En el camino de vuelta a Sonoma, me pregunté qué habrían hecho Gleeson y el pobre Albert Griffith para que aflorase en mí tanta ruindad. Había avasallado a Gleeson despiadadamente y había puesto al descubierto el alma de Albert como una llaga supurante, dejándolos a ambos solos, sin otra compañía que sus vasos vacíos. Tal vez sencillamente había una vena cruel en mi naturaleza. Aquello fue lo que argumentó la última mujer de la que me enamoré cuando rehusó casarse conmigo. Dijo que tenía dos hijos que educar y no quería que aprendieran a ser unos miserables a mi lado… además de muchas otras cosas. Habría intentado compadecerme de Gleeson y del infortunado Albert, si este trabajo no me hubiera convertido en una hiena. Tal vez incluso me habría compadecido de la mujer que rechazó mi proposición de matrimonio. Pero la había expulsado de mi organismo con la borrachera que desembocó en el episodio de los ceniceros y los váteres de Elko. Después fui a casa y limpié mi conciencia tan a fondo que el mero hecho de seguir a Trahearne en su temeraria aventura etílica me hizo saltar de alegría.
Si no el perdón, por lo menos había encontrado un nuevo trabajo. Incluso había encontrado a Trahearne, aunque sabía que no tenía ninguna posibilidad de localizar a Betty Sue Flowers. No daría con ella ni en un millón de años. Así pues, me bebí la cerveza y conduje carretera adelante. Eso es lo que se me da mejor, y lo ha sido durante años.
Lo que se le daba mejor a Trahearne, en cambio, era aparecer inesperadamente como un penique falso o un perseverante vendedor de seguros. Cuando entré en la habitación del motel, su mole corporal estaba despanzurrada en la segunda cama doble. Sobre la mesilla de noche que había entre ambas descansaban una botella de vodka de litro y medio, agua tónica y hielo, y había dejado una nota garabateada en mi almohada: Deténgame antes de que vuelva a matar. Un montón variopinto de revistas y libros de bolsillo sin abrir yacía calladamente apilado en un rincón de la estancia.
Zarandeé a Trahearne por el hombro y le pregunté qué diantre hacía en mi habitación, pero él se limitó a sonreír entre ronquidos como un querubín obsceno. Me aseé, me puse los Levis buenos y lo dejé durmiendo sin escribirle notas ocurrentes. Mi jornada no se había prestado en absoluto al humorismo.
Bea había crecido en Sacramento, nunca había oído hablar de Betty Sue Flowers, y no descubrió que yo era un fraude hasta una hora demasiado tardía para que importase. Nos corrimos una juerga, por así decir; amenizamos la vida nocturna con risas, mentiras, un poco de hierba cultivada en su casa y varios tragos de mi whisky. Luego fuimos dando tumbos al motel para escenificar la mentira más flagrante de todas. También llevamos a la habitación una colección de libros de Trahearne, pero el gran hombre no podía autografiarlos estando dormido.
—Quizá prefieres esperar hasta mañana —propuse, inclinándome sugerentemente sobre mi cama.
—Uf, temo que no podrá ser —respondió Bea con una risita—. Mañana antes de la una tengo que ir en mi coche a Sacramento y, además, soy incapaz de hacerlo con ese hombre durmiendo en la cama de al lado.
—¿Quieres que lo despierte?
—No seas bobo —dijo la chica—. Eso es precisamente lo que me horroriza.
—No te preocupes, cariño —susurré en un oído de repente accesible—, el grandullón duerme como un tronco. Y hay algo más…
—¿Qué es?
—Verás, no sé si debo contártelo.
—Adelante.
—Lo cierto es que al viejo ya no se le levanta —dije en tono serio—. El whisky, las heridas de guerra… ya me entiendes. Sin embargo, le satisface enormemente dormir a escasos metros mientras ocurre.
—Me tomas el pelo.
—¡Desde luego que no! —protesté—. Él afirma que la fuerza de las emanaciones sexuales le provoca unos sueños magníficos. Dice que es prácticamente el único placer que le queda en la vida.
—No —dijo Bea, moviendo la cabeza pero aún arrimada a mí.
—Sí —repliqué en su pequeño y cálido oído—. Quién sabe, puede que tenga un sueño maravilloso esta noche y mañana escriba un poema sobre él. Le pediré que te lo dedique. —En ese instante tuve que simular un ataque de tos para encubrir las risas mal sofocadas de Trahearne.
