11

—No es verdad —dijo Rosie por quinta vez.

—Lo siento —repetí—, pero he leído el certificado de defunción y he hablado con la mujer con la que vivía entonces, y que vio el cadáver. Lo lamento mucho, pero así son las cosas.

—No —se obstinó, y se golpeó a sí misma entre los pechos, con un golpe seco y sordo que hizo manar las lágrimas—. ¿Crees que yo no lo sabría si mi niña llevara muerta todos estos años?

Corría una nueva tarde entre las sutiles y empolvadas sombras del bar de Rosie, con fresco en el interior y un templado día primaveral de sol y brisas suaves afuera. Incluso el distante runrún del tráfico resultaba agradable, como el zumbido de las abejas al polinizar un campo de tréboles recién florecidos. Después del incidente del motel, tras una rápida visita a la sala de urgencias, donde me hicieron una radiografía y me recetaron analgésicos, dejé Fort Collins y conduje ininterrumpidamente, siguiendo una dieta de velocidad, codeína, cerveza y hamburguesas Big Mac, hasta llegar al local de Rosie sucio, sin afeitar y achispado. Me sentía como si hubieran rellenado las vainas que envolvían mis nervios con arena, y las tripas con cristales rotos. Ni siquiera portando buenas noticias habría parecido un mensajero de los dioses y, con mis pésimas nuevas, era claramente un avejentado correo de la Western Union del infierno. Tan funesto era mi aspecto, que Oney ni siquiera me pidió que le firmase la escayola del pie, y Lester expresó una sincera preocupación e incluso se ofreció a pagarme una cerveza. Fireball estuvo despierto el tiempo justo para babear sobre mis pantalones, aunque, al ver que no iba a darle mi cerveza, se escabulló detrás de la puerta. Rosie, en cambio, se negó a mirarme, ni cuando entré en el bar ni menos aún cuando le comuniqué la noticia.

—Lo siento —insistí—, pero ha fallecido.

—No vuelvas a decir eso —me prohibió, sin parar de fregar furiosamente la barra una y otra vez.

—Es la verdad y tienes que aceptarla.

Finalmente, Rosie dejó la limpieza y me miró.

—Vete —me ordenó—. Sal ahora mismo de aquí.

—¿Cómo?

—Vamos, Rosie… —trató de mediar Lester, pero la mujer la emprendió con él.

—Cierra tu jodida boca, cabrón inútil. ¡Fuera de mi vista! Largaos todos de aquí, especialmente tú —dijo, señalándome con un dedo furibundo.

—Conforme, me voy, pero no sin devolverte antes tu maldito dinero —dije, y tiré sobre el mostrador los ochenta y siete dólares.

—Guárdatelo —mandó ella, tan férrea y tan contundente como la tapa de una vieja estufa—. Te lo has ganado y es tuyo.

—Tienes razón al decir que me lo he ganado —repliqué mientras lo recogía de nuevo—. He sido engañado, apaleado y llevado como una peonza de un sitio para otro. ¡Dios santo!, he recorrido más de seis mil condenados kilómetros y todavía estoy a dos mil de casa, y sí, tienes mucha razón, me he ganado hasta el último céntimo.

—Nadie te ha exigido que hagas nada extraordinario, de modo que ahora no me vengas lloriqueando —dijo Rosie. Sin embargo, no pudo mirarme a la cara. Sus ojos se tiñeron de un gris metálico, mortecino, como sendos fragmentos de pizarra—. Aléjate de mí de una puta vez.

—Ya me voy.

—Y llévate también a ese perro asqueroso —añadió—. Desde que lo trajiste de vuelta a mi bar, no vale ni para pegarle un tiro.

Chasqueé los dedos, y Fireball se despabiló y me siguió hasta la puerta de salida. Lester y Oney se nos habían adelantado y caminaban en círculos erráticos, como los escolares durante un simulacro de incendio en el colegio.

—Esa mujer tiene un genio endemoniado —dijo Lester.

—Tiene que hacer el duelo —le recordé, avanzando hacia la camioneta.

—¿Adónde piensas ir? —me preguntó.

—A mi casa —contesté, como si supiese dónde era.

