Un antiguo compañero de copas había vuelto a casa tras una parranda de dos semanas con una rosa tatuada en el brazo. La flor estaba rodeada por la leyenda: Manda a todos al carajo / y duerme hasta el mediodía. Su mujer exigió que se la quitase quirúrgicamente, pero resultó que aún detestaba más la cicatriz. Cada vez que se la tocaba, él sonreía despectivamente. Unos años más tarde, la esposa intentó borrarle la sonrisa con una botella de vino, pero sólo logró arrancarle un par de dientes, lo cual convirtió su expresión en algo todavía más parecido a una burla. Lo que no comprendo, sin embargo, es que a día de hoy continúan estando casados. Él exhibe su mueca de desdén y ella la abomina.
Yo no tenía en mi haber ni tatuajes ni matrimonios, pero la mañana siguiente a nuestra llegada a casa de Trahearne dormí igualmente hasta las doce. Cuando me desperté, supe que tenía que saltar de la piltra y, aunque me diera pereza, enfundarme el chándal y las zapatillas de correr. Había estado mucho tiempo conduciendo y notaba que varias partes inestimables de mi cuerpo reclamaban a voces un poco de ejercicio. Quizá despejaría mi mente… o tal vez me rompería la pierna y tendría que olvidar el viaje a Oregón.
Al final, lo único que hice fue lo primero, ponerme el atuendo deportivo y asomar la nariz al sol del mediodía. Me senté en una tumbona para examinar el paisaje.
La madre de Trahearne era propietaria de ciento treinta hectáreas de terreno en el noroeste de la pequeña localidad de Cauldron Springs. Su tierra se hallaba ubicada en un valle poco pronunciado entre dos lomas de escasa altura. En sus máximas altitudes, las dos lomas eran boscosas, pero las laderas inferiores estaban cubiertas de matas de artemisas. Entre los edificios y la carretera, la madre criaba unas cuantas cabezas de ganado en un sucinto campo de pastura. El arroyo Cold Spring descendía plácidamente de las cumbres hasta el pasto, donde su curso se quebraba sinuosamente en una sucesión de largos meandros invadidos de sauces, para luego fluir junto a la calzada hasta vaciarse en las templadas aguas minerales del río Cauldron Springs, al este de la población. La casa de Trahearne se asentaba en la margen oriental del arroyo y la de su madre en la otra. La residencia materna parecía haber salido directamente de la región de las Grandes Llanuras, con su estructura de casa de labranza robusta y cuadrangular, sin más decoración que un porche en la fachada anterior, y se diría que vigilaba la localidad con la mirada severa de un recolector de trigo enloquecido por los caprichos del clima.
La villa había prosperado en torno a una fuente termal que bullía en una oquedad de piedra caliza del tamaño y la forma de una bañera. Un viejo que se había enriquecido con sus minas de plata y estaño construyó el hotel y la casa de baños inicial, tras atribuir a las aguas del manantial unas prodigiosas propiedades curativas. El hombre invirtió su fortuna en el proyecto, edificó alrededor de la fuente un balneario que parecía un gigantesco pastel de boda y se dispuso a gozar de sus años de declive, pero había levantado el spa muy lejos del público, y además el torrente que manaba del manantial no tenía el volumen suficiente para mantener sus piscinas y baños calientes a satisfacción de los pocos clientes que acudían. Cuando murió era el único huésped de su hotel, el único que tomaba las aguas.
La madre de Trahearne había reabierto la casa de baños y una planta del hotel, pero sólo por cortesía con la población, lo mismo que las canchas de tenis que construyó detrás del balneario, y que no eran sino un recordatorio de su dinero. En cambio, no permitió que repintasen los edificios. Dejó que se difuminaran y erosionaran del blanco a un gris ceniciento, tan opaco como la plata virgen.
Mientras hacía jogging lentamente por el camino de grava que iba a morir a la carretera, Melinda Trahearne me pasó corriendo como un gamo. Seis temporadas de fútbol en el ejército y otras cuatro en diversos colegios universitarios me habían dejado en las piernas sólo un vago recuerdo de carrera veloz, y envidié el paso ligero y ágil de Melinda. Corría con la misma elegancia que andaba, pero continuaba teniendo el cuerpo a buen recaudo, ahora disimulado bajo un ancho chándal. Al llegar a la carretera giró al oeste, por una larga cuesta hacia el final del pavimento. Cuando alcancé la calzada la seguí brevemente, aunque enseguida aminoré la marcha a ritmo de paseo. Entretanto, ella coronó la pendiente y dio media vuelta. La esperé sin moverme y, en cuanto se puso a mi altura, me planté a su lado y regresamos juntos a la avenida de grava.
—Así no se pondrá nunca en forma —dijo, respirando despacio y sin ahogo.
—Esto es un castigo —respondí entre resoplidos—, no una terapia física.
Soltó una risotada y se alejó de mí, expulsando el polvo bajo sus zapatillas con cada poderosa zancada de sus piernas y con el pelo corto e hirsuto bailando al sol.
Cuando llegué por fin a la casa, Melinda estaba en la balconada observándome, con los brazos en jarras y las piernas separadas en una postura de fuerza y relajación. Subí a duras penas los escalones y me dejé caer en un butacón de secuoya.
—Me gustaría conseguir que Trahearne haga ejercicio —dijo.
—A mí me gustaría que consiguiera evitármelo —repliqué, jadeante.
—¿No le encanta simplemente correr? —preguntó.
