3

Cuando llegué al hospital, Trahearne estaba sedado y roncaba plácidamente, sumido en un profundo sueño del que habría sido un crimen despertarlo. Fui a ver al médico del servicio de urgencias que le había atendido, quien vino a decir que Trahearne viviría incluso a su pesar. Sin embargo, el facultativo no estaba tan convencido con respecto a Oney y Lester. Una vez les limpiaron y vendaron las heridas, se largaron de inmediato, impacientes por regresar al bar de Rosie y tomar otro par de cervezas. Mientras el doctor se alejaba por el vestíbulo, moviendo tristemente la cabeza, usé por fin la moneda de diez centavos para telefonear a cobro revertido a la antigua señora Trahearne. Como de costumbre, oí en la distancia una voz reticente a aceptar el coste de la llamada.

—Bueno —dije en un tono más jovial de lo previsto, cosa que atribuí al whisky—, por fin he dado con ese viejo zorro.

—Menos mal —respondió ella con frialdad—. ¿Estaba en San Francisco?

—No, señora —dije—, en un pequeño antro de las afueras de Sonoma.

—¡Qué pintoresco! —masculló—. ¿En qué estado lo encontró?

—Ebrio —respondí, sin especificar a cuál de los dos me refería.

—Eso lo doy por sentado, señor Sughrue —me espetó—. ¿Cómo está físicamente?

—Bien.

—¿En serio?

—Sí, señora. No le pasa nada —dije, rehuyendo respuestas más concretas—, se encuentra perfectamente. Lo más probable es que salga del hospital dentro de tres o cuatro días, y para entonces estará como nuevo.

—Quizá mi pregunta le parezca presuntuosa —dijo ella sin alzar la voz—, pero si está en una forma tan espléndida, ¿por qué lo han ingresado en un hospital?

—Es una larga historia.

—¿No lo son siempre?

—Así es, señora —admití.

—Está siendo innecesariamente ambiguo, señor Sughrue —me regañó ella. Tenía una voz agradable y refinada, pero era obvio que estaba acostumbrada a mandar.

—Lo que usted diga, señora.

—¿Y bien?

—Verá, su ex marido sufrió un pequeño accidente.

—Soy toda oídos.

—Se cayó de un taburete de bar y se lesionó la espalda —me apresuré a decir.

—Es absolutamente encantador —comentó la ex esposa—. Quizás esto le enseñe una lección que le hacía mucha falta aprender. —Emitió entonces una risa intensa, elegante, como los ricos susurros de un abrigo de visón que alguien arrastrase con despreocupación por una escalinata de mármol—. Aunque espero que no sea nada grave.

—Una pequeña contractura.

—Me alegra saberlo. Confío en que continúe a su lado hasta que le den el alta médica, y que lo acompañe también en su juerga posmortalidad.

—¿Perdón?

—La carne mancillada tiende a revolcarse en la carne —dijo—, especialmente en el caso de Trahearne.

—Lo siento, señora, pero no la sigo.

—En cuanto abandone el hospital, mi ex marido se empeñará en montar una orgía. Ya sabe, con vino, mujeres y música: whisky del caro, prostitutas de primera clase y, finalmente, la eterna y triste canción de arrepentimiento. Deseo que cuide de él durante esos días.

—Haré lo que esté en mi mano —le prometí.

—No me cabe duda —respondió—. Y cuando esté preparado para regresar y lamerse las heridas en casa, quiero que se ocupe personalmente de que lo haga.

—Sí, señora —dije, con la secreta esperanza de que Trahearne sólo se lamiera las heridas en un sentido figurado.

—Quizá si le comunica que su adorada Melinda ha vuelto al redil, y que se pasa la noche entera peleando con sus barros o lo que quiera que haga, es posible que decida cortar en seco la orgía.

—De acuerdo —contesté, aunque no tenía la menor idea de quién o de qué me hablaba. Tampoco sabía lo que opinaría Trahearne de mi presencia después de su accidente… mi accidente… en fin, después del accidente del bar.

—Además, a su llegada espero recibir un informe completo —exigió la clienta—. Gracias y buenas noches.

—¿Un informe sobre qué? —pregunté, pero ya había colgado el teléfono—. Sólo un loco trabaja para los locos —le dije a la línea inactiva, y una agobiada enfermera que pasaba corriendo junto a mí asintió con la cabeza.

Puesto que no era mi dinero, y con una certeza casi total de dónde pasaría la noche siguiente, me registré en el mejor motel de Sonoma y pedí un enorme entrecot y algunos tragos del whisky caro que había mencionado la antigua señora Trahearne. Después volví en mi camioneta al local de Rosie, me emborraché como un imbécil con Lester y Oney, y dormí sobre la mesa de billar.

