12

Donde toca rozarse con la infinita mezquindad de la inmundicia humana

Saltamos al ferry, justo cuando se marchaba del muelle. A Batisti, más que saltar él, lo empujé yo. Con fuerza y sin soltarlo. El impulso lo arrastró hasta el centro de la cabina. Creí que iba a perder el equilibrio y desplomarse, pero se agarró a una banqueta. Se dio la vuelta, me miró y se sentó. Se levantó la gorra y se secó el sudor.

—¡Los macarroni! —dije. Y me fui a pagar.

Los localicé en el momento en que Batisti se juntaba conmigo en el embarcadero del ferry, en la place aux Huiles. Le seguían a pocos metros. Pantalones de lino blancos, camisas de flores, gafas de sol y bandolera. Como decía Yamal, iban de guiris totales. Los reconocí en el acto. Estaban comiendo detrás de nosotros, el otro día, en el bar de La Marine. Se fueron cuando Batisti se marchó. Batisti los llevaba todo el día pegados al culo. Cuando me siguieron por Le Panier fue porque me habían visto con él. Podía pensar que era así. Parecía lógico.

Los macarroni no me estaban siguiendo. Ni nadie. Me había asegurado antes de ir a mi encuentro con Batisti. Al dejar a Marie-Lou, bajé por la rue Estelle, luego cogí la rue Saint-Ferréol. La gran calle peatonal de Marsella. Todos los grandes almacenes estaban concentrados aquí. Nouvelles Galeries, Mark & Spencer, La Redoute, Virgin. Habían destronado a los bellos cines de los años sesenta, el Rialto, el Rex, el Pathé Palace. Ya no había ni un bar. A las siete, la calle se quedaba tan vacía y triste como La Cannebière.

Me hundí en la marea de los paseantes. Pequeños burgueses, ejecutivos, funcionarios, inmigrantes, parados, jóvenes, viejos… Desde las cinco, todo Marsella deambulaba por esta calle. Todo el mundo se rozaba con naturalidad, sin agresividad. Marsella estaba ahí en su verdad. Sólo en los extremos de la calle renacían las diferencias. La Cannebière, frontera implícita entre el norte y el sur de la ciudad. Y la place Félix-Baret, a dos pasos de la jefatura, donde siempre estaba aparcada una furgoneta antidisturbios. En el puesto avanzado de los barrios burgueses. Detrás, los bares, uno de ellos el bar Pierre, son desde hace un siglo el lugar de cita más abierto del centro de la ciudad, de la dorada juventud.

Bajo la mirada de los antidisturbios, la sensación siempre de una ciudad en estado de guerra. Sobrepasados estos límites, miradas enemigas, y miedo u odio en función de si uno se llama Paul o Ahmed. El delito de ir con cara de hijo puta es aquí ley natural.

Caminé sin rumbo, sin ni siquiera entretenerme en los escaparates. Ordenando mis pensamientos. Desde la muerte de Manu a la de Ugo, el hilo de los acontecimientos se devanaba. Aun no entendiendo nada, podía ordenarlos. Por el momento eso me satisfacía. Las adolescentes que deambulaban por ahí me parecían más guapas que las de mi época. En sus caras se leía el cruce migratorio. Su historia. Caminaban seguras, y orgullosas de su belleza. De las marsellesas habían adoptado el mismo caminar lánguido y esa mirada, casi descarada, si tus ojos se detenían a contemplarlas. No sé quién dijo un día que eran imitantes, pero me parecía exacto. Envidiaba a los chicos de hoy.

En la rue Vacon, en lugar de continuar por el muelle Riveneuve hasta el embarcadero del ferry, tiré por la izquierda. Para bajar al parking subterráneo del cours Estienne d’Orves. Me encendí un cigarro y esperé. La primera persona que apareció fue una mujer de unos treinta años. Traje de chaqueta salmón, de lino. Rechonchilla. Muy maquillada. Al verme, se echó un poco hacia atrás. Apretó el bolso y se alejó rápido en busca de su coche. Cuando me acabé el cigarro, volví a subir.