—No es tan terrible como que te claven en el ojo un palo puntiagudo —dije—, aunque así al menos el dolor pasa rápido.
—Exacto —atronó Trahearne, que acababa de atravesar la puerta de la vivienda—. ¿Le apetece un Bloody Mary? —ofreció, agitando ante mí un jarro como si fuera un talismán mágico.
—Sólo porque es antes de desayunar —dije, mientras vertía la bebida.
—En estos contornos es el desayuno cotidiano —apuntó Melinda.
Volví la cabeza para estudiar su semblante en busca de algún resquicio de ironía conyugal, pero estaba sonriendo, casi bellamente, y dando unas palmadas en la rechoncha mejilla de Trahearne. Cualquiera que fuese el motivo que provocó la trifulca de la noche anterior, ambos parecían haberla superado, o bien habían decidido actuar como si tal cosa. Melinda besó fugazmente a su marido en la comisura del labio y entró en el edificio. Trahearne se acomodó junto a mí en una tumbona.
—Como esposa —comenté—, es una mujer excepcional.
—Usted no sabe de la misa la mitad —dijo el escritor, ruborizándose. Hice una mueca jocosa al ver su sonrojo, pero no me devolvió la sonrisa. Se contentó con llenarme de nuevo el vaso y añadir—: Beba, muchacho, y después le mostraré cómo curan sus resacas las personas reales.
—¿De manera que en esto consiste tomar los baños? —dije cuando Trahearne y yo nos sentamos en las templadas aguas de la piscina principal del hotel.
Él gruñó y se hundió hasta los hombros. Su camiseta blanca, que se había empeñado en llevar puesta, se hinchó unos segundos con el aire aprisionado y lo escupió a la altura del cuello. Tras consumir nuestros Bloody Mary, Trahearne me había obligado a llevarlo hasta la localidad para tomar un baño termal. Tenía la llave de la puerta trasera y de un vestuario privado, en el que nos cambiamos, y disfrutamos de la piscina en solitario, exceptuando una pareja de ancianos de Oklahoma. El matrimonio se había retirado al entrar nosotros, camino de un baño de barro caliente para los pies al otro lado de una puerta que ostentaba el apropiado letrero de Rincón de los Callos.
—¿Qué le parece? —inquirió Trahearne con un suspiro.
—Está bien —dije, mintiendo por educación.
El agua, que despedía una leve fetidez de azufre y otros minerales que mi olfato se negó a identificar, estaba más tibia que caliente, y tenía una textura tan viscosa como el sudor de la fiebre.
—Esto es infinitamente más grato que una sesión de jogging —afirmó—, y yo creo que surte efecto. Mi madre tiene una fe ciega en sus bondades (viene todas las mañanas a las seis en punto) y Melinda baja también a última hora de la tarde, para dar unas brazadas después del trabajo.
—¿Y, usted, qué hace? —pregunté.
—Vengo siempre que tengo resaca —me explicó—, y permanezco en remojo hasta que he sudado abundantemente. —Zambulló la cabeza en el agua y acto seguido se incorporó—. ¿Estoy sudando? —dijo, sonriente—. Me da la impresión de sudar a mares.
—Desde luego, tiene todo el cuerpo empapado.
Mientras hablaba, intenté no mirar el laberinto de cicatrices amoratadas que fulguraban en su pecho a través de la camiseta mojada. Al fin se agachó y volvió a meterse en el agua.
—Cuando tenga ganas de irse, hágamelo saber —dijo.
—Esto no ha sido idea mía —le recordé.
—Entonces vámonos cuanto antes —proclamó Trahearne—, este lugar huele peor que un hospital.
Se levantó y fue pesadamente hacia la escalerilla. En la espalda tenía aun más cicatrices que en el torso. Parecían ser los hondos y dolorosos boquetes de unas heridas de metralla, reliquias grabadas en la carne de una guerra olvidada años atrás. Le seguí fuera del agua, hasta el vestuario. Al cambiarnos de ropa, Trahearne declaró:
—De acuerdo, estoy acomplejado por mis cicatrices.
—No son tan horribles —dije.
—Son feísimas —contestó—. Pero haga el favor de darse prisa —agregó—, creo que estoy lo bastante sobrio como para tratar de escribir esta tarde.
—Yo sé que estoy sobrio para emprender el regreso a Meriwether —dije.
—Se irá mañana —comandó Trahearne—. Melinda ha descongelado un filete para usted.
—A sus órdenes, señor.
Fuimos juntos a buscar el vehículo, que estaba aparcado entre la fachada posterior del balneario y las pistas de tenis. Un hombre de edad avanzada peloteaba contra un frontón portátil, mientras dos chicas adolescentes se debatían para ganar un punto ferozmente disputado.
—No mire —dijo Trahearne, montando en al asiento del pasajero—. Toda esa carne núbil acabará por volverle loco.
—Ya lo ha hecho —admití al salir del recinto.