¿A mi casa? Mi casa es el condado de Moody, al sur de Texas, donde la pradera de tierra negruzca colisiona contra los cerros de caliche y los cortes zigzagueantes de los arroyos de la Brasada, región de zarzas y arbustos. Pero ya no voy nunca por allí. Mi casa es el apartamento de la margen oriental del río Hell Roaring, tres habitaciones en las que tengo que abrir armarios y cajones para asegurarme de que no me he confundido de sitio. ¿Mi casa? Podría ser un bar de motel a las once de una noche de domingo, durante un silencio compartido con la guapa camarera que me considera un individuo repulsivo, y algún gilipollas con cazadora de plástico que me toma por su compadre. Como le había dicho a Trahearne, el hogar es dondequiera que uno cuelga la resaca. Lo es, al menos para gente como yo… algunas veces. Otras, mi hogar son las dos hectáreas que poseo más allá de Polebridge, en North Fork, a unos sesenta kilómetros por un camino de tierra del norte de Columbia Falls y del bar más cercano, y a unos dieciséis al sur de la frontera canadiense. En el terreno hay una cabaña sin terminar, consistente en poco más que los cimientos, el contrapiso y una chimenea de piedra. Sea ésta o no mi casa, llevaba una semana afincado en el North Fork cuando vino a mi encuentro Abraham Trahearne.

Estaba trabajando… trabajando en mi bronceado y en el colocón de media tarde. Había sido una primavera seca, y divisé la espiral pulverulenta que se elevaba como una columna de humo diez minutos antes de ver el escarabajo Volkswagen descapotable que la había provocado, acometiendo los socavones con la potencia de un tanque en miniatura. El vehículo derrapó al entrar en mi vía de acceso y frenó en seco a quince centímetros de una hacina de troncos descortezados. A través de la dorada niebla de polvo, Trahearne semejaba un hombre recubierto por una bañera demasiado pequeña para su culo.

—¿Qué diablos es esa cosa? —pregunté, mientras desencajaba su humanidad de detrás del volante.

—Es la idea que tiene Melinda de un medio de transporte —refunfuñó—. Verás, mi coche está en el salón de belleza.

—Escúchame bien, viejo amigo —advertí, pasándome al tuteo—, la próxima vez que circules por el camino levantando una nube de polvo como ésa, no me extrañaría que algún autóctono armado acribillase a la pobre bestia hasta matarla.

—Ahórrame tus ocurrencias de paleto, Sughrue —dijo Trahearne, mientras se sacudía el polvo del pantalón caqui como un vaquero tras una larga cabalgada—. ¿Dónde diantre te habías metido? —demandó.

—He ido de aquí para allá.

—Encontrarte ha sido toda una odisea —declaró.

—No estaba escondido —dije—. Lo que pasa es que no sabes buscar.

—Déjate de bobadas —replicó. No se había afeitado ni cambiado de ropa en varios días, y aún cojeaba, pero estaba razonablemente sobrio.

—¿Qué ocurre?

—Nada de nada —respondió él malhumorado, tras sentarse en mi escalera y prender una cerilla de cocina en el contrapiso—, no hay ni una triste novedad, y puesto que tú holgazaneas mejor que cualquier otra persona que conozco, he pensado que podríamos hacer el vago juntos. No es tan peligroso ni tan aburrido como cuando lo hago yo solo.

—¿Eso es un cumplido o un insulto?

—Dame una cerveza y calla —ordenó el grandullón, y le alargué una lata de la nevera portátil que había usado como banqueta para los pies—. ¿A qué te dedicas ahora? —preguntó detrás de una telaraña de espuma y humo de cigarro.

—Trabajo en la casa de mi jubilación.

—Es un bonito refugio —dijo, mirando a su alrededor.

—Gracias —repuse—. Me gusta más que la ironía barata.

En realidad, me gustaba mucho más de lo que había expresado, lo bastante como para que acabar la cabaña me pareciera superfluo. Había construido los cimientos y echado el contrapiso hacía tres veranos, y había ayudado a instalar el hogar y la base de la chimenea el verano siguiente. En lugar de paredes y cubierta, no obstante, había erigido una tienda de oficial —excedente del ejército— con la armazón de madera, que estaba encarada a la chimenea. Más allá del ausente muro frontal, un pequeño pinar atrapaba el polvo del camino, y pasada la carretera de North Fork, una cadena de montañas bajas y ondulantes obstruía parcialmente la visión del cielo occidental. Al norte, el río Red Meadows se derramaba sobre una llanura herbácea, antes de volver a concentrar su caudal para abismarse por una ancha conducción y, más adelante, desaguar en las crecidas aguas del deshielo que bañaban North Fork en primavera. En la orilla opuesta del río, al este, las colosales agujas de las torres del Parque Nacional de los Glaciares se proyectaban hacia un cielo de un azul tan prístino como los iris de un ángel. Al sur, en cambio, enturbiaba el panorama, prosaico en los mejores días, la densa neblina que todavía fluía y se arremolinaba en torno a los chorros de aire caliente de la carretera.