Sentado en la banqueta, Batisti se secaba la frente con un gran pañuelo blanco. Parecía un jubiladote de la marina. Un entrañable viejo marsellés. Con camiseta blanca siempre por encima del pantalón de lona azul, zapatillas y gorra de marino encajada en la cabeza. Batisti veía cómo se alejaba el muelle. Los dos macarroni no sabían qué hacer. Aunque cogieran un taxi, cosa que sería un milagro, llegarían demasiado tarde al otro lado del puerto. Nos habían perdido de vista. De momento.

Me apoyé en una ventana. Sin hacer ni caso a Batisti. Quería que se fuera marinando en su propio jugo. Lo que durara la travesía. Me gustaba mucho esta travesía. Contemplando el paso entre los dos fuertes, Saint-Nicolas y Saint-Jean, que custodian la entrada de Marsella y miran hacia alta mar y no hacia La Cannebière. Adrede. Marsella, puerta de Oriente. Lo otro. La aventura, el sueño. A los marselleses no les gustan los viajes. Todo el mundo los cree marineros, aventureros, Que su padre o su abuelo han dado la vuelta al mundo, por lo menos una vez. Como mucho, habían llegado hasta Niolon. O al Cap Croisette. En las familias burguesas el mar estaba prohibido para los niños. El puerto propiciaba los negocios, pero el mar estaba sucio. Por ahí es por donde venía el vicio. Y la peste. Desde que empezaba a hacer bueno, la gente se iba al campo. A Aix y sus tierras, sus masías y sus bastidas. El mar se lo dejaban a los pobres.

El puerto fue el terreno de juego de nuestra infancia. Aprendimos a nadar entre los dos fuertes. Un día había que conseguir hacer la ida y vuelta. Para ser un hombre, para impresionar a las chicas. La primera vez, tuvieron que venir Manu y Ugo a rescatarme. Me iba a pique, medio ahogado.

—¿Has pasado miedo?

—No. Me he quedado sin respiración.

Respiración tenía. Pero había pasado miedo.

Manu y Ugo ya no estaban ahí para venir a socorrerme. Se habían ahogado y yo no había podido acudir en su ayuda. Ugo no había intentado verme. Lole había huido. Estaba solo, y me iba a hundir en la mierda. Sólo para estar en paz con ellos. Con nuestra juventud desbaratada. La amistad no soporta las deudas. Al final de la travesía quedaría sólo yo. Si conseguía llegar. Todavía me hacía algunas ilusiones sobre el mundo. Perduraban en mí viejos sueños tenaces. No estoy seguro de saber vivir ahora.

Nos acercábamos al muelle. Batisti se levantó y se dirigió hacia el otro extremo del ferry. Estaba preocupado. Me echó una mirada. No fui capaz de leer nada en él. Ni miedo, ni odio, ni resignación. Una fría indiferencia. En la Place de la Mairie, ni rastro de los italianos. Batisti me siguió sin hablar. Cruzamos por delante del ayuntamiento y subimos por la rue de La Guirlande.

—¿A dónde vamos? —dijo por fin.

—A un sitio tranquilo.

En la rue Caisserie tiramos por la izquierda. Estábamos delante de Chez Félix. Aun sin la amenaza de los italianos, era allí donde le quería llevar. Cogí a Batisti por el brazo, hice que se diera la vuelta y le enseñé la acera. Se puso a temblar pese al calor.

—¡Fíjate bien! Aquí se cargaron a Manu. ¡Seguro que ni te habías acercado!

Le hice entrar en el bar. Cuatro viejos estaban echando la partida, bebiendo unas aguas con menta. Se estaba mucho más fresco en el interior. No había vuelto desde la muerte de Manu. Pero Félix no hizo comentarios. Por el apretón de manos que me dio, entendí que se alegraba de volver a verme.

—Oye, que Céleste sigue haciendo aïoli[37].

—Ya vendré un día. Díselo.

En el aïoli, Céleste sólo se podía comparar a Honorine. El bacalao estaba desalado en su punto. Cosa rara. Normalmente, lo dejan a remojo demasiado tiempo y sólo en dos aguas diferentes. Era preferible que fuera en varias. Ocho horas en un agua y, luego, dos horas en tres aguas distintas. Era bueno también escalfarlo en agua hirviendo, con hinojo y granos de pimienta. Céleste también tenía su aceite para montar el aïoli. Molino Rossi, de Mouriès. Los utilizaba de otro tipo para la cocina o las ensaladas. Aceites de Jacques Baríes de Éguilles, de Henri Bellon de Font-vieille, de Margier-Aubert de Auriol. Sus ensaladas dejaban siempre un gusto diferente.

