Donde las cosas se hacen como se tienen que hacer
Por el careto que lucía Pérol, había malos rollos en el ambiente. Pero estaba dispuesto a afrontar lo peor.
—El jefe quiere verte.
¡Qué acontecimiento! Dos años hacía que el director no me convocaba. Desde el motín desencadenado por Kader y Dris. Varounian había enviado una carta a Le Meridional. Contaba su vida, el acoso de los árabes a su tienda, los robos permanentes, y relataba los hechos, a su manera. La ley, decía él como conclusión, la hacen los árabes. La justicia es su justicia. Francia capitula frente a la invasión, porque la policía está con ellos. Terminaba su carta con uno de los slogans del Frente Nacional: ¡Ama Francia o márchate de aquí!
Bueno, la cosa no tuvo la repercusión de «J’accuse». Pero la comisaría de zona, que no había permitido nunca que se cazara en sus territorios, se descolgó con un informe abrumador sobre mi brigada. Yo estaba particularmente en el punto de mira. Mi equipo llevaba perfectamente la protección de lugares públicos. Eso cualquiera lo reconocía. Pero se me reprochaba no ser suficientemente severo en el interior de las cites. Negociar demasiado con los delincuentes, sobre todo inmigrantes, y con los gitanos. Seguía luego una lista de todos aquellos casos en los que, delante de ellos, yo había hecho la vista gorda.
Y de premio el sermón de la casa. Primero mi jefe. Después el Jefe Superior. Mi misión no consistía en comprender, sino en reprimir. Yo estaba ahí para hacer reinar el orden. La justicia era cosa de los jueces. En el asunto que hizo los honores de Le Meridional, había faltado a mi deber.
El Jefe Superior me saltó luego con algo que, a ojos de todo el mundo, era un crimen de lesa majestad policial: mis encuentros con Serge, un animador sociocultural. Serge y yo nos conocimos en la comisaría. Lo detuvieron un día con una quincena de chavales en el aparcamiento de La Simiane. Lo típico: radio-cassette a tope, gritos, risas, vespinos que te dejan sordo… Serge estaba con ellos chupando cervezas. No llevaba ni los papeles encima, ¡el bobo de él!
Serge se lo pasaba pipa. Tenía un careto de adolescente algo mayor. Vestido igual que ellos. El cabecilla, le llamaron. Él lo único que había preguntado era dónde podía ir con los chavales a hacer ruido sin molestar a nadie. Una provocación, ya que alrededor no había más que aparcamientos y cites. Hay que decir que los chavales tampoco es que fueran angelitos. A unos cuatro o cinco los habían pillado ya por dar tirones y alguna otra barbaridad.
—¡Mira, no te enrolles! ¡Encima de que te vamos a pagar la jubilación! —le gritaba Malik a Babar, uno de los policías más viejos de la comisaría.
A Malik, lo conocía. Quince años, cuatro robos de coche a sus espaldas. «Ya no sabemos qué hacer con él», declaró el sustituto del fiscal. «Todas las soluciones de internamiento han fracasado». Cuando terminaba su reclusión, volvía a la cité. Era su casa. Se había hecho amigo de Serge. Porque con él, joder, se podía hablar.
—¡Hostia! ¡Es que es verdad! —dijo al verme—. Que somos nosotros los que pagamos.
—¡Déjate de hostias! —dije yo.
Babar no era mal tipo. Pero era la época en que tenía que ir «a saco», para mantener la cuota de arrestos. Unos cien al mes. Si no, adiós al presupuesto y a los efectivos.
Serge y yo simpatizamos. Era demasiado «cura» para que nos convirtiéramos en amigos, pero me gustaba su valentía y su amor por los chavales. Serge tenía fe. Una moral impresionante. Una moral urbana, decía él. Luego empezamos a vernos con regularidad. En el Moustiers, un café de L’Estaque cerca de la playa. Charlábamos. Se relacionaba con las asistentes sociales. Me ayudaba a comprender. A menudo, cuando cogíamos a un chaval por una chorrada, le llamaba para que viniera a la comisaría, antes incluso que a los padres.
A Serge lo trasladaron después de la entrevista con mis superiores. ¿Pero puede que la decisión la hubieran tomado antes? Serge dirigió una carta abierta a los periódicos. «Corte de un volcán». Un envite a comprender a la juventud de las cités. «Sobre estas brasas que la menor brizna de aire puede reavivar —concluía— bomberos y pirómanos se entregan por igual a una carrera de velocidad». No la publicó nadie. Los periodistas de sucesos preferían mantenerse en buenos términos con la policía. Les proporcionaba información.