—¿Dónde demonios estaba? —me increpó Trahearne cuando entré en su habitación dos mañanas más tarde, a las diez en punto.

—He sido huésped del condado —dije.

—¿Cómo?

—He estado en la cárcel.

—Anda, ¿y por qué?

—Ayer, después de tomarme declaración, el sheriff me retuvo como testigo presencial. Solamente quería ver si tenía una versión diferente del tiroteo tras pasar una noche en el calabozo —aclaré.

—¿Es un procedimiento legal?

—No —dije—, pero si hubiera presentado una queja o llamado a un abogado, habrían encontrado algún delito menor del que acusarme.

—¡Qué hijos de puta!

—No tiene importancia, ya había estado entre rejas alguna vez.

La cárcel es como es, y generalmente no merece la pena hablar de ella cuando sales.

—En fin, ahora que ha vuelto —dijo Trahearne— podría hacerme algunos encargos. —Metí la mano en el bolsillo del pantalón y saqué un botellín de vodka—. ¡Dios sea loado! —susurró, y agarró presto el recipiente—. Es usted un santo, amigo mío, un santo coronado.

No obstante, antes de que rompiera el precinto una enfermera alta y esbelta, de insinuantes curvas, irrumpió en la habitación.

—Me temo que no podrá ser —dijo, arrancando la botella de sus grandes y temblorosas manos—. Esta botella le será devuelta cuando le den el parte de alta.

—¿Lo ve, señor Trahearne? —me sumé a sus palabras—. Le advertí que en el hospital está prohibido beber. —A la enfermera le comenté—: Lo siento muchísimo, señora, le dije que no me gustaba nada la idea, pero soy un simple mandado y ya sabe como van estas cosas.

A Trahearne se le desencajó la cara, enrojecida y grasienta por el sudor, a la vez que incorporaba la mitad del pecho fuera de las sábanas. Parecía estar a punto de asesinar a alguien.

—Espero que no se repita este incidente —dijo la enfermera.

—Descuide, señora, no volverá a ocurrir —respondí, tocándole ligeramente el brazo—. Y si el paciente le causa alguna molestia, no dude en telefonearme. Me alojo en el Sonoma Lodge. —Ella sonrió, asintió y me dio las gracias, antes de mover sus caderas bellamente moldeadas hacia la puerta con pasos rápidos y eficientes—. A cualquier hora —le dije a su espalda.

—Hijo, no me importa que pierda el tiempo, pero me niego a que sea mi tiempo y encima a mis expensas —refunfuñó Trahearne. Extraje otro botellín del bolsillo de la trenca y se lo pasé—. No es usted ningún santo, muchacho, sino que está bien preparado para los imprevistos —masculló, y dio un corto trago—. ¡Dios bendito, si incluso me lo trae frío! —exclamó, sorbiendo de nuevo—. Aún resultará que vale todo el dinero que me cuesta.

—Yo tenía la impresión de trabajar para su ex mujer.

—Todo sale del mismo bolsillo —dijo Trahearne, contemplando el licor transparente.

—¿Uno al día?

—Que sean dos.

—De acuerdo, señor.

—Desde luego, no se parece a ninguno de los otros —declaró el herido tras repasarme de arriba abajo.

—¿Los otros?

—Todos los que me han buscado hasta ahora han sido chulos baratos —me explicó—, con sus trajes informales de tonos pastel y anillos de circonita rosa. Usted me recuerda más bien a un jinete errante.

—Veo que ha tratado con algunos miembros de mi profesión —dije.

—Es el primero que me ha encontrado antes de que yo quisiera ser localizado —admitió Trahearne—. ¿Cómo lo ha hecho?

—Es un secreto profesional.

—Fue por la maldita postal, ¿verdad?

—No se imagina cuántos perros deambulan por los bares —dije, y él esbozó una sonrisa.

—¿Le molesta que le haga una pregunta personal?

—Quiere saber qué hace un buen muchacho como yo metido en esta clase de negocio.

—Algo parecido —confirmó Trahearne.

—Soy un capullo metomentodo.

—Yo también —dijo, y volvió a sonreír—. Quizá nos llevemos bien.

—Se supone que estoy aquí para vigilarle, señor Trahearne, no para ser su amigo del alma —recalqué.

—Eso es una tontería.

—¿Sólo una tontería, o una gran gilipollez?

—Creo que nos vamos a entender.

—¿Cómo están sus posaderas?

