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En el supermercado, le pedí a la cajera un recibo por los casi siete kilos de revistas y libros en rústica que había comprado, a la vez que le mostraba una placa de ayudante del sheriff —obtenida en circunstancias tremendamente sospechosas— del condado de Boulder, Colorado. Argüí que debía investigar el material en busca de contenidos pornográficos ocultos. Ella no movió uno solo de sus pelos estudiadamente alborotados. Éste era uno de los aspectos de California que siempre me había gustado: están todos tan chiflados, que si realmente quieres llamar la atención de alguien la tienes que montar bastante gorda.

Cuando dejé mi cargamento en la habitación de Trahearne, el paciente dormía como un oso en la época de hibernación, acurrucado sobre la cadera ilesa y expeliendo unos ronquidos que parecían maldecir su propio sueño, unos grandes rugidos ahogados en flemas, saturados de whisky y enrarecidos por el tabaco que hacían retemblar el cristal de la ventana. Me pregunté cómo podía dormir en semejante barahúnda, cómo sus esposas —pasadas y presentes— conseguían descansar a su lado. Escondí la dosis vespertina de vodka entre una novela de aventuras titulada The Towers of Gallisfried y Stalkahole, un delgado western, y luego salí de puntillas, furtivamente, procurando no despertar al monstruo.

En el listín del teléfono público más cercano encontré el número del profesor de teatro de secundaria. Cuando llamé al señor Gleeson y le dije por qué quería hablar con él su reacción, más que de sorpresa, fue de un ligero divertimento. Sin embargo, no tuvo que escarbar en su memoria para reconocer el nombre, lo que constituía una buena señal. Accedió a recibirme en cuanto me desplazase a su domicilio, aunque no podría dedicarme mucho tiempo porque se había citado con una alumna a segunda hora de la tarde. Procedió entonces a darme una serie de indicaciones tan desconcertantes, que tardé más de media hora en recorrer los quince kilómetros que había hasta su casa, situada al pie de la cuesta de Oakville Grade. Antes de encontrarla, me tuve que disuadir a mí mismo un par de veces de coronar el ascenso, entrar en el vecino valle de Napa y hacer la ruta del vino.

Charles Gleeson vivía en una finca rústica construida en el claro de un robledo, un pequeño edificio que daba la impresión de haber sido en su tiempo una casa de verano, con el tejado de madera y unos muros sin pintar que el tiempo había ido envejeciendo en tonos grises bellamente plateados. Una tupida especie de trepadora ocultaba la mitad del porche y se encaramaba por el tejado sin orden ni concierto, como si temiera asfixiarse entre los grandes arbustos floridos que invadían el jardín de entrada. El profesor acudió a la puerta mosquitera antes incluso de que llamase: era un individuo bajito, con una forzada postura enhiesta, la cabeza enorme y una voz tan teatralmente profunda y resonante, que parecía una mala imitación de Richard Burton beodo en una escena bufonesca shakesperiana. Por desgracia, su noble testa era calva como el culito de un niño, a excepción de la banda elegantemente larga de cabello fino y canoso que ribeteaba la nuca de oreja a oreja. Se acababa de rociar la cara con una loción aftershave, vestía pantalones blancos de dril y un polo de punto, y llevaba encima más de dos kilos de plata y turquesas.

—Usted debe de ser el caballero que ha telefoneado a propósito de Betty Sue Flowers —declamó, más que decir, al abrirme la puerta.

Una mosca que pasaba por allí, al acecho como un diminuto halcón, planeó frente a mí y echó a volar hacia la cocina. Gleeson trató de matarla con una mano pálida, ineficaz, y farfulló un reniego educado.

—Lamento el retraso —dije.

—Ha sido por culpa de mis instrucciones, ¿verdad? Tengo que pedirle disculpas, pero mi concepto de las relaciones espaciales sufre graves deficiencias… Salvo en el teatro, por supuesto. ¡Madre mía! Puedo retener en la mente un monstruo como Mourning Becomes Electra, y en cambio soy incapaz de indicarle a nadie cómo llegar a mi pequeña casa del bosque —cotorreó, sin dejar de dar vueltas a la gruesa pulsera que ceñía su muñeca.

