Dicen algunos que los dioses velan por los necios y por los borrachos. Indiscutiblemente, Trahearne y yo éramos candidatos idóneos. Quienesquiera que sean esos algunos, aciertan demasiadas veces y son un consuelo.
Una vez que llegamos al centro de la ciudad, nos detuvimos en un bar tranquilo y llamé por teléfono a todos los traficantes de droga, agentes de policía y antiguas novias que recordaba. Me dieron algunos nombres y números, todos ellos absolutamente inútiles. ¿Cómo iba a saber que hasta el último zar y reyezuelo local del porno pasaban las tardes de los domingos en retiros espirituales, sesiones de concienciación o seminarios de reflexión? Por puro tedio y con la esperanza de mantenerme sobrio, recorrí los bares y los teatros de la zona de Broadway y, en uno de ellos, encontré a un aburrido estudiante universitario en el control de entradas. El chico conocía a un catedrático de sociología que sabía más de cine pornográfico que la Legión de la Decencia e incluso que la mafia.
El catedrático estaba en casa el domingo por la tarde, como cualquier buen ciudadano, viendo una antigua película muda sobre un individuo que es embaucado en la playa por dos chicas y se folla a una cabra a través del agujero de una valla. Varios meses después, una de las timadoras estafa al incauto todo su dinero de bolsillo cuando mete una almohada bajo su anticuado bañador y le acusa de ser el padre de la criatura.
—¡Caramba! —susurró Trahearne, moviéndose en la silla plegable con armazón de metal—. Es casi divertido.
—¿Casi? —dijo el profesor Richter, y lo miró por encima de su nariz aguileña—. ¿Casi? —repitió, con esos aires de propiedad del que ha escrito, dirigido e interpretado el filme. De hecho, se parecía al joven protagonista—. ¡Es desternillante! —gritó—. Ése es el mayor problema de la pornografía moderna: que es demasiado seria… con honrosas excepciones, por descontado. En general, cuando el cine pornográfico recurre al humor lo presenta en su grado más bajo, y siempre que lo toca bien, aunque sea mínimamente, como en el caso de Garganta profunda, tenemos un éxito a escala nacional —sentenció en tono solemne—. Ocurre lo mismo en todas las artes: a medida que avanza la tecnología, el humor decae. Los límites y las definiciones artísticas se difuminan, el arte se ve entonces obligado a satirizarse a sí mismo tan agudamente que las artes plásticas se tornan literarias, y éste es, amigos míos, el primer gran síntoma de su degeneración. —Batió con ligereza sus manos huesudas y grisáceas, estiró las comisuras de los labios y añadió—: ¿No están de acuerdo conmigo?
El hombre tenía los ojos centelleantes y la sonrisa contraída de un fanático, en una faz alargada que no dejaba traslucir emoción alguna, de modo que Trahearne y yo nos apresuramos a asentir. Su cara no era desagradable, sino más bien anodina e histéricamente objetiva. Quizá la constante dieta de películas porno le había desdibujado las facciones, aunque lo que no acertaba a adivinar era qué le había pasado a su atuendo. Se diría que había dormido con aquel traje negro, lleno de brillos, más de una vez y peor que mal. Desde luego había comido enfundado en él, o acaso directamente de él. Una flor de salsa de tomate con un brote reseco de champiñón servían de adorno en el ojal, y su fino corbatín negro, atado en un nudo del tamaño de un guisante común, de servilleta.
—¿En qué puedo ayudarles, señores? —preguntó, al hacerse patente que no habíamos ido a verle para debatir el estado de las artes.
Le mostré la licencia y le referí mi misión. Antes de que terminase, el hombre había corrido hasta un fichero de 12 x 20 centímetros, rebuscado en su interior, y vuelto junto a nosotros sosteniendo en ambas manos multitud de tarjetas con las que señaló las paredes de su reducido piso, donde se amontonaban archivadores, estanterías y pilas de películas enlatadas.
—Pasión animal —anunció el profesor, extendiendo la mano derecha— y Lujuria animal—añadió con la izquierda abierta—. Hagan su elección, caballeros. Ninguna de las dos tiene un título especialmente imaginativo, pero sí muy popular. —Acompañó su propia broma con un leve esbozo de sonrisa.