Aquella tarde, tras una breve cabezada bajo el sol, una ducha y un almuerzo ligero, telefoneé a la residencia de la madre de Trahearne con objeto de comunicar a Catherine Trahearne que no había olvidado quién me contrató. Dijo que en ese momento debía ir a la ciudad para jugar al tenis, pero me propuso que fuese a tomar una copa antes de cenar, y acepté la invitación. Trahearne estaba aislado en un amplio estudio frente a la sala de estar, revolviendo papeles y cubitos de hielo y blasfemando sonoramente, mientras que Melinda había subido a su taller de las colinas, de manera que me serví una bebida y fui a pasear por el sendero de gravilla hacia el riachuelo y el estrecho puente de madera que lo cruzaba. El arroyo era poco caudaloso y estaba atiborrado de rocas y matorrales, pero trazaba enérgicamente su curso entre los obstáculos y, de vez en cuando, se remansaba incluso en pequeñas lagunas. La observación fluvial es un arte que requiere paciencia, y me apoyé en la barandilla del puente a fin de practicarlo, absorbiendo las frescas bocanadas de brisa que surcaban la superficie y examinando las truchas que reverberaban en las aguas cristalinas, con las agallas palpitantes como vestigios de alas, a la espera del ocaso y de cualquier larva de insecto que el día deparase.
—Usted debe de ser el detective —dijo una bronca voz de mujer desde los umbríos sauces que flanqueaban el remanso más cercano, y casi me precipité en el río—. Lo siento mucho —se disculpó—, no pretendía sobresaltarle, pero estaba durmiendo una siesta improvisada cuando ha aparecido por aquí.
—No tiene importancia —me apresuré a decir cuando emergió de la sombra.
Era una mujer alta, enjuta, con el cabello corto y cano. Vestía una camisa ya usada de franela roja, pantalones de explorador y unas gastadas botas de caza de la marca Bean. Llevaba un bastón muy retorcido, en el que apoyó todo su peso para andar, renqueante, por el borde del arroyo en dirección del camino.
—Soy Edna Trahearne —se presentó, a la par que me ofrecía su nudosa mano. Calculé que sería casi octogenaria, pero su mirada era vivaz y el apretón de manos firme, a pesar de la deformación de los dedos. Unas profundas arrugas habían ajado las sólidas facciones del rostro, y sus senos prominentes aunque marchitos, colgaban bajo la camisa de franela como unos inútiles jirones de carne—. Y usted es el tal señor Sughrue.
—En efecto, señora.
—¿Cómo está mi hijo? —preguntó.
—Algo cansado —dije—, pero tiene la constitución de un toro.
—Forma parte de su naturaleza —confirmó la madre—, aunque cualquier día agarrará una melopea de campeonato y no habrá nadie a su lado para recoger los pedazos. Aconsejé a Catherine que esta vez no enviase a nadie tras él (es malgastar el dinero y la energía), pero, por supuesto, no quiso escucharme. No sé qué le hace la mala pécora con la que vive, ya que no he hablado con mi hijo desde que ella llegó, pero ahora empalma una borrachera tras otra, y no ha escrito una sola palabra en más de dos años. Si no se libra de esa mujer acabará en la tumba antes que yo. —Calló para fijar en mí una mirada que casi parecía remilgada—. ¿No está de acuerdo conmigo?
—No lo sé —respondí—. Yo diría que su esposa le ama —agregué débilmente.
—El amor no le hace ninguna falta, joven, más bien lo confunde —dictaminó la madre Trahearne—. Lo que necesita es que lo cuiden como a un niño. Por lo que he podido saber, la inexperta mujer de mi hijo comete el error de creer que es un hombre. Él es un artista, y todos los artistas tienen el alma infantil.
Pensé que era cierto, que algunos hombres necesitaban aquel tipo de atenciones, pero que era degradante comentarlo con desconocidos. Decidí comprobar si la anciana era tan dura como intentaba parecer.
—Tengo entendido que en una época fue escritora —dije.
—Era la única posibilidad que tenía una mujer sola de trabajar en algo que no fuese servir a los hombres, y en cuanto reuní el dinero necesario para adquirir esta propiedad, dejé la pluma.
—¿No sentía vocación por el arte? —insistí.
—Si ha leído mis dos novelas, habrá constatado que no pasan de ser unos cuentos de hadas —dijo—, y si ha hablado con mi hijo ya conoce la verdad de mi vida aquí. Les sonsaqué dinero a los necios, muchacho, y me lo había ganado, pero no me venga con monsergas sobre el arte.
—Comprendo —zanjé. Realmente era tan dura como aparentaba, así que volví a centrarme en el riachuelo.
—¿Es usted pescador? —me preguntó inesperadamente—. ¿O es sólo otro inepto más con una caña de mosca último modelo?
—No, lo cierto es que no soy muy aficionado a la pesca, aunque he capturado algunas truchas.
—Si le prestara mi caña, ¿cree que podría atrapar media docena de esas truchas enanas? —me pidió—. Mi vista ya no me permite asegurar la hijuela —confesó—, aunque tuviera la habilidad manual para hacerlo, y esta noche me encantaría saborear un buen plato de truchas fritas.
—En la camioneta tengo mi caña de mosca —dije.
Posé la bebida en el suelo y fui a buscarla a todo correr como un hijo obediente.
Hacía tiempo que nadie pescaba en el riachuelo y las truchas se abalanzaron sobre cualquier mosca con que las tentase, pero capturé más ramas de sauce y bolas de maleza que pescado; tardé una hora en conseguir una ristra de pequeñas truchas cutthroat. La anciana señora Trahearne me vigiló como un halcón pescador, aunque no me ofreció ni sugerencias insidiosas ni sabios consejos sobre mis lanzamientos. Limpié el pescado en el arroyo y la seguí por la puerta trasera hasta la cocina de su casa. Mientras me lavaba las manos, me sacó una cerveza fresca y me rogó que la acompañase al porche de la entrada.
