8

Donde no dormir no resuelve los problemas

Sánchez estaba empapado en sudor. Le caían por la frente grandes goterones. Se secó de un manotazo. También sudaba por el cuello. Al cabo de un rato sacó un pañuelo para enjugarse. Empecé a oler su transpiración. No paraba de menearse en la silla. Debía de tener ganas de orinar. Seguramente se había mojado ya el calzoncillo.

Sánchez no me gustaba, pero no acababa de cogerle manía. Debía de ser un buen padre de familia. Trabajaba duro todas las noches. Se acostaba cuando sus hijos se iban al colegio. Cogía el taxi otra vez cuando volvían. No los debía de ver nunca. Excepto los escasos sábados y domingos que se cogía día libre. Seguramente una vez al mes. Al principio tomaba a su mujer al llegar a casa. La despertaba, a ella no le gustaba nada. Había tenido que renunciar y, desde entonces, se conformaba con una puta algunas veces por semana. Antes de ir a trabajar o después. Con su mujer no debía de hacerlo más que una vez al mes, cuando su día libre caía en sábado.

Mi padre había conocido el mismo tipo de vida. Era tipógrafo en el diario La Marseillaise. Se iba al periódico hacia las cinco, por la tarde. Crecí con sus ausencias. Cuando volvía por la noche, venía a darme un beso. Olía a plomo, tinta y tabaco. No me despertaba. Formaba parte de mi sueño. Cuando se le olvidaba, cosa que podía pasar, tenía pesadillas. Imaginaba que nos abandonaba a mi madre y a mí. Hacia los doce o trece años soñaba a menudo que había otra mujer en su vida. Se parecía a Gélou. La magreaba. Y luego, en lugar de mi padre, era Gélou la que venía a besarme. Me empalmaba. La obligaba a quedarse, para acariciarla. Se me metía en la cama. Luego llegaba mi padre furioso. Montaba un escándalo. Y mi madre se daba la vuelta, llorando. Nunca he sabido si mi padre había tenido amantes. Había querido a mi madre, de eso estaba seguro, pero su vida en común me seguía resultando un misterio.

Sánchez se meneaba en la silla. Mi silencio le inquietaba.

—¿Qué edad tienen sus hijos?

—Catorce y dieciséis, los chicos. Diez la pequeña. Laure. Laure como mi madre.

Sacó la cartera, la abrió y me tendió una foto de familia. No me gustaba hacerlo así. Pero quería que se relajara, para que me contara todo lo que pudiera. Vi a sus niños. Todos sus rasgos eran blandos. En sus ojos, huidizos, ni una chispa de rebeldía. Amargados de nacimiento. Sólo sentirán odio por los más pobres que ellos. Y por todos esos que les comerán el pan. Arabes, negros, amarillos. Nunca estarían contra los ricos. Se veía ya lo que iban a ser. Poca cosa. En el mejor de los casos, los chicos, taxistas como su papá. Y la chica, peluquera. O dependienta del Carrefour. Franceses medios. Ciudadanos del miedo.

—Son guapos —dije hipócritamente—. Bueno, a ver, cuénteme. ¿Quién conducía su taxi?

—Pues mire, le explico. Tengo un amigo, Toni, bueno, un coleguilla. Porque, estee… No somos íntimos, ¿entiende? Forma equipo con el botones del Frantel. Charly. Se dedican a fichar a pardillos. Hombres de negocios. Tipo ejecutivos y así. Toni pone el taxi a su disposición para la velada. Los lleva a restaurantes muy puestos, a discotecas sin movidas raras. Y los remata llevándolos de putas. De las de lujo, ¿eh? De esas que reciben en un estudio…

Le ofrecí un cigarro. Se sintió más cómodo. Dejó de sudar.

—O llevándolos a mesas de juego donde se apuesta fuerte, ¿a que sí?

—Pues sí. Las hay buenísimas. Joder, es como las putas. No sabe lo que les gusta a estos mendas el exotismo. Hacérselo con las moras, las negras, o vietnamitas. Pero de las limpias, ¿eh? Tanto que a veces se hacen un cóctel con todas juntas.