—Supongo que está bien —concedió Trahearne—, pero no hay espacio para colgar un Mondrian. —Hizo una risita y apuró su cerveza.

—La pintura abstracta me da…

—¡Por todos los santos! —me interrumpió—. ¿Puedo esconderme aquí unos cuantos días?

—Serás mi invitado —dije.

—Era lo que tenía en mente —respondió—, gracias. —Continuó sentado, esperando que indagase el porqué, pero al ver que callaba me lo explicó de todos modos. Trahearne era de fiar en ese aspecto—. En casa no sucedía nada interesante. No podía trabajar; no me salía nada, ni una coma. Maldita sea, a veces me pregunto si no me habré acostado con la última mujer de verdad, libado el último buen sorbo de la botella y escrito la última línea decente, ya me entiendes, aunque por lo visto soy incapaz de recordar cuándo fue, no me acuerdo en absoluto. —Alzó la mirada hacia mí, y las lágrimas se agolpaban en sus nublados ojos—. No sé ni cuándo pasó ni qué fue de la experiencia.

—Procura relajarte —dije.

—No me devuelvas mis propios consejos.

—Deberías haber empezado por no dármelos —repliqué, pasándole otra cerveza.

—A veces puedes ser un auténtico hijoputa, ¿lo sabías? —masculló, mientras sus dedos temblorosos batallaban con la anilla.

—¿Quieres que te abra la lata, mi buen amigo?

—Creo que por eso he venido —dijo, de pronto sonriente y enjugándose las lágrimas con unos dedos rollizos como salchichas—, por la calidad de la deferencia. Aquí tienes un canto afilado, Sughrue, algo que soporto bien. —Daba la impresión de que en casa recibía más atenciones de las deseadas, pero no iba a ser yo quien lo dijera. No hizo falta: lo verbalizó él mismo—. Sencillamente, no puedo resistir toda esa jodida solicitud. Es como si ella fuese una enfermera de cuidados intensivos y yo estuviera a punto de estirar la pata. —Hizo un breve paréntesis—. Antes o después, siempre acabo por volver al trabajo —declaró—. El problema es que aún no he encontrado el momento idóneo.

Viendo que no tenía nada que decirle, al fin Trahearne optó por callar, y ambos disfrutamos del silencio reinante. Una ligera ráfaga de viento hizo crujir los esbeltos pinos de Murray, además de despejar el polvo del camino, y a nuestra espalda el río rugió sonoramente en su curso peñascoso. La tarde derivó hacia el crepúsculo muy despacio, suspendida en el aire como etéreas volutas de ceniza, y Fireball regresó de sus exploraciones vespertinas, trotando cuesta abajo con la actitud de un hombre que volviera de una misión importante. Olfateó el tobillo de Trahearne y el hombretón dio un respingo.

—¿Qué diantre hace él aquí?

—Rosie dijo que lo habíamos echado a perder como animal de compañía civilizado —contesté.

—¿Has estado de nuevo en California?

—Allí y en otros lugares —dije—. He pasado tanto tiempo en la carretera que temo que se me han desgastado las nalgas.

—Al parecer, también has infligido daños considerables a otras partes del cuerpo —subrayó, con la mirada fija en los cardenales amarillentos del abdomen. Mi bronceado no había progresado lo suficiente para disimularlos.

—Quedé en segunda posición en un acalorado debate político en Pinedale, Wyoming —mentí. Todavía no sabía qué pensar de la paliza y, aunque hubiera sido así, no me apetecía hablar del tema.

—¿Has encontrado a la hija de Rosie? —inquirió, mientras revolvía el hielo para buscar otra cerveza.

—He descubierto que murió hace algunos años —dije.

—¿Cómo fue?

—Se ahogó a consecuencia de un accidente de coche.

—¡Qué horror! —exclamó—. ¿Cómo se lo tomó Rosie?

—Me echó con cajas destempladas de su bar —dije.

—¿Por qué?

—No me creyó.

—¿Por qué motivo?

—Según ella, el corazón le decía que su hija estaba viva —expliqué—. Pero he inspeccionado el certificado de defunción y me he entrevistado con una mujer que identificó el cuerpo.

