Donde la inseguridad priva de toda sensualidad a las mujeres
Acabó lloviendo. Una tormenta violenta, y breve. Iracunda incluso, de las que se ven en Marsella en verano. Apenas hacía fresco ya, pero el cielo se había despejado por fin. Había recobrado su nitidez. El sol lamía de las aceras el agua de la lluvia. Emanaba cierta tibieza. Me encantaba este olor.
Estaba sentado en la terraza de Chez Francis, bajo los plátanos de las alamedas de Meilhan. Eran casi las siete. La Cannebière se estaba vaciando, En pocos instantes, todas las tiendas bajarían las persianas. Y La Cannebière se convertiría en un espacio muerto. Un desierto por el que no circularían más que algún grupo de jóvenes árabes, las patrullas de seguridad y algún turista perdido.
El miedo a los árabes hizo huir a los marselleses hacia otros barrios más alejados del centro, donde se sentían más seguros.
La place Sébastopol, el boulevard de la Blancarde y el de Chave, la avenue Foch, la rue Montecristo. Y más al este, la place Castelane, la avenue Cantini, el boulevard Baille, la avenue du Prado, el boulevard Périer, y la rue Paradis y la rue Breteuil.
En las inmediaciones de la place Castelane, un inmigrante cantaba más que un pelo en la sopa. En algunos bares, la clientela, en su mayoría estudiantes de bachillerato y universitarios, súper pijos todos, apestaba tanto a dinero, que hasta yo me sentía fuera de lugar. En esos sitios no se solía beber en la barra, y el pastís lo servían en vaso grande, como en París.
Los árabes empezaron a agruparse en el centro, así que al final se lo dejaron para ellos solos. Por asco hacia el cours Belzunce y la rue d’Aix, y todas las calles, estrechas, leprosas, que iban de Belzunce a las alamedas de Meilhan o a la estación de Saint-Charles. Calles de putas. De edificios insalubres y hoteles piojosos. Todas las migraciones habían transitado por esas calles. Hasta que una rehabilitación los echó a la periferia. Una nueva rehabilitación estaba en marcha, y la periferia estaba en los límites de la ciudad. En Septèmes-les-Vallons. Hacia Les Pennes-Mirabeau. Lejos, cada vez más lejos. Fuera de Marsella.
Los cines habían ido cerrando uno por uno, luego los bares. La Cannebière no era más que una monótona sucesión de tiendas de ropa y zapatos. Una gran trapería. Con un único cine, Le Capitole. Un multicine de siete salas de clientela árabe joven. Con un cachas en la puerta y otro dentro.
Me acabé el pastís y pedí otro. Un viejo amigo, Corot, no empezaba a disfrutar el pastís hasta que se bebía el tercero. El primero te lo bebes por sed. El segundo, bueno, empiezas a cogerle el gustillo. Al tercero, ya te gusta de verdad. Todavía hace treinta años veníamos a La Cannebière a pasearnos por la noche, después de la cena. Volvíamos a casa, nos dábamos una ducha, cenábamos, nos cambiábamos y nos íbamos a La Cannebière. Hasta el puerto. Bajábamos por la acera de la izquierda y volvíamos a subir por la acera contraria. En el Vieux-Port, cada uno tenía sus costumbres. Algunos se alargaban hasta el dique, después de la subasta. Otros hasta el ayuntamiento y Le Fort Saint-Jean. Comiendo helados de pistacho, de coco o de limón.
Manu, Ugo y yo éramos asiduos de La Cannebière. Como todos los jóvenes, íbamos allí a que nos vieran. Arreglados como un pincel. Nada de ir en alpargatas o zapatillas de deporte. Nos poníamos nuestros mejores zapatos, italianos a poder ser, y les sacábamos brillo en el limpiabotas a mitad de camino, en la esquina de la rue des Feuillants. Subíamos y bajábamos La Cannebière dos veces por lo menos. Era allí donde se ligaba.