—Tiene que ser de muy bajo presupuesto —dije—, con un magreo en grupo como apoteosis final.
—Todas son así —replicó el catedrático con su débil mueca—. ¿Puede darme una fecha aproximada?
—Yo diría que se rodó a finales de los sesenta.
—¿La actriz principal era rubia o morena?
—Rubia.
—Conforme —dijo el profesor Richter, antes de devolver las fichas a su archivador y repasarlas de nuevo—. Quizá sea ésta —declaró al leer una tarjeta, y sus delgados y mortecinos labios articularon un largo número. Luego fue a toda prisa hasta un montón de latas de películas y extrajo una del centro, tan precipitadamente que las de encima cayeron al suelo con un batacazo limpio y estruendoso—. Si la memoria no me engaña, ésta es una bazofia —dijo—, sin un solo factor atenuante. ¿Les apetece verla?
—¿Le importa? —consulté a Trahearne.
—¿Por qué habría de importarme? —preguntó él, visiblemente confundido.
—Pensaba en sus ilusiones románticas —dije, y solté una carcajada.
—¡Ah, claro, era eso! —exclamó. La confusión pareció disiparse, aunque debo admitir que más en su mente que en la mía—. Proyéctela —ordenó resueltamente, y Richter ensartó la cinta.
Era un filme muy básico, sin duda, quizás incluso lastimoso.
Y también giraba en torno a Betty Sue Flowers. Daba igual que apartase la mirada, siempre que volvía a centrarla, ella estaba en pantalla. Había engordado lo suficiente para adquirir una figura más que rubeniana y, de no haber sabido moverla con cierta gracia, habría parecido grotesca y cómica en su papel de joven y rolliza ama de casa cubierta únicamente por un delantal de volantes, con la abundante melena rubia recogida en dos pulcras coletas que enmarcaban su cara mofletuda.
El argumento era de poco peso. Para empezar, una acción de segunda fila con un par de perritos de compañía totalmente anonadados, y luego algunos trabajos de primera división con ayuda del vecindario: el cartero, el lechero, dos empleados que venían a medir los contadores y un repartidor de colmado con restos de pancake en las arrugas. Entre los cinco sementales reunían tantas panzas cerveceras, rodillas nudosas, tatuajes emborronados, pies sucios y vergas torcidas que podrían haberse exhibido en una galería de monstruos. En el desenlace, tras formar un amontonamiento cuidadosamente calculado alrededor de la mesa de la cocina, parecían aún más apabullados que los perritos, con las caras desencajadas de dolor mientras Betty Sue se los trabajaba a todos juntos e intentaban correrse a la vez. La gente estaba muy colocada, y el equipo entero daba continuos traspiés por el plató, tropezaba contra los focos o zarandeaba la cámara, enfocando y desenfocando la imagen. Cuando se quedaron sin película, el suspiro de alivio fue casi audible. Aquella cinta era tan excitante como hacerse una paja en un viejo y mugriento calcetín.
No obstante, Betty Sue, a pesar de la gordura y de sus ojos, tan inexpresivos como dos piedras de río, irradiaba algo que no tenía nada que ver con su aspecto físico. Parecía sumirse en la degradación libremente, sin alegría pero con la inquebrantable determinación de hacer un buen papel. Contra mi voluntad, me sentí atraído por ella, lo que me cortó el whisky en el estómago. Traté de asumir una actitud de justa ira, pero mi lucha conmigo mismo acabó en muda tristeza y una enfermiza excitación sexual. Comprendí por qué Gleeson no había querido hablar sobre la película; tampoco yo lo deseaba, menos aún de lo que me gustaba mirar la fea e imponente cicatriz que surcaba el centro de su rechoncho abdomen.
—No le he visto la gracia por ninguna parte —protestó Trahearne, mientras la película se desensartaba y azotaba el aire como una sombra rota.
—Yo soy inocente —dijo Richter, y empezó a rebobinar el rollo.
—Creo que saldré un rato a la calle para tomar aire fresco y unos cuantos litros de whisky —anunció Trahearne, a la vez que levantaba de la silla su humanidad y su cojera.
Cuando se hubo ido, le pregunté al profesor Richter si conocía el nombre de alguno de los actores.