Atravesamos el salón muy despacio, como si fuera una visita de museo… un museo de la guerra. Las paredes y las mesas estaban cubiertas por recuerdos de la guerra de Trahearne: fotografías enmarcadas de jóvenes oficiales de infantería de marina recién nombrados, 9 con un Trahearne más enhiesto y delgado sobresaliendo por encima de sus contemporáneos; las mismas caras en las campañas de la jungla, demacradas y ojerosas entre los grises desechos a los que la batalla había reducido, con su tormenta de fuego, la selva tropical; estandartes militares japoneses, una pistola automática Nambu del calibre 25 y una espada de samurái entrecruzada con el sable del traje de oficial de Trahearne en la Armada; y además almohadas bordadas, collares de concha, pendientes de hueso y toda la quincalla variopinta que los combatientes trajeron de las islas. Una de las imágenes era una fotografía de boda, Trahearne ataviado con su uniforme de gala al pie de un pino de Monterrey inclinado por el viento, sobre un falso fondo coloreado de playas blancas y océano azul, mientras que, a su lado, la atractiva novia que sostenía el ramo blanco vestía de riguroso negro. Resultaba extraño, como si el joven Trahearne hubiera muerto en la guerra. En la sala no había ningún rastro de su vida después del conflicto bélico, y estaba casi seguro de que encontraría una deslustrada estrella de oro colgada en la ventana. Cuando elevé la mirada, no obstante, vi que la madre me esperaba en la puerta principal con signos de impaciencia. Acallé el escalofrío que me había producido el recorrido por el salón y la seguí al exterior, donde respiré hondo, ya que el aire de la estancia era rancio y sangriento hasta la asfixia.
—¿Luchó usted en la guerra? —preguntó educadamente la madre Trahearne.
—No en ésa —dije.
Movió la cabeza y sonrió como si hubiera dado una respuesta equivocada. La rodeé, procurando no tocarla, para presentarme a la bella mujer que estaba sentada en una mecedora del porche de acceso. Hoy iba de blanco en lugar de negro, con un sucinto vestido de tenista, y junto a su asiento descansaban la raqueta y una bolsa de pelotas. Las gotas de sudor que brillaban en su frente se extendían hasta el nacimiento de su pelo cobrizo, recogido en la parte de atrás. El paso de los años no le había afectado en lo más mínimo. En todo caso, ahora era incluso más guapa, con la piel tersa, bronceada, la carne firme y elástica.
—Soy Catherine Trahearne —dijo innecesariamente, y se levantó de la mecedora—. He estado jugando al tenis en la ciudad y no he tenido oportunidad de asearme, así que le ruego que me disculpe.
—Por supuesto. Yo he estado pescando.
—¿Ha habido suerte? —preguntó.
—Bastará para nuestra cena —dijo la anciana—, aunque será un poco justo.
El comentario sonó a la vez como una reprimenda y una orden, pero no adiviné a qué venía.
—Todas las que he atrapado han sido un golpe de suerte —dije.
—Ha encontrado a Trahearne —sentenció Catherine—, y por lo tanto me inclino a creer que pesca con pericia más que dejarlo al azar.
—¡Ja! —exclamó la madre—. Para lo que ha servido… —No sabía si se refería a mi pesca o a mi caza del hombre.
—De todos modos, gracias por devolverlo a casa sano y salvo —dijo Catherine—. Supongo que no habrá sido una tarea fácil.
—Tampoco ha resultado tan complicada.
—¡Ja! —repitió la vieja dama.
—Mamá Trahearne, ¿quieres que te traiga tu vaso de vino? —preguntó Catherine.
—Creo que esperaré hasta la hora de acostarme —repuso la anciana—. Así quizá logre dormir esta noche.
—Como desees —dijo Catherine, y luego añadió, dirigiéndose a mí—: Le ofrecería que se quede a cenar, pero seguramente ya habrá hecho otros planes. Y ahora, lo lamento mucho, pero tengo que ducharme antes de sentarme a la mesa. —Me asaltó la incómoda sensación de que me había mencionado lo de la ducha no por una cuestión de modales, sino para que pensara en su cuerpo tostado, desnudo, bajo el chorro de agua caliente y jabonosa—. Si me envía la factura, me encargaré de que la cobre inmediatamente. Y deje que le dé las gracias una vez más. Ha sido un placer conocerle.
Estrechó mi mano y entró en el edificio, tensando los vigorosos y flexibles músculos de sus muslos a la luz del sol vespertino.
—Nunca entenderé cómo pudo despreciar mi hijo a una mujer como ésta —dijo Edna Trahearne.
—En ese asunto no sabría ayudarla —farfullé.
—No sea idiota —me regañó la anciana—. Le agradezco las truchas, hijo, pero no tanto como para permitirle que diga imbecilidades en el porche de mi casa.
—Lo siento —dije.
—Tampoco pida perdón —me cortó.
Recogí la caña y me despedí. Mientras regresaba a casa de Trahearne, llegué a la conclusión de que había sido manipulado en aspectos que ni siquiera acertaba a intuir, y por razones que escapaban a mi comprensión. Tal vez era simplemente una diana oportuna… O quizá me había metido en un manicomio. Tenían que estar todos mínimamente chiflados para vivir en tan estrecha vecindad, aunque ignoraba lo que ocurría. De cualquier modo, mi misión había terminado. Lo único que necesitaba saber era que Melinda había prometido filetes para cenar. Me apetecía saborear la carne roja, beber un par de vasos de buen whisky, dormir un sueño sobrio por una noche, y después pensaba salir huyendo de todos ellos.