Nos estrechamos mutuamente la mano, y luego el profesor me dio unas afectuosas palmadas en el antebrazo y me introdujo en la sala de estar, mezcla de diseño danés moderno y estilo neonavajo.

—Fuera hace un día precioso —sugirió, toqueteando el collar tribal de flor de calabaza—, así que, ¿por qué no vamos a sentarnos en el solario? Me temo que la casa es más bien zona de guerra. Verá, soy soltero y las tareas domésticas siempre han sido mi asignatura pendiente.

Señaló ambiguamente con la mano un desorden invisible. Lo cierto era que se podría haber comido sobre los encerados suelos de roble, o bien practicado una apendicectomía en la madera natural de la mesa de centro. De todos modos, no me molestó salir. Aquel tipo de casa siempre me incitaba a inspeccionar mis botas por si llevaba adherida alguna porquería. Lamentablemente, esta vez las tenía de una limpieza inmaculada.

El solario, edificado a partir de las mismas superficies plateadas que la casa y amenazado por la misma enredadera lujuriante, tenía una barandilla de hierro forjado y un alegre toldo naranja. Al menos era un espacio exterior. Con un suspiro hondo y tembloroso, Gleeson se arrellanó en una silla de tijera y me ofreció gentilmente la de enfrente.

—Es un poco temprano para mí, pero ¿le apetece una birra? —dijo, removiendo perezosamente unos cubitos de hielo en el vaso mejicano de vidrio soplado que acababa de recoger de una pulcra mesa auxiliar a juego con su asiento—. ¿Una cerveza? —insistió, por si no le había entendido.

—Desde luego —mascullé—, para mí cualquier hora es buena.

Hice una mueca propia de Aldo Ray. Si yo tenía que soportar su actuación de homme du monde, él sufriría a mi personaje de sabueso hastiado y alcohólico.

—No faltaba más —murmuró.

Metió la mano en una pequeña nevera que tenía al otro lado de la silla y sacó una lata de Tecate, la pizca adecuada de sal gema y una rodaja de lima adornando ya la parte superior de la lata. El tiparraco estaba bien preparado.

—¿Le gusta la cerveza mejicana? —preguntó ahora.

—Me gusta la cerveza —repliqué—, como dice Tom T. Hall en su canción.

—Ya veo —susurró el profesor, intentado disimular su sonrisa de superioridad bajo una ceja arqueada con desdén—. La cerveza mejicana es excelente, quizá la mejor del mundo. A mí personalmente me encanta. Veraneo todos los años en Méjico, ¿sabe usted?, en San Miguel de Allende. Me permite distanciarme del prosaico mundo del instituto —concluyó, a la vez que me alargaba la cerveza.

—Debe de ser divertido —comenté. Le imaginé durante las vacaciones, tocado con un peluquín de trescientos dólares en forma de zarigüeya disecada y matando de aburrimiento a toda alma viviente en setenta kilómetros a la redonda.

—Es un país sensacional —dijo, y exhaló un suspiro que pretendía ser nostálgico, lánguidamente resignado a llevar una vida indigna de su talento. Luego alzó la vista y añadió—: Ponga una punta de sal en su lengua, dé un sorbo a la cerveza y muerda la lima.

—De acuerdo.

Engullí la sal, me bebí toda la cerveza de un trago, me comí la rodaja de lima sin dejar ni siquiera la corteza, y tiré al césped la lata vacía. Gleeson parecía estar al borde del llanto y, cuando eructé, un estremecimiento recorrió su cuerpo.

—¿Tiene otra de esas cervezas mejicanas? —dije con voz achispada—. No estaba nada mal.

—Por supuesto —respondió, en la actitud del perfecto anfitrión. Acto seguido me pasó otra lata a regañadientes, como si estuvieran racionadas. Antes de que me viera obligado a destruir también ésta, fui salvado por la campana… o mejor por los pitidos. Su teléfono sonó como el piar de un polluelo de ave—. ¡Oh, vaya! —se lamentó—. Le ruego que me disculpe.

