5

Dado que corría ya la tarde del sábado, y puesto que no me consideraba un apóstol de la caridad en acción, confiaba en que Albert Griffith no contestaría al teléfono. No tuve tanta suerte. Cuando le expliqué lo que quería, accedió a recibirme en su despacho a las cinco en punto. Incluso parecía estar impaciente por hablar conmigo. Me desplacé pues a Petulama, y encontré un bar de motel anónimo y una fúnebre retransmisión televisiva de un partido de los Giants con la que matar el tiempo.

Tras un par de soporíferas entradas y unas cervezas lenta, cuidadosamente dosificadas, el camarero pasó por delante y le pedí una bebida con más cuerpo.

—Confórtame con ditches CC, amigo mío, porque todo esto me aburre hasta los testículos.

—Oiga, señor, no se pase de listo —dijo el mozo, alejándose.

—Un ditch no es más que whisky Canadian Club con agua, pedazo de inútil —le grité a su espalda—. Pero da igual, me lo tomaré en otro sitio.

—Me parece muy bien, colega —replicó.

Le dejé como propina los restos de una cerveza rancia. Cuando incluso los camareros pierden la noción del romanticismo, es hora de cambiar el mundo… O por lo menos de irse a otro bar. Busqué el periódico local y el establecimiento más cercano.

Albert Griffith, sin embargo, era lo bastante romántico como para dejar boquiabierta a Doris Day. Tenía el despacho en una casa victoriana restaurada de una tranquila callejuela aledaña al centro urbano, casa que compartía con otro abogado y dos psiquiatras. Se había vestido para la ocasión: un traje azul marino de raya diplomática, hecho costosamente a medida, con chaleco a juego y corbata de seda. Tras introducirme en la sala, me invitó a sentarme en un sillón orejero tapizado con brocado de oro y a degustar un whisky escocés sin mezcla. Acepté las dos cosas. En mi profesión hay que dar por bueno el número de cada actor, aunque sea durante unos minutos. Normalmente, los abogados son demasiado sibilinos para mi gusto. Se diría que piensan que la justicia es un juego sofisticado, los tribunales de justicia, escenarios en miniatura, y los clientes, una mera excusa sobre la que desplegar sus actuaciones legales. Tienen también el turbador hábito de hacerse elegir para cargos políticos o de ser nombrados para comisiones gubernativas, y a continuación promulgan leyes que sólo entenderíamos contratando a un abogado. Por su parte, Albert Griffith actuó, en un primer momento, como si fuese mi mejor amigo.

Tan pronto como me hube instalado, el letrado se apoyó en la parte frontal de su voluminoso escritorio, con los brazos cruzados a notable altura sobre mí, y sonrió amistosamente bajo unos ojos sarcásticos. Esperó a que probase un sorbo de su espléndido whisky antes de acometer su número.

—Bien, señor Sughrue —dijo—, aclaremos una cuestión desde el principio. No sé cómo embaucó a la señora Flowers para que lo contratase en esta empresa quimérica, ni tampoco sé cuánto dinero ha conseguido sonsacarle a la pobre mujer, pero es amiga personal de mi madre y estoy decidido a poner fin a esta sucia estratagema suya.

—Usted lo que quiere es sacar tajada, ¿no es así? —respondí—. De acuerdo, hay suficiente para todos.

—¿Cómo dice?

Mientras el abogado lidiaba con su confusión, me erguí, rodeé el escritorio, extraje un cigarro de una nudosa caja de nogal, lo encendí, me senté en la butaca giratoria de piel y planté las botas sobre la mesa.

—¿Qué diablos hace? —me increpó Griffith.

—Me pongo cómodo, socio —dije, y le eché a la cara una bocanada de humo.

—Levántese de esa silla —farfulló. Si me hubiera sentado en la cara de su mujer no se habría indignado más.

—Escuche, Perry Mason de vía estrecha —dije, guardándome un puñado de cigarros para mi uso personal—, se le han subido los humos al establecerse aquí, pero no es más que un arribista de segunda categoría. Su padre, cuando logra ponerse en pie, sujeta las señales viarias del departamento de obras públicas, y su madre le sufragó la escuela de derecho con las propinas de su salón de belleza. Es su suegro quien costea esta decoración de burdel antiguo, todo este tinglado de picapleitos de élite, y usted, señor Griffith, además de un fracasado, es el bufón de la judicatura, de modo que quítese de mi vista con su farsa de letrado de altos vuelos.