Las chicas iban a menudo en grupos de cuatro o cinco, cogidas del brazo. Caminaban lentamente, con tacones pero sin menear el culo como en Toulon. Su modo de andar era sencillo, con esa languidez que sólo se adquiere aquí. Hablaban y reían fuerte. Para que nos fijáramos en ellas. Para que viéramos lo guapas que eran. Y, en efecto, eran guapísimas. Nosotros las seguíamos unos diez pasos por detrás, haciendo comentarios lo suficientemente altos para que nos oyeran. De repente, una de ellas se volvía y soltaba: «Anda, míralo, ¿quién se creerá que es este guapete? ¿Raf Vallone?». Y rompían en carcajadas. Se daban la vuelta. Se morían de risa. La cosa estaba hecha. Al llegar a la place de La Bourse entablábamos conversación. En el muelle Des Belges no teníamos más que echar la mano al bolsillo para pagarnos los helados. Cada uno el suyo. Así es cómo se hacía. Con la mirada y con la sonrisa. Una historia que duraba, en el mejor de los casos, hasta el domingo por la noche, tras una sesión interminable de lentos, en la penumbra de los Salons Michel, en la rue Montgrand.
Por aquella época, árabes ya había unos cuantos. Y negros. Y vietnamitas. Y armenios, griegos, portugueses. Pero eso no constituía un problema. El problema se planteó a raíz de la crisis económica. El paro. Cuanto más subía el paro, más se notaba que había inmigrantes. Y los árabes, ¡era como si aumentaran con la curva del paro! Los franceses se habían comido todas las vacas gordas durante los años setenta. Pero las vacas flacas se las querían comer solitos. Nada de que les vinieran a robar una miga. ¡Eso es lo que hacían los árabes, robarnos la miseria del plato!
Los marselleses no es que pensaran eso exactamente, pero les habían metido miedo. Un miedo tan viejo como la historia de la ciudad, pero que, esta vez, les estaba costando un montón superar. El miedo les impedía pensar. Repensarse, una vez más.
Y Sánchez que no llegaba. Las siete y diez. ¿Qué coño estaba haciendo ese gilipollas? No me importaba estar esperando, ahí, sin hacer nada. Me relajaba. La única pena, las mujeres no tenían más que una urgencia, la de volver a casa. Mala hora para verlas pasar.
Caminaban con prisa. Con el bolso apretado a la tripa. La mirada hacia abajo. La inseguridad las privaba de toda sensualidad. Al día siguiente la recuperarían, nada más montarse en el autobús. Con esa mirada franca que tanto les apreciaba. Aquí, una chica, si te gusta y la miras, no baja los ojos. Aunque no te la quieras ligar, más te vale disfrutar con lo que te está ofreciendo y sin apartar la mirada. Si no, te monta un escándalo, sobre todo si hay gente alrededor.
Un Golf GTI descapotable, blanco y verde, redujo la velocidad, se subió a la acera entre dos plátanos y se paró. Música a tope. ¡Una cosa tan indigesta como Whitney Houston! El conductor vino directo hacia mí. Unos veinticinco años. Guapito de cara. Pantalón de lino blanco, chaqueta ligera de rayas azules y blancas finas, camisa azul oscuro. Pelo medio largo pero bien cortado.
Se sentó mirándome fijamente a los ojos. Cruzó las piernas, levantándose ligeramente el pantalón para no deshacer la raya. Me fijé en la sortija de sello y en la esclava. Con un grabado muy moderno, habría dicho mi madre. Para mí, un macarra de primera.
—¡Francis! ¡Una mauresque[34]! —gritó.
Y se encendió un cigarro. Yo también. Esperaba a que él hablara, pero no diría nada hasta haberse tomado algo. Una perfecta actitud de capullo. Yo sabía quién era Toni. El tercer hombre. Uno de los que quizá mataron a Leila. Y que además la violaron. Pero él ignoraba que yo pensaba todo eso. Él se creía que no era para mí más que el conductor del taxi de la place de L’Opéra. Tenía la seguridad de quien no corre ningún riesgo. De quien se sabe protegido. Le dio un trago a la mauresque, y luego me puso una sonrisa de oreja a oreja. Una sonrisa de carnicero.