—Debe de estar de guasa —dijo—. En este negocio, sólo la flor y nata tiene nombre, y generalmente son ficticios. De todos modos, he reconocido al sujeto que hacía de lechero… en otro contexto, naturalmente.
—¿Qué contexto?
—Hace tiempo regentaba una librería pornográfica en el centro —me informó el profesor—. Me parece que se llama Randall no sé qué… ¡Ah, sí! Randall Jackson.
—¿Vive todavía en la ciudad? —inquirí.
—No, se marchó después de rodar la película, que de hecho fue su única incursión en ese campo. Creo recordar que alguien me comentó que trabajaba en una distribuidora de libros de bolsillo. Estaba en Denver, si no me equivoco.
Pregunté al profesor si conocía a alguien más o cualquier otro dato relacionado con el filme, pero estaba seguro de no haber vuelto a ver a la chica, lo que, según él, significaba que había dejado el mundillo. Le di las gracias y me incorporé para irme.
—¿Le molestaría que le hiciese una pregunta? —dije.
—Por supuesto que no —contestó cordialmente.
—¿Qué hace con todas estas películas?
—Las catalogo, las clasifico y elaboro un índice sistemático. Estoy preparando un estudio académico sobre la decadencia del cine pornográfico en Estados Unidos.
—¿No es un proyecto algo caro?
—Tengo una subvención —dijo el profesor Richter con total despreocupación.
No pregunté quién se la había dado. No quería saberlo. Cuando salí, estaba canturreando y cargando otra vez el proyector.
En el exterior encontré a Trahearne y a Fireball cómodamente instalados, bebiendo y observando el tráfico de Folson Street: un par de taxis, un loco de la velocidad con cara de cretino y un borrachín oriental. Al subir al coche, deseé haber llevado conmigo una mayor variedad de fármacos adictivos, o quizá tener menos golpes de suerte.
—¿Era ésa la chica que busca? —indagó Trahearne.
—No —mentí—. Guarda un cierto parecido con ella, pero se trata de una jovencita llamada Wilhelmina Fairchild.
—Podría ser un nombre artístico —sugirió Trahearne.
—No —dije de nuevo—. Richter conoce a esa señorita personalmente. Es empleada de un salón de masajes en Richmond, así que, a menos que haya aprendido a hablar con acento alemán después de irse de casa, no era la hija de Rosie.
No acababa de saber por qué le había mentido a mi acompañante. Tal vez sentía vergüenza por solidaridad con Rosie, o incluso por mí mismo. En cualquier caso, no quería que Trahearne se enterase de que era a Betty Sue a la que habíamos visto en la pantalla, mariposeando de mano en mano.
—Lo celebro por Rosie —dijo el grandullón—. Entré en su establecimiento por pura casualidad, y estuve bebiendo allí los días siguientes porque me gustaba el lugar y me caía bien su bulldog. Apenas conversé con ella, pero me encantaba cómo servía la cerveza y su manera de dirigir el bar, y por lo tanto me alegro sinceramente de que su hija no terminara en una situación como ésa… o en otra aún peor.
—Yo también —coincidí.
—¿Cuál es la próxima etapa?
—Palo Alto.
—¿Para qué vamos a ese sitio?
—Para hablar con la mejor amiga de Betty Sue en el instituto —dije.
—A lo mejor no está en casa —repuso Trahearne—. Quizá sería conveniente que la llamara antes de ir. Tengo una idea: ¿por qué no damos una vuelta por la ciudad esta noche? Ya sabe, podríamos tomar unas copas, relajarnos y descansar unas horas.
—Como reza la Biblia, no hay descanso para los impíos —repliqué. En ese momento encajé el Cadillac de Trahearne entre un taxi y un camión con remolque, desgastando por lo menos un par de dólares en neumáticos—. Hace un día estupendo y el viaje es muy agradable —añadí en cuanto el camionero dejó de tocar la bocina.
—Si sobrevivimos —apostilló.
—¿Quiere conducir usted este jodido cacharro? —pregunté furiosamente, desquiciado por mi mentira y por la película.
—Puede llevarlo como mejor le parezca, hijo —respondió Trahearne, alzando las manos—. Pero no la tome conmigo. Yo no soy responsable de los males de este mundo.
—Algunas veces no sabría decir si estoy completamente chiflado o el mundo es una cloaca sin fondo —declaré.
