10

Dos tardes después, llamé con los nudillos a la puerta del despacho de Randall Jackson. El tipo llevaba la distribuidora desde un cubículo habilitado en una esquina de un enorme almacén, atestado de cajas de cartón con libros y revistas. El empleado de la primera librería pornográfica que encontré en Colfax me dijo dónde buscarlo. No obstante, creo que llegué en un mal momento. Al oír mi llamada, las voces que hablaban en el despacho callaron abruptamente. La endeble puerta se abrió de manera violenta, saltando casi de sus goznes, y un sujeto muy corpulento y muy feo, con la tez oscura y un traje de trescientos dólares, salió del habitáculo y me preguntó qué quería. Supongo que debería haberlo previsto. Donde hay dinero, hay inmundicia, y cuando se trabaja en mi lado de la calle tiene uno que prepararse para tratar con individuos de esa calaña. Proliferan por doquier. No están tan bien organizados como les gusta dar a entender, aunque organización no les falta.

—¿Puedo ayudarle? —preguntó educadamente.

Detecté en su voz un tenue rastro de acento mejicano, y el corte de pelo de veinte dólares parecía fuera de contexto, como si correspondiese a la cara de otra persona.

—Querría hablar con el señor Jackson —dije, aún más educado de lo que había sido él.

—Lo lamento, pero ahora está ocupado —anunció el gigantón.

—¿Quién es, Torres? —inquirió una voz desde el interior.

—Nadie —contestó él, sin intención de insultarme.

—Dile que espere —ordenó el desconocido.

—Hace un día muy bonito —dijo Torres—. ¿Por qué no espera fuera?

—Estaré en la zona de carga —accedí.

El hombre hizo un asentimiento y cada uno siguió su camino. La verdad es que fue un alivio. El lúbrico pastel de la pornografía es un negocio boyante, con una pequeña inversión de capital a cambio de una ingente liquidez, y la libertad de prensa es una teoría excelente, pero ninguno de los dos son asuntos de mi incumbencia. Así que aguardé en el exterior, donde me entretuve estudiando a dos negros que cargaban manualmente unas cajas en la parte trasera de una furgoneta azul sin identificación. El día no era nada bonito, pero no me quejé. Denver tenía unas tasas de contaminación tan altas como Los Angeles, pero aun así mi mirada penetró la nube gris, densa y viciada hacia las Montañas Rocosas como si alcanzara a divisar las cumbres, recortadas como catedrales en ruinas contra un cristalino cielo azul cobalto.

Randall Jackson no era la persona cuya voz había oído dentro del despacho, sino la que emitió un plañido adulador, tan untuoso como la tradicional manteca de cerdo, al acompañar al hombre de la voz hasta el asiento de atrás de un Continental negro con unos homogéneos vidrios tintados. El gigante cetrino era el conductor del vehículo. En cuanto se fueron, Jackson se dirigió a mí. El tono plañidero había desaparecido.

—¿Quería verme, amigo? —dijo.

El tiempo no se había portado bien con él. La panza se había vuelto más redonda, el pelo más escaso y las piernas más arqueadas. El atuendo tampoco ayudaba: una chaqueta morada, combinada con unos pantalones de color azul eléctrico que presentaban en el tejido unas vistosas puntadas de tonos cromados. Sus mocasines de fantasía tenían un nuevo lustre y borlas de dandi, pero estaban gastados en los talones. Era evidente que, aunque su nombre figurase en la licencia profesional, no se atrevía ni siquiera a tirar de la cadena del váter sin permiso.

—Y bien, ¿de qué se trata? —demandó.

—Busco a Betty Sue Flowers —dije.

No creí ni por un instante que fuese a contarme nada, y sabía que era preferible que ignorase mi nombre, de modo que ni le di explicaciones ni le mostré mis credenciales.

—No he oído hablar de ella —respondió secamente.

—Puede que entonces utilizase otro nombre —apunté—. Según la información que he recabado, estuvo con la chica en Oregón hace algunos años.

