Donde es preferible estar vivo en el infierno que muerto en el paraíso
Los chavales estaban en las últimas. Ahora que tenían el cuerpo de Toni otra vez delante estaban al borde del colapso. Karine seguía llorando. Yasmín y luego Dris habían empezado también. A Kader parecía habérsele ido la olla. El costo y el whisky lo habían rematado. Emitía unas risitas nerviosas cada vez que miraba hacia el cuerpo de Toni. Yo empezaba a estar un poco pasao. Y no era mi mejor momento.
Cerré la puerta del balcón, me puse un whisky y encendí un cigarro.
—Bueno. Empecemos por el principio.
Pero como si hablara a la pared. Kader se puso a reír más frenéticamente aún.
—Dris, te llevas a Karine a la habitación. Que se tumbe y que descanse. Yasmín, búscame un tranquilizante cualquiera, Lexomil o algo así, y les das uno a cada uno. Y tú te tomas otro. Después me vuelves a hacer café —me miraban como marcianos—. ¡Venga! —dije con firmeza, pero sin levantar la voz.
Se levantaron. Dris y Karine desaparecieron en la habitación.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Yasmín.
Empezaba a reponerse. De los cuatro, la más sólida era ella. Se reflejaba en cada uno de sus gestos. Precisos. Seguros. Probablemente había fumado lo mismo que los otros, pero bebido menos, eso era evidente.
—Volver a poner a éste en condiciones —respondí yo señalando a Kader.
Lo levanté de la silla.
—Ya no dará más por culo, ¿a que no? —dijo echándose a reír—. Le hemos jodido el tipo al cabrón.
—¿Dónde está el váter?
Yasmín me indicó. Empujé a Kader hasta adentro. Había una bañera minúscula. Olía a vomitona. Dris había pasado ya por ahí. Cogí a Kader del cuello y le obligué a bajar la cabeza. Abrí el grifo del agua fría. Forcejeó.
—¡Cómo no dejes de hacer el gilipollas, te meto entero!
Le pasé una toalla, después de haberle mojado la cabeza abundantemente. Cuando volvimos a la sala, el café estaba servido. Nos sentamos en torno a la mesa. En la habitación, Karine seguía llorando, pero menos fuerte. Dris le hablaba. No oía lo que le decía, pero era como una música dulce.
—¡Mierda! ¡Podíais haberme llamado!
—No queríamos matarlo —contestó Kader.
—¿Qué esperabais? ¿Qué os pidiera perdón? Este tío era capaz de degollar a su padre y a su madre.
—Ya lo hemos visto. Nos ha amenazado con un arma.
—¿Quién le ha golpeado?
—Primero Karine. Con el cenicero.
Un cenicero gordo de vidrio, que yo me había encargado de llenar de colillas desde que estaba allí. Bajo el shock, Toni se había desplomado soltando la pipa. Yasmín, con el pie, empujó el arma hasta debajo del armario. Y ahí seguía estando, por cierto. Toni se giró boca abajo, para intentar levantarse. Dris se le echó encima y le puso la mano en la garganta. «¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta!», gritaba.
«¡Mátalo!». Le animaban Yasmín y Kader. Dris apretó con todas sus fuerzas, pero Toni seguía luchando. Karine chillaba: «¡Es mi hermano!». Lloraba. Imploraba. Y tiraba del brazo de Dris, para hacerle soltar la presa. Pero Dris estaba en otra dimensión. Liberando la rabia que llevaba dentro. Leila no sólo era su hermana. Era también su madre. Le había educado, acunado, amado. No se le podía hacer eso. Quitarle dos madres en la vida.
Las horas de entrenamiento con Mavros se liberaron en sus brazos.