A Serge no lo había vuelto a ver. Al parecer, por colaborar con él, yo estaba confundiendo su trabajo con el mío. Polis, animadores socioculturales, asistentes sociales, son curros diferentes. No tienen que trabajar juntos. «¡Qué no somos asistentes sociales!», espetó chillando el Jefe Superior. «¡La prevención, la disuasión a través de la presencia y el contacto, incluso la policía de barrio, no son más que mariconadas! ¿Lo entiende, Montale?». Lo había entendido perfectamente. Preferían soplar en las brasas. Políticamente quedaba mejor hoy en día. Mi jefe remató la faena. Hundieron al servicio con todo el equipo en el cuarto trastero de la jefatura de policía. A partir de ese momento no seríamos más que el servicio de limpieza de los barrios del norte.
Con Mrábed me movía en mi terreno. Una banal historia de pelea entre un quinqui y un maricón no apasionaba a nadie. Todavía no había redactado el informe, con lo cual la casa ignoraba todo sobre nuestro escarceo de ayer noche: la droga, las armas… Nuestro botín de guerra. Imaginaba perfectamente cuál era el destino de esas armas. De repente, entre otras muchas notas de servicio, me acordé de una aparentemente banal. Daba cuenta de la aparición de bandas armadas en los barrios: París, Créteil, Rueil-Malmaison, Sartrou-ville, Vaulx-en-Velin… A cada revuelta en una cité, surgía un comando nuevo. Pañuelos en la cara, cazadoras de cuero. Armados. No me acordaba muy bien dónde, pero habían matado a un antidisturbios. El arma, un colt 11.45, había sido utilizada en la ejecución de un restaurador de Grenoble.
No creo que el detalle de esta última información se les escapara a mis colegas. A Loubet no, y menos a Auch. De modo que en cuanto yo soltara el bocado, las otras brigadas llegarían y nos quitarían la investigación de las manos. Como siempre. Decidí retrasar ese momento al máximo. Silenciar el episodio del sótano y, sobre todo, no decir nada de Raoul Farge. Yo era el único que conocía su relación con Morvan y Toni.
Cerutti llegó con unos cafés. Saqué un trozo de papel en el que Marie-Lou había garabateado el número de teléfono de Farge y una posible dirección en el Chemin de Montolivet. Se lo pasé a Cerutti.
—Me compruebas si el teléfono y la dirección coinciden. Y te plantas en el lugar con unos cuantos hombres. Deberías encontrar allí a Farge. No creo que sea de los que madrugan —me miraron horrorizados.
—¿De dónde has sacado esto? —preguntó Pérol.
—Uno de mis confites. A Farge lo quiero aquí, antes del mediodía —le dije a Cerutti—. Comprueba si está fichado. Cuando tengamos su declaración, haremos un careo con Mrábed. Pérol, tú haz que este gilipollas hable de la droga y las armas. Sobre todo de las armas. Quién suministra y todo el rollo. Dile que hemos enganchado a Farge. Pon a alguien a vigilar las armas. El inventario, también para el mediodía. ¡Ah, y una lista de todas las pipas que se han utilizado en asesinatos los tres últimos meses! —cada vez se estaban poniendo más histéricos—. Es una carrera de velocidad, chicos. Pronto tendremos a la jefatura en pleno en el despacho. ¡Así que, en marcha! En fin, no es que vuestra compañía me aburra, ¡pero me está esperando Dios!
Estaba en forma.
La justicia de Dios era ciega, eso lo sabía todo el mundo. El jefe no se anduvo con rodeos. Gritó «¡Pase!». No se trataba de una invitación, sino de una orden. No se levantó. No me dio la mano, ni siquiera me dijo buenos días. Me tenía de pie como a un alumno malo.
—¿De qué va esta historia de… —miró la ficha— Mrábed? Naser Mrábed.
—Una pelea. Una simple pelea entre delincuentes.
—¿Y encierra usted a la gente por esto?
—Hay una denuncia.
—¡Denuncias! ¡La planta baja está llena de denuncias! Que yo sepa no ha habido muertos —sacudí la cabeza—. Porque todavía no he leído su informe.
—Estoy en ello.
Miró el reloj.
—Hace exactamente veintiséis horas y quince minutos que ha tomado declaración a ese delincuente, ¿y me está diciendo que el informe no está listo? ¿Para una simple pelea?