—¡Vaya una mierda de información, colega! Yo nunca he puesto los pies en Oregón —proclamó, con sus diminutos ojos negros fulgurantes como circonitas.

—Me habré equivocado de Randall Jackson —dije—. Siento haberle importunado, señor Jackson.

Subí de nuevo a la camioneta y me fui. Eso era todo… por ahora. No podía presionarle con un almacén entero vigilándonos. Pero me había mentido, probablemente por costumbre, y estaba decidido a averiguar los motivos subyacentes. La labor sería ardua, sin embargo. El teléfono no aparecería en el listín, la dirección de su casa inscrita en la guía urbana debía de ser falsa y además había visto mi camioneta El Camino, así que no podía seguirlo con ese vehículo. Tenía que conseguir otro coche.

Una de las razones por las que paso tanto tiempo recorriendo las carreteras de un lado a otro del país, aparte del pavor irracional que me inspiran los aviones, es que no puedo alquilar un vehículo cuando llego a una ciudad extraña. Y no puedo alquilar un vehículo porque no tengo tarjetas de crédito. Si no tengo tarjetas, sencillamente, es porque no puedo acceder a ellas como no sea robándolas, y en estas circunstancias es más fácil robar un coche. Poseo más experiencia en ese campo de actividad.

A nadie le gusta hablar del tema porque es un trabajo de ínfima categoría, pero los detectives privados emplean una gran parte de su tiempo en expropiar automóviles. De hecho, fue así como me inicié en la profesión. Tras mi tercer período en el servicio militar, un amigo me proporcionó un empleo en la sección de deportes del Eagle-Beacon de Wichita, que era lo que hacía en el ejército cuando no jugaba al rugby, y puesto que andaba corto de dinero además de aburrido, empecé a ejercer el pluriempleo en una compañía financiera, rastreando y confiscando coches, equipos estéreo, muebles y televisores. Cuando me despidieron del periódico por ser un pésimo cronista, me trasladé a San Francisco, donde estuve un año persiguiendo desaparecidos, y luego me establecí en Montana, a raíz de la muerte de mi padre, y me dediqué al rastreo y la confiscación de bienes como un trabajo a jornada completa. Había robado docenas de coches legalmente, con las órdenes judiciales en el bolsillo —aunque también sin ellas—, y pensé que podía tomar uno prestado en Denver sin excesivas complicaciones.

Me dirigí al aeropuerto Stapleton, aparqué en el sector más alejado de la terminal y esperé a que apareciera el vehículo adecuado, un modelo discreto que fuese preferiblemente un coche de empresa, conducido por un viajante cansado y con el equipaje a cuestas. La espera no fue muy larga y, tan pronto como se perdió de vista el viajante en cuestión, sustraje un LTD marrón perteneciente a la Hardy Industrial Towel Company. Con los instrumentos adecuados sólo se tarda un minuto. Había escapado del aparcamiento antes de que el vendedor entrase en la terminal.

Guardaba una colección de títulos de propiedad en blanco y una serie de matrículas de Alabama en la caja de herramientas, así como un juego de documentos de requisa, pero no tenía tiempo de rellenarlos, así que cuando Jackson adentró su Cougar de color ciruela en el tráfico vespertino de la hora punta de Santa Fe Drive, supe que debía mantenerme cerca pero circular con precaución. Él me lo facilitó, y cubrí a su rueda, sin desviarme, todo el recorrido urbano hasta un bar de topless de la avenida East Colfax. Dos horas más tarde, cuando abandonó el local tras el anochecer, con la cara incendiada de whisky y visiones de desnudos danzantes, le clavé un revólver en el costillar y le obligué a llevarme a un motel barato de Aurora. Ni siquiera tuvimos que bajar del coche.

—De acuerdo —admitió—, la conocía. ¿Ya está satisfecho? Vinimos juntos a la ciudad, y yo estaba en quiebra total, así que la puse a trabajar en las esquinas y la primera noche la arrestaron por prostitución callejera. Como no podía pagarle la multa, cumplió treinta días de internamiento en la penitenciaría del condado.

