Cuando la comitiva oficial, dos ambulancias y una unidad móvil del ayudante del sheriff, abandonaron el aparcamiento de Rosie en medio de una nube de polvo, todos los vehículos encendieron las sirenas a la vez y se perdieron velozmente en la distancia. Desde donde estábamos sentados Rosie y yo, en la escalera de acceso al bar, parecía que hubiese empezado el fin del mundo.
—Desde luego, a esos chicos les encantan las sirenas —dijo la mujer sin alterarse.
—Es prácticamente el único placer que les queda en la vida —afirmé.
—¿Hablas por propia experiencia? —me preguntó con mirada escrutadora.
—He viajado en el asiento trasero de varios coches de policía —admití, y ella me hizo un gesto como de complicidad.
Mientras Rosie y yo limpiábamos el estropicio del local, trasladábamos a los heridos al exterior y urdíamos una versión accidental, aunque totalmente inverosímil, del tiroteo, nos habíamos hecho amigos. Ahora también estábamos unidos por los mutuos embustes a las autoridades. Lester y Oney habrían mentido gratis, sólo por llevar la contraria, pero decidí repartir entre ambos una generosa suma en efectivo para ayudarles con los gastos médicos. Lester se embolsó el dinero y me contó que Oney y él, en virtud de una serie de ingresos en un centro de rehabilitación de alcohólicos, se hallaban bajo la tutela asistencial del estado de California. El agente de mediana edad que nos interrogó fue consciente enseguida de que le estábamos enredando, pero no pareció importarle. Le interesaba mucho más tomar el pelo a Oney porque se había disparado en el pie. Antes de irse, no obstante, me comentó que pasara a la mañana siguiente por comisaría para firmar el atestado, y ambos sabíamos lo que esto significaba.
Tan pronto como se disipó el ruido de las sirenas, Rosie dijo:
—¿No crees que nos hemos ganado una cerveza fresca?
—Prefiero whisky —respondí, y fui a la camioneta en busca de la petaca de viaje que guardaba en la guantera.
Cuando volví a los escalones de la entrada, Rosie había sacado dos botellas de cerveza baja en alcohol. Tras beber un tiempo en silencio, dije:
—Lamento todo este lío.
—No ha sido culpa tuya —contestó, agitando la mano con hastío—. El único responsable ha sido ese puto inútil de Lester. La verdad es que, cuando lo atrapó en Barstow aquel detective privado, Lester lo llenó de improperios, y el sujeto se dedicó a darle una brutal paliza en el jardín delantero de la casa materna que le hizo perder el mundo de vista, azotándolo hasta que Lester casi suplicó pagarle una parte de los atrasos en la manutención de sus hijos.
—Imaginaba que habría ocurrido algo similar —comenté.
—Por cierto, ¿cómo es que persigues al tipo grandullón? —preguntó Rosie—. Naturalmente —añadió enseguida—, no tienes que contármelo si piensas que no es de mi incumbencia.
—Tenía instrucciones de encontrarlo antes de que el alcoholismo lo llevara al hospital… o a la tumba —dije.
—¡Qué misión tan descabellada! —afirmó Rosie con autoridad.
—Yo sólo debía localizarlo —puntualicé—, no quitarle la botella de las manos.
—¿Es así como te ganas la vida, buscando a gente? —inquirió.
—En algunos casos —dije—. En otros, me limito a observar.
—¿Y te va bien?
—Entre bien y regular —admití—, aunque no es un trabajo estable. Al final, me paso la mitad del tiempo recorriendo bares.
—¿Por qué?
—Es bastante más entretenido que montar guardia en las tiendas Monkey Ward a la caza de ladronzuelos de dieciséis años.
—Lo supongo —dijo Rosie. Se rió y dio un largo trago a la cerveza—. ¿Cuánto tiempo hace que seguías la pista de ese tipo?
—Tres semanas justas —respondí.
—Te pagan por días, ¿no?
—Normalmente, sí.
—Entonces, este encargo te procurará unos suculentos ingresos.
—Eso espero —dije—. Ahora que han disparado al pobre hombre, podrían reaccionar negativamente y decidir que me he sobrevalorado, que no merezco cobrar.
—Ponles una demanda.
—¿Has intentado demandar alguna vez a una persona rica? —pregunté.
