Donde la mirada del otro es un arma mortal
Honorine tenía una manera incomparable de hacer los pimientos rellenos. A la rumana, decía. Rellenaba los pimientos con arroz, carne de salchicha y un poco de carne de buey, bien salpimentada, después los ponía en una olla de barro cocido y los cubría con agua. Añadía un culis de tomate, tomillo, laurel y ajedrea. Dejaba cocer a fuego muy lento, sin tapar. El sabor era maravilloso. Sobre todo, si al final se le añadía una cucharada de nata agria.
Comí viéndolas jugar al remigio. A 51. Cuando se tienen cincuenta y un puntos, en escalera, cincuenta, cien o poker, se ponen las cartas sobre la mesa. Si otro jugador ya se ha descartado, se puede añadir a su juego las cartas que le faltan, que siguen o preceden a su escalera o su cincuenta. También se puede coger su remigio, el comodín, que ha podido poner en el lugar de una carta que le faltaba. Gana el que consigue deshacerse de todas sus cartas.
Es un juego sencillo. Pero requiere, no obstante, bastante atención. Marie-Lou se centraba más en la suerte y perdía. El combate estaba entre Honorine y Babette. Ambas vigilaban las cartas de las que se deshacía cada una. Pero Honorine llevaba muchas tardes de experiencia de remigio, e incluso si se hacía la sorprendida cuando se llevaba una partida, yo la daba por ganadora. Jugaba para ganar. En un momento dado, mi mirada se perdió en la ropa tendida. En medio de mis camisas, calzoncillos y calcetines, una braga y un sujetador blancos. Miré a Marie-Lou. Se había puesto una de mis camisetas. Sus pechos apuntaban bajo el algodón. Mis ojos fueron subiendo a lo largo de sus piernas, sus muslos. Hasta sus nalgas. Me empalmé al darme cuenta de que estaba desnuda bajo la camiseta. Marie-Lou me sorprendió mirando y adivinó mis pensamientos. Me largó una sonrisa adorable, me guiñó el ojo y, algo violenta, cruzó las piernas.
Después siguieron algunos intercambios de miradas. De Babette a Marie-Lou. De Babette a mí. De mí a Babette. De Honorine a Babette y luego a Marie-Lou. Me sentí incómodo y me levanté para ir a darme una ducha. Seguía empalmado bajo el agua.
Honorine se fue hacia las doce y media. Había ganado cinco partidas. Babette cuatro. Marie-Lou una. Cuando me dio un beso, se debió de preguntar qué iba a hacer yo con dos mujeres en casa.
Marie-Lou anunció que se iba a dar un baño. No pude evitar seguirla con la mirada.
—Es guapísima —dijo Babette con una ligera sonrisa.
Yo sacudí la cabeza.
—Tú también.
Y era verdad. Se había recogido el pelo en cola de caballo. Sus ojos parecían inmensos, y su boca más grande. A pesar de sus cuarenta años, podía perfectamente estar a la altura de montones de jovencitas. Incluso de Marie-Lou. Era joven. Su belleza era evidente, inmediata. La de Babette irradiaba. La felicidad conserva, pensé.
—Olvídate —dijo sacándome la lengua.
—¿Te ha contado algo?
—Bueno, hemos tenido tiempo de intimar. Pero, qué más da. Tiene la cabeza bien en los hombros esta chica. ¿La vas a ayudar a quitarse de encima a su chulo?
—¿Te ha dicho ella eso?
—Ella no ha dicho absolutamente nada. Te lo pregunto yo.
—Siempre habrá un chulo. A menos que se quiera retirar. Si lo necesita y tiene valor. No es tan fácil, sabes. Las tienen muy bien cogidas —empezaba a soltar banalidades. Marie-Lou era una prostituta. Había desembarcado en mi casa porque estaba perdida y porque yo no era un marao. Porque yo representaba la seguridad. No me atrevía a ver más allá. Más allá de mañana, y eso ya era demasiado—. Tengo que encontrarle un techo. No se puede quedar aquí. Mi casa ya no es un lugar muy seguro.