—¿Qué pasó entonces? —dije.

Jackson encendió un cigarrillo y ojeó con recelo las habitaciones del motel.

—Después de aquel episodio no quiso volver a saber nada de mí.

—Nadie se lo puede reprochar, ¿verdad?

—Supongo que no —dijo.

—¿Adónde fue cuando le dejó?

—Oí comentar que estaba en las inmediaciones de Fort Collins —dijo Jackson—. Hay una mujer de cierta fortuna que vive en Poudre Canyon y realiza una labor de rehabilitación, ya me comprende, saca a las chicas del estercolero y las acoge en su casa. Vamos, que es una auténtica benefactora, y parece ser que Betty Sue pasó allí una temporada. Luego ya no he tenido más noticias de ella.

—¿Nada de nada?

—Ni una sola palabra —se ratificó.

—¿Por qué me ha mentido antes? —inquirí.

—He creído que podría ser un miembro de su familia —dijo—, a juzgar por el acento y todo eso, enviado para ajustarme las cuentas o algo peor.

—¿Ajustar cuentas por qué motivo?

—Ella era sólo una criatura, ya sabe —contestó, como si eso lo explicase todo.

—No debería haberme mentido —insistí.

—Ahora lo sé —dijo Jackson, mirando de soslayo el revólver de calibre 38 que empuñaba—. ¿Qué planeaba hacer en la habitación del motel, colega?

—Despedazarlo —respondí escuetamente.

—Es lo que me figuraba —afirmó Jackson—. Demonios, he pensando que iba a volarme los sesos en plena calle. Debería haber visto la expresión de sus ojos. Estaba fuera de sí, colega.

—Lo que estoy es cansado —dije.

—¿Para qué coño está buscando a Betty Sue?

—Ni siquiera me acuerdo —farfullé. Acto seguido, Jackson arrancó el motor y condujo de nuevo hasta su coche—. ¿Sin rencores? —le ofrecí cuando se hubo apeado.

—Ninguno en absoluto —dijo, se arregló los pantalones y se alejó.

En el trayecto de regreso al aeropuerto, cruzó por mi mente la idea de que había sido demasiado indulgente y me planteé volver atrás, pero mi situación actual era ya bastante problemática. Aparqué el coche de empresa del viajante cerca del lugar donde lo había robado, recogí el mío y emprendí viaje en sentido norte, hacia Fort Collins, por la carretera interestatal 25. A mitad de camino, no obstante, mis manos empezaron a temblar tan convulsivamente que tuve que tomar la salida más próxima y apartarme de la ruta. No creía que fuese debido a los nervios, sino básicamente a la ira que se abría paso a la superficie. Randall Jackson había acertado. Cuando le incrusté el arma en el costado en aquella calle, delante del local de topless, sentí un impulso tan acuciante de apretar el gatillo como nunca antes había sentido, de apretarlo una vez y otra hasta dejar su cuerpo despanzurrado por toda la acera. Pensé en lo que había dicho Peggy Bain sobre mi predisposición a matar sólo para estar en la cola de pretendientes de Betty Sue. Lo pensé, pero la cola se me antojó demasiado larga. Repté bajo la capota, puse a buen recaudo la pistola del 38 en la caja de herramientas y por fin reanudé la marcha hacia el norte, con las montañas al oeste y la vasta extensión de las Grandes Llanuras en la parte oriental.

Un verano de mi niñez, después de que mis padres se separasen, estuve temporalmente con mi padre en los llanos del este de Fort Collins, al nordeste de una pequeña población llamada Ault. Durante aquel verano conviví con él y con una viuda bajita y sus tres hijos menores. Mi padre intentaba cultivar en tierra de secano los trigales de ella, y todos nos hospedábamos en un sótano en medio del campo, un sótano —se entiende— que no coronaba ninguna casa, donde vivíamos bajo tierra como los topos y mirábamos el cielo por un tragaluz, a la espera de una lluvia que nunca llegaba.