Al llegar a la casa encontré la cena preparada, pero Trahearne estaba demasiado beodo para probar bocado. Continuaba sentado en su estudio, de cara al escritorio, que se hallaba cubierto de pedazos de papel amarillo arrancados del típico cuaderno pautado, y daba vueltas abstraídamente a una vieja automática del 45 para uso militar mientras Melinda intentaba mantener los filetes poco hechos.
—Ahora ya lo sabe —balbuceó cuando entré en el estudio con bebida para ambos.
—Lo que sé es que la cena está a punto —dije.
—Ha conocido a la bruja y a la mujer dragón, y ha penetrado en el salón de los sueños perdidos —declamó—, de manera que ¿qué otra cosa le queda por ver?
—Vamos a comer algo —sugerí.
—Ay, comer y comer —dijo, entregado por completo a la jerga poética—. Desposado con una mujer entrada en edad, otorgo e imparto leyes desiguales a una raza salvaje que se alimenta, duerme y procrea, y que no sabe quién soy…
—A nadie beneficia que un rey ocioso —parafraseé, retrocediendo una línea— fastidie la cena.
—¿Cómo diantre conoce esos versos? —preguntó Trahearne, con la cara arrugada entre la perplejidad y la embriaguez.
—Cuando era espía interino en la Universidad de Colorado para el Ejército de Estados Unidos —expliqué—, hice un máster en literatura inglesa.
—Me toma el pelo —dijo, echándose hacia atrás en el respaldo del asiento.
—En absoluto.
—Dios santo, chico, bebamos un trago —exclamó— y cuéntemelo todo sobre su experiencia como espía.
—Lo haré mientras cenamos —prometí.
—De acuerdo, joder —renegó el grandullón, a la vez que levantaba fatigosamente su mole de la silla—. Está bien, capullos, probemos la condenada cena. —Volvió a protestar, pero me siguió hasta la mesa.
Si hubiera sabido cómo iba a comportarse, lo habría dejado en el estudio citando al peor Tennyson. El filete estaba recocido, la patata al horno fría, y la ensalada sabía demasiado a vinagre, o así lo proclamó con su atronadora voz de borracho. Tomó unos cuantos bocados, paseó la comida por el plato como si jugase a algún tipo de ajedrez gastronómico y por fin se hundió en su confortable butaca de la cabecera de la mesa, durmiéndose, afortunadamente, sin apenas roncar. Melinda me sonrió e hizo un movimiento de cabeza. Sin embargo, de sus labios no salió ningún reproche.
—Pobre amor mío —musitó—. Su trabajo nunca prospera cuando acaba de volver a casa. Si no le importa, dejaremos que siga descansando mientras cenamos.
—No me importa —dije—. Tengo tanto apetito que incluso podría comer aunque estuviera despierto.
—No sea mezquino —respondió ella en tono amable.
Volvió a sonreír y se pasó la mano por el corto cabello, lo que hizo que el polvo de arcilla que tenía adherido se elevara en una tupida nube. A continuación se concentró de nuevo en el filete, devorándolo como un bracero del campo al concluir la estación de la cosecha. Cuando terminó su trozo, cortó una porción del de Trahearne, que engulló con idéntica fruición. Consumido también éste, propuso que fuéramos a tomar café en la balconada, y dejamos al hombretón dormido en su butaca.
Eran más de las ocho de la tarde, pero el sol septentrional aún trazaba su lento curso hacia las bajas montañas de poniente. La hierba del pasto fue adquiriendo una sombría tonalidad en el límpido aire, y las colinas boscosas cambiaron su verdor por la negra oscuridad de los carbones apagados. Por encima de los llanos, los chotacabras revoloteaban a través de los sauces con su intenso ulular, y las pequeñas truchas saltaban en la neblina flotante que se había desplegado sobre el riachuelo. En las inmediaciones, las luces de Cauldron Springs parpadeaban como hogueras que emitían señales.
—Es una lástima —dijo Melinda con voz queda— que no sea capaz de escribir… sobre este lugar. Mi trabajo no puede ir mejor, ni el suyo ha ido nunca peor, y a pesar de todo él insiste en que no es culpa mía. No obstante, a veces me lo cuestiono…
Calló para tomar unos sorbos de café y fijar en mí, a resguardo tras la taza, una mirada expectante. Pero ya había escuchado todas las confidencias que podía asimilar en un día, de modo que busqué un tema de conversación más banal.
—¿Se crió en estos parajes?
—¿Cómo dice? —inquirió Melinda.
La luz declinante era benévola con sus rasgos, y pensé que si pusiera un poco de su parte —quizá pintarse la cara, dejarse el pelo largo y no vestir exclusivamente vaqueros abombados— podría ser una mujer atractiva. Se sonrojó al notar que la estudiaba, y me pregunté qué sentiría cuando veía la radiante belleza de Catherine o, también, qué emoción transmitía a sus dedos al modelar los exquisitos perfiles sobre el barro.
—Quería saber si se crió en Montana —puntualicé.