—Ambas cosas son verdad —dijo el hombretón—, aunque tiene un serio problema: es usted un moralista. De todas formas, no se preocupe mucho.
—¿Por qué?
—Se curará con la edad —pronosticó—. Pero ya que hablamos de chiflados, ¿para qué quería ese sujeto tantas películas?
—Si se lo contara, no me creería.
En parte, estaba en lo cierto. Tuvimos un buen viaje. Exceptuando una escaramuza de Fireball con un gran caniche gris que le quiso olisquear el culo en una zona de descanso, y salvo por la ricachona del Mercedes a la que pertenecía el caniche en cuestión y que dio una bofetada a Trahearne cuando le sugirió que hiciera algo impensable y obsceno con su repugnante chucho de fantasía, fue un día placentero. No obstante, Trahearne tenía razón cuando me recomendó que telefonease a Peggy Bain antes de ir a verla.
La chica que ocupaba el apartamento cuya dirección me había facilitado Albert ignoraba dónde vivía Peggy Bain, pero en cambio conocía a alguien que tal vez nos lo indicaría. Pasamos la tarde yendo de los pisos a los bares y vuelta a empezar, hablando con una larga serie de personas que decían saber dónde podía estar. Finalmente, cuando probamos suerte en el último lugar posible, una barbacoa en un jardín de algún punto elevado de La Honda, el sol se ocultaba ya tras las montañas de la costa y Trahearne se puso a aullar como un niño beodo. Había olvidado su promesa de mantenerse sobrio si yo lo estaba. Trahearne y Fireball habían pillado una curda de campeonato. El bulldog, al menos, tuvo la decencia de desmayarse en el asiento trasero. Al aparcar en la hilera de vehículos que había junto a Skyline Drive, Trahearne husmeó el aire, musitó la palabra fiesta y cesó de gimotear.
—Tal vez será preferible que espere en el coche —le insinué.
—Bobadas —dijo, a la vez que sacaba una botella de Turkey sin abrir de debajo del asiento—. Si falla mi número del escritor famoso, muchachote, les enseñaré mi invitación —agregó, enarbolando el whisky—. Suelo ser bien recibido en todas las fiestas —concluyó, y se apeó del Caddy con pasos tambaleantes.
Naturalmente, el viejo cabrón decía la verdad. El joven barbudo que acudió al oír el timbre había conocido a Trahearne unos años antes en Seattle con motivo de una lectura poética, aunque mi compañero no le recordaba, y enseguida nos dio la bienvenida a su casa, presentando a Trahearne a todas sus amistades como si fuese un perpetuo invitado de honor. Al cabo de unos minutos, se había encargado de que tuviésemos vasos, hielo, y a Peggy Bain sentada al otro lado de una mesa de picnic. Trahearne se deshizo del anfitrión y de sus admiradores, tomó asiento al lado de Peggy y dejó caer un macizo brazo sobre su hombro, al tiempo que la llamaba tesoro. Era una mujer comunicativa, con una cara redonda como la luna llena asomando por encima de su grueso poncho de lana. Cuando Trahearne le explicó lo que queríamos, nos miró a ambos de hito en hito y, cargada como estaba, estalló en un ataque de risa tan violento que tuvo que quitarse sus gafas sin montura y depositarlas entre los platos sucios de la mesa.
—Debéis estar de broma —dijo una y otra vez, callando sólo para reírse. Al fin rebajó el grado de hilaridad, se secó las lágrimas de los ojos y añadió—: Tíos, no la he visto desde el bachillerato. —Enmudeció el tiempo justo para sacar de la bocamanga una pipa de hachís, que encendió y ofreció a Trahearne. Él dio una ávida calada, aguantó la respiración y murmuró, como si fuese un adolescente cualquiera, ¡este chocolate es dinamita! Cuando Peggy me pasó la pipa, negué con la cabeza, en un intento de mantener la cabeza despejada unos minutos más—. Hace algunos años coincidí con su padre en Bakersfield, y dijo que Betty Sue había vivido en una comuna del estado de Oregón, pero que ya no estaba allí.
—¿Recuerdas cómo se llamaba? —le pregunté.