Al dejar la autovía en la salida de Fort Collins, tuve la tentación de encaminarme hacia el este para buscar el sótano de mi infancia. Lo había encontrado una vez con luz de día cuando vivía en Boulder, pero sabía que jamás lo localizaría en la oscuridad. Por consiguiente, me registré en otro motel, acudí a otro bar y tomé otra condenada bebida alcohólica.

El día siguiente tuve una suerte ambigua: primero un pequeño golpe de buena suerte que se ensombreció, y luego un pequeño golpe de mala suerte que fue claramente a peor.

La segunda asistente social a la que consulté me indicó las señas de la dama rica y bondadosa. La primera con la que hablé me las podría haber dado, pero simplemente no quiso hacerlo.

Selma Hinds vivía en una gran cabaña octogonal de madera y cristal, asentada en la cresta de un risco al sur del río Cache la Poudre. Mientras recorría en coche el desfiladero adyacente, la veía encaramada a las alturas como una fortaleza medieval. Aparqué junto a su buzón, en la falda del risco, y me calcé las botas de montaña, no sin lanzar miradas anhelantes al montacargas de una vieja mina que subía tirado por un cable a un lado del camino; pero lo usaban exclusivamente para comestibles y leña. Tuve pues que ascender cansinamente por un sendero empinado y tortuoso de casi un kilómetro, preguntándome si Selma Hinds recibía muchas visitas improvisadas o vendedores puerta a puerta. No tenía teléfono, así que me pregunté también si la encontraría en casa. En el caso de que hubiera salido, no me quedaría más remedio que esperar, a menos que quisiera hacer el camino dos veces en un día.

Finalmente, sudoroso y con la respiración entrecortada, pasé de la vegetación de pinos virginianos a un extenso claro en el collado vecino a la cumbre, al mismo tiempo que media docena de perros descubría mi presencia. Me saludaron alegremente, sobre todo un corpulento labrador con tres patas que me apuñaló en la ingle con su único miembro delantero. Los otros, chuchos casi todos de tamaño mediano, se conformaron con emitir una andanada de ladridos.

La cabaña octogonal se enclavaba en la parte más alta del collado, con un amplio jardín en la concavidad que separaba este edificio de otras cinco cabañas más pequeñas, mientras que al borde de los árboles, en el otro extremo del claro, había una hilera de jaulas de alambre. Dos muchachas y un chico trabajaban en un huerto plantado en primavera, protegido con serrín y láminas de plástico. El suelo pedregoso y seco del risco había sido mezclado con abono vegetal hasta adquirir el tono negruzco de la tierra de un lecho fluvial. En las jaulas, varios pájaros y otras bestezuelas parecían mirarme tan anonadados como algunos pacientes de hospital. Los jóvenes levantaron la vista de los plantíos, pero enseguida volvieron a concentrarse en su tarea.

En el umbral de la cabaña principal se erguía una mujer alta, de suaves facciones y aire maternal, con el cabello moreno veteado de gris, que acunaba en los brazos a un gato amarillo. Tenía el pelo recogido impecablemente en un moño y llevaba un vestido largo y sin adornos. Incluso a una distancia de veinte metros, sus ojos grisáceos me estudiaron con serena afabilidad, la misma que uno esperaría distinguir en el rostro de una antigua pionera plantada frente a una casucha de adobe en las llanuras del Oeste, una mujer que hubiera visto toda la crueldad que anida en el mundo, que la hubiera contemplado y, en el fondo de su alma, hubiera hallado el perdón fuera de cualquier razón y mesura.

