptos como los que me encontré antes de contratarte?
—Quizá resulte extraño —dije—, pero el único investigador privado que conozco es mi antiguo socio en esta ciudad, y es un alcohólico todavía más incurable que yo. Aunque sé que el gremio de detectives celebra convenciones, nunca he asistido a ninguna. Todas versan sobre electrónica, seguridad industrial y demás gilipolleces. Yo me limito a requisar coches, rastrear a gente que huye, seguir a maridos infieles y otros trabajos por el estilo.
—No parece que seas muy ambicioso —señaló Catherine.
—No lo soy —corroboré—, en ningún campo. Estuve nueve años en el ejército, en tres períodos consecutivos, básicamente jugando al rugby, sentado en un gimnasio o escribiendo artículos de deportes para la prensa diaria, pasé también cuatro años en los equipos de rugby de tres colegios universitarios diferentes bajo dos nombres distintos, y entré en este negocio de manera estrictamente accidental, así que no soy ni Johnny Quest ni el árbitro moral de Occidente. Yo me definiría más bien como un pistolero a sueldo de segunda categoría o un alma errante de primera división.
—¿El clásico talento desaprovechado? —dijo.
—El clásico holgazán de vida nómada, que migra más a menudo que aquellos pobres braceros de la Gran Depresión.
—Pero aun así localizaste a Trahearne —insistió—, y tienes que contármelo con pelos y señales.
Mientras le explicaba lo que supuse que quería oír, ella se arrimó a mí, esbozó alguna que otra sonrisa y me toqueteó la mano con los dedos, hasta que nuestras caderas y muslos se rozaron mutuamente y las uñas de ella se pasearon sobre mi muñeca. Cuando concluí, me apremió a referirle el resto, y a medida que colmaba las lagunas ella se reía y me agarraba la mano con más fuerza. Cuando terminé por segunda vez, apretujó mi brazo contra el pecho.
—Es simplemente encantador —dijo.
—Me temo —le comenté, intentando tomarlo a broma— que tendrás que aflojar un poco el acelerador.
Ella no se hizo la coqueta, sino que rió espontáneamente, y sus notas resonaron con la musicalidad del cristal en el acogedor establecimiento, como el repiqueteo de unas campanadas llamando a vísperas en un bucólico atardecer.
—No te pongas tan serio —dijo—, no pienso abalanzarme sobre ti.
—Maldita sea —se lamentó alguien usando mi voz.
Sabía muy bien que no debía liarme con las ex esposas de los amigos y, a pesar de nuestras discrepancias, Trahearne se había convertido en uno de ellos. No obstante, lo volví a decir: ¡Maldita sea! Catherine alzó mi mano para posar sus labios sobre un nudillo plano. Que el diablo me lleve si no estaba tan asustado como un adolescente de dieciséis años cuando seguí sus pasos fuera del salón.
Después, estirados ambos en la cama de su hotel y con mi mano descansando en la tersa musculatura de su muslo, le pregunté:
—¿Es para esto para lo que has conducido tantas horas?
—Para lo que he volado —dijo ella, y se rió una vez más—. He viajado en avión con una escala en Seattle, donde supuestamente he ido a visitar a unos amigos. Pero he venido para esto, sí, y de buen grado habría hecho el trayecto a pie.
—¿Por qué?
—Te ruego que no te escandalices por lo que voy a decirte —me avisó, antes de hacer una pausa para encender dos cigarrillos—, y por favor recuerda que podría haberte escogido de todos modos. Trabajo como el mismo demonio para mantener intacto este cuerpo ya maduro, y cada año sufro humillaciones a manos de unos carísimos cirujanos plásticos con el fin de gozar de mi etapa de decadencia. Consecuentemente, me acuesto con quien me viene en gana —hizo una nueva pausa, y su voz se endureció—, en especial con los amigos de Trahearne. ¿Eso te ofende?
—Digamos que me hace sentir un poco como si navegase a la estela del viejo truhán —respondí, pensando en la esquelética prostituta del desierto—, pero es una estela muy gratificante. No, no es ninguna ofensa.
—Gracias —dijo Catherine—. Sólo me quedan unos años más para que mi cuerpo sea viejo y marchito… haz el favor de no interrumpirme…, y antes tengo que recuperar décadas enteras de soledad.
Calló para escudriñarme. Yo observé cómo el humo del cigarrillo fluctuaba a través del techo, formando en la penumbra unas ondulantes colas de yegua.
—¿No tienes curiosidad por conocer mis motivos? —me dijo, mientras daba pequeños tirones con las uñas al vello de mi torso.
—Ninguna.