En chez Félix, Manu siempre jugaba al escondite conmigo. Procuraba que no coincidiéramos allí desde que lo traté de marao. Por otro lado, no tardó mucho en salirse de la tónica. Quince días antes de que se lo cepillaran, vino a sentarse a mi lado. Un viernes, día de aïoli. Nos soplamos varias rondas de pastís, seguidas de un Saint Cannat rosado. Dos botellas. Volvíamos a las viejas costumbres. Sin rencor, sólo resentimientos.

—Visto el panorama, los tres juntos, no volverá a ser.

—Siempre estamos a tiempo de reconocer nuestras estupideces.

—¡Vete a tomar por culo! Demasiado tarde, Fabio. Hemos esperado demasiado. Nos hemos hundido. Nos hemos hundido hasta el cuello.

—¡Habla por ti! —me miró. No vi brillo insano en sus ojos. Sólo ironía, algo cansada. No podía sostenerle la mirada. Porque él estaba en lo cierto. En lo que yo me había convertido, tampoco es que fuera mucho mejor—. Vale —dije—. Estamos hundidos hasta el cuello.

Hicimos un brindis al acabar la segunda botella.

—Prometí una cosa. A Lole. Hace mucho tiempo. No lo he podido cumplir jamás: forrarla de pasta. Y llevármela de aquí. A Sevilla, o a algún sitio por ahí. Voy a hacerlo. Voy a dar el golpe perfecto. Por una vez en mi vida.

—La pasta no lo da todo. Lole es el amor…

—¡Déjalo ya! Lole esperó a Ugo. Yo la esperé a ella. El tiempo ha revuelto las cartas. O dado la razón a… —se encogió de hombros—. Me da igual. Lole y yo, hace, yo qué sé, unos diez años, que damos tumbos queriéndonos sin pasión. A Ugo, sí lo quiso. A ti, también.

—¿A mí?

—Si no te hubieras pirado como una nenaza, ella habría ido hacia ti. Tarde o temprano. Eres el más sólido. Y tienes corazón.

—Actualmente. Quizás.

—Siempre lo has tenido. De todos nosotros, eres el que más ha sufrido. Por eso mismo. Por el corazón. Si me pasa alguna movida, cuídala —se levantó—. Nosotros no creo que nos volvamos a ver. Hemos tocado fondo. No hay nada más que decirse.

Se marchó rápidamente y sin pagar la cuenta.

Me pedí una caña, Batisti una horchata.

—Me he enterado de que te gustan las putas. No caen muy bien los polis que se van de putas. Te han dado un toque. Y punto.

—No eres más que un mamonazo, Batisti. Al que me ahostió ya lo he trincado, hace menos de una hora. Al que me lo mandó, Farge, lo tengo en el despacho desde esta mañana. Y no te creas que nos dedicamos a hablar de putas. No. Hablamos de droga. Y de posesión de armas. En un apartamento que tenía alquilado en la cité Bassens.

—¡No me digas! —dijo lacónicamente.

Debía de estar enterado ya. De lo de Farge, lo de Mrábed, mi encuentro con Toni. Estaba esperando a que le dijera más. De nuevo, había venido a eso. A tirarme de la lengua. Yo lo sabía. Y también sabía adonde lo quería llevar. Pero no quería jugar todas mis cartas de golpe. Todavía no.

—¿Por qué llevas pegaos al culo al par de italianos?

—No lo sé.

—Mira, Batisti, no vamos a estar mareando la perdiz cincuenta años. No me caes nada, pero que nada bien. Si me vas contando, ganaré tiempo.

—Lo que vas a ganar es que te frían a tiros.

—Ya. Luego me lo pienso.