—Querías verme, me han dicho.
—Esperaba que nos presentaran.
—No te andes con sutilezas. Soy Toni. Sánchez larga demasiado. Y se caga delante de cualquier policía de mierda. Está chupao tirarle de la lengua.
—¿Y tú, tienes los cojones mejor puestos?
—¡A mí tú me das por culo siete veces! Lo que sabes de mí y nada: lo mismo. Tú no eres nadie. Para lo único que vales es para limpiarles la mierda a los moros. Y aun ni eso parece dársete muy bien. Estás metiendo la pezuña en asuntos que ni te van ni te vienen. Tengo unos amiguetes entre tus colegas. Y creen que, como sigas por este camino, va a haber que partirte las piernas. El consejo te lo mandan ellos. Y yo estoy con ellos totalmente. ¿Está claro?
—¡Uy, qué miedo!
—Tú descojónate, mamón. Podría dejarte seco y seguro que no se inmuta ni Dios.
—Cuando se cargan a un mamonazo no se inmuta nunca ni Dios. Esto vale para mí. Y para ti también. Si te meto un tiro, tus colegas pondrán a otro, y punto.
—Pero eso no sucederá.
—¿Por qué? ¿Porque me habrás metido ya una bala por la espalda mucho antes?
Se le veló la mirada ligeramente. Acababa de decir una tontería. Me quemaba en la boca soltarle que sabía más de lo que él creía. Pero no me importaba. Había acertado de lleno. Añadí, para disimular:
—De eso tienes pinta, Toni.
—¡Lo que te parezca a ti me lo paso yo por el forro de los cojones! ¡No se te olvide! Y no te lo advierto más que una vez. Y olvídate de Sánchez.
Era la segunda vez que me amenazaban en cuarenta y ocho horas. Y que me lo advertían, sólo una vez. Con Toni, la cosa era menos dolorosa que la noche anterior, pero igual de humillante. Me dieron ganas de meterle una bala en la tripa, allí mismo, por debajo de la mesa. Sólo para calmarme el odio. Pero no iba a desperdiciar mi única pista. De todas maneras, no llevaba la pistola encima. Rara vez llevaba conmigo el arma de servicio. Se terminó la mauresque, como si tal cosa, y se levantó. Me echó una mirada de acojonar. Me la tomé muy en serio. Ese tío era un auténtico asesino. Quizás iba a tener que empezar a pasearme armado.
Toni se llamaba Antoine Pirelli. Vivía en la rue Clovis Hugues. En La Belle-de-Mai, detrás de la estación de Saint-Charles. Históricamente el barrio antiguo más popular de Marsella. Un barrio obrero, rojo. Alrededor del boulevard de la Révolution cada nombre de calle rinde homenaje a un héroe del socialismo francés. De ese barrio habían salido sindicalistas puros y duros, miles de militantes comunistas. Y una buena colección de hampones. Francis Le Belge era hijo del barrio. Hoy en día, aquí, se votaba a partes iguales a los comunistas y al Frente Nacional.
Nada más llegar a la oficina fui a comprobar la matrícula de su Golf. Toni no estaba fichado. No me sorprendió. Si lo estuvo, cosa de la que estaba seguro, alguien se había encargado de hacer limpieza. Mi tercer hombre tenía cara, nombre y dirección. A pesar de todos los riesgos había sido un buen día.
Encendí un cigarro. No era capaz de irme de la oficina. Como si algo me retuviera. Pero no sabía qué. Cogí otra vez el dossier de Mrábed. Volví a leer el interrogatorio. Lo había completado Cerutti. Mrábed no era el que alquilaba el piso. Desde hacía un año estaba a nombre de Raoul Farge. El alquiler se pagaba en metálico todos los meses. Y con regularidad. Cosa que era inhabitual en las cités. A Cerutti esto le parecía anormal, pero había llegado demasiado tarde para pedir su expediente a la oficina de las viviendas de protección oficial. Cerraban a las cinco. Se proponía ir mañana por la mañana.