El aire era suave. Como una caricia salada. Mi mirada se perdió a lo lejos. El chasquido de las olas hablaba de felicidad. Intentaba alejar las amenazas que pesaban sobre mí. Me había adentrado de lleno en terrenos peligrosos. Lo que los convenía en más peligrosos aún era no saber por dónde vendrían los golpes.
—Ya lo sé —dijo Babette.
—Tú lo sabes todo —contesté una pizca irritado.
—No, todo no. Justo lo que hace falta para estar preocupada.
—Te lo agradezco. Perdóname.
—¿Y con Marie-Lou sólo hay eso?
Me molestaba esta conversación. Me puse un poco agresivo a mi pesar.
—¿Qué quieres saber? ¿Si estoy enamorado de una prostituta? Es la fantasía de cualquier hombre. Amar a una puta. Arrancarla de su chulo. Ser su chulo. Tenerla solamente para uno. Mujer objeto… —el cansancio pudo conmigo. La sensación de estar al límite del límite. De todos los límites—. No sé dónde está la mujer de mi vida. A lo mejor no existe.
—Mi casa sólo es un estudio, ya sabes.
—Tranquila. Encontraré algo.
Babette sacó un sobre del bolso, lo abrió y sacó una foto.
—He venido para enseñarte esto.
Varios hombres alrededor de una mesa, en un restaurante. Conocía a uno. Morvan. Tragué saliva.
—El que está a la derecha es Joseph Poli. Inflado de ambición. Se erige en sucesor de Zucca. Los asesinos de la place de L’Opéra son cosa suya. Es un amigo de Jacky le Mat. Participó en el atraco de Saint-Paul-de Vence, en el 81 —me acordaba. Siete millones en joyas robadas. Tras su detención, Le Mat fue puesto otra vez en libertad: el principal testigo se había retractado—. De pie —prosiguió Babette—, su hermano. Émile. Especialista en extorsiones, máquinas tragaperras y discotecas. Un tiñoso con aspecto bonachón.
—¿Untan a Morvan?
—El de la izquierda es Luc Wepler —continuó sin hacer caso a mi pregunta—. Peligroso.
Su imagen me produjo escalofríos en la espalda. Nacido en Argelia, Wepler se alistó muy joven en los paracas y en seguida se convirtió en miembro activo de la OAS[35]. En el 65 se le encuentra en el servicio de orden de Tixier-Vignancourt. El lamentable éxito electoral del abogado lo desvía del activismo oficial. Se reengancha en los paracas. Después, de mercenario en Rhodesia, en Comores, en Chad. En el 74 está en Camboya. Con los asesores militares de los estadounidenses contra los Jemeres rojos. Después empalma: Angola, África del Sur, Benín, Líbano con las falanges de Bashir Yemayel.
—Interesante —dije yo imaginándome un cara a cara con él.
—Desde el 90 milita en el Frente Nacional. Como un habitual de los comandos. Trabaja en la sombra. Poca gente lo conoce en Marsella. Por un lado están los simpatizantes, seducidos por las ideas radicales del Frente Nacional. Víctimas de la crisis económica. Parados. Decepcionados del socialismo, del comunismo. Por otro, los militantes. Wepler se encarga de ellos. De los más decididos. Los que proceden de L'Œuvre française, del GUD[36] o del Frente de Lucha Anticomunista. Los organizan por células de acción. Hombres dispuestos a montar la bronca. Tiene fama de formar bien a los jóvenes. Es decir, que, con él, o te aclimatas, o te aclimueres.
No perdía de vista la foto. Estaba como hipnotizado por esa mirada azul, eléctrica, glacial de Wepler. Me había codeado con gente así en Yibuti. Especialistas en la muerte fría. Putas del imperialismo. Sus hijos descarriados. Abandonados al mundo, con el odio de que les haya tocado ser los «gilipollas de la Historia», como dijo un día Garel, mi ayudante en jefe. Después descubrí otro al que conocía. Al fondo del todo, a la derecha. En otra mesa. Toni. El guapito de Toni.