—Tío, ¿quién se acuerda de esos nombres? —respondió—. Sueño Astral de los Girasoles o de la Luz del Sol, o Diversión al Sol, u otra soleada y pretenciosa mierda hippy. —Después de carcajearse de su propio chascarrillo, dijo—: Comoquiera que se llamase, creo que estaba en los alrededores de Grants Pass.
—¿Cuándo te viste exactamente con el padre? —inquirí, y Trahearne farfulló un sí mientras acariciaba el hombro bien formado de la joven a través de la áspera lana.
Con una repentina tensión en el rostro, Peggy se caló de nuevo las gafas, suspiró y levantó las manos. Pensé que se disponía a cuestionar con un largo discurso quién diantre era yo para preguntar por Betty Sue, pero se volvió hacia Trahearne y le espetó:
—Oye, tío, no soy una de esas busconas que se tiran a los famosos, ¿entendido? ¿Ves a la mujer que está frente a la puerta trasera de la casa, la que lleva un turbante en la cabeza y una tonelada de metal colgada del cuello? Ahí tendrás toda la acción que quieras, ¿de acuerdo? —A continuación, apartó la manaza de su hombro con un par de dedos, la meció en el aire como si fuera un cangrejo muerto y la soltó sobre la entrepierna de Trahearne.
—Disculpa —susurró el grandullón sin una brizna de sinceridad, mirándose la entrepierna y espiando al mismo tiempo la puerta señalada.
—No te dejes gorronear, amigo —dijo Peggy.
—Descuida —contestó él. Se levantó del banco y, torpemente, se dirigió a la casa.
—¿Qué problema tiene ese tipo? —me preguntó Peggy Bain.
—Son cosas del temperamento artístico —dije—. Cree que los escritores célebres tienen que follar a todas horas.
—No me refería a eso, atontado —me regañó—. Preguntaba por su pierna.
—Una vieja herida de guerra —repuse.
—¿En qué guerra?
—Elige la que prefieras —dije—, son todas iguales. —Había sido adiestrado para dar siempre la respuesta radical correcta por un primer teniente con el pelo cortado al rape, a partir de un libro de texto sobre la materia.
—De acuerdo, señor —contestó ella imitando mi ejemplo.
—Volvamos al tema de Betty Sue —propuse—. ¿Cuánto tiempo hace que te encontraste con su padre?
—No menos de seis años —dijo Peggy—. Lo sé porque todavía estaba casada con aquel patán gilipollas de Santa Rosa. Habíamos ido a Bakersfield para asistir a una especie de marcha de la Unión de Trabajadores Agrícolas, y leí el nombre del padre de Betty Sue en la prensa. Actuaba en un local llamado The Kicker, deduje que abreviatura de Shitkicker o «aldeano pisamierda», así que un grupo nos pegamos una buena fumada y decidimos poner a prueba a los catetos de turno. Por supuesto, llevamos con nosotros a dos de los hippies más grandes del mundo, un par de leñadores de la región de Weed. Queríamos dar un repaso para ver como vivía la otra mitad de la población.
—¿Y cómo les iba?
—Como cabía esperar, tío, en Bakersfield se daban la gran vida, con todos los lujos y comodidades —respondió Peggy sonriendo—. Pero el viejo Flowers resultó ser un tipo genial.
—¿Cómo es eso?
—Era el cantante de la banda, llevaba el bar y trapicheaba con nieve a saco —explicó la joven.
—¿Con cocaína? —puntualicé.
—Ninguna otra sustancia te hace sentir tan bien —dijo—. Al principio creímos que fanfarroneaba para impresionar a los hippies, como suele hacer la gente convencional, presumiendo de vender coca a todas las personas importantes que se corrían una juerga en Bakersfield, pero después de la segunda actuación nos llevó a su despacho, donde nos pusimos en órbita y compramos cinco gramos. Era un género de buena calidad y bastante arreglado de precio.
—Y hablasteis de Betty Sue —apunté, tratando de hacerla regresar de sus recuerdos cocainómanos… y a mí de los míos.
—Así es. Le pregunté si había tenido noticias de ella, y me contó que le había llamado una vez, hacía uno o quizá dos años, pidiéndole dinero para largarse de la casa comunal. Probablemente era una de vuestras típicas comunidades hippies fascistas, tío, ya sabes lo que quiero decir.
—Pero no te acuerdas del nombre.