—Diablos, chico, ni siquiera conozco a ninguna —clamó Rosie, y luego hizo una pausa con la mirada fija en el suelo—. ¿De qué crees que huía ese hombre?
—Quizá únicamente necesitaba un espacio de soledad —aventuré— o una ronda de borracheras. Te confieso que no lo sé.
Por lo común, después de ir tras las huellas de alguien unos cuantos días, tenía ya una ligera idea de sus motivaciones. Con Trahearne no fue así. En mis momentos menos lúcidos tuve la extraña impresión de que el buen hombre escapaba de mí, que huía para que yo lo persiguiera.
—A lo mejor sólo quería ver lo que había al otro lado de cada montaña —agregué.
—Pues debió cansarse de buscar —apuntó Rosie con indiferencia—, porque se apalancó aquí como una gallina en el corral.
—Si está solamente la mitad de cansado que yo, tiene que sentirse al borde de la extenuación —dije—, porque todo esto me ha dejado para el arrastre. Podría dormir una semana seguida.
—Pero probablemente no lo harás, ¿me equivoco?
—No creo que pueda.
—¿Qué piensas hacer? —me inquirió la mujer, en un tono demasiado desinteresado para mi gusto.
—Andaré por el hospital hasta que salga.
—¿Cuánto tiempo calculas que va a estar ingresado?
—Más o menos, una semana —dije—. Depende.
Durante unos minutos permanecimos de nuevo callados, contemplando cómo el tibio sol primaveral prendía un fuego verdoso en las colinas de suaves laderas y escuchando el distante ronroneo del tráfico.
—¡Oye! —exclamó Rosie de repente, como si se le acabase de ocurrir la idea—. Tal vez yo podría encargarte un trabajito mientras dure este paréntesis. No tiene sentido estar sin hacer nada.
—No suelo aceptar más de un trabajo a la vez —me apresuré a advertirle—. Es mi única ventaja sobre las grandes empresas. —Al ver que ella guardaba silencio, indagué—: ¿Qué tienes entre manos, un fajo de cheques sin fondos?
—Los suficientes para empapelar una pared —repuso—, pero ése no es el problema. —Como yo no pregunté por el problema en cuestión, Rosie continuó hablando—. Se trata de mi niña. Se fue de mi lado, y he pensado que quizá podrías ocupar unos días, el tiempo del que dispongas, en investigar su desaparición.
—Verás, no sé…
—Soy consciente de que este local no parece gran cosa —me interrumpió—, pero es un negocio legal y libre de cargas, que deja algún que otro dólar de beneficio…
—Ésa no es la cuestión —la interrumpí a mi vez—. Necesito alejarme un tiempo de la carretera.
—Aguarda aquí un segundo —dijo Rosie como si no me hubiera oído, y entró haciendo aspavientos en el bar.
Mientras esperaba, lo que antes semejaba una fina neblina de primavera se convirtió claramente en la bruma típica de la polución de la Bay Area, lo que me recordó que ésta no era una ninguna taberna rústica del estado de Texas en una tarde primaveral de los años cincuenta. El laberíntico San Francisco, refugio seguro para fugitivos, se desplegaba al otro lado de la bahía, y a pesar de que los sesenta también habían pasado a la historia, todavía había chicas que se fugaban de casa para esconderse en la ciudad. Esa costumbre no había cambiado, a diferencia de todo lo demás. Los hijos de las flores se habían agriado y mercantilizado, o bien se habían integrado en la clase media, e incluso el enemigo estaba fatigado y deshecho en su exilio de San Clemente. No quería escuchar lo que Rosie iba a contarme; no quería ver ante mis ojos otra imagen más de una criatura perdida. El sabio griego, quienquiera que fuese, que dijo que un hombre no puede bañarse dos veces en el mismo río tenía razón, aunque olvidó mencionar que se mojará los pies nueve veces de cada diez. El cambio es la norma. No es posible volver a casa tal y como uno la dejó ni aun viviendo en ella y, ahora que da lo mismo un sitio que otro, no existe un lugar donde huir. Sin embargo, eso no impide a algunos intentarlo… Ni tampoco detuvo a Rosie.
—Ten, fíjate —dijo, a la vez que se sentaba y me entregaba una fotografía.
Ojeé la imagen el tiempo suficiente para ver que era una fotografía escolar, de tamaño carné, de una adolescente bastante atractiva. Entonces volví a mirar y reparé en la fecha: 1964-1965.