—¿A éste lo conoces?
—No.
—Yo lo acabo de conocer esta tarde —le conté cómo y por qué había estado con él. Puso mala cara.
—Malo. La foto fue tomada en una comida de los más fanáticos. Incluso al margen del círculo de militantes del Frente Nacional.
—¿Me estás diciendo que los hermanos Poli se nos han vuelto fascistas?
Se encogió de hombros.
—Comen juntos. Se divierten juntos. Cantan cosas nazis. Como en París, sabes, en el Jenny. Eso no quiere decir nada. Lo que está claro es que algo sacan. A los hermanos Poli les trae cuenta todo esto. Si no, para qué se iban a emponzoñar con ellos. Pero hay un lazo de unión. Morvan. Lo formó Wepler. En Argelia. Primer regimiento de cazadores paracaidistas. Después del 68, Morvan milita en el Frente de Lucha Anticomunista, donde se convierte en el responsable del Groupe Action. Es en esa época cuando conoce a Wepler y hacen estupendas migas… —me miró, sonrió y añadió, segura del efecto—. Y cuando se casa con la hermana de los hermanos Poli.
Silbé entre los dientes.
—¿Tienes muchas sorpresas así?
—Batisti.
Estaba en primer plano de la foto. Pero de espalda. No le había prestado atención.
—Batisti —repetí yo tontamente—. Por supuesto. ¿También está pringao en todo esto?
—Simone, su hija, es la mujer de Émile Poli.
—O sea, la familia.
—La familia y los demás. Eso es la Mafia. Guérini era eso también. Zucca se había casado con una prima de Volgro, el napolitano. Aquí todo explotó cuando dejó de haber familia. Zucca lo comprendió. Se unió a otra familia.
—Nuova famiglia —dije yo con una sonrisa amarga. Nueva familia y viejas mierdas.
Marie-Lou volvió, con el cuerpo envuelto en una gran toalla. Casi nos habíamos olvidado de ella. Su aparición era una bocanada de aire fresco. Nos miró como si estuviéramos conspirando, se encendió un cigarro, nos sirvió unas generosas dosis de Lagavulin y se metió para adentro. Poco después escuchamos el bandoneón de Astor Piazzolla, luego el saxo de Jerry Mulligan. Uno de los más bellos encuentros musicales de estos quince últimos años. Buenos Aires, Twenty years after.
Las piezas del rompecabezas estaban esparcidas delante de mí. No tenía más que hacerlas coincidir. Ugo, Zucca con Morvan. Al Dajil, sus guardaespaldas y los dos asesinos con Morvan y Toni. Leila con Toni y los dos asesinos. Pero la cosa no encajaba. ¿Y dónde colocar a Batisti?
—¿Y éste quién es? —pregunté señalando a un hombre de la foto, muy elegante, sentado a la derecha de Joseph Poli.
—No sé.
—¿Dónde está este restaurante?
—Es L’Auberge des Restanques. A la salida de Aix, yendo hacia Vauvenargues.
Al instante se me encendieron las luces en la cabeza. Indagando acerca de Ugo, estaba dando con pistas sobre Leila.
—Encontraron el cuerpo de Leila no lejos de allí.
—¿Qué tiene que ver ella en todo esto?
—Eso es lo que yo me pregunto.
—¿Tú crees en las coincidencias?
—No creo en nada.
Acompañé a Babette hasta el coche, después de asegurarme de que no había peligro inmediato en la calle. No arrancó nadie detrás de ella. Ni coche, ni moto. Esperé todavía unos minutos fuera. Volví a casa, tranquilo.
—Ten cuidado —me había dicho ella.
Me acarició la nuca con su mano. La abracé con fuerza.