No se asemejaba en nada a mi madre, que era una sureña menuda y pizpireta, animosa y ligeramente temeraria, un poco atolondrada, con una pizca de tristeza porque una vil circunstancia en la persona de mi padre la había forzado a trabajar por debajo de su nivel social como representante de Avon en el condado de Moody, Texas; pero a medida que me acercaba a Selma Hinds sentía una exaltación y una alegría crecientes, como si volviera a casa después de una guerra larga y cruenta. Cuando sonrió, en mis labios se dibujó una sonrisa infantil y estuve a punto de estrecharla en un abrazo, aunque al detenerme ante ella capté algo en sus ojos, tal vez una pequeña indefinición en la mirada, que atenuó la primera impresión.

Intercambiamos las presentaciones de rigor y me invitó a entrar en su casa. Dentro, entre el rústico mobiliario de madera de la luminosa cabaña, una legión de gatos dormitaban o deambulaban, estirando la cola a la vez que espiaban en actitud alerta a los perros que, con la lengua colgando y cara de pena, se habían agrupado al otro lado de la puerta. En cuanto Selma Hinds se acomodó en el sofá y me ofreció la silla de enfrente con un movimiento de la mano, los canes se sentaron también y sus oscuros ojos nos vigilaron pacíficamente, silenciados al fin sus frenéticos ladridos.

—Tiene usted el aspecto de un hombre que va detrás de algo —dijo Selma con voz pausada— o de alguien.

—Busco a una joven —le confirmé—. Se llama Betty Sue Flowers.

—Ya veo —contestó—, y como puede apreciar, doy cobijo al vagabundo: a los lisiados, los cojos y aquellos que caminan con llagas en los pies. —Calló brevemente, a la par que acariciaba el pelaje del gato manchado que había sustituido en su regazo al gran ejemplar amarillo—. Y a los que se extravían espiritualmente los acojo también, hago todo cuanto puedo a fin de restablecerlos, de reconstruir sus cuerpos y renovar sus almas. A los que tienen un hogar y quieren volver a él, proveo para su viaje, y a los que no, les ayudo a encontrar un lugar adonde ir, y en ocasiones, si alguno es incapaz de partir, lo retengo a mi lado.

—Sí, señora —balbuceé, diciéndome que tenía que estar loca o que era demasiado buena para este mundo.

—El resultado es, en la mayoría de los casos, que los animales humanos siguen adelante, mientras que otros se quedan… —Enmudeció de nuevo, el tiempo suficiente para moverme a pensar que Betty Sue podría estar todavía allí—. Vivimos una época muy adversa para los jóvenes, y yo les proporciono un lugar apartado del mundo, de la violencia y de las drogas, un refugio seguro junto a la «ex» de un rey del sexo —dijo.

—¿Betty Sue vino a esta casa?

—Sí, estuvo durante un tiempo.

—¿Y luego se fue? —pregunté, ahora confundido.

—Dejó su espíritu con nosotros —dijo Selma Hinds—. Aún hoy vaga entre estos muros, y sus cenizas se han mezclado con la tierra fértil del jardín.

—Perdón, ¿cómo dice?

—La chica ha muerto, señor Sughrue —me anunció. Al ver que guardaba silencio, añadió—: Parece usted muy trastornado. Todos tenemos que morir, y más de una vez.

—No sé como voy a explicárselo a su madre —repliqué.

—Dígale que, en el tiempo que pasó con nosotros, Betty Sue recuperó la inocencia y que su juventud reverdeció —declaró Selma—. Aquí fue feliz, volvió a ser joven.

—He oído decir que eso es posible —comenté, todavía consternado—, aunque nunca lo he presenciado con mis ojos.

—Es una lástima, señor, porque no hay mayor placer en la vida que asistir al renacer de una persona joven.

—¿Qué ocurrió? —pregunté, deseoso de saber cómo había muerto.

—Aquí eclosionó como una flor —dijo Selma, malinterpretando mis palabras—, aprendió a valorarse de nuevo a sí misma. Si hace tiempo que la busca, seguramente conocerá algunas de sus vicisitudes tras fugarse de casa. Vino a mí desde la cárcel, castigada y maltratada por la vida, gorda y fea, pero, tan pronto como ayunó y limpió su organismo de moco animal, dejó de comer compulsivamente y volvió a ser una criatura adorable y en sazón. Permaneció entre nosotros más tiempo que ningún otro de mis pupilos, ya sea antes o después, a pesar de que su estancia fue más difícil que la de la mayoría.

