EPÍLOGO

Amanece otro día

y todo sigue igual

Las ganas de mear me despertaron hacia mediodía. Tenía seis mensajes en el contestador. Me importaba realmente un huevo. Volví a hundirme de nuevo en la oscuridad más espesa, como si me hubiera pegado contra un yunque. El sol se estaba poniendo cuando salí a la superficie. Once mensajes que se iban a quedar ahí, de momento. En la cocina, una pequeña nota de Honorine. «No me di cuenta de que estaba en la cama. Le he metido un relleno en el frigo. Ha llamado Marie-Lou. Está bien. Le manda un beso. Babette le ha traído el coche. Le manda besos también». Añadía: «Oiga, ¿no le funciona el teléfono o qué? Un beso de mi parte también». Y otra vez debajo: «He leído el periódico».

No me podía quedar así por mucho tiempo. Detrás de la puerta, la tierra seguía dando vueltas. Había unos cuantos hijos de puta menos en el planeta. Amanecía otro día, pero todo seguía igual. Afuera seguiría oliendo a podrido. Y yo no podía evitarlo. Ni yo ni nadie. Esto se llamaba vida, este cóctel de amor y odio, de fuerza y debilidad, de violencia y pasividad. Y en ella me esperaban. Mis jefes, Auch, Cerutti. La mujer de Pérol. Dris. Kader, Yasmín, Karine. Mulud. Mavros. Yamal, quizá. Marie-Lou, que me mandaba besos. Y Babette y Honorine, que también.

Tenía todo el tiempo por delante. Necesidad de silencio. Ninguna gana de moverme, y menos aún de hablar. Tenía relleno, dos tomates y tres calabacines. Por lo menos seis botellas de vino, dos de ellas de Cassis blanco. Un cartón de tabaco casi sin empezar. Lagavulin suficiente. Podía ir tirando. Todavía una noche. Y un día. Y otra noche más quizás.

Ahora que había dormido y que me había liberado del embrutecimiento de las últimas veinticuatro horas, los fantasmas iban a empezar el asalto. Empezaron con una danza macabra. Estaba en la bañera, fumando, con un vaso de Lagavulin al lado. Cerré los ojos, un instante. Se presentaron todos. Masas informes, cartilaginosas y sanguinolentas. En descomposición. Bajo las órdenes de Batisti, se afanaban en desenterrar los cuerpos de Manu y Ugo. Y de Leila, arrancándole la ropa. Yo no conseguía abrir la tumba para bajar a salvarlos. Para arrebatárselos a aquellos monstruos. Miedo de meter el pie en el agujero negro. Pero Auch, detrás de mí, con las manos en los bolsillos, me empujaba a patadas en el culo. Me caía en aquel abismo pegajoso. Saqué la cabeza del agua. Respirando fuerte. Luego me rocié con agua fría.

Desnudo, con el vaso en la mano, me quedé mirando el mar por la ventana. Una noche sin estrellas. ¡Mi salvación! No me atrevía a ir a la terraza por miedo a encontrarme a Honorine. Me había lavado, restregado, y el olor a muerte seguía impregnándome la piel. Peor todavía, estaba en mi cabeza, Babette me había salvado la vida. Auch también. Amaba a la primera. Detestaba al segundo. Seguía sin tener hambre. Y el simple ruido de las olas me resultaba insoportable. Me irritaba. Me tragué dos Lexomil y me volví a acostar.

Hice tres cosas al levantarme al día siguiente, hacia las ocho. Me tomé un café con Honorine en la terraza. Hablamos de todo y de nada, y del tiempo, de la sequía y de los incendios que ya empezaban. Redacté acto seguido mi carta de dimisión. Concisa, lacónica. No tenía muy claro quién era yo, pero policía seguro que ya no. Luego nadé treinta y cinco minutos. Sin prisa. Sin forzar. Al salir del agua, miré mi barco. Todavía era pronto para tocarlo. Tenía que ir a pescar para Pérol, su mujer y su hija. Ahora ya no tenía sentido ir. Mañana, a lo mejor. O pasado mañana. Me volvería el gusanillo de ir a pescar. Y, con él, el de los placeres sencillos. Honorine me miraba desde lo alto de las escaleras. Estaba tristona de verme así, pero no haría ninguna pregunta. Esperaría a que yo hablara, si quería. Se metió en casa antes de que yo subiera.

Me puse las botas de montaña, cogí una visera y una mochila con un termo de agua, una toalla. Necesitaba caminar. La carretera de las calas siempre había sabido apaciguar mi corazón. Me paré en una floristería de la rotonda de Mazargue. Elegí una docena de rosas y dije que las mandaran a casa de Babette. Te llamaré. Gracias. Y tiré para el paso de la Gineste.

Volví tarde. Había caminado. De una cala a otra. Luego nadé, buceé, trepé. Concentrado en mis piernas, en mis brazos. Mis músculos. Y en la respiración. Inspirar, expirar. Avanzar una pierna, otro brazo. Y otra pierna más, otro brazo. Sudar todas las impurezas, beber, sudar otra vez. Reoxigenación. De arriba abajo. Ya podía volver con los vivos.