Toni era el más fuerte cuando estaba delante de pobrecitos como Sánchez y compañía. El más fuerte con una pistola en la mano. Pero aquí, estaba perdido. Lo supo desde el momento en que las manos de Dris lo cogieron del cuello. Y apretaron. Los ojos de Toni suplicaban clemencia. Sus amigos no le habían enseñado eso. La muerte que se insinúa poco a poco en el cuerpo. La ausencia de oxígeno. El pánico. El miedo. Me había dado cuenta de todo esto, la otra noche. La fuerza de Dris, tan potente como la del musculitos. No, no me hubiera gustado morir así.
Karine abrazaba el torso de Dris con la debilidad de sus brazos. Ya no gritaba. Lloraba diciendo: «No, no, no». Pero era demasiado tarde. Demasiado tarde para Leila. A la que ella quería. Demasiado tarde para Toni, al que también quería. Más fuerte que Leila. Mucho más fuerte que Toni. Dris no oía nada ya. Ni siquiera a Yasmín, que le gritó: «¡Para!». Seguía apretando, con los ojos cerrados.
¿Sonreía Leila a Dris? ¿Se reía? Como aquel día. Habíamos ido a bañarnos a Sugitton. Dejamos el coche en un terraplén del Col de la Gineste y cogimos un sendero por el Massif du Puget. Para alcanzar Le Col de la Gardiole. Leila quería ver el mar desde los acantilados de Devenson. No había estado nunca. Era uno de los lugares más sublimes del mundo.
Leila caminaba delante de mí. Llevaba unos vaqueros cortados y una camiseta blanca de tirantes. Se había recogido el pelo con una visera blanca. Se le escurrían gotas de sudor por el cuello. Brillaban como perlas. Mi mirada fue siguiendo el recorrido del sudor bajo su camiseta. El hueco de los riñones. Hasta la cintura. Hasta el balanceo de sus nalgas.
Avanzaba con el ardor de la juventud. Veía cómo se le tensaban los músculos, desde el tobillo hasta los muslos. Tenía la misma gracia trepando por la colina que caminando por la calle con tacones. El deseo se iba apoderando de mí. Era pronto, pero el calor hacía que se liberara ya el fuerte olor a la resina de los pinos. Me imaginaba ese olor a resina entre los muslos de Leila. El sabor que podía tener en mi lengua. En ese momento, supe que le iba a poner la mano en las nalgas. Ella no hubiera dado ni un paso más. La habría abrazado. Sus pechos en mis manos. Le hubiera acariciado el vientre, desabrochado el pantalón.
Paré de andar. Leila se dio la vuelta sonriendo.
—Voy yo delante —dije.
Al pasar, me dio una palmada en el culo, riéndose.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—Tú.
La felicidad. Un día. Hace diez mil años.
Más tarde, en la playa, me preguntó sobre mi vida, sobre las mujeres de mi vida. Nunca he sabido hablar de las mujeres a las que he amado. Quería preservar ese amor que estaba dentro de mí. Contarlo era despertar otra vez las broncas, las lágrimas, los portazos. Y las noches posteriores en sábanas arrugadas como el corazón. Y no quería. Quería que mis amores siguieran viviendo. Con la belleza de la primera mirada. Con la pasión de la primera noche. Con la ternura del primer despertar. Le contesté cualquier cosa, lo más vagamente posible.
Leila me miró extrañada. Luego me habló ella de sus amores. Los podía contar con los dedos de una mano. La descripción que me hizo del hombre de sus sueños, de lo que esperaba de él, empezó a parecerse a un retrato. Yo no era ése. Ni nadie. Le dije que era una cursi. Primero le hizo gracia, luego se enfadó. Discutimos por primera vez. Una riña azuzada por el deseo.
En el camino de vuelta, no volvimos a sacar el tema. Regresábamos en silencio. Ambos habíamos aparcado en algún rincón de nosotros mismos ese deseo del otro. Habrá que hacerle frente algún día, me dije, pero aquél no era exactamente el día. El placer de estar juntos, de descubrirse, era más importante. Ambos lo sabíamos. Y lo demás podía esperar. Un poco antes de volver al coche, deslizó su mano en la mía. Leila era una chica impresionante. Antes de decirnos adiós, ese domingo, me dio un beso en la mejilla. «Eres un tío muy majo, Fabio».
