Donde hay cosas que no se pueden dejar pasar
Me quedé inmóvil durante unos segundos, delante de Chez Félix. Los ojos cegados por el sol. Podrían haberme matado en ese mismo momento que los habría perdonado a todos. Pero no había nadie esperándome a la vuelta de la esquina. La cita era en otro sitio, una cita que no había concertado, pero hacia la que me dirigía.
Subí por la rue Caisserie y atajé por la place de Lenche. Al pasar por delante del bar Le Montmartre, no pude evitar reírme. Me reía cada vez que pasaba por allí. Quedaba tan ridículo ese nombre, aquí, Le Montmartre. Cogí la rue Sainte-Françoise y entré en el Treize-Coins, donde Ange. Le señalé la botella de coñac. Bebí de un trago. Se me quedó plantado enfrente con la botella en la mano. Le hice un gesto para que me volviera a servir y vacié un segundo vaso también de un trago.
—¿Estás bien? —preguntó, algo preocupado.
—¡De maravilla! ¡Hacía tiempo que no estaba tan bien!
Y le puse el vaso. Lo cogí y fui a sentarme a la terraza, junto a una mesa de árabes.
—Pero somos franceses, joder. Hemos nacido aquí. Yo Argelia ni la conozco.
—¿Qué tú eres francés? ¡Venga ya!, somos los menos franceses de todos los franceses. Eso es lo que somos.
—Y si los franceses no te quieren para nada, ¿qué coño pintas aquí? Tú quédate ahí, esperando a que te metan un tiro y ya verás. Yo por si acaso me abro.
—Sí, ¿eh? ¿Y adónde te crees que te vas a ir, gilipollas? Anda tío, no delires.
—A mí me la pela. Soy marsellés. Me quedo aquí y punto. Y el que me busque me encontrará.
Eran de Marsella. Marselleses antes que árabes. Con la misma convicción que nuestros padres. Como lo éramos Ugo, Manu y yo a los quince años. Un día, Ugo preguntó: «En mi casa, en casa de Fabio, se habla napolitano. En tu casa habláis español. En clase aprendemos francés. Pero, al final, ¿qué somos?».
—Pues moros, está claro —respondió Manu.
Casi nos morimos de risa. Y ahí estaban ellos ahora. Reviviendo nuestra miseria. En las casas de nuestros padres. Tomándose esto por un paraíso en mano y rezando para que durase. Mi padre me dijo una vez: «No te olvides: cuando llegué aquí, a primera hora de la mañana, con mis hermanos, no sabíamos si comeríamos a mediodía o no, pero al final comíamos». Ésa era la historia de Marsella. Su eternidad. Una utopía. La única utopía del mundo. Un lugar en el que cualquier persona, de cualquier color, podía bajar de un barco, o de un tren, con la maleta en la mano, sin un duro en el bolsillo y fundirse en la marea de los demás. Una ciudad en la que, nada más poner el pie en el suelo, ese hombre podía decir: «Aquí es. Estoy en mi casa».
Marsella pertenece a quienes viven en ella.
Ange, con un pastís en la mano, vino a sentarse a mi mesa.
—Tranquilo —le dije—. Se arreglará. Ya encontraré una solución.
—Pérol; hace dos horas largas que anda buscándote.
—¡Dónde coño estás! ¡Cojones! —gritó Pérol.
—Con Ange. Vente para acá. Con el coche.
Colgué. Me metí un tercer coñac. Me sentía muchísimo mejor.
Esperé a Pérol, en la rue de L’Évêché, al pie de las escaleras del passage Sainte-Françoise. Tenía que pasar obligatoriamente por ahí. Lo justo para echarme un cigarro y llegó.
—¿Adónde vamos?
—A escuchar a Ferré, ¿te parece?
En el Bar des Maraîchers, donde Hassan, en la Plaine, ni rai, ni reggae, ni rock. Canción francesa y casi siempre Brel, Brassens y Ferré. Al árabe este le gustaba llevar la contraria a la clientela.
—Hola, extranjeros —dijo al vernos entrar.
Aquí todos éramos el amigo extranjero. Independientemente del color de la piel, del pelo o de los ojos. Hassan se había hecho con una buena clientela de jóvenes, del instituto y universitarios. De los que se piraban las clases, a ser posible las más importantes. Y se dedicaban a chacharear sobre el futuro del mundo con una caña en la mano. Luego, a partir de las siete de la tarde, se ponían a arreglarlo. Las cosas no iban a cambiar, pero rajar desahogaba mucho. Ferré cantaba:
On n’est pas des saints.
