Entre melopeas y resacas, Trahearne y yo tardamos dos días enteros en cubrir el trayecto hasta Bakersfield, pero cuando dejamos el motel con destino al establecimiento del padre de Betty Sue ambos estábamos sobrios y sin trastornos destacables, lo que era muy conveniente, porque parecía ser la clase de bar y club nocturno donde un hombre necesitaba tener intactas sus facultades para entrar. El letrero de la marquesina prometía baile diario al son de la música de Jimmy Joe Flowers y los Pickers, y el aspecto del local, un edificio cuadrangular de hormigón rodeado por un aparcamiento al aire libre, auguraba todos los problemas que uno pudiera asumir. Al ser una hora temprana, no obstante, coincidimos con el turno del almuerzo: un par de soldadores y un agente comercial que pidió cervezas y cócteles Slim Jim. El camarero diurno me dijo que el señor Flowers solía llegar pasada la una y media y, efectivamente, a las dos en punto sus botas de piel de avestruz resonaron a través de la puerta. La piel del avestruz proporciona un excelente cuero para el calzado —si a uno le gustan, claro está, esas superficies que dan la impresión de que el bicho ha muerto de acné terminal— y casaba bien con el traje informal «estilo Oeste» de Flowers, de lana gruesa en color granate, del mismo modo que su atuendo hacía juego con el de la mujer que lo acompañaba.
Flowers derrochó sonrisas y felices apretones de mano… hasta que le enseñé mi licencia y le comuniqué el motivo de mi visita. Entonces arrugó la frente y entró con su secretaria en el cuchitril que llamaba despacho. Al ver que yo no seguía sus pasos, salió de nuevo y agitó apremiantemente la mano para invitarme a pasar. Dijo que quería explicarme algo con cierto detenimiento.
—¡Esa pequeña zorra desagradecida! —despotricó, a la vez que golpeaba con la mano su endeble escritorio—. Nunca pensé que una hija mía acabaría haciéndose hippy, le aseguro que no se me pasó por la cabeza ni un solo minuto. Quiero decir que, ¡diablos!, me gusta ver que los jóvenes lo pasan bien, pero tienen que trabajar para ganárselo. Entiéndame, perdí a un chico en la guerra de Vietnam y, de no tener la rodilla atrofiada, podría haber perdido también al otro, y en cuanto doy media vuelta me encuentro a mi hija convertida en una maldita hippy. Verá, lo que digo es que primero me entero de que ha huido sin terminar los estudios de bachillerato (ya sabe lo importante que es la educación hoy en día), y aquí estoy yo, su amante padre, ya me comprende, sin recibir una única y solitaria palabra suya durante cuatro, quizá cinco años, hasta que de pronto una noche me llama a cobro revertido, ¡cómo no!, y me despierta de un profundo sueño. —Calló un instante para mirar a su secretaria—. ¿Te acuerdas de aquel suceso, cariño? —le dijo. Ella se inclinó y dio unas palmaditas en su mejilla recién afeitada y empolvada, como si el esfuerzo de despertarse hubiera sido peor de lo que podía soportar.
»¿Y sabe lo que quería? —me preguntó abruptamente. No me dio tiempo a responder—. Dinero, por el amor de Dios, quería dinero con el que poder salir de aquella hedionda comuna donde se habían arrejuntado como si fueran animales. —Hizo una nueva pausa y sacudió la cabeza—. ¿Adivina qué le contesté? —Yo ni siquiera me moví—. Le dije que no le había enviado un solo e insignificante centavo para meterse en apuros y que no pensaba prestarle ni un jodido dólar para sacarla de ellos. No lo hubiera hecho por nada del mundo, ya sabe a qué me refiero.
El padre de Betty Sue no me iba a facilitar más información aunque la tuviera, de modo que no necesitaba ser simpático para causar buena impresión.
—Se refiere a que, además, esos mugrientos hippies probablemente esnifaban droga —dije.
—Veo que no se anda con chiquitas, colega —replicó, fijando en mí unos ojos tan poco efervescentes como una cerveza del día anterior. Luego sonrió sólo con la boca—. Pero me parece bien, porque hay que tener sobre los hombros una mente muy perspicaz para venir a la ciudad y soltarme ese comentario.
—Me lo contó Peggy Bain —dije. No deseaba que me atribuyese una perspicacia excesiva.
Flowers suspiró pesadamente, como si aquella conversación hubiera sido el trabajo más difícil al que se había enfrentado en mucho tiempo. Su secretaria le dio una nueva palmada, ahora en el hombro.
—No olvides tu corazón, amor —murmuró. Se había vestido para la ocasión, lo mismo que él, pero su idea de una gatita sexual me recordó a esas muñecas que el gato arrastra por los cabellos.
—La mayoría de las drogas te idiotizan —me aleccionó Flowers—, pero la cocaína es el colocón de los inteligentes. Hay que ser listo para gozar de ella y rico para adquirirla.
—En mi profesión conviene estar siempre alerta —contesté—, así que no quiero saber nada de drogas.
—Me he dado cuenta —dijo desdeñosamente—. ¿Cuánto dinero le paga Rosie por esta empresa descabellada?
—Bastante menos del que se necesita —respondí, con la intención de insultar al tipo.
—Siempre fue cicatera con los billetes verdes —bromeó él, ajeno a mi tono—. ¡Condenada arpía!
—Bueno, digamos que el establecimiento de Rosie no es tan rentable como el suyo —recalqué—. Debió de irle muy bien en el negocio de las ollas de aluminio.