—Van mejorando —dijo el enfermo—. He sobrevivido a situaciones más graves. Obviamente, entonces era mucho más joven… Aunque en infantería de marina no tenían suministro de vodka.

—Me alegro de serle útil —dije.

—Lo que me mata es el aburrimiento —afirmó Trahearne—. Necesito que me haga un par de favores.

—Estoy a sus órdenes —dije.

—Prefiero dejarlo en favores —insistió él.

—Lo que usted quiera.

—Consígame material de lectura —dijo—. Da igual que sean novelas de bolsillo o revistas populares al peso (las consumo con tanta avidez como un niño las patatas fritas), me conformo con cualquier escrito expuesto en un anaquel de librería. También sería ideal que me gestione un servicio de cenas a domicilio. Mientras que no sea comida de hospital, la puede encargar incluso en un McDonald’s.

—Conforme —accedí—. ¿Qué me dice de un coro de bailarinas y una banda de música?

—Me gustan los hombres que saben entretener a la gente —declaró Trahearne—. Si me tienen encerrado muchos días, tal vez contratemos a una corista especializada en satisfacción oral, pero nada de orquestas… A lo sumo, un cuarteto de cuerda.

—Me ocuparé del asunto —dije—, aunque no puedo prometerle nada. Estoy fuera de mi territorio.

—Si no logra trabajarse a esa madame de la rutina palurda y patosa —me ofreció—, tengo algunos números de teléfono interesantes en San Francisco.

—Bien —respondí—. Ahora soy yo quien quiere pedirle un favor. —El grandullón dejó de sonreír—. No afectará a sus encargos.

—¿Qué clase de favor? —preguntó, a la expectativa.

—Según parece, Rosie tiene una hija desaparecida —expliqué—, y le dije que investigaría el caso durante su estancia en el hospital, siempre, por supuesto, que usted dé su autorización.

Tras un breve silencio, mi cliente dijo:

—La tiene. Me satisface ver a un joven que lucha para progresar en la vida.

—No sé si entro todavía en la categoría de joven —repliqué—, y a estas alturas me importa un comino hacer progresos o no. Lo que ocurre es que la buena señora me cae bien, y por eso accedí a hacerle este favor… Si está de acuerdo.

—Lo estoy —contestó Trahearne.

—Probablemente será una pérdida de tiempo y de dinero —dije.

—¿De cuánto dinero hablamos?

—De ochenta y siete dólares —respondí.

Una nueva sonrisa iluminó la cara del herido.

—¡Diantre! ¿Cuánto tiempo puede uno perder por ochenta y siete dólares?

—Cualquier tiempo que invierta será un despilfarro.

—¿Por qué lo dice?

—La hija se fugó de casa hace diez años, y eso es demasiado…

—¡Dios mío! —me interrumpió Trahearne—. Creo recordar entre nubes etílicas que Rosie me contó toda la historia. Sospecho que ha sido culpa mía —añadió, meneando la cabeza.

—¿A qué se refiere? —pregunté.

—Temo haberle comentado —confesó el grandullón, tras darle un buen lingotazo a la botella— que aparecería un sabueso privado olfateando mis borrosas huellas, y haberle sugerido que lo contratase. Pensé que así podría esquivar unos días más a quienquiera que hubiese enviado Catherine. —Soltó una risotada—. Por lo tanto, mal puedo oponerme ahora. —Hizo una pausa e inquirió—: ¿Cómo encara los casos de personas desaparecidas?

—Depende de quién se trate y del tiempo que lleve ausente —dije—, aunque generalmente me limito a husmear por ahí.

—No parece un método muy ortodoxo.

—Si quiere metodología —proclamé— contrate a las grandes empresas de seguridad. Son unos ases en métodos y estrategias. Verá, la gente decente no sabe desaparecer, y los maleantes no pueden hacerlo porque tienen que seguir merodeando con otros de su calaña.

—¿Dónde encaja usted en el cuadro?

—Soy más barato que esas empresas —dije—, y la mayor parte de mis clientes aún creen en las agencias pequeñas e independientes. Suelen ser unos románticos.

—Debe de trabajar sin descanso —musitó él con una mueca burlona.

—Y cada vez tengo que frecuentar más los bares —respondí—. Ya casi ejerzo de barman.

—Caramba, joven, en cuanto le vi supe que tenía algo que me gustaba —bromeó Trahearne.

—A todos los asiduos les gustan los camareros. Por cierto, su ex mujer me encargó que le dijera que Melinda está en casa, y que pelea con barro o algo parecido.

—No pelea, lo trabaja.