Manu estaba en medio de toda esta puta historia. Después de su muerte interrogué a unos cuantos confites. Pregunté por aquí y por allá en las distintas brigadas. Nada. Me extrañó. Que nadie hubiera oído ni un rumor de una encerrona preparada contra Manu. Deduje que se lo había cargado un delincuente común. Por alguna vieja jugarreta. O algo por el estilo. Por una casualidad tonta. Me había conformado con eso. Hasta hoy a mediodía.

—El trabajito en casa de Brunel, el abogado, Manu, hacerlo, lo hizo. Supongo que impecablemente. Como él sabía, me imagino. Incluso mejor. Ya que esa noche no había riesgo de que le jodieran: estabais todos juntos cenando. En Les Restanques. Manu no tuvo tiempo de que le pagaran por su trabajo. Dos días más tarde estaba muerto.

Al pasar a máquina mi informe fui pegando los trozos de la historia. Los hechos. Pero no siempre su sentido. Pregunté a Lole por el célebre golpe del que me habló Manu. No solía soltar prenda. Pero, por una vez, todo había ido sobre ruedas, le confesó él. Un buen negocio, sí señor. Por fin iba a rascar una buena pasta. Esa noche se pasaron al champán. Para festejarlo. El trabajito, un juego de niños: abrir la caja fuerte de un abogado del boulevard Longchamp y limpiarle todos los documentos. El abogado era Eric Brunel. El hombre de confianza de Zucca.

Babette me pasó esa información cuando la llamé, después de cerrar mi informe. Habíamos quedado en que nos llamaríamos antes de mi cita con Batisti. Brunel se la debía de estar pegando a Zucca, y el viejo se debió de dar cuenta. Mandó a Manu a hacer la limpieza. O algo por el estilo. Zucca y los hermanos Poli no pertenecían al mismo planeta. Ni a la misma familia. Había demasiado dinero en juego. Zucca no podía permitirse que se la jugaran.

En Nápoles, según un corresponsal romano de Babette, la muerte de Zucca no les había hecho mucha gracia. Lo asumirían, por supuesto. Como de costumbre. Pero todo esto ponía freno a grandes negocios en curso. Zucca andaba, al parecer, en tratos con dos grandes empresas francesas. El blanqueo del dinero de la droga ayudaba al necesario reimpulso económico. Tanto patronos como políticos lo veían así.

Largué la información que tenía a Batisti, para intentar sorprender sus reacciones. Un silencio, una sonrisa, una palabra. Cualquier gesto sería útil para ver por dónde iba la cosa. No conseguía todavía entender el papel de Batisti. Ni de qué lado se ponía él. Babette lo relacionaba más con Zucca que con los hermanos Poli. Pero estaba Simone. Lo único seguro es que había puesto a Ugo sobre la pista de Zucca. Ese hilo no lo soltaré. El hilo conductor. De Ugo a Manu. Y en algún sitio por ahí Leila se debatía en la ignominia. Todavía no era capaz de pensar en ella sin ver su cuerpo cubierto de hormigas. Hasta la sonrisa le habían comido las hormigas.

—Estás muy puesto —dijo Batisti sin pestañear.

—¡No tengo otra cosa que hacer! Soy un policía de poca monta, ya sabes. Tus colegas, o cualquier otro, pueden borrarme del mapa sin que se arme mayor revuelo. Y, además, a mí lo único que me gusta es ir a pescar. Tranquilito. Sin que me anden jodiendo. ¡Y tengo mogollón de prisa por irme a pescar!

—Pues vete, vete a pescar. No te va a ir a buscar nadie. Aunque te tires a las putas. Lo que te dije el otro día.

—¡Demasiado tarde! Tengo pesadillas, a ver si te enteras, sólo de pensar que se han cepillado a mis mejores amigos. Vale, no eran unos santos… —tomé aire y clavé mi mirada en la de Batisti—. Pero la chiquilla a la que violaron en Les Restanques, en el salón de detrás, no tenía nada que ver con la película. Me dirás que, total, era una mora. Para ti y los tuyos los árabes no cuentan. Igual que los negros, esos animales, ¡qué van a tener alma! ¿Eh, Batisti?

Había levantado la voz. En la mesa de detrás, las cartas se quedaron suspendidas en el aire durante una fracción de segundo. Félix levantó la vista del tebeo que estaba leyendo. Un viejo Pieds Nickeles amarillento. Los coleccionaba. Le pedí otra caña.