—No puedo dar marcha atrás, Babette. No sé adonde me va a llevar todo esto. Pero me voy a lanzar. Nunca he tenido una meta en la vida. Ahora la tengo. Tiene el precio que tiene, pero es lo que quiero.
Me gustó la luz de sus ojos al separarse de mí.
—La única meta es vivir.
—Eso digo yo.
Ahora tenía que hacer frente a Marie-Lou. Esperaba que Babette se hubiera quedado. Podrían haber dormido en mi cama, yo en el sofá. Pero Babette me contestó que yo era ya lo suficientemente mayor para dormir en un sofá aunque ella no estuviera.
Marie-Lou tenía la foto en las manos.
—¿Quiénes son estos tíos?
—¡Un montón de basura! Muy fuerte, por si te interesa.
—¿Te encargas tú de ellos?
—Podría ser.
Le quité la foto de las manos y la volví a mirar. La habían hecho hacía tres meses. Les Restanques, aquella noche, un domingo, estaría, en principio, cerrado. Babette había conseguido la foto gracias a un periodista de Le Méridional, invitado a la fiesta. Ella iba a intentar saber algo más sobre los participantes y, especialmente, sobre lo que se cocía entre los hermanos Poli, Morvan y Wepler.
Marie-Lou se sentó en el sofá, con las piernas dobladas encima de las rodillas. Levantó los ojos hacia mí. Las marcas de los golpes se le estaban yendo.
—Quieres que me vaya, ¿no?
Le señalé la botella de Lagavulin. Meneó la cabeza. Llené los vasos y le pasé uno.
—No puedo explicártelo todo. Estoy metido en un asunto muy feo, Marie-Lou. Ya te diste cuenta ayer. Las cosas se van a complicar. Esto se va a convertir en un sitio peligroso. No son corderos precisamente —añadí pensando en las caras de Morvan y Wepler.
No paraba de mirarme. La deseaba muchísimo. Tenía ganas de abalanzarme sobre ella y tomarla así, en el suelo. Era la manera más simple de dejar de hablar. No creía que fuera lo que desease, que me abalanzara sobre ella. No me moví.
—Eso ya lo he entendido. ¿Qué soy yo para ti?
—Una puta… a la que le tengo cariño.
—¡Cabrón!
Me tiró el vaso a la cara. Yo lo había presentido y lo esquivé. El vaso se rompió contra el suelo. Marie-Lou no se movió.
—¿Te pongo otro?
—Sí, por favor.
Le volví a servir y me senté a su lado. Lo peor ya había pasado.
—¿Quieres dejar a tu chulo?
—No sé hacer otra cosa.
—Me gustaría que hicieras otra cosa.
—¿Ah, sí? ¿Y qué se te ocurre? ¿Cajera del Carrefour, por ejemplo?
—¿Por qué no? La hija de mi compañero de equipo se dedica a eso. Tiene tu edad o un poco más.
—Menudo infierno.
—Ya. Que se te follen desconocidos debe de ser mejor, ¿no?
Se quedó en silencio. Mirando el fondo del vaso. Como la otra noche, cuando me la encontré en el O’Stop.
—¿Llevas tiempo dándole vueltas?
—No me cuadran las cuentas. Desde hace algún tiempo. Ya no soy capaz de tirarme a toda esa cantidad de tíos. Y de ahí la paliza.
—Yo creía que era por mí.
—Tú has sido el pretexto.
Empezaba a amanecer cuando dejamos de hablar. La historia de Marie-Lou era la de todas las Marie-Lou del mundo. Coma arriba, coma abajo. Empezando por las violaciones de papá, en el paro, mientras mamá va limpiando casas para alimentar a la familia. Tus hermanos, que les importas un huevo, porque total eres una chica. Excepto si te vas con un blanco o, lo que es peor, con un moro. Bofetadas que te caen por esto y lo de más allá. Y es que las bofetadas son el caramelo del pobre.
Marie-Lou se fugó de su casa a los diecisiete años, una tarde al salir del instituto. Sola. Su noviete de la clase se echó para atrás. Ciao, Pierrot. Y adiós La Garenne-Colombes. Rumbo hacia el sur. El primer camionero iba para Roma.