En cuanto el profesor Gleeson entró en el edificio, me levanté para dejar que se asentara la contundente cerveza. Empujado por mis antiguos hábitos de entrometido, examiné el vaso del profesor: zumo de arándano y una tonelada de vodka. O bien era un borrachín secreto, o un embustero compulsivo, o bien mi visita le ponía más nervioso de lo que quería dar a entender. Me acerqué con sigilo a la ventana de la cocina pero no oí nada, salvo la distante vibración de su voz y el zumbido frenético de una mosca atrapada en el interior. Abrí la puerta trasera para que saliera aquella pobre criatura hambrienta y, tras volver a sentarme, observé a un colibrí que succionaba agua azucarada del bebedero de Gleeson. No podía creer que el pequeño diablo hubiera viajado nada menos que desde Sudamérica sólo para eso. También era increíble que yo hubiera llegado tan lejos para hablar de una chica que se había escapado de casa hacía diez años.

Gleeson regresó criticando con condescendencia las debilidades de sus alumnos, unos muchachos sencillamente adorables.

—Bien —dijo, acomodándose en la silla y juntando las manos en torno a la rodilla con un musical tintineo de anillos de plata—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Se trata de Betty Sue Flowers —le recordé.

—Cierto. —Unos breves surcos fruncieron su frente en dirección de la perfumada y reluciente extensión de la calva—. Betty Sue Flowers —repitió con un suspiro, al tiempo que movía la cabeza y sonreía apesadumbrado—. Hacía años que no pensaba en ella.

—¿Qué es lo primero que le viene a la mente?

—Su nombre. Era demasiado tosco para una niña tan deliciosa y tan dotada —dijo Gleeson—. Cuando se hizo manifiesto que era mucho más que una buena actriz aficionada, le aconsejé que se cambiara de nombre inmediatamente, que desechara el original como tantas otras bobadas de la infancia.

—A mí no me disgusta el nombre —repliqué. Al contrario, me desagradaban las mujeres que cambiaban de identidad, al igual que los hombres que lucían joyas antes del crepúsculo.

—Obviamente. ¿Qué quiere saber en concreto? No la he visto ni he tenido noticias suyas desde el viernes anterior a la fecha de su fuga. ¿Cuándo fue? ¿Seis, quizá siete años atrás?

—Diez.

—¡Madre mía! El tiempo vuela —susurró el profesor con aire abstraído, vocalizando el tópico como alguien que conocía bien su significado.

—Obviamente —dije a mi vez.

Gleeson levantó la mirada y entrecerró los ojos como si acabase de verme por primera vez.

—No es muy educado por su parte tomarme el pelo —me amonestó cortésmente. Sin embargo, en el fondo parecía satisfacerle que me hubiera tomado esa molestia.

—Lo siento —dije—, es una mala costumbre que tengo. ¿De qué habló aquel día con Betty Sue?

—Me temo que no tengo la menor idea —contestó el profesor, pero enseguida levantó un dedo—. Espere, creo recordar que pasó por mi despacho y me dijo que tenía entradas para el ACT la noche siguiente. —Empezó a explicarme las iniciales y, de pronto, se interrumpió—. No me acuerdo de la obra que representaban. Compréndalo, ha pasado mucho tiempo.

—Demasiado —admití por enésima vez.

—¿Le importaría si le pregunto qué interés tiene usted en este asunto?

—Su madre me ha pedido que la busque —respondí sin más.

—¿Lo hace para ganarse la vida o es miembro de la familia?

—Ambas cosas —dije—. Soy primo por parte de madre y un investigador privado con licencia.

—Entonces no se ofenderá si le pido que me enseñe alguna identificación.

—En absoluto —declaré, y saqué el carné.

—Por su acento —dijo él al devolvérmelo—, habría jurado que pertenece a la rama familiar de Texas o de Oklahoma.

—A la de Texas —puntualicé—. No obstante, en la actualidad nos dejan vivir prácticamente donde queramos.

—Lo supongo —comentó el profesor—. ¿Se ha recibido alguna nueva información sobre Betty Sue que haya inducido a la madre a contratar sus servicios?

—Ninguna, simplemente me tenía a mano. Ha aprovechado que estaba aquí por otro caso. Además, los dos hijos varones de la señora Flowers han muerto, y pensó que sería emocionante reencontrarse con su amada pequeña.

—Imagino que la pequeña habrá crecido bastante —dijo Gleeson, riéndose de su propia ocurrencia—. Yo en su lugar intentaría hablar con el padre. Por razones que no acierto a comprender (tal vez porque la privó de su afecto), Betty Sue tenía una fijación malsana por ese hombre. Me inclino a creer que, de ponerse en contacto con alguien, habría sido con él. Sí, yo buscaría al padre —se reafirmó.