—No, ¡qué va! —contestó rápidamente, casi como si se avergonzara de que no fuese así—. Crecí entre el condado de Marin, situado frente a la bahía de San Francisco, Sun Valley y el sur de Francia. —Por su tono, se diría que había repetido tantas veces esa misma parrafada que empezaba a hastiarla. Ella también se dio cuenta—. Lo lamento mucho —añadió—, adoro esta parte del país y temo haberle parecido un poco engreída, ya me entiende, una pobre chica rica y todo lo demás. Me gustaría haberme criado en un pequeño rancho más o menos como éste, pero mis padres eran ambos de familia acomodada (no millonarios, desde luego, aunque sí con una buena posición gracias a los ingresos de fincas y fondos de inversiones) y practicaron un sinfín de aficiones, ¡qué sé yo!, el violonchelo y el violín, la pintura abstracta, el submarinismo, el esquí… Unos diletantes de la peor especie, lo admito —dijo con una afable sonrisa—, aunque fueron siempre unas personas buenas y cariñosas.
—¿Todavía viajan de un lado a otro? —pregunté, fiel a mi intento de hilvanar una conversación con aquella infeliz muchachita adinerada a la que Trahearne, pese a sus múltiples defectos, se le debió de antojar tan real y apasionante como una tempestad en el Atlántico Norte.
—¿Se refiere a mis padres?
—Sí.
—No, me temo que están muertos.
—Lo siento —dije.
—Mi madre falleció en un accidente de esquí en los Alpes —me relató—, y mi padre murió de pena, o al menos fue lo que me dije a mí misma. Despeñó su Alfa por una curva en la Costa Brava.
—Lo siento mucho —repetí.
—Se lo agradezco, pero no es necesario —respondió Melinda—. Ahora todo aquello me parece tan remoto, tan lejano… —Enseguida se animó, irguiendo la cabeza en la silla—. Ni qué decir tiene que estoy muy contenta de que ninguno de los dos resultara herido en el accidente.
—Fue sólo un topetazo sin consecuencias —dije, ya que ignoraba lo que le había contado Trahearne.
—Tuvo que ser algo más —recalcó— para que Trahearne pasara tres días en el hospital.
—Estuvo solamente en observación —improvisé, alegrándome de mantener los sentidos alerta. Si Trahearne no quería que su joven esposa supiera que le habían disparado, obviamente no sería yo quien se lo revelase.
—Debió de sufrir una buena caída al salir proyectado —dijo—. Las cicatrices de las ancas tienen aspecto de haber sido graves.
—Fue un mal menor.
—¿Cómo ocurrió? —preguntó, pero no tuve la impresión de que me estuviera sondeando.
—Francamente, estaba demasiado borracho para saberlo con exactitud —dije.
—En cualquier caso, le doy las gracias por cuidarlo.
—Lo pasamos muy bien juntos —repondí—. No sabría decirle quién cuidaba a quién.
—Parece… parece que fue un viaje bastante alocado —comentó Melinda, e hizo una pausa—. Verá, nosotros nos conocimos en circunstancias similares. Yo daba clases en un taller de verano y estaba tomando unos refrescos en el lodge de Sun Valley con varios estudiantes, cuando Trahearne, ese hombre colosal, magnífico y lleno de vida, entró desde la terraza y se sentó a mi lado en la barra, me invitó a una copa, luego otra, y sin saber cómo nos escapamos juntos. No fui consciente de quién era hasta que hubimos recorrido todo el camino de Méjico (habíamos acordado no darnos los respectivos nombres, ya sabe, fue esa clase de aventura) y le oí deletrear su apellido a los agentes de la frontera mejicana para rellenar el formulario del ¿cómo se llama?… del visado de tránsito. ¡No me lo podía creer! Me había fugado con el hombre más vivo que había visto jamás, y resultó ser Abraham Trahearne. La vida es extraña. ¿Quién iba a sospechar todo lo que daría de sí un gesto tan nimio como invitarme a un trago?
—A propósito del gran hombre —dije, procurando no parecer sarcástico—, ¿quiere que la ayude a acostarlo?
—No es necesario —repuso—. Dentro de un par de horas se despertará exigiendo whisky y mujeres salvajes, muy salvajes. —La sonrisa que se dibujaba en su rostro indicaba que podía asumir perfectamente el papel de mujer salvaje. La creí por un segundo, hasta que volvió la cara y pensé que, si tenía una faceta desenfrenada, la guardaba muy bien escondida bajo esa fachada gris—. Le he aburrido con mi pequeña historia de amor, ¿no es verdad?
—Nada de eso —le aseguré—. Lo que pasa es que había planeado liar el petate e irme ahora que estoy sobrio.
—Trahearne se llevará un disgusto —comentó ella con aparente sinceridad.
—Sí, pero trabajo también en otro caso —dije— y tengo que estar en Oregón desde ayer.
—Mañana siempre es tarde, ¿no es así?
—En efecto.
—¡Ha usado una expresión tan emocionante!
—¿Cuál?
—La de «trabajar en otro caso» —dijo Melinda—. Sugiere oscuras intrigas, misterios insondables, la clase de epopeya romántica que está vetada al común de los mortales.
—Me temo que consiste más bien en confiscar coches y peinar los bares en busca de maridos fugitivos —expliqué.
—O de hijos desaparecidos.
—Algunas veces sí.
—Eso tiene que ser fantástico —dijo—, como rescatar a un príncipe robado por una tribu de gitanos o historias semejantes.
—No conozco ni a gitanos ni a príncipes —confesé.
—Lo que no es razón para desistir —sentenció Melinda, con una nota quejumbrosa asomando en su voz, un grito ahogado como el de un animal perdido y moribundo—. Lamento mucho que se vaya.
—Debo hacerlo —dije.
—Lo comprendo. Estoy segura de hablar en nombre de Trahearne si le digo que siempre será bienvenido en nuestro hogar. Y yo siento lo mismo. Por favor, venga cuando quiera que se lo dicte su estado de ánimo.