—¿Le gustaría que esa lengua tan afilada se le incrustara en el otro lado del cráneo, colega? —dijo Flowers sin alterarse—. O tal vez podría partirse una pierna a la altura de la rótula.
—No lo conseguirá sin ayuda —lo desafié estúpidamente.
—Lo único que tengo que hacer es chasquear los dedos —afirmó, al tiempo que levantaba la mano—. ¿Entiende lo que quiero decir?
—Que tiene los contactos necesarios, ¿no es así?
—Podría expresarlo de ese modo.
—¿Y se puede saber qué hace un buen muchacho como usted con contactos de esa ralea? —pregunté en tono guasón.
—Ganarme la vida —me cortó.
—De acuerdo —dije—, lo lamento.
—Al salir, procure que la puerta no le embista por el culo —me advirtió.
—Dé recuerdos a la familia de mi parte —contesté como despedida.
Quizá Flowers se había echado un farol, pero no me apetecía nada comprobarlo. Me fui del bar a toda prisa, para inmensa satisfacción de Trahearne.
—Este antro me da escalofríos —dijo cuando estábamos ya en el exterior.
—A mí también —admití, y le expliqué los motivos camino del vehículo.
Dado que necesitaba un poco de tiempo para pensar en el caso de Betty Sue Flowers, y puesto que la salud de Trahearne requería unos días de recuperación con todos los lujos, viajamos directamente hasta San Francisco y el hombretón nos registró a los dos en una suite del hotel Saint Francis.
Tiempo para la reflexión y para restablecerse… Cigarrillos, vodka y chicas salvajes, muy salvajes. Una de estilo ejecutivo estuvo todo el rato parloteando en mi oído sobre su psiquiatra, así que le dediqué un orgasmo fingido y me oculté en la ducha hasta que fue a ocuparse de otros asuntos. Luego apareció la poetisa, una antigua amiga de Trahearne, tan sádica que me hizo correr de puro miedo. Esconderme en la ducha no sirvió de nada. Entró conmigo y me dio un interminable discurso sobre mi responsabilidad para con las mujeres en general y con ella en particular. En medio de un torpor etílico, Trahearne salió dando tumbos del bar terraza del vestíbulo y cayó de bruces contra un ficus, para gran consternación de la gerencia. Sin saber cómo, empotré su descapotable en la parte trasera de un tranvía. Nadie resultó herido, pero tuve que soportar un chaparrón de insultos por haber intentado destruir un monumento público. El revisor y los pasajeros se comportaron como si hubiera atropellado a una monja. Lo peor de todo, sin embargo, fue que Fireball se aficionó a lucir un collar de piedras falsas y a beber cerveza japonesa.
Una tarde, la situación llegó drásticamente a su fin. Fireball estaba bebiendo agua en la taza del inodoro, una mujer rubia con un par de botas rojas dormía en el sofá desnuda, en una postura sumamente reveladora, y la habitación olía como una de las peores pensiones del barrio bajo.
—Ésta no es vida para un adulto —anunció Trahearne después de despertarme—. Vamos a casa —dijo.
—La casa de un hombre es el lugar donde cuelga su resaca —repliqué.
—Tengamos más movimiento y menos sermones de hormigas reaccionarias —gruñó, sujetándose la cabeza con delicadeza.
Una vez tomada la decisión de volver al hogar, Trahearne no estaba dispuesto a esperar por nada ni por nadie, ni siquiera a que se despertase la mujer rubia. Estuvo refunfuñando el escaso tiempo que empleé en hacer el equipaje, y lamentándose todo el trayecto hasta Sonoma, donde hice un rodeo hasta el bar de Rosie para dejar a su perro y recoger una barra de remolque y mi camioneta. Para mi sorpresa, detrás del mostrador había una desconocida. Me dijo que Rosie estaba descansando en su caravana y que no debía molestarla, pero era preciso hacerlo.
Rosie acudió a la puerta después de que Fireball y yo pasáramos varios minutos en los escalones de entrada. Se había envuelto apresuradamente en un albornoz de felpilla de un descolorido tono granate, y tenía el pelo enmarañado por el sueño y el sudor. Fireball se abrió paso junto a mí y fue trotando al fondo de la caravana, donde resonaba el murmullo de unos ronquidos masculinos.
—¿Qué demonios lleva ese animal en el cuello? —preguntó Rosie, que no parecía estar muy contenta de verme—. Deberías haber telefoneado. En fin, dame un momento para adecentarme —añadió.
—Lo siento, pero no he sabido que veníamos hasta hace menos de una hora —dije.
—Veo que te has corrido una buena juerga.
—He tenido toda la diversión que podía aguantar mi cuerpo —contesté.
—¿Has encontrado a mi niña?
Negué con la cabeza y bajé la mirada. Rosie intentó ocultar las largas, retorcidas y amarillentas uñas de sus pies, primero con una planta y luego con la otra. Volví a alzar la vista.
—Al menos habrás recabado algún indicio —aventuró.
—Sólo el rumor —dije— de que estuvo viviendo en Oregón hace seis o siete años.
—¿De dónde has sacado esa información? —Rosie estaba visiblemente contrariada.
—De su padre.
—¿Has hablado con ese cabrón inútil? —dijo.
—Todo el tiempo que me fue posible —repuse.
—¿Cómo está?
—Tiene su propia banda de música —resumí— y un local donde actuar.