—Era una joven encantadora —dije, tratando de devolver la instantánea a Rosie.
—Y más lista que el hambre —me respondió, apretando las manos entre las rodillas.
Tuve que estudiar de nuevo la imagen. Podría haber sido una foto de mi época de bachiller, en la década de los cincuenta. La cara era agradable sin más, aunque se adivinaba un buen contorno óseo bajo la capa de tersa grasa infantil. La boca ancha parecía contraída, casi hosca, y la densa cascada de cabellos rubios era como impostada. La muchacha tenía la nariz recta, aunque demasiado bulbosa en el extremo para ser bonita. Sólo destacaban los ojos, oscuramente incendiados de ira y rencor, una rabia de sureña inculta que habría casado mejor con un rostro más enjuto. Llevaba una blusa de encaje anticuada, con una cinta negra ensartada en el cuello de cisne que ceñía a la garganta un pequeño camafeo. Al volver a revisar el retrato, la blusa se me antojó curiosamente desafiante, y el rostro tan resuelto a no permitir un amago de burla que resultaba triste, tremendamente triste.
Conocía la historia: una chica más o menos guapa, pero sin dinero para conseguir los vestidos, los refuerzos o la confianza adecuados, la clase de adolescente que o bien merodeaba en la periferia de muchachas más adineradas y populares, siendo calificada de arribista por esa conducta, o bien se mantenía sola y al margen de la tribu estudiantil y, a causa de su conflictividad solitaria, se la consideraba una engreída, pagada de sí misma sin motivo aparente. ¡Ay, las siniestras maquinaciones de instituto! Al examinar la fotografía, me alegré una vez más de haberme perdido la mayor parte de aquellos sinsabores. Vivía en el campo, trabajaba y, aunque no lo había planificado exactamente de ese modo, me enrolé en el ejército tres semanas antes de la fecha prevista para mi graduación. En el fondo, el certificado de estudios generales que me habían dado los militares era más sano que un título de bachillerato superior o, dicho en otras palabras, era menos patético.
—¿Cuánto tiempo hace que levantó el vuelo? —pregunté a Rosie, con la fotografía colgando entre mis dedos como un retazo de piel muerta.
—En mayo hará diez años —replicó ella con tanta parsimonia como si hubiera dicho «El domingo hará una semana».
—¿Y no has tenido noticias suyas desde entonces?
—Ni una sola y escueta palabra.
—Diez años es un período demasiado largo —dije, esforzándome en no demostrar mi perplejidad—. Un año acostumbra a ser excesivo, pero diez son ya una eternidad.
Una vez más, no obstante, Rosie actuó como si no me oyera.
—Un sábado por la tarde fue a San Francisco con Albert, su novio, y él contó más tarde que se había apeado del coche en un semáforo rojo y se había alejado sin dar explicaciones, sin ni siquiera mirar atrás. Sencillamente, desapareció. Eso fue lo que dijo el chico.
—¿Hay alguna razón para pensar que pudo haber mentido?
—Ninguna en absoluto —declaró Rosie—. Lo conozco de toda la vida, y su madre es amiga mía. Lleva casi veinte años arreglándome el pelo una vez por semana. La consternación de Albert fue horrorosa; siguió buscando a Betty Sue incluso años después de que yo desistiera. Su madre dice que aún pregunta por ella siempre que se ven.
—¿Denunciaste los hechos a la policía? —inquirí.
—Por supuesto que sí —repuso Rosie airadamente, con el destello de una antigua luz en sus ojos arrugados—. ¿Qué clase de madre sería si no? ¿Crees que permitiría que una chica de diecisiete años vagase por esa condenada ciudad llena de negros, camellos desalmados y maricas? Desde luego que acudí a la policía, al menos media docena de veces. —En una voz más queda, añadió—: La verdad es que no movieron un dedo. Incluso tuve que desplazarme hasta allí por mi cuenta, ¡maldita sea! Y no una, sino veinte o quizá treinta veces. Subí y bajé las colinas hasta gastar las suelas de los zapatos; enseñé tanto su fotografía que al final se desdibujó. Pero nadie la había visto, ni una sola persona. —Calló de nuevo un instante—. ¿Sabes una cosa? Odio esa endemoniada ciudad. Ojalá hubiera otro terremoto y acabase sumergida en el mar… Sí, la aborrezco. Verás, fui educada en la Iglesia de Cristo y sé que, regentando un antro en el que se sirve alcohol, no tengo derecho a juzgar, pero pongo a Dios por testigo de que si existe una Sodoma y Gomorra en este mundo corrompido y pecador se alza ahí, al otro lado de la bahía —sentenció, y señaló los montes aledaños con un dedo que era toda una maldición. Cuando vio una sonrisa divertida en mi rostro, se interrumpió y, volviendo hacia mí su nariz afilada, me fulminó con los ojos—. A ti probablemente te gustan esos ambientes, ¿no es así? A lo mejor te parece estupenda la inmundicia que campa por las calles.