—¿Le molesta si le pregunto por qué? —dije.

—Para usted todo esto es más que un trabajo, ¿me equivoco?

—No, señora.

—Y no es pariente de la muchacha.

—No lo soy.

—He intuido ambas cosas inmediatamente —afirmó Selma Hinds—, lo que ha hecho posible que tuviéramos esta conversación. Debe comprender que yo no juzgo ni crítico a mis pupilos por su vida anterior, pero que en el momento en el que cruzan mi puerta tienen que obedecer las reglas o salir por donde vinieron. Nada de carne, nada de drogas, nada de sexo. Lo que hagan cuando se van es asunto suyo y, si suben de nuevo la montaña hechos trizas emocionalmente, los recogeré encantada, pero mientras viven aquí o acatan las normas o se marchan.

—Y Betty Sue tuvo problemas…

—Los chicos la seguían como a una perra en celo —contestó sin ambages—, y no les faltaban motivos. Betty Sue tenía una gran capacidad para amar. Rechazaba a los muchachos, pero le costaba un esfuerzo terrible. Aparentemente necesitaba esa clase de afecto masculino (supongo que su padre nunca le dio el cariño anhelado), pero luchó contra ello hasta la extenuación. —Selma hizo una pausa y se echó a reír—. Admitió también una intensa ansia de carne roja, aunque tampoco sucumbió a ese deseo. —El acceso de risa banal pareció traer aparejados ciertos recuerdos, y sus ojos grises se entelaron—. En fin, una tarde de finales de verano —continuó, hablando en unos susurros tan ahogados que tuve que encorvarme para oírla—, poco después de que decidiera irse aquel mismo otoño y reanudar los estudios, bajó a la ciudad en mi camioneta para comprar provisiones, y al volver un perro suelto se atravesó delante del vehículo, ella viró bruscamente en un intento por esquivarlo, se salió de la ruta trazada y se precipitó en el río… —La mujer se levantó, fue hasta la ventana mientras el gato saltaba, con una leve cojera, por encima de su brazo, y señaló el cauce centelleante—. Sucedió en ese rincón de ahí abajo.

Seguí la dirección del dedo, por la ladera del risco, hasta un estrecho recodo, una curva cerrada que iba a morir en una verde laguna de aguas revueltas.

—Sobrevivió al impacto, pero se ahogó —dijo Selma—. Lo siento de todo corazón.

—¿No encontró ningún manera de notificárselo a su madre?

—¿A su madre? No. Hice lo que pude, como publicar anuncios en la prensa de San Francisco, pero Betty Sue nunca hablaba de su infancia, nunca —recalcó—. No dijo una sola palabra en todo el tiempo que estuvo aquí. También en ese aspecto era diferente de otros muchachos que han vivido una temporada conmigo.

—Entiendo.

—¿Por qué cree que no quiso contarme nada de su niñez? —me preguntó Selma, con los ojos humedecidos y la expresión grave.

—Lo ignoro —dije—. Quizá se sentía como una princesa robada por una familia de campesinos, ¿quién sabe?

—Los hijos tienen ese sentimiento con mucha frecuencia —convino ella—. Es lamentable.

—Imagino que el secreto está en dar por buenos a los padres que te han caído en suerte e intentar adaptarte —comenté con desenfado.

—Eso es fácil de decir —sentenció Selma Hinds—, y casi siempre muy difícil de lograr. —Percibí que estaba siendo regañado por mi falta de seriedad—. Los padres tienen que hacer que los niños se sientan queridos y deseados. Si no saben darles nada más, al menos han de cumplir ese requisito, es lo mínimo que les deben a sus hijos —dijo, en un tono de voz tan crispado que deduje que ella había sido o bien una niña no deseada, o bien un fracaso como madre. Sin embargo, me abstuve de preguntar.