Tras decir estas palabras, el profesor se apoyó en el respaldo de la silla, dio unos sorbos a su bebida y suspiró largamente, como un detective que acabara de resolver un caso de corrupción sórdido y trascendental en una película existencialista.

Mi lengua y mis arranques de genio siempre me habían acarreado problemas y, alguna que otra vez, incluso me habían impedido recabar la información que necesitaba. Me entraron ganas de espetarle a Gleeson que se guardara su estúpido consejo. También me habría gustado decirle dónde podía meterse su análisis de revista Time, o explicarle el auténtico significado de fijación, pero en lugar de desahogarme mantuve la boca cerrada y el arranque bajo control.

—No tuve oportunidad de conocer a Betty Sue en su etapa juvenil —dije, cambiando de tercio—. ¿Qué clase de niña era?

—Una entre un millón —me contestó el profesor, rápidamente pero con dulzura. Luego enmudeció de manera abrupta, como si se hubiera delatado. Intuí que lo había pillado.

—¿Por qué?

—¿Me pregunta por qué? —musitó Gleeson—. La primera vez que la vi, estaba actuando en una producción escolar de La Cenicienta, a la que tuve que asistir por razones de las que ahora mismo no quiero acordarme. Fue una representación espantosa incluso para una escuela de primaria, y habían desperdiciado el talento de Betty Sue en el papel del hada madrina, pero permítame decirle, amigo mío, que cuando aquella jovencita, todavía una niña, salía a escena, todos sus compañeros parecían criaturas de una raza inferior. Tenía la presencia natural más esplendorosa que he contemplado jamás en el teatro. Fuera del escenario no era nada especial, tan sólo una chica corriente de facciones agradables, pero sobre las tablas lo dominaba todo. ¡Qué presencia! ¡Y qué sentido innato de la interpretación! —Hizo una pausa para reír entre dientes—. Su hada madrina era una reina que otorgaba magnánimamente sus dones a los seres inferiores. Y ya entonces poseía asimismo una presencia sexual aterradora. Casi se podía oír la libido de los adultos del público suplicando romper las cadenas.

»Después de la representación fui entre bastidores para hablar con ella —continuó diciendo—, y la encontré mirando a la niña que había encarnado a la Cenicienta con unos ojos tan terriblemente lastimeros que, sin pensarlo dos veces, le di una charla sobre lo buena actriz que era. Reconozco que, por un instante, perdí un poco la cordura. Cuando terminé, fijó su mirada en mí y dijo: “Sólo me fastidia que lleve un vestido más bonito que el mío. En cualquier caso, yo no haría nunca de Cenicienta. No daría el personaje”. Tenía nueve años, amigo mío, nueve años exactos.

»A partir de ese día, por descontado, la tomé bajo mi tutela, y siempre que podía organizaba mis producciones del instituto y las de Little Theatre reservando un papel para ella. También intenté convencer a su horrenda madre de que me autorizase a inscribirla en un curso de arte dramático en la ciudad, e incluso me ofrecí a pagar de mi bolsillo todos los gastos. Como era de prever, rechazó mi propuesta. “Es una condenada sarta de sandeces”, creo que fueron sus palabras textuales. —Calló de nuevo y juntó las dos manos—. La maldita madre me llenaba de confusión. Deduzco que en su juventud fue lo que se considera una muchacha atractiva, aunque ahora la idea resulte inconcebible, y que sentía celos de Betty Sue. ¿Quién podría reprochárselo, viviendo enclaustrada en aquella caravana infecta detrás de un bar de mala muerte? Una vez, cuando Betty Sue cumplió los quince años, le encargué a un amigo (un fotógrafo profesional) que hiciera un portafolio de retratos suyos. Quedó fantástico. Más tarde, al preguntarle a Betty Sue qué había sido de las fotos, me dijo que se habían perdido, pero tengo la absoluta certeza de que las destruyó su madre.

»¡Qué pena! —añadió Gleeson, dio unos sorbos al falso refresco y agilizó el final del relato—. A los quince años interpretó a Antígona en la versión de Anouilh, y a los dieciséis a la Madre Coraje. Nunca lo hubiera creído posible».