De repente parecía inagotable. Se sentía importante contándome. Y además le excitaba. Seguro que le pagaban en putas alguna vez.

—O sea que usted presta el taxi.

—‘Sactamente. Él me paga y yo me toco las narices. Me echo una partida con los amigos. Voy a ver al OM, si juegan. Luego declaro lo que pone en el contador. Un chollo. Como tiene que ser. Toni pilla comisión por tos los laos. Con los primos, los restoranes, las discotecas, las putas. O sea, con todo.

—¿Y esto lo hacéis muchas veces?

—Dos o tres veces al mes.

—Y el viernes pasado por la noche.

Asintió con la cabeza. Se metió en la concha como un caracol baboso. Volvíamos a un asunto que no le hacía ninguna gracia. El miedo volvía a adueñarse de él. Consciente de que había dicho mucho y de que le faltaba todavía mucho por decir.

—Sí. Me lo pidió.

—Lo que no entiendo, Sánchez, es que ese día tu colega no llevaba a unos pardillos de ésos, sino a dos asesinos.

Me encendí un cigarro, sin ofrecerle esta vez. Me levanté. Sentí que me volvía el dolor. Acelera, me dije. Miré por la ventana. El puerto, el mar. Las nubes se estaban levantando. Una luz increíble irradiaba el horizonte. Oyéndolo hablar de putas me acordé de Marie-Lou. De los golpes que le habían dado. De su chulo. De los clientes que tenía. ¿Estaría ella metida en algún circuito de éstos? ¿La echarían a orgías de cerdos ricachones? «¿Con o sin almohada?», te preguntaban en algunos hoteles, especializados en coloquios o seminarios, cuando hacías la reserva.

El mar estaba plateado. ¿Qué podía estar haciendo Marie-Lou en mi casa en estos momentos? No conseguía imaginármela. No conseguía ya imaginarme a una mujer en mi casa. Un velero se perdía en alta mar. Me hubiera ido a gusto a pescar. Para no estar aquí. Necesitaba silencio. Hasta el culo de escuchar historias estúpidas desde esta mañana. Mrábed, Sánchez, su amigo Toni. Siempre la misma basura humana.

—Entonces Sánchez, ¿cómo me lo explicas?

El tuteo le sobresaltó. Sospechó que estábamos entrando en el segundo tiempo.

—Puees… No tengo mucho que explicar. Nunca ha habido ciscos.

—Mira —dije mientras me volvía a sentar—. Tienes una familia. Dos hermosos chavales. Una estupenda mujer, seguro. Les quieres. Estás muy unido a ellos. Te apetece hacer un dinerillo. Lo entiendo. A todo el mundo le pasa. Pero ahora estás metido en una historia muy chunga. Como que arrinconao en un callejón sin salida. No tienes muchas soluciones. Tienes que escupir el nombre, la dirección de tu amigo Toni. En fin, ese tipo de cosas.

Él sabía que llegaríamos a ese punto. Empezó otra vez a sudar y me dio asco. Le salieron cercos en las axilas. Se puso implorante. No sentí ninguna simpatía por él. Me daba asco. Casi hasta me daría vergüenza soltarle un guantazo.

—Es que no sé nada. ¿Puedo fumar?

No contesté. Abrí la puerta del despacho y le dije al de troncha que viniera.

—Favier, llévate a este tío.

—Le juro que no sé nada.

—Sánchez, tú quieres que me crea a tu Toni, ¿no? Dime dónde puedo encontrarlo. ¿Qué quieres que piense si no?, ¿eh? Que te estás quedando conmigo. Eso es lo que me parece.

—No sé nada. No lo veo nunca. No tengo ni su teléfono. Me busca curro, no al revés. Cuando me necesita me llama.

—Como a una puta, vaya.

Se quedó hundido. Olía a chamusquina, debía de estar diciéndose a sí mismo. No sabía ya dónde meterse.

—Me deja mensajes en el bar de l’Hôtel de Ville. Llame a Charly, al Frantel. Pregúntele a ver. ¡Yo qué sé! A lo mejor él sabe algo.

—Lo de Charly ya lo veremos luego. Llévatelo —le dije a Favier.