Buen trabajo, me dije. Sin embargo, fiasco total en lo que a drogas se refiere. No habían encontrado nada ni en el piso ni en el coche. En algún sitio tenía que estar. Por una pelea, por sangrienta que fuera, no podíamos inculpar a Mrábed. Nos veríamos obligados a soltarlo.
Fue al levantar los ojos cuando se me encendió la bombilla. En la pared había un viejo póster. La ruta de los vinos de Borgoña. Y debajo. ¡Visite nuestras bodegas! ¡Joder, hostia, la bodega! Seguro que era en el sótano donde guardaba la puta droga. Llamé a la emisora. Me salió Reiver. El antillano. Creía que lo había puesto de turno de día. Me sentó fatal.
—¡Qué haces tú de noche!
—Estoy haciéndole el turno a Loubié. Tiene tres criaturas. Yo estoy soltero. Ni una tía que me esté esperando ni nada. Es más justo así, ¿no?
—Vale. Vete disparao a la cité Bassens. Infórmate de si las fincas tienen sótano. Yo no me muevo de aquí.
—Sí que tienen —respondió él.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Bassens, me lo conozco.
Sonó el teléfono. Era Ange, de Les Treize Coins. Yamal había pasado dos veces por allí. Volvía en quince minutos.
—Reiver —dije—. Quédate en la zona. Llego en una hora como mucho, voy para allá a toda leche.
Yamal estaba en la barra. Con una cerveza delante. Llevaba una camiseta roja con la inscripción «Charly pizza en negro».
—Habías desaparecido —le dije al acercarme.
—Trabajo en Charly. El de la place Noailles. Reparto pizzas —señaló con el dedo el vespino aparcado en la acera—. ¡Tengo una moto nueva! ¿Mola, no?
—Está bien —dije.
—Sí. Está guay y le saco un poco de pasta.
—¿Me buscabas la otra noche?
—Me he enterao de algo que le interesa. El tío al que se cargaron en el pasaje, pues parece que no iba armao. Que la pipa se la endilgaron después.
Me dio un palo tan fuerte que el estómago se me quedó como una piedra. Sentí otra vez el dolor en la boca del estómago. Me bebí de un trago el pastís que Ange me había puesto sin preguntar.
—¿De dónde te has sacado todo eso?
—La madre de un colega. Viven ahí encima. Estaba tendiendo. Lo vio todo. Pero ésa no abre el pico ni de coña. Unos de la pasma se pasaron un día por su casa. Papeleo y la hostia. Le ha entrao un miedo. Lo que le cuento es tal cual.
Yamal miró la hora, pero no se movió. Estaba esperando. Le debía algo y no se marcharía sin enterarse. Ni siquiera para ir a ganarse algo de pasta.
—Ese tío, sabes, se llamaba Ugo. Era amigo mío. Un amigo de antes. De cuando yo tenía tu edad.
Yamal asintió. Estaba intentando procesar todo eso en su cabeza y tenía que colocarlo en algún sitio.
—Ya. De cuando hacían burradas, quiere decir.
—Sí. Exactamente.
Intentó procesar de nuevo, mordiéndose los labios. Para él, que se hubieran cargado a Ugo de esa manera era asqueroso. Ugo merecía justicia. Yo era la justicia. Pero, en la cabeza de Yamal, justicia y policía no cuadraban mucho. Yo podía ser el amigo de Ugo, pero también era un poli, y le resultaba difícil olvidarlo. Había dado un paso hacia mí, pero no dos. Estábamos todavía lejos de la confianza.
—Pues a mí me cae bien su amigo —miró la hora otra vez, luego a mí—. Otra cosa. Ayer, que me estaba buscando, le estaban siguiendo dos tíos. No eran de la pasma. Los controlaron mis colegas.
—¿Llevaban una moto?
Yamal sacudió la cabeza.
—No, nada que ver. Macarroni haciendo el guiri.
—¿Macarroni?
—Sí. Por lo menos en eso hablaban.