—Al volver fue cuando me di cuenta de que acabaría de puta. Me mandó para Lyon con quinientos francos. Tenía una mujer y unos hijos esperándole. Se me había follao por más que eso, pero bueno, no había estado mal. Y podía haberme dejado tirada sin un puto duro. Fue el primero, no fue el peor.
»Todos los tíos a los que conocí después no pensaban más que en eso, echar un polvo. Les duraba una semana. Para sus cabecitas, yo era demasiado guapa para parecer una mujer decente. Les debía de acojonar de algún modo que estuviera tan buena. Que tuviera un buen polvo. O bien lo que veían en mí era la puta que iba a acabar siendo. ¿Tú que crees?
—Creo que la mirada del otro es un arma mortal.
—Qué bien hablas —dijo algo cansada—. Pero no amarías a una chica como yo, ¿eh?
—Ninguna de las chicas a las que he amado se ha quedado.
—Yo podría quedarme. No tengo nada que perder.
Sus palabras me conmovían. Era sincera. Se entregaba. Se daba, Marie-Lou.
—No podría soportar ser amado por una mujer que no tiene nada que perder. Amar consiste precisamente en eso, en esa posibilidad de perder.
—Estás mal, Fabio. No eres feliz, ¿verdad?
—¡No es de lo que más presumo últimamente!
Me hizo gracia la frase. A ella no. Me miró, y me pareció ver tristeza en sus ojos. No pude adivinar si era por ella o por mí. Acercó sus labios a los míos. Olía a aceite de caoba.
—Me voy a acostar —dijo—. Mejor, ¿no?
—Mejor —me oí repetir a mí mismo, mientras pensaba que era demasiado tarde para echarme encima de ella. Y me hizo gracia la situación.
—Sabes. Conozco a un tío de los de la foto —cogió la foto del suelo y puso el dedo encima de un hombre que estaba sentado al lado de Toni—. Es mi chulo, Raoul Farge.
—¡Dios mío!
Hasta el mejor de los sofás resulta al final incómodo. Uno sólo se acuesta en ellos por obligación. Porque alguien ocupa tu cama. Yo no había vuelto a dormir en el mío desde la última noche que Rosa pasó aquí.
Habíamos estado bebiendo y hablando hasta el alba, con la esperanza de volvernos a salvar. No era nuestro amor lo que se cuestionaba. Era ella y era yo. Yo sobre todo. Me negaba a satisfacer su verdadero deseo: tener un hijo. No tenía ningún argumento lógico que darle. Me sentía únicamente prisionero de mi vida.
Clara, la única mujer a la que había dejado embarazada, sin querer, es verdad. Abortó sin decírmelo. Yo no era un tipo fiable, me soltó. Luego. Para explicar su decisión. Me fijaba demasiado en las mujeres. Me gustaban demasiado. Era infiel sólo con una mirada. No se podía confiar en mí. Era un amante. Nunca podría ser un marido. Y menos aún un padre. Todo esto puso fin a nuestra historia, evidentemente. En mi cabeza, maté al padre agazapado que tenía dentro.
A Rosa la quería. Una cara de ángel enmarcada por una cascada de rizos, de un castaño casi pelirrojo. Tenía una sonrisa desarmante, magnífica, pero siempre un poco triste. Es lo que primero me sedujo, su sonrisa. Hoy, no podía pensar en ella sin sentirme mal. Se me había hecho no indiferente, sino irreal. Me había llevado mucho tiempo desacostumbrarme a ella. A su cuerpo. Cuando estábamos juntos, me bastaba con cerrar los ojos para desearla. Imágenes de ella no habían dejado de acosarme. A menudo me preguntaba si renacería ese deseo, si ella volvería a aparecer, así, sin avisar. No sabía nada.