Favier lo agarró del brazo. Enérgicamente. Lo levantó. Sánchez se echó a llorar.

—‘spere. Tiene sus costumbres. Se suele tomar el aperitivo en Chez Francis, en La Cannebière. A veces cena en el Mas.

Le hice un gesto a Favier, le soltó el brazo. Sánchez se desplomó sobre la silla, como una mierda.

—Bueno, eso está mejor, Sánchez. Creo que nos vamos entendiendo. ¿Qué haces esta tarde?

—Pues con el taxi. Y…

—Te plantas hacia las siete en Chez Francis. Te pones cómodo. Te tomas una cerveza. Te pones a mirar a las titís. Y cuando llegue tu colega, le saludas. Yo estaré allí. No quiero malas jugadas. Si no, sé dónde buscarte. Favier te va a llevar a tu casa.

—Gracias —lloriqueó.

Se levantó sorbiéndose la nariz y se dirigió hacia la puerta.

—¡Sánchez! —se quedó quieto, bajó la cabeza—. Te voy a decir lo que pienso. Tu Toni no ha conducido nunca tu taxi. Excepto este viernes por la noche. ¿Me equivoco?

—Pues…

—¿Pues qué, Sánchez? Eres un puto mentiroso. Más te vale no habérmela metido con lo de Toni. Porque si no, ya te estás despidiendo del taxi.

—Lo siento. Es que no quería…

—¿Qué? ¿Decirme que vas a comisión con los delincuentes? ¿Cuánto te has embolsao el viernes?

—Cinco. Cinco mil.

—Pues viendo para lo que ha servido tu taxi, te la han pegao pero bien, si lo quieres saber.

Di la vuelta a la mesa del despacho, abrí un cajón y saqué una grabadora. Le di a una tecla cualquiera. Se la enseñé.

—Todo está aquí dentro. Así que acuérdate, esta noche.

—Allí estaré.

—Y otra cosa. Para la gente, para tu empresa, tu mujer, tus amigos… lo del semáforo está zanjado. La pasma se enrolla muy bien y patatín y patatán.

Favier lo sacó fuera del despacho y volvió a cerrar la puerta al salir haciéndome un guiño. Tenía una pista. Por fin algo a lo que darle vueltas.

Estaba tumbado en la cama de Lole. Fui hasta allí instintivamente. Como el sábado por la mañana. Tenía ganas de estar en su casa, en su cama. Como en sus brazos. Y no lo dudé. Por un momento me puse a imaginar que Lole me abría la puerta y me hacía pasar. Prepararía un café. Hablaríamos de Manu, de Ugo. Del tiempo pasado. Del tiempo que pasa. De nosotros, quizás.

El apartamento estaba sumido en la penumbra. Se mantenía fresco y había conservado el olor. A menta y albahaca. A las dos plantas les faltaba agua. Las regué. Es lo primero que hice. Luego me desvestí y me di una ducha, medio fría. Después puse el despertador a las dos y me tumbé en las sábanas azules, agotado. Con la mirada de Lole fija en mí. Su mirada cuando deslizó su cuerpo sobre el mío. Miles de años de errancia brillaban en sus ojos, negros como la antracita. Tenía la ligereza del polvo del camino. Si siembras viento, recogerás tempestades, decían sus ojos.

No dormí mucho rato. Un cuarto de hora. Demasiadas cosas se agitaban en mi cabeza. Tuvimos una pequeña reunión Pérol, Cerutti y yo. En mi despacho. La ventana estaba abierta de par en par, pero no corría el aire. El cielo había vuelto a oscurecerse. Se agradecería una tormenta. Pérol había traído cervezas y bocadillos. Tomate, anchoa, atún. Difícil de comer, pero desde luego mejor que el infecto jamón con mantequilla habitual.

—Hemos tomado declaración a Mrábed y nos lo hemos traído para acá —resumió Perol—. Esta tarde lo vamos a carear con el tipo al que puso a caldo. Nos lo vamos a quedar cuarenta y ocho horas. A lo mejor encontramos algo con qué pringarlo de verdad.

—¿Y la chiquilla?