—Si no sale de mi despacho ahora mismo, llamaré a la policía —dijo Griffith con una voz que estaba al borde del llanto.

—Cuando me haya pedido perdón —repliqué—, quizá podamos iniciar de nuevo esta conversación.

En aquel momento, sin embargo, él no tenía nada que decir. Vi cómo su rostro cambiaba de color tres o cuatro veces, y examiné la ortodoncia de ínfima calidad que le habían hecho en los molares inferiores traseros. En el bar del periódico había coincidido con un corresponsal de la Associated Press que, por el precio de un cóctel 7y7, me había informado de la vida y milagros de Albert Griffith.

—Si va a mejorar su actitud —sugerí—, haga una llamada a Rosie. Ha invertido en esta operación ochenta y siete dólares, dos cervezas y una sonrisa, aunque podría costarle otro par de cervezas, y es posible que yo sólo pierda cien de los grandes en el asunto, pero ella ha pagado todo lo que tenía que pagar. Adelante, llámela mientras vuelvo a catar este whisky sobrevalorado.

Rellené mi vaso. Entre tanto, Griffith telefoneó a Rosie y habló quedamente con ella durante un minuto. Luego colgó el aparato, se aflojó el nudo de la corbata y se preparó una bebida realmente cargada. No tenía aún una imagen formada sobre Betty Sue Flowers, pero la mera mención de su nombre parecía empujar a beber a los hombres adultos.

—Sentémonos en el sofá —propuso Albert, y ocupamos los extremos opuestos de una larga superficie de piel—. Por favor, acepte mis disculpas —dijo—. Estoy seguro de que lleva en este negocio el tiempo suficiente para comprender que la mayoría de los detectives independientes son un hatajo de canallas. Incluso los agentes de seguridad empresariales son tremendamente peligrosos detrás de esa apariencia impecable que presentan.

—Gracias.

—¿Por qué?

—Por no pensar que tengo una apariencia impecable.

—De nada —dijo Griffith, mirando fugazmente mis Levis descoloridos y la gastada camisa de trabajo y riendo con ganas, demasiadas a mi modo de ver—. Rosie me lo ha contado todo, señor Sughrue, y lamento haberme precipitado al juzgarlo.

—No se preocupe, estoy acostumbrado.

—Aun así, lo siento de veras —repitió el abogado. Yo hubiera preferido que parase—. Rosie incluso me ha dicho que la avisó de que probablemente iba a malgastar su tiempo y su dinero —añadió, y sonrió con tristeza—. Debo confirmarle que ésta es, decididamente, una causa perdida.

—¿Por qué lo dice?

—Yo estudiaba en Berkeley cuando Betty Sue escapó —me relató—, y durante dos años dediqué todo mi tiempo libre a buscarla por la ciudad. Si me permite el comentario, mi expediente académico también se resintió, y poco faltó para que no pudiera matricularme en los cursos superiores de Derecho —dijo teatralmente. No obstante, seguía sin convencerme—. Jamás descubrí un indicio, ni uno solo. Era como si se hubiera apeado de mi coche aquella tarde para evaporarse fuera del mundo, fuera de la faz de la tierra. Incluso le pedí a un amigo de la facultad (ahora está en Washington) que verificase el registro de los pagos a la Seguridad Social, y no hay ningún apunte desde que trabajó en un empleo temporal el verano anterior a su desaparición. —Apuró su vaso de whisky, y le temblaba tanto la mano que el borde de cristal entrechocó con sus dientes—. Solamente cabe inferir que o bien no desea ser encontrada o bien está muerta, aunque en ese segundo caso no murió ni en San Francisco ni en ningún lugar de la Bahía, al menos en los primeros cinco años después de su fuga.

—¿Cómo lo sabe?

—Fue el tiempo que estuve comprobando los cadáveres de mujeres no identificadas en los depósitos del condado —dijo Albert con un hilo de voz, como si la simple evocación le causara un gran agotamiento.

—Se tomó muchas molestias.

—Estaba locamente enamorado de ella —respondió Griffith—, y además Betty Sue era una mujer muy especial.

—Eso he oído decir —señalé, y enseguida me arrepentí.

—¿A quién? —me inquirió en un tono que pretendía ser informal.

—A mucha gente.

—¿Qué gente en concreto?

—Por ejemplo, a su profesor de arte dramático —dije.