—Estoy segura de que la gestión la llevan otros —afirmó.
—Ha contratado a una secretaria —dije.
—No, no van por ahí los tiros —declaró Rosie—. Jimmy Joe tiene un miedo cerval a las mujeres inteligentes. Tal vez incluso habría querido a Betty Sue si no hubiera sido tan lista.
—Puede ser —dije—. Oye, puesto que no he descubierto nada en concreto, ¿por qué no recuperas tu dinero? —Intenté entregarle un fajo de billetes doblados.
—Déjate de tonterías —respondió.
—Cógelo.
—Te lo has ganado.
—De acuerdo —cedí—, me detendré cuando atravesemos Oregón y haré algunas pesquisas más. —Aquello era exactamente lo que me resistía a hacer. No quería seguir buscando, no quería recoger más piezas sueltas de Betty Sue Flowers—. Si encuentro algo, te llamaré.
—Te lo agradecería —dijo Rosie—, pero ya has hecho más trabajo que el que te he pagado.
En el pasillo, pasada la sala de estar, llenaron el viciado aire los crujidos de unos muelles y una serie de reniegos ahogados. Fireball se había reunido en la cama con el durmiente, y al señor no le había gustado. Rosie se sintió violenta y dio media vuelta para silenciar a su amigo. Al moverse, expuso a la vista un cartel de Johnny Cash a tamaño natural que adornaba la pared de detrás. Luego se centró de nuevo en mí.
—¿Es verdad que te he pagado menos de lo que vale tu trabajo?
—Te advertí que era dinero perdido —dije.
—Es mío y puedo tirarlo si quiero —me replicó—. Te doy las gracias por intentarlo. Hazme una llamada si averiguas algo nuevo en Oregón, pero a cobro revertido ¿vale?, y recuerda que siempre que pases por aquí tendrás un lugar donde tomar una copa en el que tu dinero no será aceptado.
—Es una oferta casi divina —comenté, y Rosie sonrió.
—¿Vas a llevar a casa el coche del grandullón? —preguntó ahora, mirando por detrás de mi hombro. Había enganchado ya el Caddy de Trahearne a la barra de remolque y ésta a mi camioneta.
—Y al grandullón también —puntualicé.
—¿Qué le sucede? ¿No puede conducir?
—Ni siquiera camina bien todavía.
—Tiene que ser fabuloso —murmuró Rosie.
—¿El qué?
—Estar tan forrado que puedas pagar a otro para que te remolque de un lado a otro —me aclaró.
—No sabría decirte —admití.
Entonces, mientras Rosie y yo intercambiábamos adioses, un hombre calvo y velludo, con la panza cervecera colgando sobre sus holgados calzoncillos, irrumpió en escena reclamando cerveza fría, huevos revueltos y amor verdadero. Rosie me invitó a comer con unos ojos que me suplicaban que me fuera, y así lo hice. De todos modos tenía que acompañar a Trahearne a su casa.
Abraham Trahearne había forjado su fama literaria con seis volúmenes de poesía que en su día fueron muy aclamados, dos de los cuales habían sido candidatos a sendos premios nacionales, pero había hecho fortuna gracias a tres novelas: la primera publicada en 1950, la segunda en 1959 y la tercera en 1971. Yo había leído las tres, y aunque estaban ambientadas en lugares distintos y las protagonizaban personajes diversos, no hubiera podido separarlas mentalmente. La primera, titulada The Last Patrol, transcurría en una anónima isla del Pacífico durante la última semana de la segunda guerra mundial. Un escuadrón de infantería de marina ha sido enviado tras las líneas japonesas con la misión de volar un puente estratégico. Antes de emprender la marcha, reciben una señal de radio que les comunica que la guerra ha terminado, pero el joven teniente que comanda la patrulla mantiene la información en secreto. Ya en el puente, los soldados japoneses, enfermos y hambrientos, no tardan en rendirse, mas aun así los marines perpetran una matanza. En el desigual fuego cruzado, una bala alcanza en el pecho al joven teniente que, en su agonía, cuenta la verdad a sus hombres y sonríe feliz porque muere antes de que acabe el conflicto. Según él, la guerra toca a su fin y la paz va a ser un calvario.
En Seadrift, la segunda novela, los supervivientes de un accidente de navegación que flotan a la deriva en una pequeña balsa luchan con ahínco para eludir a sus salvadores. Uno de los náufragos, guionista de Hollywood, convence a los otros de que sobrevivir sin ayuda es más importante que dejarse rescatar. Yo esperaba que en el desenlace del relato serían devorados por una ballena, pero tan sólo muere el guionista al precipitarse en las fauces de un tiburón, lamentando únicamente no haber tenido tiempo para pronunciar un discurso in extremis.
En la tercera historia, Up the River, un dramaturgo alcohólico y su hijo se alían para desencadenar una terrible venganza contra una partida de cazadores de alces que han matado de forma accidental a su respectiva esposa y madre. Cuando muere el último cazador en una trampa para osos, el padre y el hijo todavía ignoran cuál de ellos efectuó físicamente el disparo, aunque tampoco les importa, pues son presas de la fascinación que les produce esta justicia brutal. El hijo se enrola en el ejército con destino a Vietnam, y el autor teatral recobra la sobriedad para escribir una gran obra sobre el amor.