Bueno, sí que sabía. Desde que me acosté con Lole. Era difícil reponerse de haber amado a Lole. No era una cuestión de belleza. Rosa tenía un cuerpo maravilloso, con estupendas formas, sutilmente dibujado. Todo en ella era sensual. El menor gesto. Lole era más delgada, más longilínea. Aérea, hasta en su manera de andar. Recordaba a la Gradiva de los frescos de Pompeya. Caminaba rozando el suelo, sin tocarlo. Amarla era dejarse llevar por sus viajes. Te transportaba. Y, después del éxtasis, no teníamos la impresión de haber perdido nada, sino de haber encontrado.
Eso era lo que había sentido, aunque, en los minutos que siguieron, lo había echado todo a perder. Una noche en Les Goudes, Manu soltó: «¡Joder, por qué cuando te corres te dura tan poco!». No supimos qué contestarle. Con Lole, había un después del placer.
Desde entonces yo vivía en ese después. No tenía más que un deseo, volver a estar con ella, volverla a ver. Aun cuando desde hacía tres meses me negara a admitirlo. Aunque no tuviera ilusión. Todavía me quemaban sus dedos en mi cuerpo. Todavía llevaba la vergüenza en la cara. Después de Lole, no había podido encontrar más que a Marie-Lou. Disfrutaba en la cama con ella como cuando uno se deja llevar. Por desesperación. Uno acaba de putas por desesperación. Marie-Lou se merecía algo mejor.
Cambié de posición. Con la impresión de que no conseguiría dormirme. El deseo, intacto, de volver a estar con Lole. El deseo, reprimido, de acostarme con Marie-Lou. ¿Qué puñetas pintaba su chulo en esta historia? La muerte de Leila era como una piedra tirada al agua. Innumerables círculos se dibujaban alrededor, por donde gravitaban policías, hampones, fascistas. Y ahora Raoul Farge, que almacenaba en el sótano de Mrábed material suficiente como para atracar el Banco de Francia.
¡Hostia! ¿A qué iban destinadas todas esas armas? Una idea interesante me pasó por la mente, pero el último trago de Lagavulin acabó con todas mis reflexiones. No tuve tiempo de mirar la hora. Cuando sonó el despertador, tenía la sensación de no haber pegado ojo.
Marie-Lou debía de haberse pasado la noche pegándose con monstruos. Las almohadas estaban hechas una bola y las sábanas arrugadas de haber sido apretadas. Estaba dormida encima de las sábanas, boca abajo, con la cabeza de lado. No le veía la cara. Sólo el cuerpo. Era un poco malo para lo del café y los croissants.
Estuve nadando una buena media hora. Lo que tardé en echar todo el tabaco del mundo y en sentir los músculos del cuerpo duros a reventar. Todo recto, hasta más allá del dique. Sin placer. Con violencia. Paré cuando el estómago se me contrajo. El pinchazo me recordó la paliza que me habían dado. El recuerdo del dolor se transformó en miedo. Un miedo pánico. Por un momento creí que me iba a ahogar.
Sólo bajo la ducha, al contacto con el agua tibia, encontré el alivio. Me bebí un zumo de naranja y salí a comprar croissants. Hice una parada en el bar de Fonfon, para leer el periódico mientras me tomaba un café. Pese a la presión de algunos clientes, allí no tenían más que Le Provençal y La Marseillaise. No Le Méridional. Fonfon se merecía mi asiduidad.
Había habido una redada de envergadura la noche anterior. Llevada a cabo por varias brigadas, entre ellas la de Auch. Una redada metódica según la regla de las tres B. Bares, burdeles, salas de baile. Una tras otra, habían peinado todas las zonas de marcha: la place d’Aix, el cours Belzunce, la place de L’Opéra, el cours Julien, la Plaine e incluso la place Thiars. Más de sesenta arrestos, exclusivamente árabes en situación irregular. Algunas prostitutas. Algunos delincuentes. Pero ningún hampón importante. Ni siquiera un hamponcillo de nada. Los comisarios implicados se habían negado a cualquier tipo de comentario, pero el periodista daba a entender que este tipo de operación podría reproducirse. Había que sanear la vida nocturna marsellesa.