—¿Crees que accedería a hacerlo? —preguntó Bea con timidez.
—Supongo que podré arreglarlo, sí.
Ella dio un paso atrás y sonrió.
—¿Le prestas muy a menudo servicios de esta clase?
—¡Qué va! No tan a menudo como querría.
—De acuerdo —murmuró Bea, abandonada de nuevo en mis brazos—, pero tienes que apagar la luz.
—Entonces no veré tus pecas —dije.
—Podrás saborearlas, bobo.
La mañana siguiente, mientras desayunábamos los tres en nuestras camas respectivas —fresas de invernadero con nata montada, crepes de pavo y tres botellas de champán de California—, Trahearne suspiró profundamente, acabó de firmar los libros de Bea y le dijo:
—Querida, estoy seguro de que mi fiel e inseparable compañero fue terriblemente indiscreto la noche pasada, que le habló de asuntos muy privados, de asuntos demasiado íntimos para tratarlos a la luz del día, y consideraría un favor personal que procure no mencionárselos a ninguna alma viviente. Comprenda que, si se corriera la voz, sería bastante embarazoso.
—Me moriría antes que decir una sola palabra, señor Trahearne —repuso Bea en tono melifluo, e introdujo una fruta en su preciosa boca.
—Por favor, llámeme Abraham —dijo formalmente Trahearne—. Sepa que estoy en deuda con usted.
—Yo seré Isaac —mascullé entre dos bocados de pavo.
—¿Y cómo me voy a llamar yo? —preguntó Bea con coquetería.
—La Rosa de Sarón, el lirio de los valles, que no es negro pero aun así resulta hermoso —proclamó solemnemente Trahearne.
—¿Y por qué no la ramera de Babilonia? —sugerí.
—No seas grosero —me regañó dulcemente la chica, antes de clavarme en las costillas su afilado codo y consultar el reloj—. Sea quien sea —dijo—, si a la una en punto no estoy en casa de mi madre en Sacramento, mi nombre se manchará de barro.
A continuación, como si fuera el acto más natural del mundo, se deslizó en cueros vivos entre las sábanas que la cubrían, recogió su ropa pulcramente doblada y se encaminó despacio y sin ningún recato hacia el cuarto de baño, con los reflejos de la luz matutina iluminando el vaivén de sus pechos blanquecinos y el contoneo de las caderas.
—Es absolutamente arrebatadora —susurró Trahearne cuando hubo cerrado la puerta—. ¡Y qué parrafada la suya, Sughrue! Creía haberlo oído todo, pero eso de las emanaciones sexuales y los sueños eróticos de un pobre viejo impotente… ¿De dónde sacó la idea?
—De las drogas —contesté—. De todos modos, no pensará que la chica se tragó el anzuelo, ¿verdad?
—A las mujeres les encanta este tipo de embustes —dijo Trahearne—. Les gusta representar el papel de compañera abnegada. Es así como adquieren poder sobre nosotros, muchacho, como logran la victoria en la derrota, el ascendiente en la sumisión.
—¿Quiere que tome nota?
—Veo que nunca se cansa de interpretar al detective desencantado —comentó—. ¿Qué le ha parecido mi actuación de antes como un anciano tristemente sabio?
—Si el culo de un puerco es cerdo, ¿por qué hay que llamarlo jamón?
—La envidia, mi joven amigo, es una emoción baja y malévola. ¿No me oyó envidiar anoche los inspirados espasmos de su amiguita?
—Oí que respiraba fuerte —admití—. ¿Eso cuenta?
Trahearne se rió y yo serví el champán. Cuando Bea salió del baño, mi cliente le dijo:
—Permítame que le dé las gracias, querida, por su bella exhibición. Como se suele decir, ha hecho vibrar mi fibra más sensible…
—¿Es eso sinónimo de activar la herramienta? —interrumpí.
—… y me ha devuelto la fe en la naturaleza humana. Es simplemente demasiado amable con un viejo enfermo como yo.
—No necesita agradecérmelo, señor Trahearne —respondió Bea, inclinándose para besarle en la carnosa mejilla. La manaza de él ascendió por el muslo de la chica y acarició fogosamente la nalga—. Por otra parte, es usted un tremendo fraude —añadió Bea. Su firme mano de enfermera rebuscó un segundo bajo las sábanas y estrujó su miembro con violencia—. Te pillé —dijo en tono pícaro.