—No deberías tomarla conmigo —me defendí.
—Lo siento —dijo ella de inmediato, y desvió la mirada.
—No pasa nada.
—¡Sí que pasa, joder! Es una estupidez pedirte un favor y abroncarte al mismo tiempo. Perdona.
—No te apures —dije—, lo comprendo.
—¿Tú tienes hijos?
—No —respondí—. Ni siquiera me he casado.
—Entonces no lo comprendes ni remotamente.
—De acuerdo.
—Y no vayas por ahí pretendiendo lo contrario —dijo Rosie, a la vez que me golpeaba las rodillas con los enrojecidos nudillos de las manos.
—Como quieras.
—Y ¡me cago en diez!, lo siento mucho.
—Bien.
—De bien nada, ¡diantre! —se lamentó, levantándose y frotando las palmas de las manos contra los sucios pantalones—. Que Dios los confunda a todos —farfulló. A continuación, dio media vuelta y propinó a Fireball un violento puntapié en las nalgas, que hizo que el durmiente saliera despedido de los escalones para aterrizar en la capa de polvo que cubría el cemento—. Maldito perro inútil —dijo—, apártate de mi vista.
Fireball debía de estar acostumbrado a los arrebatos de Rosie. Se escabulló sin mirar atrás, no exactamente a la carrera, aunque tampoco se detuvo a esperar. En la esquina del edificio tropezó con el gato negro, que dormía ovillado en la tupida maleza que crecía bajo los aleros, y tuvieron un encontronazo decisivo y a buen seguro muy habitual antes de irse cada uno por su lado, el felino debajo del local y Fireball de regreso a su lugar de antes, allí donde el sol calentaba la escalera. Al tumbarse, estudió largamente a Rosie y al fin cerró los ojos, suspirando como un viejo marido obligado a soportar a una mujer demente. Ella, no obstante, estaba contemplando las ondulaciones que imprimía la brisa a la hierba de las laderas.
—¿Te apetece otra cerveza? —pregunté.
—No me vendría mal —aceptó sin mirarme.
La tristeza suavizaba su voz gangosa, aquel acento omnipresente que, nacido en las montañas y las hondonadas de los Apalaches, surcaba las laderas sureñas y atravesaba los desiertos suroccidentales, insinuándose a lo largo de un extenso trayecto hasta las doradas colinas de California. Sin embargo, en algún punto del camino Rosie había adoptado también un acento más musical, una voz fragante más adecuada para susurrar palabras guturales y románticas como glicinia, o expresiones húmedas como tallo de madreselva, su llamada a los visitantes masculinos. «No me vendría mal», repitió. Incluso las poco viajadas campesinas de Oklahoma crecen ansiando que las lleve un viento mucho más grato que esa dentellada tórrida, cortante y empolvada que envía las cosechas de su padre a un infierno perpetuo. Fui a por la cerveza con el deseo de ofrecerle algo mejor.
—Fue una odisea —dijo Rosie cuando volví— buscar a Betty Sue por todas esas calles. —Estaba todavía de pie, con los brazos en jarras, y seguía mirando al sudoeste, pasadas las cimas suavemente redondeadas, en dirección a las frías y brumosas aguas de la bahía de San Francisco—. Nunca imaginé que hubiese tanta gente buscando a sus hijos. Debía de haber más de cien padres yendo como yo de un lado para otro, exponiendo su fotografía ante el primer hippy repulsivo que estuviera dispuesto a mirarla. Además, muchas de aquellas personas eran los tipos más fabulosos que cualquiera aspiraría a conocer, miembros realmente de las clases altas. A pesar de todo, te diré que ni uno solo tenía la menor idea de lo que había impulsado a sus hijos a fugarse de casa. Ni uno… Y los jóvenes a quienes preguntamos por qué tampoco parecían saberlo. Naturalmente, algunos se llenaban la boca diciendo gilipolleces, pero a mí me recordaban los shows de televisión. Ni tan siquiera sabían qué hacían en la ciudad. Eran el desastre más monumental que he visto en mi vida, ya me entiendes.