Se terminó la cerveza y se fue. Ange me sirvió otro pastís. Me lo bebí intentando no pensar en nada.
Cerutti me esperaba en la oficina. No habíamos podido reunir a Pérol. Lástima. Estaba seguro de que nos iba a tocar la lotería esa noche. Sacamos a Mrábed del agujero y, con las esposas puestas, todavía con el calzoncillo de flores, nos lo llevamos con nosotros. No paraba de gritar, como si lo fuéramos a degollar en cualquier esquina. Cerutti le dijo que cerrara el pico o le sacudía unas hostias.
Hicimos el trayecto en silencio. Auch estaba al corriente de la movida. Llegué al lugar de los hechos antes que él. Pero su equipo estaba allí. Bueno, casi. Morvan, Cayrol, Sandoz y Mériel. Sí, ellos. Un desliz. Este tipo de cosas pasaban a veces. ¿Un desliz? ¿Y si no lo era? ¿Dispararon sobre Ugo, armado o no? Si le siguieron en su garbeo por casa de Zucca, debían suponer que todavía iba armado.
—¡Hostia! —dijo Cerutti—. ¡Hay comité de bienvenida!
Delante del edificio, una veintena de chavales rodeaban el coche de Reiver. De todo tipo de etnias. Reiver estaba apoyado en el coche con los brazos cruzados. Los chavales dando vueltas alrededor como apaches. Al ritmo de Khaled. El sonido a tope. Algunos tenían la nariz pegada al cristal, para verle el careto al compañero de Reiver, que se había quedado dentro. Dispuesto a pedir ayuda. Reiver no parecía muy preocupado.
A los chavales, que demos vueltas por las calles les importa un bledo. Pero que vayamos a la cité, les pone a cien. Sobre todo en verano. La acera es el lugar más agradable. Hablan, ligan. Hacen un poco de ruido, pero no hacen daño a nadie. Nos acercamos lentamente. Esperaba que fueran chavales de la cité. Por lo menos se podía hablar con ellos. Cerutti aparcó detrás del coche de Reiver. Algunos chavales se apartaron. Como moscas, vinieron a pegarse a nuestro coche. Me giré hacia Mrábed:
—¡Y a ti, ni se te ocurra animarlos! ¿Está claro?
Bajé y fui hacia Reiver. Con aire despreocupado.
—¿Qué tal? —dije sin hacer caso de los chavales que teníamos alrededor.
—De puta madre. Lo llevan crudo si creen que me voy a poner nervioso. Ya se lo he advertido, el primero que se atreva a tocar una rueda se la come. ¿Sí o no, tío? —dijo dirigiéndose a un negrazo delgado, con una gorra rasta calada hasta las orejas, que nos estaba observando.
No consideró útil contestar.
—Bueno —dije a Reiver—, vamos para allá.
—Sótano N488. El guarda está esperando. Yo me quedo aquí, prefiero escuchar a Khaled —me gusta. Me sorprendía Reiver. Hacía polvo todas mis estadísticas sobre los antillanos. Debió de sospecharlo. Señaló un edificio más abajo—. Yo he nacido allí, sabes. Aquí, estoy en mi casa.
Sacamos a Mrábed. Cerutti lo cogió del brazo para que avanzara. El negrazo se acercó.
—¿Por qué ta pescao la pasma? —dijo a Mrábed, ignorándonos paladinamente.
—Por culpa de un maricón.
Seis chavales bloqueaban la entrada del edificio.
—Lo del maricón es sólo un pequeño detalle —le dije—. Precisamente, venimos a visitar su sótano. Seguro que encontramos como para chutar a toda la cité. A lo mejor a ti te hace gracia. A nosotros ninguna. Ni la más mínima. Si no encontramos nada, lo soltamos mañana.
El negrazo hizo un gesto con la cabeza. Los chavales se apartaron.
—Pos te seguimos —dijo a Mrábed.
El sótano era un inmensa leonera. Cajas, cartones, ropa, piezas sueltas de vespino.
—¿Nos dices dónde buscamos?