—Gleeson, ese maricón hijo de puta —renegó el abogado—. No sabía nada de Betty Sue, ni tampoco le importaba lo más mínimo. Si la animaba a hacer teatro era únicamente para que ella lo considerase un gran hombre. La interpretación se le daba bien, pero ni siquiera le gustaba. Recuerdo que solía decirme: «Tan sólo me miran, Albert, no me ven».

—Creía que fue Marilyn Monroe quien dijo esa frase lapidaria.

—¿Cómo? Sí, tal vez fue ella —reconoció Griffith—. Supongo que responde a un perfil psicológico común entre las actrices. Betty Sue era muy sensible a su aspecto físico. A veces, cuando teníamos una… una riña, rompía a llorar y me decía: «Si fuese fea o contrahecha, no me querrías».

—¿Y tenía razón? —pregunté sin reflexionar.

—Joder —me contestó él con acritud—, no la he visto en diez años y… en cierto sentido, todavía la amo.

—¿Qué opina su mujer al respecto?

—No hablamos nunca del tema —dijo Albert con un suspiro.

—¿Es posible que Betty Sue se tomara la carrera de actriz lo bastante en serio como para haber huido a Hollywood, Nueva York o algún otro sitio?

—¿Aún hacen esas cosas las adolescentes? —preguntó el abogado, alzando la vista hacia mí.

—Las personas siguen comportándose como lo han hecho toda la vida —declaré—. ¿Qué me dice de su ex novia?

—No lo creo —repuso Griffith, y se ofreció a reponerme la bebida. Al negar yo con la cabeza, se incorporó y se sirvió una para él—. No lo creo en absoluto —insistió desde el mueble bar—. Le encantaba el trabajo, ya sabe, los ensayos y demás, pero el teatro no era el pilar de su existencia. —El abogado volvió a sentarse antes de proseguir—. Sufría entusiasmos pasajeros, por decirlo de alguna manera —dijo, como si se tratase de una enfermedad a la que él había sido inmune—. Un mes su pasión era la dramaturgia, y la interpretación sólo una fase preparatoria para escribir y dirigir, y el mes siguiente proyectaba ingresar en la Facultad de Medicina y ejercer de médico misionero. Un tiempo después, quizás aspiraba a ser pintora o practicar otras disciplinas artísticas. Y lo peor de todo era que podía hacer prácticamente cualquier cosa que se propusiese. Por darle un ejemplo, yo no era un jugador de tenis excepcional, aunque estuve a punto de entrar en el equipo de la universidad, y siempre que podía colarla en la pistas le aseguro que me las hacía pasar canutas. —Se interrumpió, ojeó su bebida y decidió tomarse la mitad de un trago—. Pero sepa que, a pesar de sus infinitas posibilidades, era la persona más solitaria que he conocido jamás. Aquella soledad era la faceta más desoladora de su carácter. Fui incapaz de ayudarla, a veces mis intentos incluso parecían empeorar la situación. No logré sacarla de su hermetismo ni por un instante.

—¿Ni siquiera en la cama?

—Veo que es un cabrón entrometido —protestó Albert sin alzar la voz.

—Deformación profesional.

—Bueno, la verdad es que nunca le puse las manos encima —dijo el hombre con una tristeza sin matices—. Si lo hubiera hecho, tal vez hoy no cargaría con este peso sobre mis espaldas.

—¿Sabe si tuvo relaciones con algún otro?

—Siempre sospeché que no era virgen —repuso Griffth con un amago de sonrisa—, pero Betty Sue no quería hablar de ello.

—¿Discutieron alguna vez por esa cuestión?

—Yo discutía, sí, pero ella nunca contraatacaba —dijo el abogado—. Se quedaba sentada junto a mí, refugiada en una especie de caparazón, y lloraba, o bien me pedía que la llevase a casa.

—¿Tuvieron una pelea el día de su fuga?

—No —murmuró Griffith, meneando la cabeza—. Fue un día de lo más normal. Habíamos ido en coche a San Francisco para cenar y luego ir al cine, y en el trayecto Betty Sue decidió que quería pasar por el Haight y ver a los hippies. Quedamos atascados en un embotellamiento de tráfico, y de repente ella abrió la portezuela del vehículo, salió y se alejó caminando. Se fue sin mirar atrás, sin despegar los labios —dijo lentamente, como si se hubiera repetido las frases a sí mismo infinidad de veces.

—¿No corrió tras ella? —le pregunté.

—¿Cómo iba a hacerlo? —gritó, exasperado—. No sabía que tenía intención de escapar, ni tampoco podía abandonar el coche en medio de la calle.