Los tres libros fueron éxitos de ventas, de todos se rodaron unas películas muy taquilleras y, debido quizás a la reputación del autor como poeta, recibieron críticas favorables. Pero en mi modesta opinión, eran unas novelas de tres al cuarto plagadas de símbolos y alusiones literarias. Un crítico que no se dejó impresionar las definió como «bodrios de fantasía». Los personajes masculinos, incluidos los malvados y los cobardes, obedecen a un código machista tan descarado que hasta un punk analfabeto de una banda pachuca del este de Los Angeles lo captaría instantáneamente. Las mujeres cumplen la función de atrezo, decorado y víctimas. En cuanto a los relatos, eran siempre inverosímiles. Pero Trahearne había encontrado su mina de oro y la explotaba como si fuera el filón principal en vez de una veta accesoria, con lo que atesoró una ingente cantidad de dinero y, además, en una época en la que el dinero aún era algo real.
De todos modos, quizá no tuvo otra alternativa. Al regresar de la guerra, descubrió que su madre se había convertido en una escritora rica y aplaudida con dos novelas en torno a las tiernas, conmovedoras y cómicas aventuras de una joven viuda con un hijo de corta edad, que se abre camino en la vida ejerciendo de maestra en una rústica escuela del oeste de Montana. Como me explicó Trahearne, ganó un millón de dólares y nunca volvió a escribir una sola línea, líneas que eran fruto exclusivo de su imaginación, puesto que solamente había practicado la enseñanza durante un año en Cauldron Springs antes de quedarse embarazada y perder su empleo. Trahearne también dijo que no había tenido que preocuparse de escribir la mejor novela de todas, pues la vivió en persona. Cuando afluyó el dinero a raudales, su madre abandonó Seattle y se afincó de nuevo en Cauldron Springs, donde compró las fuentes termales, el hotel anexo y la mayor parte de la localidad, y mantuvo el lugar a flote en los años de carestía en que los baños calientes pasaron de moda, mientras las fluctuaciones del mercado del ganado arruinaban a los rancheros. Nunca dijo una palabra desagradable a nadie, nunca reprochó a aquella pequeña población que la hubiera repudiado en su juventud; se limitó a vivir en su casa de la colina y otear el panorama que tenía a sus pies, sonriendo amablemente, viendo cómo la villa volvía la mirada hacia lo alto.
Con sus primeros ingresos, Trahearne se había construido una casa al otro lado del arroyo que discurría junto al hogar materno, y a excepción de algunos viajes esporádicos a Europa y unas pocas estancias en universidades como escritor visitante, no había vivido en ningún otro sitio. Lo gracioso es que los escenarios de sus poemas siempre estuvieron más allá de un centenar de kilómetros de Cauldron Springs. Escribía sobre las cosas que veía en sus borracheras ambulantes, sobre los caminos, sobre poblaciones de segundo orden cuyo futuro había sido hipotecado por las autopistas, sobre camareras de los puestos de carretera cuya mayor aspiración era mudarse a Omaha o Cheyenne y sobre ecos del pasado que vagaban por el aire como fantasmas funestos, en bares donde los pocos supervivientes de algún desastre incomprensible se reunían para mirar las empolvadas fotografías en sepia de sí mismos, para ensimismarse en la contemplación de las bebidas también sepias de sus vasos. Pero nunca escribió sobre el hogar. Mientras lo llevaba hacia allí, tuve tiempo de sobra para pensar en todos los apátridas.
Mi camioneta era un vehículo híbrido —mitad sedán, mitad camioneta, una excéntrica idea nacida en Detroit para ociosos vaqueros de pacotilla que quieren conducir un camión pequeño sin que sea un camión—, y me encantaba. El individuo indio de Ronan que lo había encargado en primer lugar le hizo algunos arreglos con la finalidad de seguir el circuito de los rodeos como lacero de vaquillas, lo que equivale a cubrir largos trayectos a gran velocidad y arrastrando cargas pesadas. El hombre se cansó del circuito y se hartó más aún de los sustanciosos pagos, y una vez confiscada la adquirí muy barata en el concesionario. Era una preciosidad, con una carrocería rojo fuego, el techo de vinilo negro y una vistosa capota para la plataforma de detrás, toda ella cromada y de diseño, pero además tenía una suspensión heavy duty de vehículo profesional, una caja de cambios de cuatro marchas y un motor trucado de siete mil quinientos centímetros cúbicos encajado debajo del capó. Era una auténtica fiera, capaz de enterrar en polvo a un Corvette en una fracción de segundo o de arrinconar a un Porsche Carrera. De ello daba fe una multa que aún guardaba de un radar de Dakota del Sur por viajar a doscientos veinte kilómetros por hora. Naturalmente consumía, estando un poco al tanto, tres litros y medio cada diez kilómetros, y ni siquiera la Lloyd de Londres me habría querido contratar un seguro, pero con su radio de onda corta, detector de radares y unas cuantas tabletas de metanfetamina de cinco miligramos, incluso un niño podría ganar tiempo remolcando el cacharro de Trahearne, así que volé carretera adelante.
Antes de que Trahearne se despertara de su siesta estábamos en Lovelock, Nevada, pero cuando me detuve a llenar el depósito enderezó la espalda para hacerme compañía. Permaneció en silencio, exceptuando el gorgoteo de algún que otro trago de Wild Turkey, hasta que llegamos a Elko.
—Estoy fatigado y me duele el trasero —dijo—, será mejor que hagamos una pausa para dormir.