—Como ya he dicho, amigo, era algo relativo al sol —repitió Peggy, e hizo una pausa para estudiarme con la mirada—. ¿La estás buscando porque se ha metido en algún lío?
—No, no es eso —repliqué. En ese instante me di cuenta de que, después de la película, ni siquiera sabía por qué seguía tras la pista de Betty Sue—. Topé casualmente con su madre y me contrató para que investigara durante unos días.
—Lo siento, no puedo ayudaros.
—No importa —dije—, de todas maneras lleva demasiado tiempo desaparecida.
—A mí me parece que fue ayer —susurró la joven, bajando la cabeza. Todas sus risas delirantes se habían evaporado.
Detrás de Peggy Bain, las nubes disolvieron sus últimas vetas purpúreas en un gris etéreo, neblinoso. Un alto y solitario abeto inclinó su silueta contra el cielo crepuscular. A mi espalda, el jolgorio empezó a retumbar como el trueno. Peggy volvió a encender la pipa de hachís, y esta vez acepté su ofrecimiento. Compartimos el humo mientras los vientos vespertinos se elevaban sobre el frío mar, ascendían por los cerros boscosos y confinaban en el interior del edificio a los participantes de la fiesta, que emitieron un murmullo de quejas como otros tantos niños llamados a abandonar el juego para sumirse en los enmarañados sueños de sus camas tempranas. Los ventanales de cristal cilindrado reflejaron los postreros vestigios del ocaso, y al otro lado, en una suerte de doble exposición, la fiesta continuó silenciosamente su curso, con bocas abiertas, heridas sin grito, gestos sin significado. Junto a una puerta, apuntalado en el muro de enfrente, Trahearne contemplaba tristemente la puesta de sol.
—¿Qué más puedo decirte, tío? —preguntó Peggy cuando se hubo extinguido la pipa.
—No lo sé —admití, y rodeé la mesa de picnic para sentarme a su lado, cerca pero sin sobrepasarme, con los dedos enlazados detrás de la cabeza al apoyarme contra la mesa repleta de desperdicios—. De verdad que no lo sé —insistí, intentado divisar el oleaje oceánico y las brumas del atardecer bajo un cielo inmenso, vacuo, que empezaba a ser invadido por la naciente oscuridad—. Quizá podrías hablarme de ella sin más —sugerí—, contarme todo lo que se te ocurra.
—Eso sería demasiado —comentó.
—Todo lo que expliques es poco —la contradije.
—¿Como qué, por ejemplo?
—No sé, descríbeme qué aspecto tenía en sexto curso, con sus trenzas, los codos y las rodillas al descubierto, o bien dime…
—¡No jodas! —me interrumpió Peggy—. Hay que fastidiarse.
—¿Por qué?
—No llegaste a conocerla, ¿verdad?
—Así es. ¿A qué viene eso?
—Deduzco por el tono de tu voz —dijo— que te has enamorado de ella.
—Son gajes del oficio —contesté, tratando de eludir la cuestión—. Me enamoro de toda la gente a la que persigo. Sencillamente, dejan de ser fotografías y palabras para convertirse en seres humanos. —Di un sorbo a mi bebida a fin de suavizar la áspera sequedad del hachís—. Algunas veces, los individuos a los que creo rastrear resultan no ser las personas que luego encuentro —parloteé—, o algo parecido.
—Corta el rollo, tío —dijo Peggy—. Estás colado por ella. No he conocido a ningún hombre que no acabase igual. Maldita sea, sabía hacer muchas cosas bien, pero nada se le daba mejor que eso.
—¿El qué?
—Conseguir que los hombres bebieran los vientos por ella. Solían recorrer decenas de kilómetros sólo para rendirse a los pies de su reina, para tocarle el dobladillo del traje… ¡Joder, es injusto!
—No te sigo.
—Nunca encontró a nadie que se le pudiera comparar —rectificó Peggy, a la vez que levantaba una copa de vino con sus dedos regordetes—. Era la mujer más hermosa del mundo y todavía estaba en la adolescencia; no era ni más ni menos que yo, tío, una simple muchachita de Sonoma que estudiaba en la escuela secundaria, pero tenía una belleza especial, una belleza solitaria, estaba siempre aislada porque nadie era digno de acercársele.