—¿Mandó incinerar el cuerpo? —inquirí.

—Las tumbas son muy deprimentes, ¿no cree?

—Sí —dije—, es sólo que a su madre podría no gustarle la idea. A veces la gente rústica es reacia a la incineración.

—Ahora ya está hecho —repuso tajantemente—, y de poco sirve que guste o disguste a nadie.

—Por supuesto —murmuré—. ¿No tendrá por casualidad una instantánea de Betty Sue? —le pregunté, indicando con la barbilla un tablón cubierto de fotografías—. A su madre tal vez le agradaría conservar una imagen suya.

—Esas fotografías son de algunos jóvenes que han encontrado una nueva vida después de abandonarnos —dijo—. Las envían ellos mismos. Nosotros no hacemos fotos, no queremos testimonios visuales que les recuerden cómo acabaron viniendo aquí.

—Me parece que lo he captado. ¿Le importa que le pregunte por qué hace todo esto?

—Me importa mucho —contestó Selma—. Mis razones sólo me competen a mí.

—Entonces no preguntaré —dije, y ella sonrió—. Estoy seguro de que la señora Flowers querría que le agradezca su amabilidad y entrega, y yo le doy las gracias por recibirme.

—Lamento ser portadora de noticias tan tristes —declaró, estrechando la mano que le ofrecía—. Hubo un tiempo, hace años, en el que creía que después de la muerte éramos transportados a una especie de conciencia universal, a un lugar mucho mejor que este mundo deficiente en el que nos vemos obligados a sobrevivir de un modo u otro, pero hoy sé, he adquirido el espantoso conocimiento de que los muertos no resucitan para andar sobre la tierra, y tal revelación no me produce un falso júbilo, sino que me limito a sobrellevarla, así que me apena infinitamente haberle comunicado la muerte de Betty Sue.

—Supongo que deberíamos alegrarnos de que aquí, al menos, gozara de una etapa feliz —dije—, ya que fue tan desdichada en todas sus otras vivencias. En este lugar hay un ambiente encantador.

—Gracias.

—Gracias a usted —respondí—. Soy un poco mayor para dejar las bebidas fuertes, la carne roja y las mujeres al mismo tiempo, pero cualquier mañana podría encontrarme ovillado en su escalera de entrada —añadí—. Si consigo escalar la montaña, claro…

—Me lo tomaré como un cumplido —dijo, dándome unas palmadas en la mano—. Mi puerta está siempre abierta.

—Gracias de nuevo —insistí—. Por lo demás, sólo me resta preguntarle la fecha de la muerte. Su madre querrá saberla.

Selma me la dijo sin titubear, y me despedí.

Al recorrer las sinuosidades del polvoriento camino anduve sin mirar a los lados, y cuando enfilé, ya en el vehículo, las pronunciadas curvas de la carretera de la garganta, tampoco contemplé la danza del sol entre los rápidos, no admiré las torres y las almenas de roca rojiza que se elevaban sobre el río. No me entretuve, ni pensé ni miré nada hasta llegar a los juzgados del condado de Larimer e inspeccionar los certificados de defunción. Allí estaba. Me maldije por ser un hijoputa desconfiado, maldije la vacuidad de mi éxito, el largo trayecto a California antes del interminable viaje a casa. Luego me planteé emborracharme como un negro velatorio ceremonial, una purga saturada de alcohol.

Fue así como se trastocó mi golpe de buena suerte.

El empeoramiento de la mala suerte ocurrió un poco más tarde, cuando regresé tambaleándome a la habitación del motel más cansado que ebrio, cansado de intentar emborracharme sin conseguirlo. En el instante en que me disponía a introducir la llave en la cerradura, alguien me asestó un golpe lo bastante fuerte como para hacerme doblar las rodillas y encender a mi alrededor deslumbrantes destellos de oscuridad, dejándome tan atontado que pudo empujarme discretamente al interior, cachearme de arriba abajo y arrojarme en un rincón. Cuando recuperé la visión, vislumbré al tipo que estaba en el despacho de Jackson sentado tranquilamente en la butaca del motel, a su horripilante compinche y a otro secuaz que, apoyado en la pared, me apuntaba con una pequeña automática provista de silenciador.