—¿Por qué no va a su coche y se acuesta en el asiento? —le sugerí—. Llevo tantas anfetas en el cuerpo que no podría dormir ni aunque me dejase sin sentido de un puñetazo.
—No es culpa mía —respondió—. Pararemos aquí.
—Creía que tenía prisa por volver a casa.
—Escuche, hijo, soy yo el que paga la factura, y cuando ordeno que paremos, usted echa el freno, ¿entendido?
—Muy bien —dije—. Un día soy su mejor compañero de farra, y al siguiente el negro de turno.
Entré en una estación de servicio con las luces apagadas y me apeé de la camioneta.
—¿Se puede saber qué hace? —me interrogó Trahearne. Un segundo después me siguió hasta la parte trasera para repetir la pregunta.
—Estoy soltando este maldito trasto —protesté mientras forcejeaba con las tuercas de la barra de remolque—. Puede conducir solo hasta su casa, viejo amigo, viajar cuando esté a punto y descansar siempre que quiera. Yo me retiro.
Le costó un poco, pero finalmente habló.
—Lo siento mucho, ¿de acuerdo? Diablos, ya ni siquiera tengo sueño.
—¿Está seguro?
—Del todo.
—¿No cambiará de parecer?
—No —dijo—. Y reitero mis disculpas. Como sabe, a veces el dinero vuelve estúpidas a las personas.
—Todavía no lo sé —repuse—, pero cuando su esposa me pague me haré una idea más exacta.
El grandullón se rió y me sacó una cerveza de la nevera portátil.
—Tiene que aprender a relajarse —me aconsejó—, a tomarse las cosas con calma.
—Es que no quería parar —le recordé, y soltó otra carcajada al reanudar la ruta.
Al sur de Arco, mientras veía centellear los faros de los coches a través de las artemisas y la maleza del desierto, Trahearne despertó de nuevo y quiso saber qué me había contado el padre de Betty Sue.
—Intenté decírselo en el camino de regreso a San Francisco —recalqué—, pero usted prefirió hablar de la poetisa con la que iba a hacer el amor.
—Es una amante perversa, muchacho, pero está llena de vida —comentó, y se echó a reír—. Fue una experiencia dura, ¿verdad?
—Se podría expresar de esa manera.
—Veo que no le gusta el sadismo —dijo.
—¿A usted sí?
—En ocasiones resulta útil —murmuró.
—¿Útil para qué?
—Me ayuda a olvidar que estoy realizando un acto insensato que ya he practicado demasiadas veces —dijo a media voz—, con demasiadas mujeres distintas y en demasiados tugurios hediondos.
—Con la poetisa es otro cantar —apunté.
—En efecto —corroboró sin dar más explicaciones—. Y bien, ¿sabía el padre en qué lugar de Oregón había estado la chica?
—No, pero de ser así tampoco me lo habría dicho.
—Se me pasó por la cabeza que quizá querría hacer una incursión en la zona —dijo el grandullón.
—Lo he pensado —admití—, y al final he decidido llevarle a casa primero. Iré allí la semana que viene.
—Se toma muchas molestias por esa joven.
—Almaceno tesoros en el cielo, como dice la Biblia —bromeé—. Rosie me prometió cerveza gratis durante un mes la próxima vez que visite Sonoma.
—A mí no me engaña —dijo Trahearne—. Está obsesionado con la chica.
—Es posible —susurré. Pasamos junto a un letrero que informaba de la distancia hasta el Monumento Nacional de los Cráteres de la Luna—. ¡Oiga! —dije, cambiando de tema—. ¿Sabía que en el Cottontail nos tiramos a la misma prostituta?
—¿Por qué lo hizo? —me preguntó.
—Pensé que, a lo mejor, estar con ella me daría alguna pista.
—Jesús bendito —renegó—, no es de extrañar que sea tan cínico: es un jodido místico disfrazado. —Calló unos segundos—. ¿Le explicó algo? —preguntó, nervioso.
—Expresó ciertas dudas sobre la conquista de la Luna por el hombre —contesté—, pero no dijo nada más.
—Así son las mujeres, hijo, o demasiado fáciles de engatusar o extremadamente difíciles —declaró mi acompañante con un suspiro.
No indagué qué había querido decir. Continué conduciendo hacia las oscuras moles de las montañas que se erguían más allá del desierto, y traté de desterrar a Betty Sue Flowers a los recovecos de mi mente con el suave empujón del whisky de Trahearne.
A pesar de una pequeña cogorza, logré depositar a Trahearne en su casa hacia la medianoche siguiente. El edificio era una estructura baja y alargada de madera y piedra, construida sobre un sótano en desnivel que sobresalía de la ladera de una colina poco inclinada. Cuando aparcamos frente a la fachada, vi a una mujer apoyada en el marco de la puerta abierta, silueteada contra la luz, que tenía cruzados los brazos y los pies en actitud paciente, como si nos esperase, como una esposa solitaria que hubiera pasado varios días en una atalaya escudriñando un mar tenebroso y embravecido.
—¡Por fin en casa! —exclamó Trahearne—. Cada vez que regreso al hogar, me sorprende haber conseguido llegar con vida. Me gusta pensar que estoy predestinado a morir en la carretera, pero imagino que he sido condenado a expirar en mi lecho.
—Sé a qué se refiere —dije.
—Por descontado, se quedará a pasar la noche —me propuso.
—Si tengo que asistir a la escena de una gran riña conyugal —contesté—, prefiero volver cuanto antes a Meriwether.