—Es horrible —volvió a decir Trahearne.

—Este tipo de fugitivos tienen la costumbre de acabar así —dije—. De cada tres o cuatro que localizo, uno yace boca arriba en una mesa de autopsias. Escapar de casa no es una buena vida. La hija de Rosie, al menos, conoció seis meses de bienestar antes de morir. —Me levanté, encendí una cerilla y la dejé caer sobre los leños dispuestos en la chimenea. El serrín empapado en queroseno prendió al instante, y los leños empezaron a chisporrotear. No obstante, en vez de un alegre fuego hogareño parecía realmente una pira funeraria—. Seis meses de bienestar —repetí.

—Algunas veces, creo que renunciaría al resto de mi vida por seis meses de felicidad —admitió Trahearne a media voz.

—Eso no depende de nosotros.

Las llamas se elevaron sin humo, lanzando chispas incandescentes que ascendieron, por la robusta chimenea, hacia la aterciopelada noche que aguardaba en el este.

Trahearne se mantuvo sobrio aquella noche, paliando sus carencias con cervezas de efecto atenuado, y el día siguiente estuvo seco e inactivo. La tercera mañana cubrió, a regañadientes, los siete kilómetros de ida y vuelta hasta la papelería de Polebridge para comprar una caja de lápices y una libreta escolar Big Chief. La cuarta mañana se puso a trabajar en la mesa de picnic que había junto a la tienda de campaña. A partir de entonces, durante más de una semana, nuestros días y noches fueron tan ordenados, tan metódicos como la salida y el ocaso del sol, o como la alternancia creciente y menguante de la veleidosa luna.

Por la mañana, yo practicaba jogging en la carretera de North Fork, en dirección a la frontera y sorteando los camiones madereros. Nunca completaba el trayecto, naturalmente, pero el paseo de regreso era muy placentero… hasta que me detenía en el río para darme una zambullida de infarto en el estanque poco profundo que se formaba bajo las compuertas. Cuando volvía a la cabaña, Trahearne cerraba su libreta, hervía un segundo cazo de agua con café molido y preparaba el desayuno en un infiernillo Coleman, mientras yo me sentaba en la escalera con una taza de café y mi primer cigarrillo del día, tosiendo y escupiendo, además de flemas, lo más parecido a jirones de tejido pulmonar.

Una mañana, tras cocer en la sartén una esponjosa masa de huevos revueltos, me preguntó:

—¿A qué viene esa afición a correr?

—Hace que me sienta bien. —Me atraganté, y luego tosí y escupí de nuevo.

—Chico, creo que aquí el privilegiado soy yo —declaró con una sonrisa burlona.

—¿Por qué lo dices?

—Puedo estar igual de jodido sin tener que hacer tantos esfuerzos —dijo, y se rió abiertamente, como un hombre satisfecho de sí mismo y libre de preocupaciones.

Por las tardes y durante las veladas hablábamos de mil asuntos —nuestras batallitas, nuestros padres desaparecidos o el carácter intrínseco de las cosas—, y después nos acurrucábamos en los sacos de dormir para esperar la llegada de un nuevo día, esperar que todo empezara una vez más.

Sin embargo, una mañana, al regresar de mi ejercicio, encontré una nota clavada en un peldaño de la escalera. Disculpa. Volveré dentro de unos días, decía. Pensé en hacer también una ronda de bares, pero preferí ir de pesca.

Dos noches más tarde, hacia las tres de la madrugada, regresó con un gran estruendo, abolló el parachoques delantero derecho del Volkswagen contra la hacina de troncos y se metió en la cama a trompicones, renegando de su vida y de los tiempos difíciles. Me hice el muerto hasta que por fin se durmió. Pasó todo el día siguiente en la cama, sin levantarse más que para orinar, beber ingentes cantidades de agua y engullir aspirinas y antiácidos. El segundo día lo malgastó en despotricar contra el tiempo: era demasiado espléndido para su gusto. Acto seguido, retomó su trabajo.

Esta vez duró solamente cuatro días. La mañana del quinto, cuando aparecí chorreando agua helada, Trahearne había posado la botella de whisky encima de la libreta como si fuese el reto de un niño rebelde. En el hogar, las pelotas de papel arrugado se acumulaban cual residuos escatológicos de algún extraño animal nocturno.