Pour la béatitude, on n’a qu’Cinzano.
Pauvres orphélins,
on prie par habitude notr’Per’nod[39].
No sabía qué tomar. Se me había pasado la hora del pastís. Después de echar un vistazo a las botellas, opté por un Glenmorangie. Pérol, por una caña.
—¿No has venido nunca por aquí? —sacudió la cabeza. Me miraba como si estuviera enfermo. Mi caso debía de parecerle grave—. Tendrías que salir más a menudo. Ves, Pérol, alguna noche deberíamos darnos unas vueltas por ahí, tú y yo. Cuestión de no perder de vista la realidad. ¿Lo coges? Uno va perdiendo el sentido de la realidad y, pataplás, un buen día no te acuerdas en qué estantería has dejado el alma. Si en la sección de amigos o en la de mujeres. Si arriba o abajo. Si, quizás, en la caja de los zapatos. Te das un momento la vuelta y ya te has perdido en el cajón de abajo, con los complementos.
—¡Basta! —dijo sin gritar, pero con firmeza.
—Ves —proseguí sin prestar atención a su ira—, no estarían mal ahora unas doradas. Asadas con tomillo y laurel. Y sólo con un chorrito de aceite de oliva por encima. ¿Crees que a tu mujer le apetecería?
Tenía ganas de hablar de cocina. De hacer el inventario de todos los platos que sabía preparar. De hacer a fuego lento canelones con jamón y espinacas. De preparar una ensalada de atún con patatas nuevas. Sardinas en escabeche. Tenía hambre.
—¿No tienes hambre? —Pérol no contestó—. Pérol, te voy a decir una cosa, no sé ni cómo te llamas.
—Gérard —dijo sonriendo por fin.
—Pues mi querido Gégé, nos echamos otra ronda y nos vamos a comer algo. ¿Qué te parece?
En lugar de contestar, me explicó el cisco que se había montado en la casa de la madera. Auch había ido a reclamar a Mrábed por lo de las armas. Brenier lo reclamaba por la droga. Loubet se negaba a soltarlo, porque, joder, él estaba investigando un crimen. Así a Auch no le quedó más remedio que conformarse con Farge, que como estaba poniéndose gallito, muy seguro de sus protectores, se comió unas hostias. Auch le gritaba que si no le explicaba cómo habían llegado esas armas hasta allí, hasta su sótano, le iba a machacar la cabeza.
Un pasillo más allá: el otro, el musculitos, el que yo había mandado a Pérol, que al ver a Farge empezó a chillar que era él quien le había mandado a romperle la boca a la puta. En cuanto la palabra «puta» llegó al piso de arriba, Gravis bajó corriendo. Los proxenetas eran su sector y a Farge lo conocía como si lo hubiera parido.
—Momento que aproveché yo para extrañarme de que Farge no tuviera ficha.
—Bien hecho.
—Gravis pegaba gritos diciendo que en la casa había imbéciles de tomo y lomo. Auch contestó, a gritos también, que la ficha de Farge la iban a tener que volver a hacer, pero ya. Y le pasó a Morvan para que le hiciera una visita guiada del sótano…
—¿Y? —pregunté, aunque me imaginaba la respuesta.
—No le aguantó el corazón. Ataque cardíaco tres cuartos de hora más tarde.
¿Cuánto tiempo me quedaba por vivir? Me preguntaba qué plato me gustaría comer antes de morir. Una sopa de pescado, tal vez. Con una buena rouille[40], montada con carne de erizo y un poco de azafrán. Pero ya no tenía hambre. Y se me había pasado el punto del alcohol.
—¿Y Mrábed?
—Hemos vuelto a leer sus declaraciones. Las ha firmado. Después se lo he pasado a Loubet. Bueno, y ahora cuéntame tu historia. En qué rollos andas metido y esas cosas. Que no tengo ganas de morirme como un tonto.
—Es largo, así que déjame ir a mear primero.
Al pasar me pedí otro Glenmorangie. Entraba como el agua. En los váteres un graciosillo había escrito: «Sonría, le estamos grabando». Puse mi sonrisa ns 5. Fabio, todo va bien. Eres el más guapo. El más fuerte. Luego metí la cabeza debajo del grifo.
Para cuando regresamos a la jefatura de policía, Pérol ya se sabía toda mi historia. Hasta el último detalle. Me escuchó sin interrumpirme. Me sentó bien poderle contar así todo el relato. Lo veía todo algo borroso, pero tenía la sensación de saber hacia dónde iba.