Leila me sonreía.
La podía volver a ver, por fin, al otro lado de la muerte. Los que la habían violado y matado después, la habían palmado. Podían ya las hormigas afanarse en su carroña. Leila ya no era vulnerable. Había regresado a mi corazón, y la llevaría conmigo, en esta tierra que cada mañana da una oportunidad a los hombres.
Sí, debía de estar sonriendo a Dris en este momento. A Toni, yo sé que lo habría matado. Para borrar el horror. Con mis propias manos, como Dris. Tan obcecadamente. Hasta que la inmundicia que había cometido se le subiera a la garganta y lo asfixiara.
Toni se meó encima. Dris abrió los ojos, pero sin dejar de apretarle. Toni sospechó el infierno. El agujero negro. Forcejeó por última vez. Un coletazo. El último aliento. Y se quedó inmóvil.
Karine dejó de llorar. Dris se incorporó. Balanceando los brazos, por encima del cuerpo de Toni. No se atrevieron a moverse, ni a hablar. Ya no había odio en ellos. Estaban secos. Ni siquiera eran conscientes de lo que acababa de hacer Dris. De lo que habían dejado que ocurriera. No podían admitir que acababan de matar a un hombre.
—¿Está muerto? —preguntó finalmente Dris.
No le contestó nadie. A Dris le dio una arcada y se fue corriendo al váter. Hacía una hora de todo esto, y, desde ese momento, no habían parado de chupar y de fumar porros. De vez en cuando echaban una mirada al cuerpo. Kader se levantó, abrió el ventanal del balcón y, con el pie, hizo rodar el cuerpo de Toni. No verlo. Y volvió a cerrar.
Cada vez que se decidían a llamarme, alguno de ellos proponía otra solución. Para cada solución, había que tocar el cuerpo. Y no se atrevían. No se atrevían ni a salir al balcón. Después de haberse chupado las tres cuartas partes de la botella y con un montón de porros encima, habían previsto meterle fuego al caseto y largarse. Se dejaron llevar por la carcajada. Liberadora. Yo llamé a la puerta justo en ese momento.
Sonó el teléfono. Como en los culebrones. No se movieron. Me miraban, esperando que yo tomara una decisión. En la habitación Dris paró de hablar.
—¿No lo cogemos? —preguntó Kader.
Descolgué enérgicamente. Nervioso.
—¿Toni?
Una voz de mujer. Una voz sensual, ronca y cálida. Excitante.
—¿De parte de quién?
Silencio. Se oían ruidos de platos y cubiertos. De fondo, una música dulzona. Un restaurante. ¿Les Restanques? Y podía ser Simone.
—Oiga —una voz de hombre con ligero acento corso—. ¿Émile? ¿Joseph? ¿No está Toni? ¿O su hermana?
—¿Quiere que le deje algún mensaje?
Colgaron.
—¿Ha llamado Karine a Toni esta noche?
—Sí —respondió Yasmín—. Para que viniera. Que era urgente. Tiene un número para localizarlo. Le deja un mensaje. Él devuelve la llamada.
Fui a la habitación. Estaban tumbados el uno junto al otro. Karine ya no lloraba. Dris se había quedado dormido, sujetándole la mano. Eran adorables. Les deseaba que pasaran por la vida con ese tierno abandono.
Karine tenía los ojos como platos. Una mirada extraviada. Seguía en el infierno. Ya no me acordaba en qué canción Barbara decía: Prefiero vivir en el infierno que estar muerto en el paraíso. O algo así. ¿Qué es lo que deseaba Karine en ese momento?
—¿A qué número has llamado a Toni hace un rato? —le pregunté en voz baja.
—¿Quién ha llamado?
—Amigos de tu hermano. Creo.
El miedo atravesó su mirada.