—¿Cuánto tiempo crees que se puede resistir esta condenada soledad? —me preguntó, con acento irritado, mientras vertía en su taza una dosis de Wild Turkey.

—¿De qué soledad hablas?

—Cielo santo, Sughrue, ¿no te han hecho ningún comentario sobre tu hospitalidad?

—Nunca dos veces —repliqué.

Me sequé el cuerpo con una sudadera sucia. Entretanto, Trahearne se puso en pie con un resoplido, fue de mala gana hasta el Volkswagen descapotable y se alejó a la carrera, envuelto en una nube de polvo, quizá la misma sobre la que había cabalgado al venir.

Aquella tarde, cuando me disponía a utilizar los pedazos de papel poético para encender el fuego, descubrí uno cuyo contenido parecía más extenso que los otros y lo alisé sobre la mesa. Rezaba así:

Una vez volaste durmiendo al sol, con tus brazos ambarinos

desplegados en su vuelo. Ahora yaces, con pétrea quietud,

más allá del negro abismo, rodeada de cadenas

de luz azul. Las oscuras aguas te retienen en el fondo.

Las ballenas se sumergen en el profundo rastro del glaciar,

unas tiernas aletas enmarañan tu cabello,

tus ojos sueñan con escamas de plata.

No te muevas, aguarda.

Este largo verano debe concluir antes

de que regrese el invierno eterno,

con glaciares a guisa de lápida cantando al hielo.

No te lloraré.

Cuando el mundo renazca a la tibieza, los hombres

partirán las cabezas de flecha de tu corazón…

Los garabatos, enormes e infantiles, abarcaban toda la página, estallando en algunos puntos en un paroxismo casi indescifrable. No sabía lo que significaba el poema, pero su letra era la de una criatura demente. Por unos momentos, sentí lástima de él. Luego doblé la hoja y la metí en mi cartera. La poesía se me antojó un ejercicio de afectación y amaneramiento, aunque, por razones que no habría podido argumentar, quería conservarla.

Aquella noche, rellené una taza de latón con su whisky y me la tomé a orillas del río. Una nueva fase lunar tamizaba las turbulentas aguas. El cauce estaba corrompido por la pestilencia de la nieve antigua, era de un verde gélido, salobre, y su fragor recordaba un cargamento fuera de control o un alud de nieve derretida.

Cierta vez, cuando veraneaba con mi padre en aquel sótano de las llanuras de Colorado, el hombre había vuelto a casa borracho y me había despertado para llevarme a ver mi primer paisaje nevado. Me ató a su espalda en el asiento trasero de su motocicleta, una vieja Harley de ocasión con un cambio de marchas suicida, y atravesó las planicies nocturnas hacia las montañas, volando como si nos persiguieran unos espíritus malignos y con la rueda de atrás escupiendo grava en las curvas serpenteantes. Encontró nieve, finalmente, en la cara norte de un escarpado talud, así que se detuvo y ambos nos quitamos la ropa bajo la media luna para bañarnos en ella. Mi padre pretendía experimentar algo místico, imagino, pero al igual que yo era un nativo de las tierras bajas que había crecido sin conocer la nieve, y en menos de cinco minutos estábamos los dos enzarzados en una feroz pelea de bolas níveas, riendo e invocando a las estrellas mientras luchábamos en la capa superficial de nieve endurecida. Camino de casa, amarrado de nuevo a su espalda con un cordel de embalaje, me quedé dormido; tenía la piel tan fría que me abrasaba, y soñé con ventiscas y lagos helados, con un paraje inmerso en el hielo, aunque de algún modo me sentía caliente, abrigado por pieles de oso, de castor y de lince, visionando glaciaciones mientras la motocicleta hendía la noche.

Estaba rememorando aquella anécdota y degustando el aromático whisky cuando oí volver a Trahearne, más despacio de lo que se había ido. Aparcó delante de la cabaña y dejó el motor en marcha, rechinante como dientes en la tiniebla, mientras recogía su equipo en un torpe ir y venir de oso beodo. Esperé junto al coche hasta que cerró la portezuela del vehículo, y sólo entonces regresé a mi refugio. El hombretón se perdió en la distancia poco a poco, aprisionado en el diminuto Volkswagen, con un avance lento y casi mayestático, como una barcaza fúnebre que flotara a la deriva en un río silencioso, negro, de aguas profundas. Las ascuas de sus faros traseros palidecieron en el polvo.

No eché de menos al bulldog hasta por la mañana.