—¿Crees que Manu quiso pegársela a Zucca? —era plausible. Sobre todo después de lo que me dijo. El gran golpe no era el trabajito que tenía que hacer. Era la pasta que le iba a sacar. Pero, al mismo tiempo, cuanto más lo pensaba, menos me cuadraba. Pérol ponía el dedo siempre en donde dolía. No me imaginaba a Manu intentándosela pegar a Zucca. A veces le daba por hacer locuras, pero tenía olfato para los peligros serios. Como un animal. Y además, era Batisti el que le había metido en esta historia. El padre que se había buscado. El único tipo en el que confiaba un poco. No podía hacerle eso.
—No, no creo, Gérard.
Pero no acababa de ver quién se lo había cargado.
Me faltaba todavía una respuesta: ¿cómo había conocido Leila a Toni?
Tenía intención de ir a preguntárselo. No era más que un detalle, pero no me lo podía quitar de la cabeza. Me pinchaba como los celos. Leila enamorada. Me había mentalizado. Pero no era tan fácil. Admitir que una mujer a la que se desea esté en la cama con otro. Aunque hubiera sido una elección mía, era complicado, sí. Con Leila, a lo mejor, habría podido empezar desde cero. Reinventar, reconstruir. Liberado del pasado. De los recuerdos. Ilusión. Leila era el presente, el futuro. Yo pertenecía a mi pasado. Si había un mañana feliz, tenía que ser esa cita perdida. Con Lole. Todo el tiempo que había pasado entre nosotros.
Leila con Toni, no lo entendía. Pero, no obstante, Toni se había llevado a Leila, sin ninguna duda. El guarda de la ciudad universitaria llamó por la tarde, me informó Pérol. Su mujer recordaba haber visto a Leila subir en un Golf descapotable, después de hablar unos minutos en el aparcamiento con el conductor. Que hasta ella misma había pensado: «¡Mira, qué bien se lo pasa la niña!».
Detrás de las vías de la estación de Saint-Charles, cercado por la salida de la autopista norte y los boulevards Plombières y National, el barrio de La Belle-de-Mai seguía siendo igual de auténtico. Se seguía viviendo como antes. Al margen del centro, que, por cierto, estaba sólo a unos minutos. Reinaba el espíritu de pueblo. Como en Vauban, la Blancarde, le Rouet o la Capelette, donde yo había crecido.
De críos veníamos a menudo a la Belle-de-Mai. Para pegarnos. Por culpa de las chicas la mayor parte de las veces. Casi todas. Siempre había un pelea en el ambiente. Y un campo de fútbol o un descampado para romperse la cara. Vauban contra la Blancarde. La Capelette contra la Belle-de-Mai. Le Panier contra le Rouet. Después de un baile, una fiesta popular, una verbena o a la salida del cine. No era West Side Story: latinos contra gringos. Cada banda nuestra contaba con italianos, españoles, armenios, portugueses, árabes, africanos, vietnamitas. Nos pegábamos por la sonrisa de las chicas, no por el color de la piel. Nos servía para hacer amigos, no odios.
Un día, detrás del estadio de Vellier, me chupé una buena paliza a manos de un italiano. Había mirado «muy mal» a su hermana a la salida de l’Alambra, una sala de baile en la Blancarde. Estando allí, Ugo se fijó en unas chavalillas, y cambiábamos un poco de los Salones Michel. Luego descubrimos que nuestros respectivos padres eran de pueblos vecinos. El mío de Castel San Giorgio, el suyo de Piovene. Nos fuimos a tomar una cerveza. Una semana después me presentó a su hermana, Ophélia. Éramos «paese», eso cambiaba las cosas. «Si consigues que no se te escape, ¡chapó! Es una calientapollas». Ophélia era peor que eso. Un putón. Con ella se casó Mavros. Y el pobre hombre lo pasó de pena.
Había perdido la noción del tiempo. Aparqué el coche casi delante de la casa de Toni. Su Golf estaba aparcado cincuenta metros más arriba. Me puse a fumar escuchando a Buddy Guy. Damn right, he’s got the blues. Algo maravilloso. Le acompañaban Marc Knopfler, Eric Clapton y Jeff Beck. Dudaba todavía en ver a Toni. Vivía en un segundo y había luz en su casa. Me preguntaba si estaría solo.