—¿Van a venir?
—Tranquila —dije yo moviendo la cabeza—. ¿Los conoces?
—A dos. Uno con una cara asquerosa y otro alto, cuadrao. Parece un militar. Los dos tienen una cara asquerosa. El militar tiene unos ojos muy raros.
Morvan y Wepler.
—¿Los has visto muchas veces?
—Sólo una. Pero no se me han olvidado. Estábamos tomando algo con Toni, en la terraza del Bar de l’Hôtel de Ville. Se sentaron con nosotros, sin preguntar si nos parecía bien. El militar dijo: «No está mal tu hermanita». No me gustó el modo de decirlo. Ni cómo me miró.
—¿Y Toni?
—Se rió, estaba incómodo, creo. «Tenemos que hablar de negocios», me dijo. Una manera de decirme que me largara. No se atrevió ni a darme un beso. «Te llamo», dijo. Y sentí cómo el otro me miraba por detrás. Me dio vergüenza.
—¿Y eso cuándo fue?
—La semana pasada, el miércoles a mediodía. El día en que Leila leía la tesina. ¿Qué va a pasar ahora?
Dris le soltó la mano a Karine y se dio la vuelta. Roncaba un poco. De vez en cuando temblaba. Sufría por él. Por ellos. Tendrían que vivir con aquella pesadilla. ¿Podrían, Karine y Dris? ¿Kader y Yasmín? Tenía que ayudarles. Liberarlos de esas putas imágenes que vendrían a envenenar sus noches. Cuanto antes. Y a Dris el primero.
—¿Qué va a pasar? —repitió Karine.
—Hay que moverse. ¿Dónde están tus padres?
—En Gardanne.
No era muy lejos de Aix. La última ciudad minera del departamento. Condenada, como todos los hombres que trabajan en ella.
—¿Tu padre curra allí?
—Lo han echao, hace dos años. Milita en el Comité de Défense. Con la CGT.
—¿Qué tal te llevas con ellos?
Levantó los hombros.
—Crecí sin que se enteraran. Toni también. Educarnos habría sido construir un mundo mejor. Mi padre… —se paró, pensativa. Y siguió—. Cuando has sufrido mucho, te has pasado el rato mirando el céntimo, ya no ves nada de la vida. No piensas más que en cambiarla. Una obsesión. Toni podría haberlo entendido, digo yo. Mi padre, en lugar de decirle no te puedo comprar la moto, le echó el sermón. Que a su edad él no tenía moto. Que había cosas más importantes en la vida que las motos. Toda la película, te puedes imaginar. Siempre lo mismo. El sermón para todo. Que si los curritos, los capitalistas, el Partido. La ropa, la paga, el coche.
»La tercera vez que la pasma se pasó por casa, mi padre echó a Toni. A partir de ahí, se volvió no sé cómo. Bueno, sí que lo sé. No me gustaba nada cómo se había vuelto. En fin. La gente con la que iba. Lo que decían de los árabes. No sé si se lo creía de verdad. O si era sólo…
—¿Y Leila?
—Tenía ganas de que conociera a mis amigos, que conociera a otro tipo de gente. A Yasmín y a Leila las había visto una o dos veces. A Kader y a Dris también. Y a algunos más. Le invité a mi cumpleaños, el mes pasado. Leila le gustó. Ya sabes cómo son estas cosas. Se baila, se bebe, se habla, se liga. Leila y él hablaron mucho, esa noche. Bueno, tenía ganas de irse con ella, está claro. Pero Leila no quiso. Se quedó a dormir aquí, con Dris.
»Se volvieron a ver después. Cuatro o cinco veces, creo. En Aix. Una copa en una terraza, una comida, al cine. La cosa no fue más allá. Leila lo hacía por mí, creo. Más que por él. Toni no le gustaba mucho. Yo le había hablado bastante de él. Que no era lo que parecía. Yo los empujé el uno hacia el otro. Creí que ella podría cambiarle. Yo era incapaz. Yo quería un hermano que no me avergonzara. Al que pudiera querer. Como Kader y Dris —su mirada voló no sé hacia dónde. Hacia Leila. Hacia Toni. Volvió a mirarme—. Yo sé que a usted le quería. Hablaba a menudo de usted.