—Creía que tenían entradas para el teatro —puntualicé.

—¡Demonios, no me acuerdo! Todo esto ocurrió hace diez años, diez condenados años.

—De acuerdo.

—Tomemos otro trago —dijo Griffith, para sí mismo o a modo de invitación. Por si acaso, le di mi vaso cuando se levantó, pero se limitó a dar vueltas por el despacho con él en la mano.

—¿Puede decirme algo más sobre su novia? —le rogué.

Albert se detuvo, me miró fijamente como si estuviera loco y luego echó de nuevo a andar, dando los pasos controlados de un borracho. No obstante, sus manos y la boca se movían por iniciativa propia. Sacudió los brazos y casi vociferó:

—¿Qué le diga algo de ella? Por el amor de Dios, podría estar hablándole de Betty Sue un día entero y aun así seguiría sin verla. ¿Qué le voy a contar, que la amaba desde que era una niña y que no pude sofocar ese sentimiento sólo porque había escapado? Intenté olvidarla, créame, intenté dejar de quererla. —Hizo una pausa—. Ahora parece todo una solemne idiotez, ¿no cree?

—¿Qué encuentra tan idiota?

—El hecho de que la desaparición de una maldita chavala de la escuela secundaria, a la que encima nunca había tocado, fuese la experiencia más traumática de mi vida —concluyó Albert—. Y debo decirle que sé mucho sobre traumas, ya que me crié con un padre alcohólico. Sea como fuere, ¿qué quiere que le explique?

—Cualquier cosa, lo que se le ocurra.

—Quizá que me casé con una mujer inofensivamente gris y engendré dos hijos igual de insulsos, a los que no soporto mirar a la cara, que no me atrevo a abandonar y aún me atrevo menos a querer porque también podrían salir huyendo.

—¡Alto, amigo! —le interrumpí—. Desahogue toda esa mierda con los loqueros del piso de arriba. A mí no me venga con cuentos. Le he preguntado por Betty Sue, no por sus problemas personales. —Griffith se inmovilizó y bajó la mirada—. Ya ha estado en el piso de arriba, ¿me equivoco?

—Hace un par de años que acudo a terapia —declaró, con esa mezcla de orgullo y vergüenza que suelen tener las personas que se psicoanalizan—. Y, bromas aparte, ha surtido efecto. Verá, yo pensaba estudiar medicina, pero todas aquellas visitas a la morgue, aquellos rostros anónimos bajo las sábanas aislantes, acabaron por sobrepasarme. —Fue hasta el mueble bar para verter whisky sin miramientos en ambos vasos, y retuvo el mío en su mano—. Usted mismo ha dicho, acertadamente, que como letrado soy poco más que un bufón, pero me he matriculado en la Facultad de Medicina de Davis para el curso del próximo otoño. Por culpa de Betty Sue he tardado diez años más de lo debido en arrancar en la vida, aunque ahora finalmente voy a alcanzar mi meta.

—Buena suerte —le dije.

—Gracias —balbuceó, sin captar mi ironía—. ¿Se le ofrece alguna otra cosa?

—Hay una pregunta más, que realmente detesto tener que hacerle, pero le estaría muy agradecido si respondiera.

—¿De qué se trata? —inquirió Albert. En ese instante reparó en que todavía tenía los dos vasos, aunque continuó sin pasarme el mío—. ¿Y por qué se resiste a preguntármelo?

—Me han llegado rumores de que Betty Sue hizo algunas películas guarras en San Francisco.

—Eso es tan absurdo que no merece ni siquiera una contestación —dijo, y por fin me pasó mi bebida.

—¿No sabe nada del asunto? —persistí, a la vez que me ponía en pie y echaba unos cubitos de hielo en el whisky recalentado.

—No diga insensateces —me advirtió el abogado, encarándose conmigo desde el otro lado de una alfombra persa.

—Como quiera —desistí—. ¿Recuerda a una joven llamada Peggy Bain?

—Por supuesto. Era la mejor amiga de Betty Sue. De hecho, supongo que era la única.

—¿Por casualidad no sabrá dónde vive?

—A decir verdad, puede que sí —repuso Griffith—. Le tramité el divorcio hace varios años, y de vez en cuando me envía una felicitación navideña. —Se encaminó al escritorio, hojeó el archivo rotatorio, y al poco anotó en una tarjeta unas señas y un número de teléfono con su delicada pluma de oro. Esta sencilla tarea había restablecido parcialmente su fachada, pero los nudillos que rodeaban el vaso estaban blancos cuando lo cogió—. Un par de años atrás residía en esta dirección de Palo Alto. Si la ve, por favor, salúdela de mi parte.