—Te entiendo —coreé.
A mi modo, así era, aunque no tenía hijos susceptibles de huir. A finales de los sesenta, cuando regresé esposado de Vietnam, para evitar la reclusión en Leavenworth accedí a pasar los dos últimos años de servicio activo como espía interno del ejército, infiltrándome en los mítines radicales de Boulder, Colorado, y en cuanto me licenciaron, tras hacer una breve gira como cronista deportivo, me dirigí a San Francisco con la intención de disfrutar de la droga y de los buenos ratos en mi tiempo libre. Pero llegué tarde, muy cansado para irme a otra parte, muy vago para trabajar, muy viejo y muy mezquino para ser un hijo de las flores. Aún así, encontré una profesión, por llamarla de alguna manera, buscando gente a la fuga. Durante unos años, el barrio bohemio de Haight-Ashbury fue una mina de oro, hasta que topé con un caso que me superó: un chico de catorce años descomponiéndose bajo el pavimento del piso de una comuna junto a Castro Street, con cuarenta y siete puñaladas en la cara, las manos y el pecho. Un equipo de televisión se adelantó a la policía en el hallazgo del cadáver, y no fue precisamente una escena divertida. De hecho, ya nunca volverían a serlo. Lo sabía. En mi mente había visto a Rosie con su mejor traje pantalón de lana gruesa y unas bailarinas sin tacón batiendo aquellas colinas, escudriñando cada rostro pintarrajeado que se acercaba calle abajo, y luego la fotografía que llevaba en la mano, para asegurarse de que no era su querida niña camuflada tras una lacia melena, collares de fantasía, los labios morados y los ojos estrábicos.
—Ha pasado mucho, muchísimo tiempo —le dije a Rosie—. ¿Por qué quieres reanudar la búsqueda ahora?
—Ella es todo lo que tengo, muchacho —respondió la mujer a media voz—. Es mi última hija, la única a la que no he visto dentro de un ataúd. A Lonnie le volaron los sesos en Vietnam poco después de que la niña huyera y, en cuanto a Buddie, el verano pasado fue atropellado por un buggy en la playa de Pismo. De modo que, como ves, sólo me queda Betty Sue.
—¿Dónde está el padre? —pregunté, aunque me arrepentí al instante.
—¿El padre? ¿Su maravilloso, guapo y genial papá? —dijo Rosie, dedicándome una nueva mirada acusadora—. Lo último que supe de él fue que estaba en Bakersfield, vendiendo a plazos baterías de cocina de aluminio a las viudas de por allí. —Dejó la frase unos segundos en suspenso y añadió—: Eché de casa a ese gusano despreciable cuando Betty Sue empezó las clases en el instituto.
—¿Te molesta que te pregunte por qué?
—Porque se creía Johnny Cash —contestó Rosie sin más, como si aquello lo explicase todo—. ¡Maldito imbécil!
—Temo que no acabo de entenderlo.
—Un año tras otro se emborrachaba, desvalijaba la cuenta corriente y viajaba hasta Nashville para ver si lograba dar el salto a la fama como estrella de la canción. Lo único que logró jamás el muy iluso fue aguantar mientras duraba mi dinero, y después volvía a casa con el rabo entre las piernas, sonriendo como el perro chupahuevos que era. La última vez que lo hizo, al aparecer se encontró con un divorcio y una pena de cárcel por no pagar la pensión. Ése fue nuestro último contacto —dijo con una sonrisa maliciosa—. Era sin duda un tipo bien plantado pero, como me advirtió mi padre cuando nos casamos, vale para menos que un par de tetas en un jabalí macho.
—¿Tampoco él ha tenido noticias de Betty Sue?
—No que yo sepa —contestó Rosie—. Betty Sue siempre estuvo colgada de su padre, pero Jimmy Joe sólo se amaba a sí mismo y apenas se ocupó de los chicos, algo que ignoro si ella le perdonó, aunque creo que, de haber tenido novedades de la niña, me lo habría dicho. Sabe que la he estado buscando, y además le da un pánico cerval que lo empapele por los atrasos que me debe, así que supongo que me habría informado. —Calló y me consultó con la mirada—. ¿Qué opinas?