Trahearne se sonrojó visiblemente, y balbuceó sonidos inconexos en un intento de recuperar la dignidad. Bea se acercó entonces a mi cama y me obsequió con un beso destinado aparentemente a suscitar mis ansias de hogar y de calor, el deseo de abandonar la vida nómada, al menos durante unos días.
—Y tú, C. W. —dijo—, eres el peor embustero que hay sobre la tierra… Emanaciones sexuales, ¿no te jode? Pero eres también encantador. Llámame alguna vez.
Salió de la habitación a toda prisa, con los libros bajo el brazo, esparciendo un tintineo de risas como otras tantas monedas y dejando en el aire un tenue rastro de fragante sensualidad femenina.
—¡Dios, es una joven excepcional! —exclamó Trahearne con un fuerte carraspeo.
—Los de la vieja guardia se dejan impresionar fácilmente.
—¡Ajá! ¿Detecto acaso unos acordes de amor verdadero escondidos bajo el mordisco del cinismo hastiado?
—Amor verdadero, ¿y qué más? —me burlé—. Estamos en la era de la revolución sexual, del matrimonio abierto, de unas relaciones en que las parejas crecen juntas pero no revueltas. Bea va a reunirse con el novio, un médico, en casa de su madre. Él ha pasado la noche muy liado con su segunda ex mujer, la hermana de ésta, el novio de la hermana y un pastor alemán bisexual.
—Si eso es cierto, da pena.
—Se aproxima mucho a la verdad —dije.
—Pues lo lamento —se ratificó Trahearne—. Yo aún recuerdo el auténtico amor.
—¿Se refiere a los tiempos en los que tenía que prometerse para poder enseñar a los colegas el trasero de su chica?
—El sarcasmo no le sienta nada bien —sentenció el grandullón con aire despreocupado.
—Lo siento, imagino que es por culpa del champán.
—Es curioso, a mí siempre me llena de romanticismo.
—No me diga.
—¿Se puede saber dónde diantre lo encontró Catherine, joven? —preguntó Trahearne—. Evidentemente no fue ni en las Páginas Amarillas ni en otros manuales de uso doméstico.
—Estoy en el listín —le comenté—, pero la informaron sobre mí en un bar.
—Por supuesto —dijo, arqueando una ceja en forma de gusano peludo—. ¿Dónde fue?
—En el Sportsman de Cauldron Springs —repuse—. El propietario es un antiguo compañero del ejército.
—¿Bob Dawson?
—En efecto. La señora fue al local para preguntar si alguien le había visto, él le dijo que tenía un amigo que localizaba objetos perdidos, como por ejemplo ex maridos, y una cosa llevó a la otra.
—Es obvio que ocurrió así —dijo Trahearne con una extraña amargura, aunque pronto entendí el porqué.
—Ella es sólo su ex mujer —constaté—. ¿Qué demonios puede importarle?
—No me preocupo por mí mismo —me aclaró—. El problema es que trastorna a mi madre.
—¿A su madre?
—Catherine vive con mi madre, en su casa —especificó Trahearne—. La pobre se disgusta mucho cuando Catherine se dedica a vagar como una perdularia por todo el estado.
—¿Vive usted con su madre?
—Mi residencia está a un tiro de piedra de la suya.
—No parece que esa circunstancia le haga muy feliz —insinué.
—A veces no lo soy.
—Múdese.
—No es tan sencillo —dijo el hombretón—. Ahora es una anciana, impedida por la artritis, y le prometí que me quedaría en el rancho hasta su muerte. Ciertamente se lo debo; ya me entiende, es lo menos que puedo hacer por ella. Además, todos los sitios son iguales —concluyó.
—Pero las personas son distintas —repliqué.
Sin hacerme ningún caso, Trahearne dio un largo trago de champán directamente de la botella, bebió hasta atragantarse y me sonrió con los ojos humedecidos.
—Si hubiera sabido cuánto nos íbamos a divertir, Sughrue —dijo—, habría dejado que me alcanzase antes.
—Es una diversión un poco cara —señalé.
—Vale hasta el último céntimo —declaró él, a la vez que tiraba sobre la alfombra la botella vacía—. Habría pagado una suma aún mayor solamente para ver a nuestra joven amiga atravesar la estancia. —Se enderezó con dificultad, apoyándose en el glúteo sano—. Las mujeres desnudas son una maravilla, ¡dios santo, cómo las amo! —dijo—. Las contemplé por legiones en mis años mozos, joven, pero es una visión a la que no logro acostumbrarme. —Movió la cabeza y sonrió—. Descorche la otra botella —me pidió— y bebamos a la salud de la desnudez femenina.