Trahearne se rió sonoramente, rompiendo la paz de la cabina, y dijo:
—No se preocupe. Melinda es una santa, me perdona antes incluso de que cometa el pecado. Venga, entremos para beber una copa de bienvenida.
Me dio una palmada en el hombro y bajó de la camioneta al grito de «¡Whisky, mujer!». Su estentórea voz retumbó a través del valle, que era poco profundo. En la otra orilla del riachuelo, en la planta superior de la residencia de su madre, se encendió una luz, a la vez que se recortaba en la ventana el oscuro borrón de una cabeza femenina.
—¿En qué orden? —preguntó la mujer de la puerta, sin que tiñera su voz tenue, átona, ni aun la más leve nota de rencor.
—El orden es lo de menos —vociferó Trahearne como respuesta—. Celebra, amor, al marino que regresa del mar, al cazador que desciende de las montañas.
—¿Con el príapo erecto o en horas bajas? —dijo ella socarronamente.
Cuando el hombretón subió, cojeando, la escalera de secuoya que llevaba a la balconada, lo seguí con sus maletas y mi trenca como un fiel porteador nativo.
—¿Quién es tu nuevo mozo —inquirió la esposa—, Gunga Din?
—Vamos Gunga Din, bribón, sahib necesita agua para el whisky —bromeó él, retrocediendo a fin de ayudarme con el equipaje.
—Gracias —dije.
Tuve que hacer un alto en la escalera para mitigar los temblores de piernas que me había causado la anfetamina. Trahearne y su mujer se abrazaron en la entrada, donde ella murmuró cariñosamente eres un maníaco, rió con picardía y lo guió a través del umbral. En el silencio reinante, el riachuelo burbujeaba en su lecho de roca, y la cara de la alejada ventana pareció fijar en mí toda su atención. Ascendí como pude los peldaños en una callada culpabilidad, huyendo de aquella cara.
Cuando alcancé la puerta, que se abría sin transición a una sala de estar tan grande como una casa, Trahearne se había arrellanado en un inmenso butacón de piel y tenía los pies levantados. Su esposa estaba detrás de un escueto mueble bar, manipulando ruidosamente unos cubitos de hielo. Al otro lado de la estancia, en una chimenea en la que se podría haber asado un Volkswagen entero, tres troncos de más de un metro crepitaban alegremente para ahuyentar el frío de las vecinas montañas. Desde mi perspectiva se me antojó un fuego pequeño y acogedor.
—¿Qué le apetece beber, señor Sughrue? —ofreció la esposa.
—Una cerveza, por favor —dije.
Ella abrió una botella, vertió el contenido en una jarra de cerámica y repartió las bebidas, primero a Trahearne y seguidamente a mí. Al pasarme la jarra, dijo:
—Mucho me temo que Trahearne tiene la cortesía social de un pedrusco. Soy Melinda Trahearne. —Me tendió una mano áspera, que apreté al presentarme—. Póngase cómodo —añadió con una sonrisa—. Pasee un poco hasta que se le desentumezca el trasero, y luego tome asiento.
—Gracias —respondí.
Ella volvió de nuevo junto a Trahearne. Así pues, me dediqué a dar vueltas como una peonza mientras Melinda se sentaba en el brazo del sillón de su marido y jugueteaba con su ralo cabello. Estaba tan ostensiblemente feliz de verlo en casa que hice lo posible por no mirarlos para no escuchar sus cuchicheos.
Betty Sue Flowers había absorbido tanto mi mente que ni siquiera me había planteado qué aspecto tendría la segunda esposa de Trahearne, y ahora, a pesar de mis intentos de no mirarla, advertí que era una mujer poco agraciada de unos treinta años, muy diferente de como la habría imaginado de haber pensado en el tema.
No era fea, sino tan sólo común y corriente, y daba la impresión de que acababa de cumplir una dura jornada de trabajo en el campo. Tenía el pelo de un desvaído tono castaño, ni oscuro ni claro, y lo llevaba en un enmarañado corte à la garçonne que exageraba la longitud de la nariz, la anchura de los labios y la ya excesiva separación entre sus ojos. Salvo por la raya de arcilla gris rosado que le cruzaba la frente, no había en su cara ni un gramo de pintura y, aun en la luz tamizada, su tez era cetrina, el color de piel de una convicta o una camarera. Vestía unos vaqueros algo abombados y una sudadera suelta de felpa, de modo que no pude aquilatar su cuerpo; no parecía ni gruesa ni flaca, sino que se desenvolvía con esa clase de gracia calculada que las muchachas ricas aprenden a adoptar desde que dan sus primeros pasos. Sus pies descalzos, asimismo, eran finos y elegantes, bien arreglados, mientras que las manos eran tan rugosas y tan duras como las de un albañil, y los ojos poseían una extraña tonalidad verdiazul que los habría hecho muy hermosos de no ser porque no armonizaban con el color ni del pelo ni del cutis.
Me miró fugazmente, me sorprendió estudiándola y me lanzó una generosa sonrisa, que puso al descubierto la dentadura más recta y homogénea que se podría conseguir con dinero. Si su voz no hubiera carecido tan totalmente de acento, quizás habría deducido que era una de esas jóvenes acomodadas de la Costa Este que se suelen especializar en literatura inglesa y en hockey sobre hierba en cualquiera de las facultades de humanidades conocidas como «siete hermanas». Indiferente a mi escrutinio, la mujer se deslizó del brazo de la butaca para situarse detrás de Trahearne y masajear, con sus fuertes manos, los abultados músculos de los hombros.