—Quería comprobar algunas cosas. Mrábed tiene antecedentes. Es un reincidente.
Me miró de arriba abajo. El alumno malo. El último de la clase. Su mirada despectiva no me impresionaba. Estaba acostumbrado desde la primaria. Un macarra, un jeta, un insolente. Broncas y sermones, solo, de pie en medio de toda la clase, ya había tenido lo mío. Sostuve su mirada con las manos en los bolsillos de los vaqueros.
—Reincidente. Creo que se está usted ensañando con ese… —volvió a mirar la ficha— Naser Mrábed. Su abogado opina lo mismo —se acababa de marcar un tanto. Ignoraba que el abogado de Mrábed estuviera ya en el ajo. ¿Lo sabía Pérol? Se marcó otro tanto cuando pidió por el interfono que pasara el letrado Éric Brunel.
El nombre me sonaba vagamente. No me dio tiempo a pensar. Al hombre que entró en el despacho lo había visto en foto, la noche pasada, sin ir más lejos, junto a los hermanos Poli, Wepler y Morvan. Empezó a latirme el corazón. El círculo se cerraba y yo estaba en la mierda más absoluta. «Total Khéops», dicen los raperos de IAM. Caos total. Lo único que cabía esperar era que Pérol y Cerutti espabilaran todo lo posible. Y que yo fuera ganando tiempo. Hasta el mediodía.
El jefe se levantó y dio la vuelta a la mesa para recibir a Éric Brunel. Iba tan impecable como en la foto, con un traje cruzado azul marino de lino. Hay que decir que la temperatura exterior era de unos 30 o 35 grados. ¡No debía de saber mucho lo que era sudar, el tío! El jefe le indicó un asiento. No me presentó. Habían debido ya de comentar mi caso.
Yo seguía de pie y, como no me decían nada, encendí un cigarro y esperé. Como ya se lo había comunicado por teléfono, precisó Brunel, le parecía, cuando menos anormal, que su cliente, detenido ayer por la mañana por pelea, no hubiera tenido derecho, insistió en la palabra, a llamar a su abogado.
—La ley me autoriza a hacerlo —repliqué yo.
—La ley no le autoriza a ensañarse con él. Cosa que está usted haciendo. Desde hace unos meses.
—Es uno de los camellos más gordos de la zona norte.
—¡Qué está usted diciendo! No hay ni el menor atisbo de prueba contra él. Ya lo mandó usted una vez al juez. En vano. Y a usted eso lo descolocó. Iba usted detrás de él por orgullo. Y en cuanto a esa supuesta pelea, yo también he hecho mi pequeña investigación. Varios testigos afirman que sería el denunciante, un yonqui homosexual, el que habría agredido a mi cliente a la salida de un bar.
Sentí que el alegato de defensa estaba al caer. Quise cortarle.
—Continúe, don Eric —dijo el jefe, conminándome a callar con un gesto de mano.
Dejé caer la ceniza del cigarro al suelo.
Nos machacó con la infancia desgraciada de su cliente. Brunel se ocupaba de Mrábed desde hacía menos de un año. Chavales como él merecían una oportunidad. Defendiendo a Mrábed defendía otros casos parecidos. Árabes, como él, y algunos otros con nombres bien franceses. Los jueces se echarían a llorar, seguro.
Y empezó el alegato:
—A los catorce años, mi cliente abandona el piso de su padre. Ya no es su lugar. Se va a vivir a la calle. En seguida aprenderá a desenvolverse solo, a no contar más que consigo mismo. Y a pegar fuerte. A pegar fuerte para sobrevivir. Ésta es la desesperación en la que seguirá creciendo.
A este paso, me dije, me va a dar algo.
¡Estaba a punto de tirarme encima de él y hacerle tragar el carnet del Frente Nacional! Pero los minutos iban pasando y, con todo ese rollo, yo ganaba tiempo. Brunel seguía. Ahora le tocaba el futuro. El trabajo, la familia, la patria:
—Ella se llama Jocelyne. Es también de una cité. De La Bricarde. Pero ella tiene una familia de verdad. Su padre es obrero de la cementera Lafarge. Su madre, limpiadora en el hospital norte. Jocelyne ha sido una buena estudiante, tranquila. Está sacándose el título de peluquera. Es su novia. Ella le quiere y le ayuda. Será para él la madre que nunca tuvo. Alquilarán un piso para los dos. Construirán juntos su trocito de paraíso. ¡Sí, señor! —me dijo al ver que me reía.