Cuando obedecí, el tapón rebotó contra el techo y dio saltos por la alfombra como un animalejo rabioso. Llené nuestras copas, y Trahearne alzó la suya hacia un fugitivo rayo de sol que se había filtrado entre los eucaliptos y observó la efervescencia de las burbujas, como miles de joyas flotantes.
—Es curioso —dijo.
—¿A qué se refiere?
Seguidamente, me habló de mujeres desnudas, del sol y de la lluvia… Y me confesó que era un bastardo.
Su madre era una joven soltera que ejercía como maestra en Cauldron Springs cuando la dejó embarazada un ranchero local, un hombre casado, y el consejo escolar la expulsó de la localidad. Se instaló en Seattle para tener a la criatura y continuó allí después de su nacimiento, haciendo trabajos de segundo orden con los que mantener a ambos. En la época en la que el niño inició sus estudios, la madre había empezado a publicar historias del Oeste en tebeos de gran tirada, así como artículos eventuales en suplementos de periódicos y revistas, de manera que se trasladaron a una casa de vecindad en un barrio colindante con el de Capitol Hill. A la salida de la escuela, Trahearne volvía a casa internándose en las callejuelas para conversar con la gente sobre la que escribía su madre, los marineros y leñadores desempleados, unos viejos que habían conocido tiempos violentos y rincones románticos en los cuatro puntos cardinales.
Algunas veces, no obstante, en aquellos paseos sin rumbo, veía a una mujer desnuda junto a la ventana trasera de un piso de la segunda planta. Ocurría sólo cuando llovía. Era como si la cortina gris que chorreaba por la sombría ventana la hiciera invisible, pero a pesar de todo el niño la veía, borrosa aunque claramente perceptible detrás de los reflejos de las ventanas y las escaleras del lado opuesto de la calle. Bajo la lluvia, en la ventana, en ocasiones tocando levemente sus oscuros pezones, sosteniendo en otras todo el peso de sus senos grandes y pálidos con unas manos muy blancas, la desconocida estaba siempre absorta en la contemplación de la fría llovizna. Nunca apareció a la luz de sol, sólo con la lluvia. A veces bajaba lentamente la cabeza y sonreía, fijos los ojos grisáceos en los del chico a través del cristal, y sopesaba los pechos como si fueran piedras que pensaba lanzar contra él. O bien se reía, y el niño sentía la lluvia como gélidas lágrimas sobre su rostro encendido. Por las noches soñaba con el brillo del sol en la calle, y se despertaba con el persistente y tranquilo murmullo de la llovizna.
Incluso después de la escuela secundaria, durante los primeros años de carrera en la Universidad de Washington, cuando todavía vivía en casa, vio a aquella mujer. También más tarde, después de mudarse cerca del campus, regresaba nuevamente al barrio los días lluviosos para recorrer el empedrado de la inmunda calleja, con los ladrillos rojos refulgiendo por la lluvia. Sólo cuando se licenció y no pudo encontrar un empleo en Seattle, tras desplazarse a Idaho para trabajar en el monte montando equipos forestales, sólo entonces cesó de frecuentar la calle de detrás de su casa, de espiar, de esperar.
En aquella época tuvo experiencias con chicas, naturalmente, pero nunca fue lo mismo en las cabañas baratas para turistas o, las noches estrelladas, en una manta bajo los pinos. Una vez casi encontró a alguien parecido. Era una muchacha india, metida en carnes, con la que fue a bañarse en cueros al amanecer en las aguas de un lago que había inundado un añejo bosque pantanoso y estaba lleno de unas minúsculas partículas oscuras de fibra de madera en diáfana suspensión, donde la chica desnuda, cercana pero a un tiempo distante, se le antojó una patinadora dando vueltas en una nevada de pisapapeles. Una, sí, una vez casi.