Menta y albahaca. El olor me invadió los pulmones recién estrenados. El corazón se me puso a latir frenéticamente. Respiré a fondo. En la mesita baja, las plantas de menta y albahaca que yo había regado cada vez que me había pasado por casa de Lole. Al lado, una maleta de lona y otra más pequeña negra, de piel.

Lole apareció en el umbral de la puerta de la terraza. En vaqueros y camiseta negros. La piel reluciente, cobriza. Estaba como no había dejado de estar nunca. Como nunca había dejado de soñarla. Bella. Había pasado por el tiempo intacta. Se le iluminó la cara con una sonrisa. Sus ojos se pusieron en los míos.

Su mirada. En mí.

—He llamado. No contestabas. Unas quince veces. He cogido un taxi y me he venido.

Ahí estábamos frente a frente. A un metro. Sin movernos. Con los brazos caídos. Como extrañados de encontrarnos uno frente a otro. Vivos. Intimidados.

—Me alegro de que hayas venido.

Hablar.

Empecé a soltar más banalidades de las que se pueden llegar a decir. El calor. Darse una ducha. ¿Desde cuándo estás aquí? ¿Tienes hambre? ¿Sed? ¿Quieres poner música? ¿Un whisky?

Sonrió de nuevo. Se acabaron las banalidades. Se sentó en el sofá, delante de las plantas de menta y albahaca.

—No las podía dejar allí —otra sonrisa—. Sólo tú podías hacer algo así.

—Alguien tenía que hacerlo, ¿no te parece?

—Creo que habría vuelto de todas maneras. Hubieras hecho lo que hubieras hecho.

—Regarlas era hacer revivir el espíritu del lugar. Fuiste tú, precisamente, la que nos lo enseñó. Donde vive el espíritu, el otro no está lejos. Necesitaba que existieras. Para seguir adelante. Abrir las puertas a mi alrededor. Vivía en lo cerrado. Por pereza. Siempre se procura uno menos placer del que puede. Un día te das un atracón de placer y te crees que la felicidad es eso.

Se levantó y vino hacia mí. Con su caminar aéreo. Tenía los brazos abiertos. No tenía más que apretarla contra mí. Me besó. Sus labios eran del terciopelo de las rosas que había enviado a Babette por la mañana, de un rojo oscuro muy parecido. Su lengua buscó la mía. Nunca nos habíamos besado así.

El mundo volvía a ordenarse. Nuestras vidas. Todo lo que habíamos perdido, dejado escapar, olvidado, empezaba por fin a cobrar sentido. Con un solo beso.

Aquel beso.

Nos comimos el relleno, recalentado, en el que puse un chorro de aceite de oliva. Abrí una botella de Terrane, un tinto de Toscana que guardaba para una buena ocasión. Recuerdo de un viaje a Volterra con Rosa. Le conté a Lole todos los acontecimientos, con detalle. Como quien dispersa las cenizas de un difunto. Y que se llevará el viento.

—Sabía lo de Simone, pero no creía en Manu y Simone juntos. Tampoco creía en Manu y Lole. No creía ya en nada. Cuando Ugo llegó, supe que todo terminaba. No volvió por Manu. Volvió por él mismo. Porque estaba cansado de ir detrás de su alma. Necesitaba una buena razón para morir.

»Sabes, habría matado a Manu si se hubiera quedado con Simone. No por amor. Ni por celos. Por principios. Manu ya no tenía principios. El Bien era lo que podía conseguir. El Mal, lo que no podía conseguir. No se puede vivir así.

Preparé unos jerseys, unas mantas y la botella de Lagavulin. Cogí a Lole de la mano y la llevé hasta el barco. Pasé el dique a remo, luego puse el motor y enfilé hacia las islas du Frioul. Lole se sentó entre mis piernas, la cabeza en mi pecho. Nos intercambiamos la botella, nos pasamos los cigarros. Sin hablar. Marsella se acercaba. Dejé a babor Pomégues y Ratonneaux, el Château d’If, y tiré recto hacia el canal.

Pasado el dique Sainte-Marie, bajo el Pharo, paré el motor y dejé flotar el barco. Nos envolvimos con las mantas. Mi mano descansaba en el vientre de Lole. Directamente sobre su piel, suave y ardiente.

Marsella se descubría así. Por mar. Como debió de percibirla el focense, una mañana, hace un montón de siglos. Con la misma fascinación. Port of Massilia. Se le conocen amantes felices, podría haber escrito un Homero marsellés, evocando a Gyptis y Protis. El viajero y la princesa. Salió el sol por detrás de las colinas. Lole murmuró:

O convoi des gitans

À l’éclat de nos cheveux, orientez-vous[42]

Uno de los poemas preferidos de Leila.

Estaban todos invitados. Nuestros amigos, nuestros amores. Lole puso su mano sobre la mía. La ciudad podía arder. Blanca primero, luego ocre y rosa. Una ciudad según nuestros corazones.