Mrábed levantó los hombros, como cansado.
—No hay nada. No van a encontrar nada.
Lo dijo sin convicción. Ya no se ponía chulo. Por una vez. Cerutti y los otros tres empezaron a registrar. En el pasillo se estaban dando empujones. Los chavales. Los adultos también. Acudía todo el mundo. Cada tanto se apagaba la luz y alguno le daba al interruptor. Teníamos verdadero empeño en echar mano al botín.
—No hay droga —dijo Mrábed. Se estaba poniendo muy nervioso. Tenía los hombros hundidos y bajaba la cabeza—. No está aquí.
El equipo paró de registrar. Miré a Mrábed.
—No está aquí —dijo recobrando un poco el aplomo.
—Y ¿dónde está? —dijo Cerutti acercándose.
—Ahí arriba. Los tubos del gas.
—¿Vamos? —preguntó Cerutti.
—Seguid registrando.
Mrábed explotó.
—¡Joder! Que no hay nada, te digo. Es arriba. Os lo enseño.
—¿Y aquí qué hay?
—¡Esto! —dijo Béraud mostrando una metralleta Thompson.
Acababa de abrir una caja. Un auténtico arsenal. Armas de todo tipo. Munición para defender un sitio. Esto sí que era el gordo y el bote completo.
Cuando bajé del coche comprobé que no me estaba esperando nadie con un guante de boxeo. Pero no me lo acababa de creer. De momento me habían dado una buena lección. Las putadas gordas vendrían más adelante. Si no me ajustaba a los consejos recibidos.
Volvimos a enchironar a Mrábed. Un kilito de heroína en bolsitas. Caballo para empezar. Y doce mil francos. Suficiente para hacerle pringar una temporada. La posesión de armas complicaría duramente su caso. Sobre todo, que yo ya tenía una idea sobre su futura utilidad. Mrábed no volvió a despegar los labios. Se conformó con pedir un abogado. Respondía a todas nuestras preguntas mediante un movimiento de hombros. Pero sin pavonearse mucho. Estaba pillado por todos lados. Se preguntaba si alguien conseguiría sacarlo de ahí. Alguien eran los que utilizaban el sótano para almacenar armas. Los que le abastecían de droga. Y que seguramente eran los mismos.
Cuando abrí la puerta, lo primero que oí fue la risa de Honorine. Una risa feliz. Luego su bonito acento:
—¡Pues me debe de estar poniendo los cuernos en el cielo! ¡He vuelto a ganar!
Ahí estaban, las tres. Honorine, Marie-Lou y Babette jugaban al remigio en la terraza. Y de música de fondo, Petrucciani, Estate. Uno de sus primeros discos. No era el mejor. Después había habido otros. Mejor acabados. Pero éste destilaba toneladas de emoción en estado puro. No lo había vuelto a escuchar desde que se marchó Rosa.
—Espero no molestaros —dije al acercarme, algo contrariado.
—¡Ay, qué puñetera es la suerte! Es la tercera partida que gano —dijo Honorine visiblemente excitada.
Deposité un beso en cada una de las mejillas, cogí la botella de Lagavulin que estaba en la mesa, entre Marie-Lou y Babette, y me fui por un vaso.
—Tiene pimientos rellenos, en la olla —lanzó Honorine—. Caliénteselos, pero a fuego lento. Bueno, reparte, Babette.
Sonreí. Todavía no hace muchos días, ésta era la casa de un soltero, y ahora tres mujeres estaban echándose un remigio, ¡a las doce menos diez! Estaba todo recogido. La comida preparada. La vajilla fregada. Ropa tendida en la terraza. Tenía delante el sueño de todo hombre: ¡una madre, una hermana y una prostituta!
Oí risitas a mis espaldas. Parecía hermanarlas una dulce complicidad. Mi mal humor desapareció tan rápido como me había venido. Era feliz de verlas ahí. Las quería mucho a las tres. Qué pena que entre las tres no formaran una única mujer, a la que yo habría amado.
—¿Juegas? —me dijo Marie-Lou.