Porque yo sí que estaba solo. Pérol se había largado a Bassens. Se estaba montando un broncón entre los chavales de allí y los amigos de Mrábed. Había aparecido una panda de colgaos provocando a los de la cité. Por consentir que la pasma se llevara a Mrábed. Era evidente que alguien les había calentado el coco. El negrazo se había comido ya una buena tunda. Lo cogieron entre cinco en el aparcamiento. Los de Bassens no permitían que vinieran de fuera a pisotearles el territorio. Y camellos, menos aún. Se afilaban los cuchillos.
Cerutti solo no daría abasto. Incluso con la ayuda de Reiver, que se había presentado inmediatamente, dispuesto a volver a hacer el turno de noche después del turno de día. Pérol había conseguido volver a reunir a los equipos. Había que intervenir urgentemente. Detener a unos cuantos camellos bajo el pretexto de que Mrábed los había delatado. Hacer circular el rumor de que era un chivato. Eso debería aplacar los ánimos. Queríamos evitar que los chavales de Bassens se pegaran con esos indeseables.
»Vete a comer, respira un poco y no hagas chorradas», me dijo Pérol. «Para eso último espera a que esté yo». No le había dicho nada de lo que pensaba hacer por la noche. Tampoco yo lo tenía muy claro. Lo único que sentía es que me tenía que mover. Había soltado amenazas. No me podía quedar eternamente en la posición del animal acorralado. Tenía que obligarles a salir. A cometer alguna estupidez. Le dije a Pérol que nos veríamos más tarde y que juntos diseñaríamos un plan. Me propuso ir a dormir a su casa, era demasiado arriesgado volver a Les Goudes. Y en eso estábamos de acuerdo.
—Sabes, Fabio —me dijo después de escucharme—, seguro que yo no siento lo mismo que estás sintiendo tú. A tus amigos no los he conocido y a Leila no me la presentaste nunca. Pero entiendo lo que te está pasando. Sé que para ti no es una cuestión de venganza. Es sólo la sensación de que hay cosas que no se pueden dejar pasar. Porque luego no puedes ni mirarte al espejo.
Pérol hablaba poco, pero ahora se estaba empleando a fondo y podía tener para rato.
—¡No te hagas mala sangre, Gérard!
—No es eso. De verdad. Has destapado algo muy gordo. No puedes pegarte tú solo. Salir de ésta así como así. Estoy contigo. No te voy a dejar tirado.
—Sé que eres un amigo. Hagas lo que hagas. Pero no te quiero pedir nada. ¿Conoces la expresión? A partir de este límite su ticket no es válido. Yo estoy metido en esto. Y no quiero arrastrarte conmigo. Es peligroso. Nos veremos obligados a hacer cosas sucias, creo. Casi seguro. Tú tienes una mujer, una niña. Piensa en ellas y olvídate de mi.
Abrí la puerta del coche. Me retuvo del brazo.
—Imposible, Fabio. Si mañana te encuentran muerto, no sé lo que haría. A lo mejor es peor.
—Te diré lo que vas a hacer. Otro hijo. Con la mujer a la que amas. Con tus hijos estoy seguro de que este mundo tendrá algún futuro.
—Eres un cabronazo.
Me hizo prometerle que le esperaría. O que le llamaría si me movía. Se lo prometí y se fue tranquilo hacia Bassens. Ignorando que yo no mantendría mi palabra. ¡La hostia! Apagué el último cigarro y salí del coche.
—¿Quién es?
Una voz de mujer. De mujer joven. Preocupada. Oí unas risas. Y después silencio.
—Móntale. Fabio Móntale. Quería ver a Toni.
La puerta se entreabrió. ¡Debía de estar viendo visiones! Karine se quedó tan extrañada como yo. Estábamos frente a frente sin poder decirnos una palabra. Entré. Un fuerte olor a costo me vino a la nariz.
—¿Quién es? —oí que preguntaban desde el fondo del pasillo.
La voz de Kader.
—Pase —me dijo Karine—. ¿Cómo sabe que vivo aquí?
—Venía a ver a Pirelli. Toni.
—¡A mi hermano! Hace siglos que no está aquí.
¡La respuesta! ¡Por fin! Pero la cosa no se aclaraba todavía. Leila con Toni, seguía sin podérmelo creer. Estaban todos. Kader, Yasmín, Dris. Sentados alrededor de la mesa. Como conspiradores.
—Alá es grande —dije yo señalando la botella de whisky que tenían delante.
—Y Chivas su profeta —dijo Kader cogiendo la botella—. ¿Brindas con nosotros?