—Está aquí también. Hemos avisado a su familia. Su hermano mayor viene a buscarla. Coge el TGV de las 13:30. Es una putada para ella. La van a mandar para Argelia en cuatro días.

—Pues haber dejado que se largara.

—Eso. Y en un mes o dos nos la encontramos fiambre en un sótano —dijo Cerutti.

Para estos críos, la vida no hace más que empezar y ya es un callejón sin salida. Han decidido por ellos. Entre lo malo y lo malo, ¿qué es lo mejor? Cerutti me miraba de soslayo. Tanto ensañamiento con Mrábed no le parecía normal. Llevaba un año en el equipo y nunca me había visto así. Mrábed no merecía ningún tipo de piedad. Siempre estaba dispuesto a lo peor. Se veía en su mirada. Además se sabía protegido por sus proveedores. Sí. Yo tenía muchas ganas de que cayera. Y quería que fuera aquí y ahora. Quizá para convencerme de que todavía era capaz de llevar una investigación, de resolverla. Esto me tranquilizaría con respecto a mis posibilidades de ir hasta el final en lo de Ugo. Y quién sabe si en lo de Leila.

Y había otra cosa. Quería volver a creer en mi trabajo de policía. Necesitaba un parapeto. Reglas, códigos. Y formularlos para poder agarrarme a ellos. Cada paso que diera me alejaría de la ley. Era consciente de ello. De hecho, ya no estaba razonando como un policía. Ni con respecto a Ugo, ni con respecto a Leila. Me dejaba arrastrar por la juventud perdida. Todos mis sueños discurrían por esa vertiente de mi vida. Si todavía me quedaba algún futuro, era hacia eso hacia lo que tenía que volver.

Me encontraba como todos los hombres que están con un pie en los cincuenta. Preguntándome si la vida había respondido a mis expectativas. Quería contestar que sí. Y me quedaba poco tiempo para que ese sí no fuera mentira. No tenía, como la mayor parte de los hombres, la posibilidad de hacerle otra criatura a una mujer a la que no deseaba ya, para poder burlar la mentira. Para seguir engañando. Este tipo de cosas eran moneda corriente en cualquier ámbito. Estaba solo, y tenía la obligación de mirar a la verdad cara a cara. Ningún espejito me diría que era buen padre, buen marido. Ni buen policía.

La habitación parecía haber perdido algo de su frescor. Detrás de las persianas presentía la tormenta, siempre acechante. El aire era cada vez más pesado. Cerré los ojos. ¿A lo mejor me dormía otra vez? Ugo estaba tumbado en la cama de al lado. Las habíamos corrido debajo del ventilador. Era media tarde. El menor movimiento nos hacía echar litros de sudor. Había alquilado una pequeña habitación en la place Ménélik. Llegó a Yibuti, tres semanas antes, sin avisar. Yo tenía quince días de permiso y tiramos para El Harar a rendir homenaje a Rimbaud y a las princesas desposeídas de Etiopía.

—Bueno, sargento Móntale, ¿qué me dices?

Yibuti era un puerto franco. Se podían hacer un montón de negocios. Se podían comprar barcos, yates, a un tercio de su precio. Nos podíamos subir hasta Túnez y venderlos por el doble. Mejor aún, los podíamos llenar de cámaras, de aparatos de vídeo, y metérselos a los turistas.

—Puedo tirar aún tres meses y después me vuelvo.

—¿Y luego?

—Después, coño, ¡yo qué sé!

—Ya verás, va a ser todavía peor que antes. Si yo no me llego a ir, habría acabado matando tarde o temprano. Para comer. Para vivir. La felicidad que nos tienen preparada. No, gracias. No me la creo. Canta demasiado. Lo mejor es no volver. Yo no pienso volver —le pegó una calada a su Nationale, pensativo, y añadió—: Me fui y no volveré. Tú, eso, lo entendiste muy bien.

—Yo no entendí nada, Ugo. Nada de nada. Me avergoncé. De mí mismo. De nosotros. De lo que hacíamos. Lo único que hice es buscarme algo para cortar un poco. No quiero volver a caer.

—¿Y qué vas a hacer? —me encogí de hombros—. ¿No me digas que te vas a reenganchar con estos mamonazos?