—Creía que los detectives eran infinitamente curiosos —dijo.
—Sólo en las películas.
Después de otro largo silencio, Catherine declaró:
—Todo esto no deja de ser contradictorio.
—¿De qué hablas?
—Verás, casi nunca doy explicaciones a nadie sobre mis actos —murmuró—; pero precisamente porque no me has hecho ninguna pregunta, de alguna manera me siento obligada a sincerarme contigo.
—Es una antigua táctica china de interrogatorio —dije, y ella se rió entre dientes y me dio unos golpecitos en el estómago.
—Ten un poco de respeto —me regañó, aún sonriente—. Estoy a punto de relatarte la historia de mi vida.
—De acuerdo.
—Verás, nos conocimos durante la guerra —empezó a decir, a la vez que se ladeaba para apagar el cigarrillo—. Yo era aún una niña, con mis dieciocho años recién cumplidos, pero ya había enviudado. Mi primer marido fue uno de esos jóvenes distinguidos de Carmel que guardaba en la cuadra caballos de polo y corrió raudo a alistarse en la Real Fuerza Aérea Canadiense, con visiones de la escuadrilla Lafayette bailando en su cabeza. En la excitación previa a su partida destruyó mi virginidad, y luego, en un fulminante ataque de remordimiento, me llevó en coche hasta Reno e hizo de mí una mujer honrada. Al cabo de seis meses su Spitfire se hundió en el canal de la Mancha durante las operaciones de Dunquerque. En su día fue como un episodio de novela, e imagino que todavía hoy lo recuerdo de ese modo.
»Entonces conocí a Trahearne, y me pareció vivir el siguiente capítulo —continuó diciendo Catherine—. Para horror de todos los interesados, me casé con él vestida aún de luto, y poco después lo enviaron también a la guerra.
—Eres la mujer del puente —aventuré, pese a que había ciertas discrepancias entre los datos.
—Veo que mi «ex» te contó esa historia absurda —dijo—. Ignoraba lo que todo aquello significaba para él, pero una voz interior me indicó lo que debía hacer.
—Me pregunto quién sería la mujer de la ventana —susurré distraídamente.
—Su madre, por supuesto —afirmó Catherine con naturalidad.
—¡Jesús bendito! —exclamé. Me senté en la cama y busqué a la desesperada otro cigarrillo—. Ésta es la razón por la que no soy curioso —le dije—, me entero de muchas cosas que no querría saber bajo ninguna circunstancia, ¡Jesús!
—Yo no encuentro que sea tan terrible —me reprendió—. Además, ocurrió hace mucho tiempo. Trahearne se comporta como si tuviera una gran importancia sólo porque nunca se ha atrevido a escribir sobre ello.
—Retomemos el hilo de la guerra —supliqué—, lo entiendo mucho mejor.
—Fueron cuatro largos años de dolorosa lealtad —dijo—, y quince años más en los que mi marido acumuló sentimientos de culpa porque yo le era fiel y él, sencillamente, no podía corresponderme. No creo que me importase que fuera de putas, ¿sabes?, o al menos no me afectaba tanto como los arranques de cólera culpable, durante los que me convertía en objeto de todo su odio. Te aseguro que no fue una vida fácil. —Me quitó de manera mecánica el cigarrillo que estaba fumando—. Un día, hace un par de años, me telefoneó desde Sun Valley para comunicarme que pensaba divorciarse de mí. No me sorprendió; ya había actuado así anteriormente. Esta vez, no obstante, siguió adelante con el plan, y debo decir que pagó un alto precio por ello. Lo despellejé, según sus propias palabras, como un oso pardo despelleja un salmón: dejé al pez con los ojos y la raspa. En otra ocasión habría bastado para que regresara, pero cuando tomó conciencia de la magnitud del expolio ya se había vuelto a casar. Ahora tiene una mujer que es tan irreflexivamente infiel como él, así que no necesita sentirse culpable, y en dos años no ha escrito una frase digna de ser publicada. Sospecho que eso lo saca de sus casillas.
—Y tú vives con su madre —dije con perplejidad.
—Edna fue muy amable conmigo todos aquellos años —me explicó Catherine—, era lo menos que podía hacer. Se portó como una madre, más de lo que lo fue nunca la auténtica, y además viviendo en su casa puedo vigilar de cerca a Trahearne. Ahora mismo tengo libertad, más dinero del que seré capaz de gastar hasta el día de mi muerte, y encima he sido vengada. —Hizo una pausa y dio media vuelta para abrazarme, sentenciando—: No creas a nadie que te diga que la venganza no es dulce.
—Continúas amando a ese viejo sinvergüenza —dije.