—Gracias —dije—, así lo haré.

—Oiga —propuso ahora Albert con un exceso de efusividad—, ¿por qué no nos sentamos y tomamos una copa juntos? Cambiemos los negocios por el placer.

—No, gracias —respondí, depositando mi escocés sin terminar en la mesa de centro—. Tengo una cita.

—Yo también —dijo él ácidamente tras consultar su reloj—, con mi mujer.

Me acompañó hasta la puerta, nos despedimos con un apretón de manos y Griffith, aprisionando la mía, me preguntó:

—¿Querría hacerme un favor?

—Soy todo oídos.

—Si por alguna descalabrada circunstancia encontrase a Betty Sue, ¿me lo notificaría?

—Ni por todo el oro del mundo —repliqué, y recuperé mis dedos.

—¿Por qué? —indagó, confundido y casi llorando.

—Voy a contarle una historia —dije, lo que no alivió su confusión—. Cuando tenía doce años, mi padre trabajaba en un rancho apartado de Wyoming, al oeste de un agujero a pie de carretera llamado Chugwater, y fui a pasar el verano con él (mis padres no vivían juntos, como habrá deducido). Papá estaba loco de atar y había concebido la idea, una pura invención suya, de que era medio indio. Joder, incluso se empeñó en llevar trenzas, vivir en un tipi y proclamar que descendía de los comanches kwuahadi y, puesto que era su único hijo, yo también. Aquel decimosegundo verano mío, me envió en busca de una visión. El ritual consistía en estar tres días con sus noches sentado bajo el vacuo cielo, inmóvil, sin comer ni dormir. ¿Y sabe una cosa? Funcionó.

—Temo que no entiendo el objetivo de lo que me está contando —dijo Griffith con expresión grave.

—Tan sólo expongo unos hechos —repuse—. Así pues, tuve una visión. Y desde entonces ha habido muchas otras.

—¿Y bien?

—Verá, cuando me hablaba de esos cadáveres sin identificar y de las sábanas aislantes, he tenido una.

—¿De qué?

—He visualizado su rostro contraído por la desilusión cada vez que no la encontraba debajo de aquellas sábanas —dije, y Albert me comprendió de inmediato. Tras dos años de diván, había empezado a tener sus propias visiones—. Sé que es usted una buena persona y todo eso, y que no deseaba albergar ese mal sentimiento, pero fue así. Por consiguiente, si la localizara jamás lo sabría de mis labios.

—¿Por qué me trata de esa manera? —me preguntó a gritos Albert Griffith, pero cerré la puerta en sus barbas. Todavía no tenía ninguna visión reveladora a ese respecto.

Al abrir la puerta de la calle, la sujeté para que pasara una mujer delgada, encantadora, con las facciones frágiles y una sonrisa quebradiza. Me dio las gracias en un tono tan próximo a la histeria, que casi eché a correr hacia mi camioneta. Para ella no hubo ni visiones ni poesía; para mí, sólo una cerveza de reserva. Tras sacar la botella de la pequeña nevera posada en el asiento del pasajero como una mascota alienígena, estuve un rato en la camioneta sin hacer nada, pensando en mi demente padre y en aquellos días y noches en los que había permanecido con las piernas cruzadas en un risco de piedra caliza sobre Sybille Creek, tan quieto como una bestia adormecida o como un hito rocoso que marcase una tumba sin nombre. ¡Naturalmente que tuve visiones! Al principio me veía a mí mismo muriendo de inanición, o bien tan aburrido que expiraba sólo por dar a la escena un poco de variedad, o incluso congelándome bajo las estrellas o quedando inválido permanentemente, petrificado en mi postura sedente como un hippy en éxtasis. Más tarde, sin embargo, llegaron las auténticas alucinaciones: una roca voladora, una estrella que hablaba igual que un catedrático de Oxford, Virginia Mayo a mis pies… Creo que no era un buen comanche. Había visto demasiadas películas y, además, todo aquello era producto de la febril imaginación de mi padre. Pero juro por Dios que, visiones, las tuve. Y ninguna de las drogas o combinaciones afines que había ingerido en la edad adulta pudieron igualar jamás aquellas alucinaciones iniciales. Aun así, nunca volví a Sybille Creek ni al risco de caliza, ni planeaba tampoco hacerlo en el futuro.