—No. Ya he tenido bastante.

—¿Y entonces?

—Ni idea, Ugo. Estoy harto de atracos de mierda.

—¿Ah sí? ¡Pues vete a que te den por culo en la Renault! ¡Por gilipollas!

Se levantó enfurecido. Se largó a la ducha. Ugo y Manu se querían como hermanos. Nunca pude hacerme un hueco entre su intimidad. Pero a Manu se lo comía el odio por el mundo. Ya no veía nada. Ni siquiera el mar, en el que todavía navegaban nuestros sueños de adolescentes. Para Ugo era demasiado. Se inclinó hacia mí. A lo largo de los años se había establecido una bonita complicidad entre nosotros. A pesar de nuestras diferencias, teníamos los mismos delirios.

Ugo comprendió mi «huida». Algo después. Cuando se enfrentó a otro atraco violento. Dejó Marsella, renunció a Lole, convencido de que me iría con él. Para reanudar nuestras lecturas, nuestros sueños. La mar roja era para nosotros la auténtica casilla de salida de cualquier aventura. Ugo vino hasta aquí para eso. Pero yo no quería seguirle a donde él quería ir. Ni me atraían, ni tenía valor para ese tipo de aventuras.

Volví. Ugo se fue a Adén, sin una palabra de despedida. Manu me volvió a ver sin ganas. Lole, sin excesiva pasión. Manu estaba metido en rollos muy malos. Lole de camarera en el Cintra, un bar en el Vieux-Port. Vivían del retorno de Ugo. Cada uno con sus aventuras amorosas que los convertían en extraños el uno para el otro. Manu amaba por desesperación. Cada nueva mujer lo alejaba de Lole. Lole amaba como se respira. Se fue a vivir a Madrid, dos años, volvió a Marsella, se volvió a marchar para instalarse en Ariége, en casa de unos primos. Y a cada regreso, Ugo no estaba en la cita.

Hace tres años, Manu y ella se instalaron en L’Estaque, para vivir juntos. Para Manu esto sucedía demasiado tarde. Debió de ser el despecho lo que le empujó a tomar esta decisión. O el miedo de que Lole se fuera otra vez, y encontrarse solo de nuevo. Con sus sueños perdidos. Y su odio. Yo había estado dando tumbos durante meses y meses. Ugo tenía razón. Había que conformarse. Largarse a otro sitio. O matar. Pero yo no era un asesino. Y me había hecho policía. ¡Joder!, me dije, furioso por no dormirme.

Me levanté, me hice un café y fui a darme otra ducha. Me quedé desnudo bebiendo el café. Puse un disco de Paolo Conte y me senté en el sofá.

Guardate dai treni in corsa

Bueno, tenía una pista. Toni. El tercer hombre. Quizá. ¿Cómo habrían cogido a Leila estos tipos? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué? ¿De qué me servía hacerme esas preguntas? La violaron y, luego, la mataron. La respuesta a las preguntas era eso. Estaba muerta. Para qué hacerse la pregunta. Para comprender. Necesitaba siempre entender. Manu, Ugo, Leila. Y Lole. Y todos los demás. Pero hoy ¿aún había algo que entender? ¿No estábamos todos dándonos cabezazos contra la pared? Porque las respuestas ya no existían. Y las preguntas no llevaban a ningún sitio.

Come di Come di

La comédie d’un jour, la comédie de la vie

¿Hasta dónde me llevaría Batisti? Hasta los peores rollos. Eso, seguro. ¿Había alguna relación entre la muerte de Manu y la de Ugo? ¿Una relación que no fuera la de Ugo viniendo a vengar a Manu? ¿Quién tenía tanto interés en que mataran a Zucca? Un clan marsellés. Es lo único que se me ocurría. Pero ¿quién? ¿Qué sabía Batisti? ¿De qué lado estaba? Hasta la fecha, nunca había tomado partido. ¿Por qué iba a haberlo hecho ahora? ¿A qué venía la película de la otra noche? La ejecución de Al Dajil a manos de dos matones, luego la de sus propios matones a manos de los hombres de Auch. ¿Y Toni en todo este tejemaneje? ¿Cubierto por la policía? ¿Y cómo se habían llevado esos tipos a Leila? Vuelta a la casilla de salida.