—¿Perdón?

—Mi esposa —aclaró el herido— es alfarera y escultora de cerámica.

—Entiendo.

—Deduzco por su expresión, joven, que ignora cuál es mi situación —dijo ahora en tono grave. Puesto que había acertado, dejé que continuara—. Mi madre, mi ex esposa, mi mujer actual y yo vivimos todos juntos, más o menos, en un rancho en las afueras de Cauldron Springs. —Trahearne contempló la pared pintada del institucional color beige como si fuera una ventana abierta a las montañas, como si pudiera distinguirse a sí mismo en medio de una panorámica de postal con figuras humanas—. Formamos una pequeña y feliz familia —concluyó en ademán reflexivo.

Sabía que en algún momento tendría que escuchar el relato de su vida, pero prefería que fuese más tarde que pronto, así que me despedí de él. Cuando daba la vuelta para irme, su ancha mano aferró el botellín como si fuera su única esperanza de salvación.

No existe un idiota mayor que aquél que, además, se cree irresistible. Camino de la salida, me detuve junto al mostrador de enfermería para saludar una vez más a la enfermera esbelta. Le pregunté sobre el servicio de restaurante que me había pedido Trahearne y, aunque no pareció muy contenta al respecto, prometió consultárselo al médico.

—¿Tiene ya algún plan para cenar esta noche? —insinué.

—Acabo de quedar —repuso, exhibiendo una alianza en el dedo anular.

—Yo estoy libre —dijo a mi espalda una voz llena de vida.

Antes de recoger el sedal, me volví para ver quién lo había echado. Era más menuda que la otra pero también más curvilínea, con un pícaro rostro de nariz respingona enmarcado en una ondulada melena rubia, y un cuerpo compacto y musculoso. Me fijé en que era un poco patizamba, pero ¡qué demonios!, yo tenía el mismo defecto.

—¿Es una cita en firme? —pregunté.

—Sólo si te apetece —respondió ella de inmediato, con una sonrisa dibujada en sus vivarachos ojos azules.

—¿Nos encontramos a las ocho en el bar del Sonoma Lodge? —propuse.

No soy un adefesio, pero tengo panza de bebedor y la nariz rota, de modo que las desconocidas no suelen elegirme entre una multitud para concertar una cita a ciegas, aunque por otra parte a caballo regalado bla, bla, bla. Además, la enfermera tenía la boca pequeña y provocativa, así como el trato directo de una mujer liberada sexualmente.

—Estupendo —dijo, y me tendió una mano franca y expeditiva—. Me llamo Bea Rolands —añadió—. ¿Eres también escritor, como el señor Trahearne?

—No exactamente como él —admití, sujetando con fuerza aquella mano mientras aclaraba mi mente. El único autor presente estaba fuera de combate, pero yo había leído suficientes libros durante las tardes de tedio en los gimnasios militares para simular lo que no era, quizás incluso para copiar la vena poética de Trahearne—. Algunas veces le hago labores de búsqueda, y también me ocupo de sus asuntos —dije con una mirada lasciva.

—¿No te parece un escritor prodigioso? —dijo Bea efusivamente—. Adoro sus libros. La verdad es que los tengo todos, las ediciones en tapa dura, los poemas… Y he visto también todas las películas, hasta tres o cuatro veces, y me encantaron. ¿Crees que le importunaría si le pido que me firme algunos ejemplares?

—No sabría decirte —contesté—. Verás, es un hombre muy tímido y estas situaciones acostumbran a incomodarle, pero ¿por qué no los traes esta noche y se lo pregunto yo mañana?

—¡Muchísimas gracias! —exclamó la enfermera entusiasmada, dando saltos de alegría. Sus pechos pequeños y turgentes se agitaron de un modo muy sugestivo en el fino sujetador que llevaba bajo el uniforme.

—Nos veremos a las ocho —dije, soltando por fin su mano—. Te agradezco que me salves de una cena solitaria.

—El placer es todo mío —repuso ella con una risita.

Al salir del hospital, decidí que había tenido suerte con Trahearne. Al menos no era un tipo aburrido. A su alrededor había acción en abundancia: sangre, tiroteos, una noche en el calabozo, y ahora aparecía una seguidora incondicional con las piernas sensualmente arqueadas. Me asaltó un deseo espontáneo de que huyera nuevamente de su casa, pronto y a menudo, una vez cada cinco o seis meses. Quizás incluso aceptaría hacer un alto en el camino para recogerme, y así no tendríamos que malgastar todo aquel tiempo de diversión mientras me partía el culo dándole caza.