Belote[38] —dijo uno de los viejecillos.

Y la vida siguió su curso.

Batisti acusó el golpe, pero sin exteriorizar nada. Llevaba años de trapicheos y chanchullos a sus espaldas. Quiso levantarse. Le puse la mano en el brazo. Con firmeza. Bastaba con que diera un telefonazo y Fabio Móntale acababa la noche en una alcantarilla. Como Manu. Como Ugo. Pero tenía demasiada rabia como para dejarme dar como a un gorrión. Había jugado casi todas mis cartas, pero tenía todavía un as en la manga.

—No tengas tanta prisa. No he terminado.

Se encogió de hombros. Félix me trajo la caña. Nos miró a los dos. No era mala gente, Félix. Pero si le digo «A Manu se lo han cepillado por culpa de este mamón», le rompe la cara. Desgraciadamente con Batisti, las cosas no se arreglaban a base de tortazos.

—Te escucho —el tono era seco. Estaba empezando a ponerle nervioso y eso es lo que yo quería. Sacarle de sus casillas.

—Y por los dos macarroni, no te apures. Seguramente te están protegiendo. Los napolitanos están buscándole un sucesor a Zucca. Te han fichado, me da a mí la impresión. Tú sigues figurando en el listín de mafiosos. En las páginas de recomendaciones. A lo mejor incluso te nombran a ti —estaba pendiente de sus reacciones—. O a Brunel. O a Émile Poli. O a tu hija.

Le dio una especie de tic en la comisura del labio. Dos veces. Me debía de estar acercando a la verdad.

—¡Estás completamente pirao si te crees lo que dices!

—¡Para nada! ¡Lo sabes perfectamente! Pirao, no. Obcecado, sí. No entiendo un pijo. Por qué motivo hiciste que Ugo se cargara a Zucca. Cómo se pudo organizar todo esto. La bendita casualidad de que Ugo se plantara en Marsella. Ni por qué tu amigo Morvan le estaba esperando, una vez que Ugo hizo su trabajo. Ni a qué podrido juego juegas tú. Nada. Y aún menos por qué Manu está muerto y quién lo ha matado. Contra los otros no puedo hacer nada. Falta Simone. A ella, la voy a hundir.

Estaba seguro de estar dando en el clavo. Sus ojos viraron a gris eléctrico. Se apretó las manos hasta reventarse los nudillos.

—¡No la toques! ¡Es lo único que me queda!

—A mí también me queda sólo ella que llevarme a la boca. Loubet está llevando el caso de la chiquilla. Lo tengo todo agarrado, Batisti. Toni, el arma, el lugar. Se lo paso todo a Loubet y en una hora se trae a Simone. La violación fue en su casa. Les Restanques es de ella, ¿no?

Era la última información que me había dado Babette. Por supuesto, no tenía ninguna prueba de lo que le estaba adelantando. Pero eso era igual. Batisti lo ignoraba. Lo estaba llevando por donde él no esperaba. Por un terreno al descubierto.

—Que se casara con Émile fue una estupidez. Pero los hijos no hacen caso. A los hermanos Poli no los he tragado nunca.

La sensación de frescor había desaparecido. Tenía ganas de largarme, de estar en mi barco, en alta mar. Mar y silencio. La humanidad entera se me salía por la boca. Este tipo de historias representaban la infinita mezquindad de la inmundicia humana. A gran escala, esto generaba las guerras, las masacres, los genocidios, el fanatismo, las dictaduras. Seguro que al primer hombre le dieron tanto por culo al venir al mundo que se le disparó el odio. Si Dios existe, somos todos hijos de puta.

—¿Te tienen cogido por ella, no?

—Zucca se dedicó mucho tiempo a hacer de contable. Los números eran lo suyo, más que las armas. La guerra de clanes, los ajustes de cuentas, todo eso no llegó a afectarle. Es más, se dedicó a medir las fuerzas ajenas. La mafia estaba buscándose una antena en Marsella, lo eligieron como interlocutor. Gobernó bien su barca. Como un jefe de empresa. Eso es lo que era estos últimos años. Un hombre de negocios. Si supieras…

—No quiero saber nada. No me interesa. Seguro que es para vomitar.