—No quiero problemas —balbuceé.

—Usted, desde luego, no está en condiciones de causar ninguno —replicó sin inmutarse el hombre de la butaca.

—A eso me refería —dije.

—Señor Sughrue, comprenda que no puedo consentir que trate mal a mis amigos —proclamó.

—Empleados a sueldo —corregí.

—¿Cómo?

—Jackson es un empleado —dije—, no su amigo.

—Sea lo que sea, no permitiré que le meta un arma en la boca del estómago y lo amenace en vano.

—De acuerdo, me enmendaré para Cuaresma.

—Me temo que eso no me sirve —dijo el sujeto.

—Escuche —razoné—, si quisiera mi muerte no estaría aquí…

—No esté tan seguro —me interrumpió.

—No estaría ni a cincuenta kilómetros —persistí—; pero si alberga algún erróneo sentimiento de venganza por lo que quiera que le hice supuestamente a Jackson, me tragaré mi medicina —dije, al tiempo que me incorporaba pegado a la pared— y me mantendré lo más callado posible.

—Muy gentil por su parte —bromeó el hombre de la silla.

—No es nada personal —me dijo Torres en voz baja mientras se enfundaba un guante en la mano derecha.

—Nada personal —repetí, y encajé el castigo lo mejor que pude.

No parecieron poner muchas ganas, ni yo, obviamente, intenté resistirme, no di el menor motivo para que entrase en juego el factor emocional. Quizá funcionó, o quizá no pensaban hacerme demasiado daño de buen comienzo. Sea como fuere, no causaron lesiones permanentes. No hubo huesos rotos, ni dientes arrancados, ni bazo reventado. Había olvidado, no obstante, cuánto llega a doler una paliza profesional, y me sentí más que aliviado cuando me desnudaron, me ataron con cinta adhesiva y me sentaron en la bañera. Ignoraba por qué actuaban así, sólo me alegré de que hubiera pasado la peor parte. Quizá supieran lo que tenía planeado para Jackson en la habitación del motel de Aurora.

Antes de que me amordazaran y abriesen el grifo del agua fría, el tipo que estaba al mando dijo:

—Caramba, colega, tiene mucha disciplina, y es una cualidad que me gusta en un hombre. Debería trabajar para mí.

—Deje su nombre al recepcionista —murmuré.

—Su único defecto es que se cree tan duro como listo —dijo el sujeto, dándome unas palmaditas en la mejilla—, cuando la verdad es que su dureza sólo se debe a la estupidez.

—¿Y qué? —exclamé—. Además, no soy de los que obedecen órdenes a ciegas.

—Entonces tal vez debería elegir otra clase de trabajo —me sugirió, enarbolando la fotocopia de mi licencia.

—¿Es una orden?

—Veo que usted nunca se rinde —dijo el jefe con una risotada—. Confío en que todo esto haya valido la pena, que haya encontrado a la chica por la que estuvo hostigando a Jackson.

—Está muerta —respondí—. Murió hace casi cinco años. Ha sido una pérdida de tiempo.

—Es una pena —dijo él, y volvió a reírse—. Dé gracias por no haber herido a mi amigo, y dé gracias también porque hoy estoy de buen humor.

—Ya lo he hecho —musité.

Por último, el mandamás y sus esbirros me amordazaron con un calcetín. Agradecí en mi fuero interno que estuviera limpio, que tras su marcha pudiera mover con el pie el regulador del agua, y agradecí asimismo que, cuando apareció la camarera a la mañana siguiente, me sacara el calcetín de la boca en vez de ponerse a gritar. No hubiera sabido por dónde empezar a explicar mi situación a la policía. Di una propina a la empleada y le pedí que informase en recepción de que iba a quedarme un día más. Necesitaba descanso.