No lo había podido evitar. Era ya demasiado. Mrábed en bata. Viendo la tele con tres churumbeles en las rodillas. ¡Mrábed con el salario mínimo, más contento que unas castañuelas!
—¿Sabe —dijo Brunel poniendo por testigo a mi jefe— lo que este delincuente me contó un día? Mira, me dijo, en el futuro, viviré con mi mujer en un edificio que tendrá una placa de mármol en la entrada, con una «R» en dorado. Una «R» de residencia, de las que hay por Saint-Tronc, por Saint-Marcel y La Gavotte. Ése es su sueño.
Pasar de la zona norte a la zona este. ¡Menudo ascenso social!
—Le voy a decir yo con lo que sueña Mrábed —le interrumpí. Porque a esas alturas ya estaba dispuesto a soltar lo que fuera—. Sueña con dar el palo, con tener pasta. Con tener cochazo, con llevar corbata y un pedrusco en el dedo. Sueña con lo que usted representa. Pero no puede vender el rollo que vende usted. Sólo droga. Droga que le proporcionan tipos igual de trajeados que usted.
—¡Móntale! —gritó el jefe.
—¡Qué pasa! —le grité yo—. ¡No sé dónde estaría su novia el otro día! Lo único que sé es que se estaba tirando a una de dieciséis años que se acababa de fugar de casa. Después de partirle la cara a un tío que por lo visto llevaba el pelo demasiado largo. Y para quedar mejor, se pusieron a darle entre tres. Pero imagínese que, por casualidad, el homosexual, como dice usted, hubiera sabido defenderse… No tengo nada personal contra Mrábed, ¡pero me habría encantado que un maricón lo hubiera puesto a caldo!
Y aplasté el cigarro en el suelo.
Brunel se había quedado imperturbable. Con una discreta sonrisa en la boca. Me estaba repasando de arriba abajo. Se imaginaba ya a sus colegas friéndome a tiros. Haciéndome tragar la lengua. Reventándome la cabeza. Se ajustó el nudo de la corbata, que de hecho estaba impecable, y se levantó, con semblante sinceramente contrito.
—Ante semejantes palabras, señor… —mi jefe se levantó a la vez que él. Impresionado también por mis palabras—. Exijo que mi cliente sea liberado de inmediato.
—¿Me permite? —dije yo descolgando el teléfono de encima de la mesa—. La última comprobación.
Eran las doce y siete minutos. Pérol descolgó.
—Ya tenemos todo —y me resumió rápidamente. Me volví hacia Brunel.
—Su cliente va a ser inculpado —le dije—. Por golpes y heridas voluntarias. Por corrupción de menor. Ocultación de droga y posesión de armas, de las cuales, por lo menos una fue utilizada en el asesinato de una joven: Leila Laarbi. Un caso del que se ocupa el comisario Loubet. Un cómplice está siendo interrogado en estos momentos. Raoul Farge. Un proxeneta. Espero que no se trate de otro de sus clientes, señor.
Conseguí aguantarme la risa.
Llamé a Marie-Lou. Estaba tostándose al sol, en la terraza. Tuve la visión de su cuerpo. Un negro tomando el sol es algo que siempre me ha llamado la atención. Yo no notaba la diferencia. Ellos sí, por lo visto. Le di la buena noticia. Farge estaba en mi despacho y no precisamente de paso.
—Estaré allí dentro de una hora y media —le dije.
Decidimos que se iría esa misma mañana. Después de recoger las tazas rotas y de bebemos otro café en la terraza con Honorine. Pasaría por su casa a hacer las maletas y se instalaría una temporada en el campo. Una hermana de Honorine vivía en Saint-Cannat, un pueblecito a veinte kilómetros de Aix, en la carretera de Avignon. Ella y su marido explotaban una pequeña parcela. Viñas, cerezos, albaricoqueros. Ya no eran muy jóvenes. Estaban dispuestos a acoger a Marie-Lou durante el verano. Honorine estaba encantada de poder hacerle ese favor. Quería a Marie-Lou, igual que yo. Me guiñó el ojo:
—Tendrás algún rato para ir a verla ¿no? ¡Tampoco es que se vaya al quinto pino!
—Iré contigo, Honorine.
—¡Oye, que a mi ya se me ha pasado la edad de hacer de carabina!