Luego estalló la guerra. Trahearne se enroló en enero de 1942 en el cuerpo de infantería de marina, y al terminar el adiestramiento como oficial, con sus rutilantes galones de oro, disfrutó de un permiso en San Francisco en lugar de volver a Seattle para ver a su madre antes de embarcar con destino al Pacífico. En medio del puente Golden Gate conoció a una viuda, todavía adolescente, cuyo marido había sido alférez del Arizona en Pearl Harbour. Al principio, viendo su vestido de luto y el pálido rostro juvenil arrasado por las lágrimas, creyó que quizá se disponía a saltar, pero al abordarla comprobó que no era el caso. Sólo había ido al puente para arrojar a la bahía su anillo de casada. Una cosa, como explicó el propio Trahearne nostálgicamente, desembocó en muchas otras, y ambos se enamoraron: él, un flamante teniente de navío deseoso de partir hacia la guerra, hacia la gloria, y la viuda adolescente, que ya había perdido a un hombre en el conflicto con una brutalidad insospechada, tan traumática como aquella primera mancha de sangre que había marcado el final de su pubertad apenas unos años antes. Su amor, según Trahearne, fue aún más dulce desde el comienzo con el hedor de la muerte, y cada vez que copulaban era para los dos como si apurasen su último encuentro.
El día en que terminaba su permiso, volvieron juntos al puente y allí, en una desapacible tarde primaveral, con un ventarrón bañado de sol atronando a través de vigas y tirantes como lejanos ecos de artillería, entre el frío exhalado por el verde mar y un perfume que evocaba la jungla, allí mismo le refirió a su nuevo amor el episodio de la lluvia y la mujer desnuda. Antes de que concluyese el relato, sin embargo, ella empezó a desabrocharse la blusa y, ajena a la multitud circundante, desnudó sus pequeños pechos bajo el sol vespertino y acunó contra ellos el rostro del amado, enviándolo a la muerte.
—Por descontado —me dijo el grandullón—, aquello era lo más emocionante que me había pasado nunca. Y tal vez lo sigue siendo, no sé… —Hizo una pausa y, con voz resonante, añadió—: Nadie me había conmovido tanto. Fue un gesto entrañable.
—¿Qué fue de ella?
—Ya salió el detective con sus eternas preguntas —me reprochó, al tiempo que me clavaba una mirada larga y severa—. ¿Qué fue del mundo entero en aquellos días? Hubo una guerra, con eso está todo dicho. Aunque supongo que usted no recuerda gran cosa.
—Recuerdo que mi padre se fue, regresó, y luego desapareció para siempre —dije.
—¿Lo mataron?
—No —contesté—. Después de haber estado en el norte de África, Italia y el Mediodía francés, decidió que el sur de Texas se le había quedado pequeño. Emprendió viaje al Oeste, mientras que mi madre y yo nos quedamos en casa. Ella dijo que la guerra le había dado la excusa perfecta para convertirse en el holgazán y el inútil que siempre había querido ser.
—Las mujeres son así, muchacho —filosofó Trahearne—. No entienden el espíritu aventurero. Dales una cueva abrigada y raciones generosas de callos de antílope, y establecerán su hogar permanente.
—Puede que sí y puede que no —dije—. ¿Qué le pasó a aquella mujer?
—¿Qué mujer? —preguntó Trahearne con aparente confusión y enfado.
—La de las tetas.
—Para ser un individuo con algún que otro destello de imaginación, joven amigo, tiene usted el alma insensible y la lengua soez.
—Le advertí que era un cabrón bastante curioso.
—De eso no cabe duda —dijo—. Por cierto, ¿qué significan las siglas C. W.?
—Nada —mentí—. ¿Qué le ocurrió a su novia?
—Caramba, muchacho, no lo sé —refunfuñó Trahearne—. Se casaría con un tipo inhabilitado para el servicio, con un embajador de buena voluntad o con otro oficial que tuviera un permiso más largo que el mío. ¿Qué puede importar? Lo que cuenta es la historia misma.
—No hasta que conozca el desenlace.
—Las historias son como las instantáneas, hijo —me explicó—, imágenes robadas al tiempo con los contornos nítidos y bien definidos. Pero aquello fue un retazo de vida, y la vida siempre empieza y termina en un amasijo sanguinolento, desde el útero hasta la tumba. Toda ella es un gran embrollo, una lata de gusanos que se deja pudrir al sol.
—Cierto.
—Hablando de embrollos —me dijo con una sonrisa—, ¿qué piensa hacer ahora?
—Supongo que llevarle a su casa.
—¿Y con respecto a la hija desaparecida de Rosie?