—Por descontado —respondió, sentándose a horcajadas sobre mis caderas—, pero también adoro esto. Espero que no te moleste.
Las complicaciones y la confusión me preocupaban un poco, pero Catherine era una mujer tierna y cariñosa, con una pasión inflamada por los muchos años que la había mantenido a raya, así que durante la noche no pareció molestarme en lo más mínimo. Por la mañana, sin embargo, al ver que abandonaba el hotel y trasladaba sus bolsas de viaje a mi apartamento, me asaltaron algunas dudas. De cualquier modo, los tres días siguientes opté por obviarlas. Preparaba el desayuno mejor que Trahearne y con ella la convivencia era más fácil, aunque debo admitir que me sentí aliviado cuando anunció que tenía que tomar el avión de Seattle y de allí a su casa. Hasta que llegamos a la terminal del aeropuerto no me di cuenta de lo mucho que iba a echarla de menos.
—En algún punto lo nuestro dejó de ser una aventura de fin de semana —dije, mientras veíamos desembarcar a los pasajeros del vuelo de ida.
—Lo sé, lo sé —respondió Catherine, apretándome la mano con rabia—. Te parecerá una frase terriblemente trillada, pero ojalá te hubiera conocido hace veinte años… Bueno, no sólo es una frase trillada, sino una mentira. Treinta años se acercaría más a la realidad, aunque entonces aún no habías estrenado tu primer pantalón largo.
—Yo nací viejo —murmuré, pero no me hizo caso.
—Tú o alguien como tú podría haberme salvado de este maldito martirio emocional que elegí sin pensar —dijo en tono de acritud. Era la hora de irse, y me obsequió con una inclinación de la mejilla para intercambiar un fraternal beso de despedida—. Fingiremos que has sido un amante anónimo que me ligué en un bar de copas —propuso.
—Como desees.
—Digámonos adiós aquí —ordenó, volviendo a inclinar la mejilla hacia mí.
—Al diablo —me rebelé.
La aferré por los hombros y la besé en la boca, con tanta intensidad que se desdibujaron las minuciosas líneas de sus labios, se le deshizo el peinado y dejó caer el equipaje de mano.
—Eres un cabrón —farfulló cuando hubo recuperado el aliento y recogido la bolsa. Una mancha de rubor semejante a una llama recorrió su esbelto cuello, imprimiendo en sus pómulos una sombra atractivamente encendida. Estiró la mano para secar mi boca y repitió—: Eres un cabronazo. Éste ha sido el último.
Pasó por el control de seguridad y abordó el avión sin mirar atrás. Mientras subía por la escalerilla, contuve una oleada de dolor sordo y seguí también mi camino.
Nadie vive eternamente, nadie se mantiene joven el tiempo deseado. Mi pasado se me antojó plomizo como un exceso de equipaje, el futuro una serie de largas despedidas y el presente una petaca vacía, con el último buen sorbo agriado ya en mi lengua. Ella amaba todavía a Trahearne, atesoraba su secreta fidelidad como si fuera un bonsái japonés, más diminuto y perfecto que una taza de porcelana, perdido en el confín sombrío, enmalezado, de un jardín antaño impoluto que finalmente se hubiera llenado de hierbajos.
Después de la marcha de Catherine, deambulé varios días en una gris nebulosa, diciéndome a mí mismo que era un imbécil y tratando de disolver, con cantidades mesuradas de whisky, la losa que me oprimía el pecho. El verano había empezado en Montana, situada lo suficientemente al norte como para que junio se asemejase a un abril cruel. Los cielos azules imperaron estúpidamente, las verdes montañas rutilaban como espejismos, y el sol salía cada mañana para examinar mi rostro con la mirada vacua pero entrañable de un niño retrasado. Viajé hasta Elko en un intento por encontrar un paisaje más acorde con mi humor, pero el desierto había florecido tras la lluvia primaveral, y predominaban las noches frescas y cuajadas de estrellas. Metí los ochenta y siete dólares de Rosie en la ranura de una máquina tragaperras y gané un premio de quinientos dólares. Huí de inmediato al sitio más deprimente del Oeste, la terminal de autobuses de Salt Lake City, donde bebí Four Roses de un botellín de medio litro envuelto en una bolsa de papel. Ni siquiera conseguí que me detuvieran, así que me dirigí a Pocatello para engullir Coors como un cerdo en el abrevadero junto a una pandilla de simpatizantes mormones, y pensé en provocar una pelea, pero no me vi con ánimos. Al final, sin haber sufrido ni un arañazo, me encaminé de nuevo al norte, hacia Meriwether, como un jinete vagabundo en busca de un rodeo de primavera.