—Son unas piezas algo complejas para escenificarlas en la escuela —señalé.

—Las produje con Little Theatre —me aclaró—. En aquella época teníamos una compañía excelente; incluso la prensa de San Francisco publicó críticas favorables de nuestras representaciones. Y Betty Sue era colosal. —Parecía un militar que rememorase las hazañas de una antigua guerra—. Con un poco de suerte, esa chica podría haber triunfado en Broadway o en Hollywood. Con un poco de suerte… —repitió en el tono de quien no la ha tenido jamás—. Sepa usted que la suerte es casi tan esencial como el talento.

Miró abstraído el vaso ya vacío. Tuve que sacarlo de su ensimismamiento.

—¿Qué edad tenía cuando usted la sedujo?

Gleeson rió espontáneamente, sin una vacilación, con las fundas de la dentadura brillando al sol. El colibrí revoloteó por el solario como una imprecisa pincelada de azul, deteniéndose a estudiar el perfume de Gleeson. Pero no era ninguna flor, así que se alejó enseguida. El profesor agitó ruidosamente los cubitos de hielo y se puso de pie.

—Creo que ha llegado el momento de tomarme esa bebida —dijo jovialmente—. ¿Le apetece otra Tecate?

—Preferiría que contestara a mi pregunta —lo corté.

—Querido muchacho —afirmó el profesor mientras se preparaba el brebaje—, ha sido usted víctima de abyectos rumores y chismes maliciosos.

—Me enteré de su nombre por la señora Flowers —dije—, eso es todo. Aunque debo añadir que ahora entiendo por qué le rechinaban los dientes cuando lo pronunció. Por lo demás, no sé nada sobre usted que no haya salido de sus propios labios.

—¿De mis labios o de sus conjeturas?

—Son deducciones lógicas.

—Interpreta muy bien al paleto de pueblo, amigo mío —declaró Gleeson, pasándome una nueva cerveza—. Pero ha cometido un desliz al no pedirme que le explicara el significado de ACT, y desde luego no se familiarizó con Anouilh o con Brecht en la academia de policía, ni menos aún en un curso por correspondencia para investigadores privados.

—Se supone que el detective soy yo.

—Imagino que también hace estupendamente ese papel —dijo—, aunque tengo el presentimiento de que no me conviene prolongar esta conversación.

—Yo no vivo en las inmediaciones —repuse—, así que no me interesa lo más mínimo cuántos hímenes tiene colgados en su salón de trofeos. Mejor aquí con usted, en este entorno, a la luz de las velas y con un buen vino, que con un punk lleno de granos en el asiento trasero de un coche y con un paquete de seis cervezas Coors.

—No me dejo engatusar tan fácilmente —dijo Gleeson, aunque vi fulgurar unas llamitas obscenas en el fondo de sus ojos—. Sin embargo, es cierto que de vez en cuando me concedo un pequeño placer —añadió con una sonrisa húmeda—. La mayoría de los necios que habitan en la localidad me toman por marica, y yo no lo desmiento. Como manto protector es insuperable, ¿no le parece? —Asentí, y él prosiguió—: Pero Betty Sue y yo nunca mantuvimos una relación de esa índole. No es que no me acuciara la tentación, como bien supondrá, dada la intensa sensualidad que emanaba, y no dudo tampoco de que ella se habría mostrado predispuesta. Evidentemente, de haber sabido… de haber sabido el cauce que tomarían los acontecimientos, y que ella no haría carrera en el teatro, me la habría beneficiado desde el primer momento; pero tal y como estaban las cosas, me inquietaba que el sexo pudiera entorpecer nuestra relación profesional.

—¿Profesional? —recalqué.

—En efecto. Quizás actualmente sólo sea profesor de arte dramático en un instituto de secundaria, pero he trabajado en el off-Broadway y en la televisión, además de enseñar en la universidad, y conozco el mundillo. Betty Sue podría haber sido una actriz de éxito. Y confieso que, si lo hubiera logrado, tenía intención de utilizarla. —Gleeson suspiró una vez más—. Los entrenadores deportivos se suelen consagrar a remolque de sus jugadores estelares, y no veía por qué yo había de renunciar a esa misma oportunidad. Así pues, reprimí mis instintos. Betty Sue, como ocurre a menudo con las chicas muy jóvenes, podría haberse cansado de tener en su vida a un hombre mayor, y haber confundido la relación sexual con la profesional. Por consiguiente, amigo mío, mantuve las manos quietas —concluyó el profesor, con el toque justo de arrepentimiento sumado al orgullo.