—Por supuesto —respondí—, muy agradecido.
No se me ocurría qué estado anímico podría inducirme a regresar a aquella casa de locos. Nos despedimos, y mientras me alejaba, por contraste, la búsqueda de Betty Sue Flowers me pareció un acto de cordura.
Conduciendo sin descanso, llegué a Grants Pass de un tirón, tras pasar al volante diecinueve pacíficas horas. Al llegar me registré en un motel, y dormí como un tronco hasta las diez de la mañana siguiente.
En la oficina del sheriff del condado de Josephine, cuando me personé para informarles de que estaba en la zona y que no tenía intención de infringir ninguna ley, la perspectiva pareció fastidiarles pero me dieron una dirección. No me dijeron qué buscar, sin embargo, y un par de horas más tarde me había adentrado en las montañas Siskiyous, circulando por un camino de grava repleto de baches a orillas de un torrente que desaguaba en el río Applegate. A unos quince kilómetros cuesta arriba, el paisaje se abría en un precioso valle, y comprendí la sonrisa que había visto en la cara del funcionario.
Una cabaña prefabricada con un gran tejado de dos aguas se erguía al lado del camino, rodeada de banderines de plástico multicolores que ondeaban en unos cables poco tensos. Un voluminoso cartel anunciaba en la parte central: FINCAS DE VERANO SOL PONIENTE. En cuanto aparqué, un joven alto salió a todo correr de la cabaña, haciendo crujir el porche de pino barato con sus botas de excursionista.
—Hola, señor —me saludó jovialmente—, ¿en qué puedo servirle?
—Creo que estoy buscando una casa de retiro —dije, y de repente incluso a mí me pareció verdad. Un rincón tranquilo donde pudiera relajarme y meditar sobre todas las empresas disparatadas de mi vida…
—Tengo el sitio ideal para usted —se apresuró a decir—, un solar edificable de cuatro hectáreas con vistas al río, un manantial y un inmejorable emplazamiento de obras. No está urbanizado, desde luego, pero es muy económico.
—En realidad, lo que buscaba es una comuna hippy —concreté.
—Se ha equivocado de lugar —dijo el joven, cortando en seco la perorata y con voz de dureza.
—¿Es usted el dueño de estos terrenos?
—Así es —respondió.
—¿Y no hay ningún hippy?
—Ahora ya no.
—¿Adónde se fueron?
—Dondequiera que vayan los hippies cuando comprueban que vivir de la tierra, al estilo tradicional, cuesta mucho trabajo.
—¿Cómo se hizo con la propiedad? —le inquirí.
—Por si le interesa, me la dejó mi abuela —dijo, al tiempo que apartaba la mirada y pateaba el suelo—. ¿Es algún tipo de agente de la ley?
—Privado —confirmé, y le mostré la licencia.
—No sabe lo que es esto —protestó—. Hoy he atendido a tres compradores potenciales: un criador de pollos de Fresno, una pareja con un reluciente Continental nuevo y un guardia de seguridad.
—No pretendía alentar sus esperanzas —dije.
—Al fin y al cabo, para eso están las esperanzas —repuso el joven con tristeza.
—La comuna era suya, ¿no es cierto?
—Todos cometemos errores —asintió—. ¡Qué diablos! Cumplí veintiún años en Vietnam, heredé este terreno y un mendrugo de pan y, a mi vuelta, en lo único que podía pensar era en tener paz, narcóticos y unas cuantas hippies con vello en las piernas. Entonces me pareció el paraíso terrenal.
—¿Qué ocurrió?
—Que los tiempos cambian —dijo llanamente—, y se agotó el dinero. Yo creía que aquí podríamos generar un medio de vida, pero nadie se apuntó al reparto de tareas. Aquel hatajo de vagos se negó a trabajar, así que, en un subidón de ácido, me embarqué en mi particular misión de acoso y derribo, quemé su alcohol barato y reubiqué a los muy mamones. Debería haber visto cómo corrían.
—¿Y ahora quiere vender la tierra?
—Excepto una sección de seiscientos cincuenta metros cuadrados en uno de los extremos —puntualizó—. Si no lo hago, mi única alternativa es emplearme otros seis meses en el oleoducto del norte, y Alaska puede ser una maravilla, a menos que tengas que trabajar expuesto al frío… y allí hace frío siempre.
—¿Cuánto tiempo hace que se fueron sus compañeros?
—Cuatro o cinco años —calculó el antiguo hippy—. ¿A quién está buscando?
—A Betty Sue Flowers —dije, y le enseñé la fotografía.
—Tiene que estar de broma —comentó al mirarla.
—En absoluto, es cierto que intento localizarla.
—No me refiero a eso, detective, lo que me parece un chiste es que esta chica sea ella —dijo—. Cuando vivía aquí estaba gorda como un tonel. Tenía un buen polvo, pero era una auténtica vaca.
—¿Entonces la recuerda?
—Nadie podría olvidar unos revolcones semejantes —dijo, y suspiró con aire misterioso, como si se acordara también de muchas cosas más—. Oiga, ¿no tendrá por casualidad otra cerveza como ésa? —preguntó, señalando la que había dejado en el vehículo.
Asentí con la cabeza y saqué dos botellas frescas de la nevera portátil. Fuimos paseando hasta la cabaña para sentarnos en los escalones del porche.
—Sexualmente era un fenómeno, amigo, quizás incluso demasiado —siguió hablando el joven—. Por cierto, ¿cómo es que va tras su pista?