»Quería llamarle. Después de la tesina. Estaba segura de que la iba a aprobar. Tenía ganas de volverle a ver. Me dijo: “Ahora ya puedo. Ya soy mayor”.
Karine se echó a reír. Luego las lágrimas le volvieron a los ojos y se acurrucó contra mí.
—Venga —dije—. Ya está.
—No entiendo nada de lo que ha pasado.
La verdad no la sabremos nunca. Sólo podíamos hacer hipótesis. La verdad pertenecía al horror. Podía suponer que Toni había sido visto por uno de la banda. Por uno de los peores, según mi opinión. Morvan. Wepler. Los fanáticos de la raza blanca. De la limpieza étnica. De las soluciones finales. Habrían puesto a Toni a prueba. Como una novatada. Para elevarlo al grado superior.
A los paracas les iba eso. Esas pasadas. Follarse al tío de la habitación de al lado. Darse una vuelta por el bar del cuartel, matar a uno y traerse la gorra de trofeo. Tirarse a un adolescente algo afeminado. Habían pactado con la muerte. La vida no valía nada. Ni la suya, ni menos aún la de los demás. En Yibuti me había encontrado con colgaos peores que ellos. Dejando putas muertas a su paso en los barrios de la antigua place Rimbaud. Con una raja en el cuello. Mutiladas, a veces.
Las antiguas colonias, ahora, las teníamos aquí. Capital: Marsella. Aquí como allí, la vida no existía. Sólo la muerte. Y el sexo con violencia. Para gritar su odio por no ser nada. Más que fantasmas en potencia. Los soldados desconocidos de los años venideros. Un día u otro. En África, en Asia, en Oriente Medio. O incluso a dos horas de aquí. Donde Occidente estaba amenazado. En todos los lugares donde se irguieran pollas impuras para follarse a nuestras mujeres. Blancas y Palmolive. Y envilecer la raza.
Eso es lo que le debieron de pedir a Toni, que les llevara a la mora. Y tirársela uno detrás de otro. Toni el primero. Debió de ser el primero. Delante de los demás. Con el deseo y la rabia de haber sido rechazado. Una mujer no es más que un coño. Todas unas putas. Las moras, coños de puta. Como las guarras de las judías. Las judías, tienen el coño más redondo, más alto. Las moras, tienen el coño un poco bajo, ¿no? Las negras también. El coño de las negras, ¡bueno!, ¡ni te cuento! Eso sí que vale la pena.
Los otros dos fueron después. No Morvan ni Wepler. No, los otros dos. Los aspirantes a nazis. Los que la habían palmado en la calle, en la place de L’Opéra. Lo más seguro es que no hubieran estado a la altura cuando hubo que tirotear a Leila. Follarse a las moras era una cosa. Cargárselas sin que te temblara la mano no debía de ser tan fácil.
Morvan y Wepler de mirones. Así los veía. Maestros de ceremonias. ¿Se habían masturbado mientras miraban, o se habían apareado después, con la nostalgia de los amores de las SS, de los amores machos, viriles, de los amores de los guerreros? ¿Y cuándo habrían decidido que el superviviente de aquella noche sería el que pusiera la bala lo más cerca posible del corazón de Leila?
¿Se había apiadado Toni de Leila cuando se la metía? Aunque sólo fuera un segundo. Antes de que él mismo se precipitara también al horror. A lo irremediable.
Reconocí la voz de Simone. Y ella reconoció la mía. El número en el que Karine dejaba los mensajes a su hermano era efectivamente el de Les Restanques. Ella le había llamado allí, esa noche.
—Páseme a Émile. O a Joseph.