—Sabes, era mejor currar con él que con los hermanos Poli. Ellos son sólo aprendices. No tienen envergadura. Zucca creo que los habría eliminado tarde o temprano. Empezaban a dar demasiada guerra. Sobre todo desde que están bajo la influencia de Morvan y Wepler.

»Se creen que van a limpiar Marsella. Sueñan con meterle fuego a la ciudad. Con una bronca total que empezaría en los barrios del norte. Hordas de jóvenes entregados al saqueo. Es Wepler el que se encarga de eso. Se apoyan en los camellos y sus redes. Ellos lo que hacen es caldear el ambiente entre los jóvenes, y al parecer se está calentando.

»Por un lado la violencia. Por otro el miedo, el racismo. Con todo eso, esperaban que sus colegas fascistas llegaran a la alcaldía. Y poder así sentirse a salvo. Como en los tiempos de Sabiani, el todopoderoso adjunto del alcalde, amigo de Carbone y Spirito, los dos grandes capos de la mafia marsellesa de antes de la guerra. Podrán hacer sus negocios. Estarán en posición de fuerza frente a los italianos. Se imaginan ya recuperando el botín de Zucca.

Había oído lo suficiente para estar asqueado durante siglos. ¡Menos mal que me moriría antes! Qué puñetas iba yo a hacer con todo esto. Nada. No era capaz de llevarme a Batisti y hacerle largar delante de Loubet. No tenía ninguna prueba contra todos ellos. Sólo un auto de procesamiento contra Mrábed. Él último de la lista. Un árabe. La víctima elegida. Como de costumbre. Babette, con todo esto, no podría sacar ni un artículo. Su deontología era estricta. Hechos, sólo hechos. Así era cómo había logrado imponerse en la prensa.

Tampoco me veía yo haciendo de justiciero. Ya no me veía en ningún papel. Ni siquiera en el de policía. Ya no veía nada. Estaba como loco. El odio, la violencia. Los hampones, la pasma, los políticos. Y la miseria como abono. El paro, el racismo. Estábamos todos como insectos atrapados en una tela de araña. Luchábamos, pero la araña acabaría engulléndonos.

Pero necesitaba todavía entender.

—¿Y Manu en todo esto?

—Nunca llegó a reventar la caja fuerte de Brunel. Negoció con él. Contra Zucca. Quería ganar más pasta. Mucha más. Se le iba la olla, me parece a mí. Zucca no se lo perdonó. Cuando Ugo me llamó desde París, vi que tenía la venganza en la mano.

Había hablado deprisa. Como si vaciara la alforja. Pero demasiado deprisa.

—¿De qué venganza hablas Batisti?

—¿Eh?

—Has hablado de venganza.

Levantó los ojos hacia mí. Por primera vez era sincero. Se le nubló la mirada. Y se le perdió donde yo ya no existía.

—A Manu le tenía cariño, sabes —balbuceó.

—Pero a Zucca no, ¿eh?

No contestó. No le sacaría nada más. Había tocado un punto débil. Me levanté.

—Me la estás jugando otra vez, Batisti —seguía con la cabeza agachada. Me incliné hacia él—. Voy a seguir. Escarbando. Hasta que sepa. Todo. Vais a pringar todos. Incluida Simone.

Me procuraba un placer inmenso poder ser yo el que amenazara ahora. No me habían dado a elegir el arma. Acabó por mirarme. Tenía una sonrisa malvada en los labios.

—Estás marao —dijo.

—Si me quieres pegar un tiro, espabila. Para mí, eres hombre muerto, Batisti. Y me encanta la idea. Porque eres basura.

Dejé a Batisti con su vaso de horchata.

Fuera, me pegó el sol en toda la cara. Tenía la sensación de volver a la vida. A la verdadera vida. En la que la felicidad resulta de una acumulación de detalles insignificantes. Un rayo de sol, una sonrisa, ropa tendida en una ventana, un chaval haciendo un regate con una lata, una melodía de Vincent Scotto, una ligera ráfaga de viento bajo la falda de una mujer…