Nos echamos a reír. Tendría que sentarme a explicarle que mi corazón estaba en otra parte. Me preguntaba si a Honorine le gustaría Lole. Pero delante de ella era como si estuviera delante de mi madre. Me resultaba imposible hablarle de chicas. La única vez que me atreví, acababa de cumplir los catorce. Le dije que amaba a Gélou. Que era súper guapa. Me dio un bofetón. El primero de mi vida. Honorine probablemente habría reaccionado de la misma manera. Con las primas no se bromeaba.
Encerrar a Farge reducía riesgos para Marie-Lou. Cerca de su casa seguro que había algún tío escondido. Probablemente no le haría nada sin consultar con Farge, pero yo prefería acompañarla. Farge lo negaba todo. Excepto lo evidente. Reconocía ser el que alquilaba el apartamento donde vivía Mrábed. Pero no podía aguantar más esa cité. No había más que moracos y negros. Mandó un aviso por adelantado a la oficina de las viviendas de protección oficial. Por supuesto, no se encontró ni rastro de una carta certificada. Pero este argumento le permitía afirmar que no conocía a Mrábed. Un okupa, no paraba de repetir. «¡Se meten ahí para chutarse! No saben hacer otra cosa. Eso y violar a nuestras mujeres». Ahí, casi le meto una hostia. Pensando en Leila. En los dos asesinos y en Toni.
—Vuelve a decir eso —le dije— y te comes los cojones.
En el fichero, nada sobre él. Blanco como la nieve. Con Farge, al igual que con Toni, habían hecho limpieza. Ya encontraríamos algo para hacerle confesar de dónde salían las armas. Nosotros a lo mejor no. Pero Loubet, seguro que sí. Estaba dispuesto a pasarle a Farge. Fui a verle, con el Astra especial en mano. Le di cuenta de mis pesquisas en casa de Mrábed. Miró la pipa encima de la mesa.
—El tercer hombre todavía anda suelto. O sea, que si tienes un rato…
—Eres tenaz —dijo con una pequeña sonrisa.
—Mejor para mí.
Pasárselo a Loubet me venía como anillo al dedo. Así me quitaba de encima a Auch. Morvan fuera también. A Loubet se le respetaba de otra manera que a mí. No le gustaba que le anduvieran jodiendo en sus investigaciones. Haría su trabajo.
Le pasé bajo cuerda a Toni. Conducía el taxi. Eso no hacía de él un asesino, ni un violador. En el mejor de los casos, debería responder de su relación con los dos asesinos. Y ya que éstos estaban muertos, Toni podía decir lo que se le ocurriera. Como yo no tenía más que una convicción y no una prueba, prefería mantenerme unos pasos por delante con respecto a todos los demás.
—Le mola, ¿no?, apuntarse moros en la lista —soltó el okupa en un arrebato de cólera.
—Los moros no son un problema. Tú, sí.
Le dije que había estado con su abogado y que, desgraciadamente, ya no podía hacer nada por él en este momento. Por pura maldad, añadí que, si quería, podía llamar a su novia.
—Tu abogado me ha hablado muy bien de Jocelyne. Creo que en lo que se refiere a la boda, se jodió.
Se le nubló la vista. Con un velo de lágrimas imposibles. Ya no era más que desesperación y abatimiento. El odio estaba desapareciendo. Pero volvería. Después de unos años de chirona. Y con más violencia si cabe.
Acabó estallando. A fuerza de amenazas, de información falsa. Y de bofetadas. Farge le abastecía droga y le traía regularmente las armas. Este asunto había empezado hacía seis meses. Su trabajo consistía en endosárselas a algunos colegas que tenían más cojones que él. Pero él no las tocaba. Sólo buscaba clientes. Y se llevaba una pequeña comisión. Era Farge el que llevaba el negocio. Con otro tío alto y cachas. Con el pelo muy corto. Ojos azules, como el acero. Wepler.
—¿Me pueden dar una ropa decente?
Casi daba pena. Tenía círculos de sudor en la camiseta, y el calzoncillo lucía unas manchas amarillas de gotas de orina. Pero a mí no me apiadaba. Hacía mucho tiempo que se había pasado de la raya. Y su historia personal no lo explicaba todo. A Jocelyne no valía la pena llamarla. Acababa de casarse con un gilipollas de correos. No era más que una putilla. El maricón no era ni más ni menos que su hermano.