Siempre la misma música asquerosa. Caravelli y sus violines mágicos. O alguna porquería por el estilo. Pero menos ruido de platos y de cubiertos. Les Restanques se estaba quedando vacío. Eran las doce y diez.
—Émile —dijo la voz.
La de antes.
—Soy Móntale. Creo que no te lo tengo que dibujar. Sabes perfectamente quién soy.
—Dime.
—Voy a ir para allá. Quiero que hablemos. Una tregua. Tengo propuestas que hacer.
No tenía ningún plan. Excepto el de matarlos a todos. Pero eso era una utopía. Justo lo que necesitaba para aguantar el tirón. Hacer lo que había que hacer. Avanzar. Sobrevivir. Una hora más. Un siglo.
—¿Solo?
—Todavía no he movilizado ningún ejército.
—¿Y Toni?
—Ha estirado la pata.
—Más te vale que tengas algún argumento. Porque para nosotros eres hombre muerto.
—No te pongas chulo, Émile. Conmigo muerto, os trincarán a todos. He vendido la historia a un periódico.
—Ningún baboso se atreverá a escribir nada.
—Aquí no. En París. Si no llamo a las dos, se pone en marcha para la última edición.
—No tienes más que una historia. No tienes pruebas.
—Tengo todo. Todo lo que Manu mangó en casa de Brunel. Los nombres, los extractos bancarios, las chequeras, las compras, los proveedores. La lista de bares, de discotecas, de restaurantes extorsionados. Más los nombres y direcciones de los industriales locales que sostienen al Frente Nacional.
Exageré, pero las cosas debían de andar por ahí más o menos. Batisti se había quedado conmigo descaradamente. Si Zucca hubiera sospechado lo más mínimo de Brunel, habría enviado a dos de sus hombres al despacho del abogado. Un tiro en la cabeza por todo comentario. Habría hecho limpieza sobre la marcha. Zucca ya no estaba para tergiversaciones. Él seguía una línea. Recta. Y nada debía torcerla. Así es cómo había triunfado.
Y Zucca, un encargo como ése, no se lo habría confiado a Manu. No era un asesino. Batisti había enviado a Manu a casa de Brunel por su cuenta. Ignoraba por qué. Con qué finalidad. ¿Qué jugada pretendía en este repugnante tablero? Babette era categórica. Éste ya no se manchaba las manos. Manu cayó en la trampa. Un trabajo para Zucca no se podía rechazar jamás. Confiaba en Batisti. Y no podía hacer ascos a toda esa pila de billetes.
Ésas eran las conclusiones a las que había llegado. Cojeaban por todos los lados. Suscitaban más dudas de las que resolvían. Pero ya me daba igual. Y además, había ido demasiado lejos. Quería tenerlos a todos delante de mí. La verdad. Aunque me dejara la piel en ella.
—Cerramos dentro de una hora. Tráete los papelotes —colgó. O sea, que Batisti tenía los documentos. E hizo que Ugo matara a Zucca. ¿Y Manu entonces?
Mavros llegó veinte minutos después de mi llamada. Era la única solución que me había quedado. Llamarle. Que cogiera el relevo. Confiarle a Dris y Karine. No estaba durmiendo, estaba viendo una película de vídeo: Apocalypse Now, de Coppola. Creo que ya era la cuarta vez. Esta película le subyugaba, y no la entendía. Me acordaba de la canción de los Doors. The End.
Era siempre el final anunciado el que se cernía sobre nosotros. Bastaba con abrir los periódicos por la página de internacional o de sucesos. No hacían falta armas nucleares. Nos mataríamos los unos a los otros con un salvajismo prehistórico. No éramos más que dinosaurios, y lo peor es que lo sabíamos.