Para quien supiera leer entre líneas, la situación estaba clara. Ya no había ningún jefe conocido en la delincracia marsellesa. Zucca estaba muerto y Al Dajil estaba con él en el país de los hijos de puta. La policía ocupaba la plaza y la brigada de Auch tomaba posiciones. Éste quería saber quién era ahora su interlocutor. Pongo la mano en el fuego, me dije, a que Joseph Poli va a ser el hombre que maneje el cotarro. Me dieron escalofríos sólo de pensarlo. Su ascenso descansaba en un grupo de extremistas. Algún político había decidido jugarse el futuro a esta carta. Ugo, ahora estaba seguro, había sido el instrumento de la mano del diablo.
—No estoy dormida —dijo Marie-Lou en el momento en que me iba con el café y los croissants.
Se echó la sábana encima. Tenía la cara cansada y me imaginé que había dormido tan mal como yo. Me senté en el borde de la cama, puse la bandeja a su lado y le di un beso en la frente.
—¿Estás bien?
—Te lo agradezco —dijo mirando la bandeja—. Es la primera vez que me traen el desayuno a la cama.
No contesté. Nos tomamos el café en silencio. Miré cómo comía. Mantenía la cabeza bajada. Le tendí un cigarro. Nuestras miradas se cruzaron. La suya era triste. Puse en mis ojos la mayor dulzura posible.
—Deberías haberme hecho el amor esta noche. Me habría venido fenomenal.
—No podía.
—Necesito saber que me quieres. Si quiero salir de esto. Si no, no lo conseguiré.
—Lo conseguirás.
—¿No me quieres, verdad?
—Sí, te quiero.
—Entonces, ¿por qué no me has follado como a cualquier otra tía?
—No podía.
—¿El qué no podías?
Con gesto ágil me pasó la mano entre las piernas. Me agarró el sexo y lo apretó por encima de la tela del pantalón. Lo apretó fuerte. Con los ojos todavía fijos en los míos.
—¡Para! —le dije sin moverme.
—¿Quieres decir que con «esto» no puedes? —me soltó el sexo y su mano, siempre tan ágil, me agarró el pelo—. ¿O es ahí, en la cabeza, donde no puedes?
—Sí. Es ahí. Tienes que dejar de ser puta.
—¡Ya lo he dejado, gilipollas! —gritó—. Ya lo he dejado. Dentro de esta cabecita mía. Viniendo a tu casa. ¡A tu casa! ¡No te enteras de nada! ¿Estás ciego o qué? Si tú no lo ves, ¿quién lo va a ver? Seré siempre una puta —me enroscó los brazos alrededor del cuello y se echó a llorar—. ¡Ámame, Fabio, ámame! Aunque sólo sea una vez. Pero ámame como a cualquier otra.
Se calló. Puse mis labios en su boca. Mi lengua encontraba en la suya palabras que no se dirían nunca. La bandeja se volcó. Oí el ruido de las tazas rompiéndose contra las baldosas. Sentí sus uñas desgarrándome la espalda. Casi eyaculo nada más penetrarla. Marie-Lou tenía el sexo tan caliente como las lágrimas que le recorrían las mejillas.
Hicimos el amor como si fuera la primera vez. Con pudor. Con pasión. Y sin segundas. Se le borraron las ojeras. Me dejé caer de lado.
Me miró un instante y casi dijo algo. En lugar de hacerlo, me sonrió. Su sonrisa era de una ternura tal, que yo tampoco encontré nada que decirle. Nos quedamos así. En silencio, con la mirada perdida. Cada uno, por dentro, ya en busca de una felicidad posible. Cuando la dejé, ella ya no era una puta. Pero yo no seguía siendo más que un puto policía.
Y lo que me esperaba al cruzar la puerta, no había duda alguna, era la podredumbre humana.