—Esa búsqueda es una pérdida de tiempo —protesté por enésima vez—. Si dispusiera de un año para dedicarme en exclusiva, quizá lograría encontrarla o al menos averiguar qué le sucedió, pero un par de días es muy poco tiempo. Tendré que decirle a Rosie que usted ha salido del hospital antes de lo previsto —comenté. Sin embargo, no era aquello lo que realmente quería.
—Escuche, joven, en mi casa no tengo nada que hacer —declaró Trahearne mientras yo vertía en las copas las últimas gotas de champán—, y creo haberme ganado un poco de diversión. ¡Qué demonios! Me han vuelto a disparar y he sobrevivido. Por lo tanto, podría conceder al caso unos días más.
—Sí, desde luego, si a usted no le molesta…
—¿Molestarme? Maldita sea, insisto en ello —clamó en tono grandilocuente.
—Genial.
—Pero tengo que pedirle un pequeño favor —añadió, a la vez que se sentaba con cautela en el borde de la cama.
—Soy todo oídos.
—Lléveme con usted —dijo tímidamente, balbuceando y paseando los pies sobre la alfombra.
—¿Cómo?
—Deje que lo acompañe —repitió. Me eché a reír, y él irguió su cabeza—. Prometo no inmiscuirme en sus asuntos.
—Prométame que permanecerá relativamente sobrio —dije—, y será un placer que tome parte en la aventura.
—¿Cómo de sobrio?
—Por lo menos, tanto como yo.
—Eso no supone ningún problema —alardeó—. ¿Está seguro de que no le importa?
—Es su culo lo que arriesga, viejo amigo —dije.
—Por favor, no me lo recuerde —musitó Trahearne, sonriendo, mientras se incorporaba rígidamente—. Hace un día magnífico, joven. Pararemos a recoger mi carraca, bajaremos la capota y tomaremos el sol y el aire fresco, para que los cuatro vientos despejen nuestras narices del olor fétido del hospital y ¡ah!, de los inefables efluvios de la lujuria. Por Dios, incluso pagaré la gasolina y el whisky.
—¿Qué hacemos con los otros gastos? —inquirí.
Trahearne fue con paso renqueante hacia el cuarto de baño, pero antes de entrar agitó la mano como diciendo: Los gastos que los pague el diablo.
Mientras colocaba la tapa del delco en su sitio y trasladaba los bártulos a su descapotable, Trahearne trató de sacar amablemente a Fireball, malhumorado y resacoso, del asiento trasero, pero era evidente que el bulldog estaba decidido a defender su posición hasta la muerte, o al menos hasta que Trahearne escanciara cerveza fresca en el oxidado tapacubos de un Hudson. Con el hocico sumergido en su tónico matutino, el perro no nos prestó la menor atención mientras subíamos al vehículo y retirábamos la capota, pero, en cuanto nos alejamos, dio un vistazo a las puertas cerradas del local de Rosie y nos siguió al trote carretera abajo, con un jodido y resuelto balanceo, como si supiera que estábamos en posesión de las únicas cervezas antirresaca del domingo por la mañana en todo el norte de California, como si tuviera la intención de agarrar el Cadillac por el neumático trasero y soltar las botellas de una sacudida. Aminoré la marcha para vigilar sus movimientos.
—Ese estúpido hijoputa no tardará en abandonar —predijo Trahearne cuando habíamos recorrido unos ochocientos metros.
Tal vez eso es precisamente lo que define a los hijos de puta estúpidos: que nunca se rinden. Doscientos metros más adelante, detuve el vehículo para esperar al bulldog. El animal nos alcanzó, irascible y sediento. Trahearne abrió la portezuela, lo dejó entrar y le dio una cerveza. Fireball volvió el hocico con displicencia y se encaramó al asiento de atrás, donde se acomodó en una pose de gran dignidad, esperando como un estirado millonario a que el chófer reanudara el avance. Así lo hice. Sus carrillos temblaron con el arranque, y pareció disfrutar del sol y el paseo dominical.
—Sólo le falta pedir un puro —gruñó Trahearne. Le pasé los cigarros que le había rapiñado al pobre Albert, pero se los guardó para él—. ¡Esto es un cachondeo! —exclamó, antes de elevar una densa humareda y arrellanarse para gozar del viaje—. ¡Un cachondeo como una casa!
En las afueras de San Rafael tuve que pisar el freno a fondo para esquivar una furgoneta de color chillón que cruzó de golpe tres carriles de tráfico hacia la salida más próxima. Trahearne dio un respingo, y después apuntaló de nuevo la cadera sobre la almohada que habíamos robado en el motel.