—No se ha puesto en contacto con su familia durante varios años y les gustaría encontrarla, verla de nuevo.
—Probablemente no.
—¿Por qué lo dice?
—Amigo, he conocido a algunas mujeres pasadas de vueltas, tanto en Vietnam como en el oleoducto, y he montado números de los que prefiero no acordarme a plena luz del día, pero con ella… con ella era diferente.
—¿La consideraba su novia?
—Todos nos acostábamos con todos —dijo el ex hippy—. Ya sabe, pretendíamos abolir el concepto de propiedad privada o de posesión personal. Qué caramba, detective, si te drogas lo suficiente acabas por aceptarlo.
—Usted al menos se podía aferrar a sus tierras.
—A duras penas —replicó—. Ellos me apremiaban a poner la escritura a nombre de la comunidad, ya me entiende, alegando que había incurrido en una especie de abuso de poder porque era propietario del terreno. Aquello fue lo que finalmente me hizo explotar.
—¿Se marchó Betty Sue en ese momento?
—No, ella ya se había ido —dijo—. No llevaba mucho tiempo entre nosotros cuando se largó con un sujeto más viejo. Es posible que también vinieran los dos juntos, pero lo he olvidado.
—¿Podría decirme el nombre de él?
—Jack o algo parecido. No éramos muy quisquillosos con los apellidos, ¿sabe?, porque constituían un vestigio más de la vida fascista de clase media u otra memez por el estilo.
—Randall Jackson.
—Suena bien, amigo, pero no lo recuerdo.
—Un hombre barrigón, patizambo y con un principio de calva.
—¡Ése era el pervertido! —exclamó.
—¿Pervertido?
—Quería que le financiase una película porno disfrazada como un estudio sociológico de la libertad sexual en las comunas. Me dijo que tenía numerosos canales de distribución, y afirmaba que ganaríamos un dineral. ¿Le conoce?
—No nos han presentado personalmente —dije—, pero sí, sé quién es.
—¿Qué fue de él?
—He oído rumores de que está en Denver, comercializando libros guarros.
—Me cuadra —dijo. Estuvimos unos minutos sentados, escuchando el aleteo de los banderines de plástico—. Esto parece el aparcamiento de una maldita tienda de coches usados, ¿no es verdad? —Hice un signo afirmativo—. Creo que cuando decidí vender la propiedad, quería que tuviera una pinta lo más sórdida posible —me explicó—. Oiga, si tiene otra cerveza, tal vez se la canjearía por una parcela.
—Le daré la cerveza —ofrecí—, pero ya tengo un par de hectáreas en Montana, en el Ramal Norte del Flathead. Lo siento.
—No tiene por qué sentirlo —dijo el tipo, tras volver él mismo con las dos cervezas.
—¿Cómo va la venta de los solares?
—Como rosquillas desde luego que no —respondió—. El último mes he colocado dos parcelas de otras tantas hectáreas, y tuve que hacerme cargo yo del papeleo. El dinero fluye con cuentagotas. Sin embargo, he recibido una oferta en firme de una agencia inmobiliaria, ya sabe, una de esas organizaciones que venden solares por hectáreas en la televisión y los suplementos dominicales. El único problema es que quieren toda la tierra, porque dicen que si conservo mi pequeña sección anulará su proyección urbanística o no sé qué mierda. A menos que me deshaga pronto de algunos terrenos más, tendré que aceptar la propuesta.
—Imagino que es mejor que nada.
—Es igual que nada —me corrigió el hippy—. Es tan sólo dinero, y ¡maldita sea! mi bisabuelo nació en la ruta de Oregón, en el trayecto de la segunda caravana de Applegate, y mi abuela vio la luz en una cabaña de troncos que todavía aguanta en pie a unos ocho kilómetros río arriba, de modo que aquí estoy yo, sentado bajo un montón de banderitas de plástico.
—Como usted mismo ha dicho, los tiempos cambian.
—Sí —murmuró—, pero ¿quiere saber lo que más detesto?
—Adelante, cuéntemelo.
—Una de estas noches, mi buen amigo, estaré cómodamente en Santa Cruz, cargado hasta las cejas mientras veo la película de madrugada, y un vaquero fracasado aparecerá en la pantalla del televisor para ofrecer mi tierra fragmentada en parcelas insignificantes. Eso sí que será una putada.
—Quizá podría criar cabezas de ganado o algo similar.
—Demonios, ¿ha visto las últimas cotizaciones del mercado? —dijo—. Hay que tener un buen fajo de billetes sólo para entrar en el negocio ganadero y perder el culo en el intento. Además, he sido un holgazán demasiado tiempo para dejarlo ahora —declaró, antes de hacer una pausa—. Oiga, amigo, por su aspecto diría que se ha colocado alguna que otra vez, y yo guardo en el bolsillo un canuto que es pura dinamita. Si aún le quedan un par de birras, podríamos pasar el rato, fliparnos y esperar a los clientes, que de todos modos no van a venir por aquí.
Nos fumamos su porro y nos bebimos mi cerveza, observamos la trayectoria del sol a través de los inmensos espacios abiertos de un cielo totalmente azul, hablamos de caravanas de carromatos y antiguas rutas, de cómo podrían haber sido las cosas, y él me describió la tienda de motocicletas que tal vez abriría en Santa Cruz, pero ni mencionamos a Betty Sue Flowers ni el colocón nos hizo volar muy alto.