—¿Quieres que te diga la verdad?
—Ni hablar, muchacho. Lo que quiero es que inviertas unos días en buscar a mi pequeña —declaró ella, y me entregó un fajo de billetes que había apretujado en la mano durante toda la conversación—, sólo hasta que al grandullón le den el alta en el hospital.
—Sería desperdiciar mi tiempo —dije, intentando devolverle los manoseados billetes— y tu dinero.
—Tú lo has dicho, es mi dinero —replicó Rosie con descaro—. ¿Acaso no es lo bastante bueno para comprar tu tiempo?
—¿Y si ella no quiere ser encontrada?
—¿De verdad crees que ese hombretón quería que le dieras caza? —me increpó.
—También podría estar muerta —dije, pasando por alto su razonamiento—. ¿Has sopesado esa posibilidad?
—No pasa un solo día en el que no lo piense, muchacho —respondió Rosie—. Pero soy su madre y en el fondo de mi corazón sé que sigue viva en alguna parte.
Puesto que jamás había encontrado una fórmula con la que combatir el misticismo materno, meneé la cabeza y fui hasta mi vehículo para recoger el cuaderno de notas y el talonario de recibos, transportando el fajo de dinero tan cuidadosamente como si fuera una bomba. Acto seguido volví al establecimiento, hice preguntas, tomé apuntes y conté el dinero: ochenta y siete dólares.
Rosie me facilitó el nombre del novio, que ahora ejercía como abogado en Petaluma, del profesor favorito de Betty Sue en el instituto, el cual aún daba clases de arte dramático en Sonoma, y de su mejor amiga, que se había casado con un chico de Santa Rosa llamado Whitfield, se divorció y se volvió a casar con un judío de Los Gatos, un tal Greenburg o Goldstein —Rosie no recordaba bien el nombre—, se separó por segunda vez y supuestamente estaba haciendo un curso de posgrado en Stanford. Detalles y más detalles… Luego le inquirí qué clase de persona había sido Betty Sue.
—Lo deducirás —contestó ella en tono enigmático— cuando hables con la gente. Voy a dejar que lo averigües por ti mismo.
—Me parece justo —dije—. ¿Por qué se fue de casa?
Tras unos momentos de reflexión, Rosie repuso:
—Durante un tiempo me eché toda la culpa, pero ahora ya no.
—¿Qué sucedió?
—Vivo en una caravana detrás del bar —dijo—, y en cierta ocasión, tras separarme de Jimmy Joe, Betty Sue me encontró en la cama con un hombre. Se lo tomó fatal, desde luego, pero no creo que fuera ésa la razón de la fuga. A veces tenía la impresión de que había escapado porque se consideraba demasiado importante para vivir junto a un bar.
—¿Tuvisteis alguna discusión antes de que se fuera?
—Nosotras no discutíamos —proclamó Rosie con orgullo—. No había ningún motivo de roce. Desde su más tierna infancia, Betty Sue hacía lo que le venía en gana, y yo se lo permitía porque era una niña muy buena.
—¿Podría haberse quedado embarazada?
—Es posible, sí, pero dudo mucho de que se fuera por eso —dijo—. Sin embargo, nunca se sabe… —Seguidamente, con voz avergonzada, añadió—: Nuestra relación no era muy íntima. No estábamos tan unidas como lo había estado yo con mi madre. Tuve que asumir el mando del negocio, porque la mayor parte del tiempo Jimmy Joe no lo hacía y, cuando se ponía al frente, regalaba más cerveza de la que vendía. Alguien tenía que sacar a la familia adelante. —Aquí hizo una nueva pausa—. Supongo que sigo sintiéndome culpable, pero ya ni siquiera sé de qué. Y quizá la culpo también a ella. Siempre ambicionó más de lo que teníamos. Aunque no lo dijo en voz alta, y de hecho era una chiquilla muy cariñosa, yo me daba cuenta de que quería más. Reconozco que nunca entendí a qué aspiraba concretamente. Si la encuentras, tal vez me lo pueda explicar.
—Si la encuentro —recalqué, y le extendí un recibo por los ochenta y siete dólares.