Debían de haber bebido bastante. Y fumado también. Pero no daba la impresión de que se lo estuvieran pasando en grande. Al contrario.
—No sabía que conocieras a Toni —dijo Karine.
—Nos conocemos de esas maneras. Fíjate que no sabía ni que había cambiado de piso…
—Hace un montón entonces que no lo ves…
—Pasaba por aquí, he visto luz, he subido. Bueno, ya sabes, viejas amistades.
Me apuntaban fijamente con la mirada. Toni y yo no les debía de cuadrar para nada en su cabeza. Era demasiado tarde para cambiar de actitud. Empezaron a darle al coco a toda marcha.
—¿Y qué quería de él? —preguntó Dris.
—Un favor. Pedirle un favor. Pero bueno —dije acabándome la copa—, no os aburro más.
—No nos aburres —afirmó Kader.
—He tenido un día muy largo.
—Ha pillao a un camello, según he oído, ¿no? —preguntó Yasmín.
—Cómo corren las noticias.
—¡El teléfono árabe! —soltó Kader riéndose. Una risa forzada. Falsa.
Estaban esperando a que les contara qué coño pintaba yo allí buscando a Toni. Yasmín empujó hacia mí un libro todavía en papel de regalo. Leí el título, sin ni siquiera cogerlo. La solitude est un cercueil de verre[41], de Bradbury.
—El libro se lo puede quedar. Era de Leila. ¿Lo conoce?
—Me habló de él varias veces. Nunca lo he leído.
—Toma —me dijo Kader alargándome un vaso de whisky—, siéntate. No hay prisa.
—Lo compramos juntas. La víspera… —dijo Yasmín.
—Ya —dije. El whisky me estaba quemando. Aún no había comido nada en todo el día. El cansancio empezaba a apoderarse de mí. A la noche aún le quedaba un rato—. ¿No tendrás un café? —pregunté a Karine.
—Acababa de hacer. Todavía está caliente.
—Era para usted —continuó Yasmín—. Leila quería regalárselo así, envuelto en papel de regalo.
Karine volvió con una taza de café. Kader y Dris no decían ni mu. Estaban esperando la continuación de una historia de la que parecían conocer el final.
—Al principio no entendí por qué estaba en el coche de mi hermano —prosiguió Karine.
Ya estábamos llegando. Me estaba quedando mudo. Los chavales me estaban dejando alucinado. Ya no se reía ninguno. Estaban poniéndose más que serios.
—El sábado pasó para llevarme a cenar a un restaurante. Lo suele hacer. Me pregunta por mis estudios. Me pasa un poco de pasta. El hermano mayor, vaya. El libro estaba en la guantera. No sé qué andaba buscando yo. Le dije: «¿Qué es esto?». Se quedó súper cortado. «¿Eh? Esto… Ehh… Bueno… Puees, un regalo. Es para ti. Iba a… En fin, era para más tarde. Pero, puedes abrirlo».
»Toni me hacía regalos a menudo. Pero un libro, era de verdad la primera vez. No entendía ni cómo había sabido elegirlo… Me impresionó. Le dije que le quería. Fuimos a comer y guardé el libro envuelto en el bolso.
»Lo dejé ahí, en la estantería, al volver. Y luego pasó lo que pasó. Leila, el entierro. Me quedé con ellos. Nos quedamos a dormir con Mulud. Me había olvidado por completo del libro. Lo ha visto Yasmín hoy a mediodía, cuando ha venido a buscarme. Estábamos hechas un lío. Hemos llamado a los chicos. Teníamos que aclarar la cosa. ¿Entiende? —se sentó. Estaba temblando—. Ahora, no sabemos qué hacer.
Y estalló en lágrimas.
Dris se levantó y la abrazó. Le acariciaba tiernamente el pelo. Sus lloros eran casi un ataque de nervios. Yasmín se acercó, se arrodilló y deslizó sus manos en las de Karine. Kader estaba inmóvil, con los codos en la mesa. Chupaba del canuto de modo enfermizo. Los ojos totalmente ausentes.
Me dio vértigo. El corazón se me puso a cien. ¡No podía ser! Una expresión de Karine me había sobresaltado. Toni. En pasado.
—Y Toni, ¿dónde está?
Kader se levantó, como un autómata. Karine, Yasmín y Dris lo siguieron con la vista. Kader abrió el ventanal del balcón. Me levanté y me acerqué. Toni estaba ahí. Largo en el Suelo.
Muerto.
—Creo que íbamos a llamarte.