Mavros no dudó ni un segundo. Por Dris hacía lo que fuera. Había querido a aquel chaval desde que se lo presenté. Estas cosas eran inexplicables. Tanto como lo es la atracción amorosa, que te hace desear a un ser más que a otro. Metería a Dris en un ring. Le haría pegarse. Le haría pensar. Pensar en el puño izquierdo, en el derecho. En estirar el brazo. Le haría hablar. De él, de la madre a la que no había conocido, de Leila. De Toni. Hasta que arreglara cuentas con lo que había hecho por amor y por odio. No se puede vivir con odio. Boxear tampoco. Había ciertas reglas. A menudo injustas. Muy a menudo. Pero respetarlas permitía salvar el pellejo. Y en este jodido mundo, seguir vivo era, con todo, la cosa más bella. Dris sabría escuchar a Mavros. En cuestión de hacer barbaridades sabía un rato. A los diecinueve años se mamó un año de trena por sacudir a su entrenador. Trucó el combate que tenía que ganar Mavros. Cuando consiguieron que lo soltara, el tío estaba medio muerto. Y Mavros nunca pudo probar que el duelo estaba amañado. En chirona pudo meditar sobre todo esto.
Mavros me guiñó el ojo. Estábamos de acuerdo. No podíamos dejar a ninguna de esas cuatro criaturas el peso de asumir un asesinato. Toni no se merecía nada. Nada más de lo que se había encontrado esa noche. Yo quería que ellos tuvieran su oportunidad. Eran jóvenes, se amaban. Pero, incluso con un buen abogado, no se sostendría ningún argumento. ¿Legítima defensa? Eso habría que probarlo. ¿La violación de Leila? No había pruebas. Durante el juicio, o incluso antes, Karine, presionada, contaría cómo habían transcurrido las cosas. Y lo único que quedaría de toda esta historia sería un moro de los barrios del norte que había matado a sangre fría a un joven. Un delincuente, de acuerdo, pero un francés, hijo de obrero. Y dos moros cómplices, y una chica, su hermana menor, influenciada por ellos. Ni siquiera estaba seguro de que los padres de Karine, aconsejados por su abogado, no fueran a imputar a Dris, Kader y Yasmín. Con vistas a implorar circunstancias atenuantes para su hija. Me estaba imaginando el cuadro. No confiaba ya en la justicia de mi país.
Cuando levantamos el cuerpo de Toni, fui consciente de que me estaba poniendo fuera de la ley. Y de que arrastraba conmigo a Mavros. Pero todo esto ni se planteaba ya. Mavros lo tenía todo previsto. Cerraba la sala hasta septiembre y se llevaba a Dris y a Karine a la montaña. Al departamento de Hautes-Alpes, a Orcières, donde tenía un pequeño chalet. Menú previsto: paseos, piscina y bicicleta. Karine ya no tenía clase, y Dris, de taller y de grasa, rozaba ya la sobredosis. Kader y Yasmín se irían mañana a París. Con Mulud si quería. Podía vivir con ellos. Kader estaba convencido de que podían vivir los tres de la tienda.
Puse el Golf de Toni delante de la puerta. Kader vigilaba fuera. Pero no había peligro. Todo estaba desierto. Ni un alma. Ni siquiera una rata. Sólo nosotros, trucando la realidad a falta de poder transformar el mundo. Mavros abrió la puerta de atrás e introduje el cuerpo de Toni. Rodeé el coche, abrí la puerta y senté a Toni. Lo sujeté con el cinturón de seguridad. Dris vino hacia mí. No sabía que decirle. Él tampoco. Me cogió y me abrazó con fuerza. Luego me dio un beso. Después hicieron lo propio Kader, Yasmín y Karine. Nadie dijo nada. Mavros me pasó el brazo por el hombro.
Vi a Kader y a Yasmín subir al Panda de Leila, a Dris y a Karine meterse en el 4x4 de, Mavros. Arrancaron. Todos se marchaban. Me acordé de Marie-Lou. Buenos días, tristeza. Me puse al volante del Golf. Un vistazo al retrovisor. Todo seguía desierto. Metí primera. ¡Y salga el sol por donde quiera!