—¡Dios santo! —dijo—. Si yo fuera más joven (o mejor aún ¡demonios!, si estuviera en plena forma), daría caza a esos punkies y ya veríamos si son o no capaces de aprender buenos modales.
—¿Está seguro de que es eso lo que quiere hacer, viejo amigo? —pregunté.
—Hijo, es lo único que he querido hacer toda mi vida —replicó el hombretón, con un amago de sonrisa pese a tener el cuerpo dolorido—. Correr los caminos, ya me entiende, estar siempre en acción. Y aquí me tiene, vagando por Norteamérica con un bulldog alcohólico, un detective privado de tres al cuarto y una bendita petaca de Wild Turkey. —Metió la mano en la guantera, bebió un trago corto y me alargó la petaca—. Pero, si no es mucho pedir, no me llame viejo.
—Y usted no diga que soy un detective de tres al cuarto.
—Hace un día demasiado bonito para ser grosero —accedió Trahearne—. Y ahora, si me pasa el analgésico en vez de retenerlo, intentaré aliviar el dolor.
Le di enseguida la petaca y se amorró a ella con pasión.
—No, gracias —respondí cuando volvió a ofrecérmela—. ¿Me permite que le haga una pregunta personal?
—Estamos juntos en esto, ¿no es así?
—¿Qué hacía yendo de un lado para otro? ¿Buscaba quizás a su esposa huida?
—No había huido —especificó—. Como la mayoría de los artistas, Melinda necesita un cambio de aires de vez en cuando (ya sabe, nuevas perspectivas y todo eso), una oportunidad de volar sola, de ser anónima, de ver el mundo con unos ojos que no estén mediatizados por las compañías. Dios santo, le aseguro que lo entiendo. ¿Quién podría entenderlo mejor que yo? A fin de cuentas, comparto esas mismas necesidades. Por fortuna, en mi pareja actual hay espacio de sobra para esta clase de libertad, mi mujer y yo no dependemos exclusivamente uno de otro… a diferencia de mi primer matrimonio. —Hizo una pausa—. ¡Condenada Catherine! Me divorcié, pero temo que no va a haber forma humana de conseguir que me deje en paz. Sospecho que concibió la demencial idea de que Melinda se había escapado de casa, lo cual le causaba a buen seguro una infinita satisfacción, y yo la perseguía con la intención de asesinarla o algo igualmente melodramático. Catherine creía que me salvaría enviándole a usted en mi busca. Eso u otra cosa similar; la verdad es que no lo sé. ¡Maldita sea! Estuve casado con esa mujer, encadenado a ella, y todavía no tengo la menor idea de lo que pasa por su mente. No me sorprendería descubrir que le contrató para hacer que me disparasen en el culo.
—Estará de acuerdo en que llevé el plan con mucho ingenio.
—No bromee con Catherine —me advirtió Trahearne jocosamente—, es un as de la manipulación. Gobernó mi vida durante años. —Me estaba diciendo algo más que lo que yo había preguntado, pero no desentrañaba qué era—. Usted no se ha casado, ¿verdad?
—No, nunca.
—Eso me parecía —repuso el grandullón—. No tiene la complejidad suficiente para sobrevivir al matrimonio.
—Es lo que siempre he dicho.
Tras un largo silencio, en el que miró cómo desfilaban velozmente los frágiles monumentos de los complejos de viviendas al pie de la autovía, Trahearne dijo:
—¿Puedo preguntarle algo?
—Por supuesto.
—¿Dónde diablos vamos? —dijo, y estalló en carcajadas.
Cuando paró de reír, le expliqué todo lo que había averiguado sobre Betty Sue Flowers, qué proyectaba hacer y dónde tenía previsto buscar, gritando para imponer mi voz al fragor de la carretera hasta que penetramos en el espacio azul y ventoso del Golden Gate. Mientras yo hablaba, Trahearne bebía, y al cruzar el puente dejó de escucharme y empezó a pensar, deduje, en la joven viuda. Miró absorto la petaca, que sujetaba en la mano como una granada, y luego frunció el entrecejo, tristemente contrariado por unos goces ya irrecuperables.
En el asiento trasero, el bulldog estaba acurrucado cual un ídolo pagano, una especie de sapo mágico que tuviera en la cabeza un rubí grande como un puño cerrado, irradiando luz a través de sus estoicos ojos y exhibiendo en la cara una inescrutable risita mística.