—Lo siento —dije, tratando de vislumbrar su verdadero rostro bajo la máscara melancólica—. Seguramente todavía tiene amigos en el teatro, y doy por sentado que, en el transcurso de los años, les habrá preguntado por Betty Sue.

—Lo he hecho tantas veces que me he convertido en el hazmerreír de la comunidad —me respondió con expresión de abatimiento—. Pero nadie la ha visto ni ha sabido nada de ella. Mucho me temo que estamos en un callejón sin salida.

—¿Podría haberse quedado embarazada?

—Sí, es probable —dijo Gleeson—. Intuí que no era virgen poco después de su decimocuarto cumpleaños, aunque, naturalmente, no había medio de confirmarlo.

—Verá —argumenté, preocupado aún por su mentira anterior sobre la bebida de arándano—, en ocasiones la gente confiesa pequeñas faltas, como sus intenciones egoístas con respecto a la carrera de la chica, para encubrir asuntos más graves.

—Y según usted, ¿qué podría tener que ocultar? —me inquirió con voz anodina.

—Lo ignoro —dije, y me incliné hacia delante hasta que nuestras manos casi se tocaron—. He adquirido una formación aceptable —agregué—, pero no soy un tipo especialmente sofisticado…

—¿Todavía tiene alma de campesino? —me interrumpió.

—Así es. Y como ha dicho antes, usted es un profesional que lo sabe todo sobre actuaciones, falsedades y máscaras —sentencié—. Si descubro que me ha mentido, querido colega, puede estar seguro de que volveré para ajustarle las cuentas.

Estrujé en mi puño la lata de cerveza vacía, un recipiente macizo de acero, al viejo estilo. Gleeson se rió con nerviosismo.

—Es un impostor terrible —dijo, con todo el ánimo que pudo reunir—. Con este número no engañaría ni a un niño.

—A diferencia de usted, colega —repliqué—, yo no estoy actuando. —Lo agarré por la muñeca y presioné la maciza pulsera de plata contra su blanda carne—. El discurso intelectual está muy bien, tío, pero en mi negocio lo que abunda es la violencia y el dolor.

—¡Dios mío! —gritó él, retorciendo todo el cuerpo—. Me va a romper el brazo.

—No hemos hecho más que empezar, amigo mío —dije—. Tenga presente que me encanta hacer estas cosas, que usted me cae fatal y que no vale una mierda.

—Basta, por favor —suplicó el profesor con el cráneo empapado en sudor.

—Oigamos el resto de la historia —le susurré.

—Le juro que no hay nada… Se lo ruego… Me va a fracturar…

—Escúcheme bien, colega —dije sin inmutarme—. El ejército estadounidense se gastó un dineral para adiestrarme en tácticas de interrogatorio y me llenó la cabeza de toda clase de basura psicológica, pero cuando llegué a Vietnam no practicamos precisamente la psicología, sino que empalmábamos a los pequeños mamones a un teléfono de manivela con tenazas de contacto en el prepucio y los pezones. Le aseguro que siempre que activábamos la línea aquellos hijos de puta, aquellos bastardos enanos, respondían, pese a ser cien veces más fuertes que usted.

—De acuerdo —gimió Gleeson—, usted gana. —Le solté la muñeca—. ¿Podría quitarme esto? —me pidió de mala gana, tras forcejear con la aplastada pulsera de plata.

—Faltaría más —dije, y arreglé la joya.

El hombre frunció la cara y parpadeó varias veces. Le serví una bebida mientras se frotaba la muñeca.

—Tenía algo que contarme.

—Sí, en efecto —balbuceó—. Un día, hace ya tiempo, me pareció verla en una película porno que proyectaban en la ciudad. La muchacha era obesa y feísima, una auténtica foca, pero podría haber sido ella, o a mí por lo menos me la recordó. La copia era pésima, con mucho grano, y la iluminación aún peor. No obstante, se le parecía en todo salvo en aquella herida, una horrible cicatriz en medio del vientre. —Cuando dejó de hablar, su boca deformada continuó moviéndose como si fuera un pez en sus últimos estertores.