—¿Era engreída? —le pregunté.
—Ni por asomo, tío —dijo—. ¿Por qué si no iba a caerle bien alguien como yo? Escucha, detective, me pasé los años de colegio en medio de una nube de atractivas jovencitas que querían entablar amistad conmigo para mejorar su imagen luciéndose a mi lado, pero a Betty Sue no le interesaban esas bobadas, era mi amiga y ya está, además de ser más guapa que todas las otras juntas, más inteligente, mejor persona… Lo tenía todo.
—¿Has pensado en ella en todo este tiempo?
—No pasa un solo día en que no la recuerde, tío.
—Ya veo.
—Tú no ves una mierda, amigo —dijo Peggy sin alzar la voz—. La quería, ¿te enteras? Amaba a Betty Sue. He tenido que superar dos matrimonios de pesadilla para comprender lo que estaba sucediendo, pero al fin he recapacitado y he descubierto mi amor por ella. Cuando se fue de casa lloré hasta quedarme ciega, tío, hasta que se me secaron las lágrimas. Antes creía que era un tópico, pero cuando se marchó, el llanto me hizo perder literalmente la visión.
—Lo lamento —murmuré.
—También la odié —me confesó—, aunque la culpa fue mía. Pasé a engrosar la lista de los amantes repudiados, pero durante años ni siquiera fui consciente de mis actos. Y por todos los demonios, si Betty Sue estuviera aquí esta noche, tú y yo la seguiríamos con la lengua fuera. —Amagó una sonrisa mientras me pegaba un ligero puñetazo en el brazo—. Haríamos cola para tener acceso a la dama.
—Yo nunca hago cola por nada —dije en tono desenfadado.
—Con esa mujer matarías sólo por tener la oportunidad de esperar turno —declaró Peggy con una sonrisa afligida—. Aunque puede que exagere… Me he pasado de la raya, ¿no?
—Entiendo lo que quieres decir —respondí—. Gracias por las molestias que te has tomado.
—No ha sido ninguna molestia, tío —dijo Peggy Bain—. Éste es mi estado habitual últimamente. Cuando termine los estudios de abogacía, se lo haré pagar al mundo entero.
Dado que era la primera frase simpática que le oía pronunciar, le deseé buena suerte y agradecí de nuevo su ayuda. Luego me dirigí a un extremo apartado del jardín en busca de un arbusto que regar.
Betty Sue Flowers… Me había entrevistado con tres personas pero no había averiguado nada que mereciese la pena, excepto que todos los que la habían conocido continuaban estando prendados de ella. Quizás a mí también me obsesionaba; quizá no me quedaba ya un resquicio de objetividad. No obstante, tenía que tomar una decisión. Su padre vivía en Bakersfield, Randall Jackson podía seguir trabajando en Denver, y los restos de la comuna estaban en el sur de Oregón. Eran tres largos viajes en direcciones diferentes, y ninguno de ellos se hallaba en la ruta de Montana. Los ochenta y siete dólares de Rosie pronto se esfumarían y no me habían llevado a ninguna parte, aunque sabía desde el principio que era allí, en la nada, donde iba a desembocar aquella historia. Me la sacudí pues del pensamiento y me reincorporé a la fiesta.
Cuando crucé la cocina, Trahearne estaba apoyado en la pared con la mujer de las cadenas, ofreciéndole la bala que le habían extraído de la nalga y diciendo:
—Ay, diablillo encantador, quiero que tengas esto como talismán de la suerte.
Mientras hablaba, le hacía cosquillas bajo el mentón.
—¿Por qué de paso no le lame el brazo? —sugerí, pero ambos prescindieron de mí.
La mujer aceptó el obsequio de la buenaventura con una sonrisa coqueta, y Trahearne se llevó su mano a los labios. En el momento en el que pasaba por su lado, sin embargo, el hombretón me agarró por la nuca con su mano carnosa y me atrajo hacia él, hacia una cara oronda y encendida por el whisky que quedó en suspenso sobre la mía como una criatura masacrada en un mal sueño.
—¿Qué tenía que contarnos la pequeña tortillera? —inquirió.
—Nada que no supiera ya —dije—. Vayámonos de aquí cuanto antes.