—Ya basta, mujer —dijo el grandullón—, la cura sobrepasa la enfermedad. —A la vez que hablaba, le dio unos golpecitos en las manos para que las tuviera quietas.
—Eres un mariquita —respondió ella, riendo.
Fue a recoger las maletas allí donde las habíamos dejado. Cuando las alzó del suelo, aun siendo unos bultos pesados, sus hombros no se contrajeron: las transportó hacia un pasillo sin iluminar como si estuvieran vacías. Yo sabía que no era así. Al alejarse de mi vista, los sólidos contornos de sus caderas se contonearon con una fuerza propia debajo de los holgados vaqueros. Di media vuelta y encontré a Trahearne observando cómo miraba a su esposa.
—¿Cuánto tiempo llevan casados? —pregunté, antes de aplicar mi boca a un proyecto más importante: mi cerveza.
—Casi tres años —contestó Trahearne sin el menor interés.
—Parece una mujer encantadora.
—Encantadora, sí —dijo. Era como si el cansancio disipara su voz.
—Tal vez debería desenganchar los vehículos y reanudar la marcha —dije.
—Bobadas —intervino Melinda desde el pasillo—. Lleva ya muchas horas al volante, e insisto en que duerma aquí por lo menos esta noche.
—Se lo agradezco, señora, pero no quiero abusar de su hospitalidad.
—No es ningún abuso —dijo ella gentilmente—. En el sótano hay habitaciones de invitados libres. Es un lugar íntimo, tranquilo, y podrá entrar y salir sin importunarnos en lo más mínimo. Está equipado con un wet bar, un refrigerador lleno de cervezas, una pequeña cocina y dos televisores en color. Tiene que quedarse.
—Bueno…
—Déjale, que se vaya al diablo —refunfuñó Trahearne—. Es una especie de paleto de campo llevado a las últimas consecuencias, y no puede dormir si no es al raso. Además, nunca ha estado casado y se caga de miedo sólo de pensar en un conflicto doméstico.
—No sea tonto —dijo Melinda, echándose a reír—. El único conflicto que hay en esta familia es el estruendo de los ronquidos de Trahearne. —Se acercó y asió mi equipaje—. Venga conmigo y le enseñaré su habitación.
—Yo me enseñaré a mí mismo el camino de la cama —dijo Trahearne, al tiempo que se incorporaba—. Buenas noches, C. W., y todos esos absurdos formulismos sociales —añadió. Se dirigió sin más hacia el corredor, con la torpeza de un oso herido.
—Hasta mañana —dije, y seguí a su mujer, por la espaciosa y despejada cocina, hacia la escalera.
Abajo, una amplia estancia con las paredes de cristal en la cara orientada al sol ocupaba la mayor parte del sótano, y los dormitorios estaban ubicados al fondo de un pasillo que discurría paralelamente al de la planta baja. Melinda depositó mi bolsa en un pequeño cuarto contiguo al baño, y después me llevó una vez más a la sala de recreo para mostrarme el bar y la reducida cocina.
—Por favor, sírvase con plena libertad —dijo—. En el refrigerador encontrará todo lo necesario para el desayuno, y también para el almuerzo. Lamento informarle de que, dado que Trahearne y yo trabajamos en horarios diferentes, sólo hacemos una comida formal a la hora de cenar, normalmente sobre las siete. Hasta entonces, temo que tendrá que arreglárselas por su cuenta.
—No hay ningún problema —señalé.
—Estoy segura de que no, señor Sughrue —dijo—. Los solteros son siempre los mejores huéspedes. Al parecer, tienen más capacidad para desenvolverse solos que la mayoría de los hombres casados. —Esbozó una leve sonrisa—. ¿No se ha casado nunca?
—No, señora.
—¿Le molesta que le pregunte por qué?
—No me molesta —dije—, pero la verdad es que no sé muy bien cuál es el motivo. Jamás he saltado desde un avión a propósito. Incluso en la escuela de paracaidismo tenían que lanzarme de un puntapié, y supongo que nadie me dio ese puntapié para empujarme al matrimonio.
—Yo he practicado el salto acrobático —me explicó con voz tenue—, y considero el matrimonio igual de emocionante.
—Da la sensación de ser muy feliz —dije.
—Lo soy —me confirmó—. Y, como seguramente habrá notado, le tengo un gran cariño a mi esposo.
—Sí, señora.
—Y él parece haberle tomado bastante afecto —dijo la joven señora Trahearne—, algo que me satisface. No tengo celos de los amigos de mi marido. Sólo espero que nosotros seamos amigos también —concluyó, y me tendió de nuevo la mano.
—Sí, señora —repuse, estrechándosela.
—Que conste que si vuelve a llamarme señora voy a tener que molerlo a palos —me amenazó, imperturbable, antes de estallar en un ataque de risa.
—Supongo que podría perder la compostura y llamarla Doña Melinda —dije, y ambos sonreímos.
—Algo es algo —comentó la mujer.
Me deseó unos sueños placenteros y desapareció. Cuando se hubo ido, su voz continuó resonando en mi cabeza, con palabras y expresiones que parecían no significar nada —como «mi marido» o «refrigerador»—, pero no hice caso de mí mismo.