No había comité de bienvenida en casa de Marie-Lou. El estudio estaba tal como lo había dejado. Se hizo el equipaje rápidamente. Con prisa por largarse. Como cuando uno se va de vacaciones.
Llevé las maletas hasta el coche, un Ford Fiesta blanco, aparcado arriba de la rue Estelle. Marie-Lou estaba acabando una última bolsa con objetos a los que tenía mucho cariño. No eran unas vacaciones, era una auténtica despedida. Subí la calle. Una moto, una Yamaha 1100, aparcó delante del puente que conecta con el cours Lieutaud. Marie-Lou vivía después del puente. Un edificio encaramado a las escaleras que suben al cours Julien. Eran dos. El que iba de paquete se bajó. Un rubio alto cuadrado. Tenía unos bíceps como para reventar las mangas de la camiseta. Un musculitos. Le seguí.
Marie-Lou estaba saliendo. El musculitos fue directamente hacia ella. La cogió del brazo. Ella forcejeó y me vio.
—¿Algún problema?
El musculitos se dio la vuelta. Dispuesto a soltarme una hostia. Se echó para atrás. Físicamente yo no debía de impresionarle tanto como para eso. De repente caí. Era mi amigo el boxeador.
—Te he hecho una pregunta.
—¿Y tú quién eres?
—Ah, es verdad, que la otra noche no nos presentaron.
Me abrí la chaqueta. Quedaron a la vista la cartuchera y la pipa. Antes de dejar la oficina me la coloqué, comprobé el arma y la cargué, ante la mirada inquieta de Pérol.
—Vamos a tener que hablar, tú y yo.
—Luego.
—Esta noche.
—Te lo prometo. Ahora tengo una cita urgente con una chica de Farge. Es la que me dio el chivatazo.
No hizo ningún comentario. Para él, yo era definitivamente un pasma difícil de catalogar. Y un loco, seguro. Se hacía imprescindible que él y yo habláramos. Con lo de Mrábed nos habíamos precipitado al camión de la basura.
—Pon las manos contra la pared y separa las piernas —le dije.
Oí la moto arrancar. Me acerqué al musculitos y lo despojé de la cartera que le asomaba del bolsillo trasero de los vaqueros. No me podía creer que me hubieran puesto a caldo, sin más, por Marie-Lou.
—Tu colega, Farge, está en chirona. ¿A qué viniste la otra noche?
Se encogió de hombros. Se le movieron todos los músculos. Me aparté un poco. Este tío podía cargárseme con un solo crujir de dedos.
—¡Pregúntaselo a él!
No acababa de creerme. Y no le impresionaba nada. No conseguiría llevármelo así como así, yo solo. Ni siquiera apuntándole con la pipa. Él lo que esperaba era el momento oportuno. Le puse el cañón de la pistola en la nuca. Vigilé a los transeúntes con la vista. No se paraba nadie. Echaban un vistazo y se largaban.
—Y yo qué hago —dijo Marie-Lou por detrás.
—Vete al coche.
Transcurrió un siglo. Al final ocurrió lo que esperaba. Una sirena de policía se oyó por el cours Lieutaud. Se fue acercando. Todavía quedaban buenos ciudadanos. Llegaron tres policías. Les enseñé mi carné. Estaba fuera de mi zona, pero a la mierda los miramientos.
—Estaba molestando a una mujer. Arrestadlo por desacato a la autoridad. Llévenselo al inspector Pérol. Él sabrá lo que hacer con él. Nos vemos luego, capullo.
Marie-Lou esperaba apoyada en el capó del Ford Fiesta. Fumando. Algunos hombres se daban la vuelta al pasar para mirarla. Pero ella parecía no ver a nadie. Ni siquiera sentir esos ojos encima de ella. Tenía esa mirada que le había descubierto esa mañana, después del amor. Una mirada lejana. Estaba ya en otro sitio.
Se abrazó a mí. Yo hundí la cara en su melena. La respiré por última vez. Olor a canela. Sus senos estaban ardiendo en mi pecho. Dejó deslizar los dedos por mi espalda. Me fui separando lentamente. Le puse el dedo en la boca antes de que pudiera decir nada. Un hasta luego. Un hasta pronto. O un cualquier cosa. No me gustaban las despedidas. Tampoco me gustaban los reencuentros. Me gustaba simplemente que las cosas se hicieran como se deben hacer.
La besé en la cara. Suavemente, dándome tiempo. Luego bajé por la rue Estelle hacia otra cita. Batisti me esperaba a las cinco.