—¿Por qué me ha mentido sobre algo así? —indagué, francamente asombrado.

—Me sentía… me siento avergonzado por mi interés en… en ese tipo de espectáculo —confesó Gleeson, y se precipitó sobre su vaso—. Era tan sórdido ver a aquella gorda horrorosa y a todos los viejos verdes…

—¿Se acuerda del título?

—Empezaba por Lujuria o Pasión seguido de un calificativo, Animal o una cosa similar. No lo recuerdo bien, pero era atroz —se lamentó el profesor, y de pronto rompió a llorar.

—Atroz y excitante —apunté. Él asintió con la cabeza—. ¿Esto es todo lo que tenía que explicarme? —le pregunté, y asintió de nuevo.

Había algo que no encajaba, pero no acababa de saber dónde estaba el problema. Lo que sí sabía era que no podía hostigarlo más. Me faltaban agallas. El único interrogatorio que había presenciado en Vietnam me había revuelto las tripas, aunque no recordaba si había vomitado por las convulsiones del diminuto vietcong, por el regodeo del capitán de la unidad de asalto sudvietnamita o por mi propia fatiga. Había pasado veintitrés días en la jungla y podía dormir de pie con los ojos abiertos, lo que constituía una ventaja, porque era incapaz de conciliar el sueño acostado y con los ojos cerrados. Al cabo de unos días cometería el error que iba a provocar mi marcha de Vietnam y, dos años más tarde, la baja del ejército. Por lo general aquellos tiempos parecían muy lejanos, pero al escuchar los sollozos de Gleeson a plena luz del sol los reviví de cerca.

—Oiga —dije—, no pretendía lastimarlo.

—Me hago cargo —repuso el profesor, aún lloriqueando—. Aquella espantosa guerra desquició a muchos chicos como usted.

—Abandoné Vietnam hace nueve años —declaré— y no soy ningún chico, así que no intente justificarme.

—Naturalmente —dijo con la mayor sinceridad posible—, naturalmente. —Apartó las manos del rostro y se enjugó las lágrimas—. ¿Querría hacerme un pequeño servicio?

—¿De qué se trata?

—¿Me llamará si la encuentra? Se lo pido por favor. Le pagaré la cantidad que estipule. Por favor…

—Eso debería haberlo pensado diez años atrás.

—¡No me haga reír! —dijo el profesor, frotándose los ojos—. Entonces, en vez de rondar los cincuenta años, estaba aún en la treintena y no tenía ni idea de que iba a continuar aquí una década después, no podía sospechar que el cenit de mi carrera vendría marcado por una joven actriz de la escuela secundaria. No, no tenía ni idea. En esa época no sabía lo que aquella muchacha significaba para mí. Ahora es distinto. Me gustaría volver a verla, hablar un rato con ella. Por favor.

—No la encontraré —le advertí.

—Pero si lo hiciera…

—Se lo comunicaré gratuitamente —dije—. Siento lo de su muñeca, y gracias por las cervezas.

—Ha sido un placer —respondió Gleeson, con una leve sonrisa torciéndole el labio, y hundió de nuevo la cara en sus manos.

Lo dejé en el solario, con la inmensa cabeza acunada entre los brazos como la de un bebé grotesco. Al atravesar la puerta principal, una joven con un top y shorts de tela vaquera interpretó mi aparición como una invitación a entrar, y empujó la bicicleta de diez marchas por el camino de acceso a la vivienda. Me planteé decirle que el profesor Gleeson había salido, pero tenía un saludo y una sonrisa exquisitos, tímidos, con un toque de fascinación, y el sudor aterciopelaba sus muslos esbeltos y bronceados.

—Hola —dijo—. Hace un día precioso, ¿verdad?

—Sustentadme con pasas —recité—, confortadme con manzanas, porque estoy enferma de amor.

—¿Qué es? —me interrogó, deliciosamente perpleja.

—Digamos que es un poema, o mejor un cantar.

En vez de estrecharla en mis brazos para protegerla o de enviarla a casa con un sermón, pasé por su lado en dirección de mi camioneta. La juventud lo aguanta casi todo, reyes bíblicos, poesía, amor… Todo excepto el tiempo.