—¿Ahora que la fiesta se empieza a poner interesante? —Trahearne lanzó una mirada lasciva a la dama enjoyada, vertió whisky en mi vaso y me dio unas palmadas en el hombro—. Dé una vuelta por ahí —me susurró, antes de abarcar con el brazo a la mujer y, al ritmo de sus musicales tintineos, guiarla hacia la noche estrellada.
—Que se diviertan —dije—. Espero que lo pasen estupendamente.
—Tiene que aprender a relajarse, muchacho —me aconsejó él sin volver la cabeza—, a disfrutar de los buenos ratos.
¡Ah, sí, los buenos ratos! Fiestas que duran eternamente, botellas de whisky que nunca se secan, drogas como esparcimiento; excéntricas mujeres envueltas en satén y tela vaquera, en plata y oro repujado. Sí, la vida fácil, sin el estorbo de una familia, un empleo solvente o la nefasta responsabilidad. La libertad es sólo un equivalente de no tener nada que perder, lo reconozco, y la noche es pequeña para nosotros, demasiado pequeña. La diversión es la quinta copa en una nueva ciudad, o mitigar una resaca con una ducha caliente y una cerveza fría, helada, en una habitación de motel, o el regusto salado y saturado de asfalto del pecho de una autostopista hippy en el tufo sedoso de su saco de dormir. Suma y sigue. Los buenos ratos son en realidad tiempos difíciles, pero no conozco otros mejores.
La mañana siguiente me desperté con un fogonazo de sol sobre la cara en el asiento trasero del descapotable de Trahearne, empapado de rocío, babas de perro y una abundante cascada de recriminaciones. Al sentarme para otear el panorama, me pareció estar en una típica localidad de California, y poco después un repartidor de periódicos me informó de que era Cupertino, lo cual no me ayudó precisamente a situarme. Dos casas calle arriba, un individuo de pelo rizado se alzaba en el camino de acceso a su vivienda, succionando los restos de una caña mientras intentaba esquivar el aluvión de utensilios de cocina que una mano invisible le arrojaba desde el interior, todos refulgentes en la luz matutina. Eludió, riendo y bailando, un tenedor grande y un macizo cucharón de servir, pero el pasapurés le acertó inesperadamente en el labio inferior e hizo manar un chorro de sangre fresca. Cuando empezó a sollozar, una rubia con bata de dormir salió corriendo y lo llevó de vuelta a casa.
Meneé la cabeza, compartí la última cerveza fría con Fireball y lo dejé bajar para que regase el césped de algún vecino. En cuanto terminó, apreté sin parar el claxon de Trahearne hasta que emergió a trompicones de la casa que había en la acera de enfrente, con la camisa en una mano, los zapatos en la otra y el rabo entre las piernas.
—¡Condenada demente! —se quejó mientras arrancaba el motor—. ¿Cómo iba a imaginar que querría meterse en la cama con toda esa puta bisutería? Cielo santo, ha sido como follar en medio de un desguace.
—Siempre es mejor que dormir en el coche —le reproché.
—No me eche la culpa a mí —refunfuñó mientras se ataba el cordón del zapato—. Anoche se negó a entrar en la casa.
—Al menos podría haber extendido la capota.
—Lo hice —dijo Trahearne—, y además dos veces. Pero usted insistió en que la bajase, y luego pronunció ante el mundo un discurso de cuarenta minutos sobre las ventajas de dormir bajo las estrellas para purificar sus sistemas, así que lo dejé tranquilo.
—Bien hecho —respondí.
—¿Sabía que es un bebedor muy hosco, Sughrue?
—También lo soy estando sobrio.
—¿Qué ocurrió con la mujer? —preguntó ahora.
—¿De qué mujer me habla?
—De la que estaba con usted.
—Lo que quiera que pasara —dije—, estoy seguro de haberlo disfrutado. ¿Cómo era?
—Suave como un peluche —me contestó—. Confío en que no estará muerta en el maletero o alguna otra aberración, ¿verdad?
—No tengo ni idea —dije—, pero no pienso comprobarlo antes de tomar un trago.
—En ese caso, ni siquiera hace falta fingir que vamos a desayunar —propuso Trahearne sonriendo—. Paremos en el bar más cercano.
—Y después saldremos rumbo a Bakersfield —anuncié.
—¡Oh, Dios mío! —gimió Trahearne.