El viaje en coche y la metanfetamina me habían desestabilizado demasiado para dormir, de manera que me senté frente al televisor, me tomé una cerveza y sintonicé las películas nocturnas por cable emitidas desde Spokane. Aunque estuvieron callados de veinte a treinta minutos, pasado ese tiempo los Trahearne organizaron una conmoción descomunal para ser una pareja inmune a las riñas domésticas. Desde que me había iniciado en el oficio, siempre cubrí el repertorio completo, así que había trabajado en más casos de divorcio de los deseables, más de los que me correspondía llevar en una época en la que aún tenía un socio. No quería enterarme de nada a menos que me pagaran por ello, de modo que elevé el volumen de la televisión, pero aun así oía el fuerte runrún de la voz de Trahearne a través del grosor del suelo. Cualquiera que fuese la razón de su enfado con Melinda, se lo expresó durante toda la segunda mitad de Johnny Guitar y la primera parte de la terrorífica The Beast with a Thousand Eyes. Me pasé al whisky, encontré un paquete de cigarrillos detrás del bar, y salí al exterior por las puertas correderas de cristal. No obstante, incluso allí resonaban los ecos de las invectivas de Trahearne y de la cadenciosa docilidad de ella. Fui pues a ver el resto de la película y subí nuevamente el sonido.
Finalmente, los gritos cesaron, y sus ruidos fueron reemplazados por el chirriar de los travesaños de la cama y el roce de la carne. Aquello me deprimió todavía más que la pelea. Dejé nuevamente el sótano, recorrí el largo tramo que me separaba de los coches y me apoyé en el parachoques de mi camioneta El Camino, humedecido por el relente. En la zona de pasto, las reses hincaban las pezuñas y exhalaban una respiración sorda, resollante, mientras sus dientes planos rechinaban con suavidad sobre la hierba. En la orilla opuesta del arroyo, la otra casa estaba ya en penumbra, aunque aún podía sentir aquella cara escrutadora, escondida tras la débil luz de una lamparilla de noche que refulgía como un espectro más allá de las negras ventanas.
Una vez más, saqué de mi bolsillo la fotografía de Betty Sue Flowers. Estaba en mi poder desde hacía una semana y no se la había enseñado a nadie excepto a mí mismo. En el efímero resplandor de una cerilla, se me antojó un rostro familiar, como si se tratase de una chica con la que había crecido; pero, al morir la llama, llenó mi ceguera la oscilante imagen de la película porno. Ni siquiera entendía por qué me inquietaba tanto, no sabía qué pensar. Sospechaba que ahora mismo era como el resto de su entorno, que quería que encajase en mi imagen de ella, quería que volviese como tal vez podría haber hecho; pero me temía que la verdad subyacente era que Betty Sue prefería mantenerse oculta, vivir su vida fuera del alcance de aquellos deseos absorbentes. A menos que hubiese muerto, y de ser así ya había llevado, como buenamente pudo, la vida que ella misma se forjó. Posé la mirada en el retrato que sostenía en la mano, el que no alcanzaba a ver, y se me aparecieron las imágenes que no podía evocar sin estremecerme, la carne pálida y fláccida que se movía con una gracia innegable, a un tiempo frágil y decidida, infinitamente vulnerable pero incólume a pesar de todo. Avergonzado de mi excitación sexual, avergonzado de mi propia vergüenza y excitado de nuevo al pensarlo, regresé a la casa, ahora callada, para acostarme en la cama vacía.
No pude dormir, pero eso me evitó los sueños desagradables. Bebí, fumé e intenté descifrar distraídamente el techo de la habitación. Cuando se llenó el cenicero que había junto a la cama, lo llevé al cuarto de baño para vaciarlo y, por pura rutina, lo limpié. Era un bloque de barro esmaltado, informe como una roca, con una concavidad lisa y poco profunda en el centro. En el momento en el que eliminé la ceniza apelmazada, surgió a la vista un perfil femenino, un rostro altivo y orgulloso modelado en el barro, del que irradiaba una cascada de cabellos en desorden, como si la figura se irguiese en medio de un viento cósmico. Al fijarme mejor, percibí lo que parecía ser un corro de espectadores, una serie de ojos tallados sutilmente en todo el borde de la concavidad, que admiraban la cara de la mujer con una lujuria próxima al odio. Reparé entonces en el esbelto jarro de cerámica de la repisa del lavabo, que contenía un ramillete de flores secas, y en la colección de rostros de mujer que salpicaban su superficie, con las manos sobre los ojos y unas largas y despeinadas melenas desparramadas en torno a los hombros. Deduje que ambas piezas eran obras de Melinda, una mujer de rasgos comunes que comprendía la maldición de la belleza, y me sentí impresionado. El cenicero era compacto como una piedra, el jarro tan liviano como si lo hubiera modelado a partir del aire, y las caras femeninas más delicadas de lo que sería capaz de expresar.
Habitualmente, en las escapadas al baño de mis noches insomnes, tenía la necesidad de echar una larga mirada a mi propia y maltrecha cara, desfigurada por el whisky, e inspeccionarla en busca de algún atisbo de cómo podría haber sido de no pesar sobre ella tantos años desperdiciados, tantos bares y vida noctámbula. Pero hoy me limité a pasear el pulgar sobre los rostros apresados bajo la dorada y traslúcida capa de esmalte, sobre aquellas mujeres sollozantes, y no me quedó ninguna lástima para mí mismo.
Tomada ya una determinación, fui hasta la cama para dormir primero y, después, ponerme en pie y hacer lo que sabía que era mi deber: pagar mi deuda con las mujeres.