—¿Bastará con esa cantidad? —preguntó Rosie—. No he tenido oportunidad de contarla.
—Hay más que de sobra.
—Si cuesta más, haz el favor de pasarme la factura —ordenó mi nueva clienta.
—Esto ya es demasiado dinero —insistí—. Hablaré con el tal Albert Griffith en Petulama, con el señor Gleeson, que por lo que veo sigue por aquí, y también intentaré localizar a Peggy Bain. Después vendré a traerte el cambio. De todos modos, te advierto de buen principio que estás tirando el dinero.
—Muy honesto por tu parte —dijo Rosie. Estudió el recibo con más atención y preguntó—: ¿Qué apellido es éste, Sughrue?
—Exacto.
—Mi madre tenía unos primos en Oklahoma que vivían, creo, en las proximidades de Altus y se llamaban Sughrue. ¿Tienes algún pariente por esas latitudes?
—Tengo parientes por todo Texas, Oklahoma y Arkansas —admití.
—¡Caramba! Seguramente somos primos lejanos —exclamó Rosie, y me tendió la mano.
—Podría ser —coincidí, a la vez que estrechaba aquella mano firme y cordial.
—La gente ya no entiende el concepto de parentesco.
—El mundo se ha hecho demasiado grande —repuse—. Creo que ahora debería acercarme a la ciudad y ver si mi otro cliente continúa vivo y coleando.
—¿Quieres una cerveza para el camino?
—Gracias —acepté, y fui al retrete para hacerle sitio.
Cuando salí, Rosie se inclinó sobre la barra, me dio la cerveza y sentenció:
—Tú también eres un bebedor empedernido.
—No tanto como antes.
—¿Qué pasó?
—Una mañana me desperté en Elko, Nevada, vaciando ceniceros y limpiando váteres.
—Pero no dejaste el alcohol —puntualizó.
—Preferí aflojar el ritmo antes que tener que dejarlo —reconocí—. Ahora intento ir dos copas por delante de la realidad y tres por detrás de la borrachera.
Rosie sonrió con una especie de conocimiento superior, como si supiera que la idea de renunciar a la bebida me aterraba tanto que ni siquiera me atrevía a pensar en ella.
—¿Podrías vigilar el Cadillac del señor Trahearne? —le pedí.
—Quita la tapa del delco —dijo ella—, y haré que Fireball duerma en el vehículo todas las noches después de cerrar.
Una vez hube retirado la tapa del distribuidor y cerrado el capó, Rosie señaló mi matrícula de Montana y preguntó:
—¿No hace mucho frío allí arriba?
—Cuando eso ocurre, pongo rumbo al sur —dije.
—Debe de ser fantástico.
—¿A qué te refieres?
—A ir donde te apetezca —comentó la mujer con voz nostálgica—. Yo no me he alejado más de quince kilómetros de este condenado agujero desde que fui al entierro de mi madre, en Fresno, hace once años.
—La vida libre y nómada no siempre es tan buena como la pintan —confesé.
—Tampoco lo es encerrarse en casa —replicó Rosie. Al sonreír, las arrugas que el tiempo había grabado en su rostro se suavizaron y alisaron, de tal manera que varios años de vicisitudes se diluyeron como lágrimas de felicidad—. Ten mucho cuidado, ¿me oyes?
—Tú también —dije—. Nos veremos a principios de la semana próxima.
En el instante en el que subía a mi camioneta, un vehículo lleno de obreros de la construcción con los monos sucios y unos brillantes cascos amarillos fue a aparcar a mi lado, patinó, y el conductor dio un brusco frenazo que provocó un sonoro ruido metálico en la transmisión. Los pasajeros bajaron en tropel, riendo, llamando a gritos a Rosie y tocándose el trasero unos a otros, exaltados por la hilarante libertad de tomar unas cervezas en su tiempo de asueto, y de pronto se abalanzaron todos a una sobre los brazos abiertos de Rosie como una bandada de inocentes polluelos.
Sabía que aquellos hombres eran probablemente unos indeseables que silbaban a las chicas guapas, trataban a sus esposas como criadas y votaban a Nixon siempre que se presentaba la ocasión. No obstante, en lo que a mí concernía, a la hora de trabajar duro y gozar de los buenos ratos le daban cien mil vueltas a una pandilla de liberales en un moderno Volvo.