Ecco quello che io ti daro,

e la sensualità delle vite disperate.

La sensualidad de las vidas desesperadas. Sólo los poetas pueden hablar así. Pero la poesía nunca ha dado respuesta a nada. Es testigo, eso es todo. De la desesperación. De las vidas desesperadas. ¿Y quién era el que me había partido la cara?

Por supuesto, llegaba tarde al entierro de Leila. Me perdí en el cementerio en busca del sector musulmán. Estábamos en las nuevas ampliaciones, lejos del viejo cementerio. No sabía si en Marsella se moría más que en otro sitio. Pero la muerte se extendía hasta perderse en el infinito. En toda esta parte no había árboles. Avenidas asfaltadas con prisas. Contraavenidas de tierra batida. Tumbas en hilera. El cementerio respetaba la geografía de la ciudad. Y se estaba aquí como en los barrios del norte. Con la misma desolación.

Me sorprendió el montón de gente. La familia de Mulud. Vecinos. Y muchos jóvenes. Unos cincuenta. Árabes, la mayoría. Caras que no me eran desconocidas. Con las que me había cruzado por la cité. Dos o tres de ellos habían pasado por la comisaría por alguna tontería. Dos negros. Ocho blancos, jóvenes también, chicos y chicas. Al lado de Dris y Kader, reconocí a las dos amigas de Leila, Yasmín y Karine. ¿Por qué no las había llamado? Iba de cabeza detrás de una pista y se me pasaba interrogar a sus amigas más cercanas. Era poco coherente. Pero nunca lo había sido.

A algunos pasos por detrás de Dris, Mavros. Era de verdad un tío bien majo. Con Dris se implicaría a fondo. No sólo en el boxeo. En la amistad. Boxear no es solamente pegar. Es, antes de nada, aprender a recibir golpes. A encajar. Y que esos golpes hagan el menor daño posible. La vida no era más que una sucesión de asaltos. Encajar, encajar. Aguantar, no tirar la toalla. Y pegar en el momento oportuno, en el lugar oportuno. Mavros le enseñaría todas esas cosas a Dris. Le parecía bueno. Era incluso el mejor de los que tenía con él en la sala. Le transmitiría todo su saber. Como a un hijo. Con los mismos conflictos. Porque Dris podía llegar a ser todo lo que él mismo no había podido ser.

Eso me tranquilizaba. Mulud ya nunca tendrá esa fuerza, ese coraje. Si Dris llegaba a hacer alguna tontería, dimitiría. La mayor parte de los padres de los críos a los que había pillado alguna vez habían dimitido. La vida los había saqueado de tal manera, que se negaban a hacerle frente. Cerraban los ojos a todo. A las amistades, el colegio, las peleas, a lo que mangaban, a las drogas. ¡Se perdían miles de bofetones por día!

Recuerdo haberme plantado, este invierno, en la cité de la Busserine para agarrar a un chaval. El último de una familia de cuatro chicos. El único que no se había fugado o que no estaba en chirona. Le habían identificado por atracos gilipollas. De mil francos máximo. Su madre nos abrió la puerta. Dijo simplemente: «Les esperaba», y después estalló en lágrimas. Hacía más de un año que su hijo la chantajeaba para pagarse el caballo. A base de hostias. Se tuvo que poner a hacer la calle por la cité para que su marido no se diera cuenta. Él lo sabía todo, pero prefería cerrar el pico.

El cielo era de plomo. Ni una brizna de aire. Del asfalto subía un calor asfixiante. Nadie aguantaba quieto. Sería imposible quedarse aquí mucho tiempo. Alguien debió de percatarse porque la ceremonia se aceleró. Una mujer se puso a llorar. Con pequeños gemidos. Era la única. Dris esquivó mi mirada por segunda vez. No obstante, me espiaba. Una mirada sin odio, pero cargada de desprecio. Me había perdido el respeto. Yo no había estado a la altura. Ni como hombre: debería haber amado a su hermana. Ni como policía: debería haberla protegido.

Cuando me llegó el turno de besar a Mulud, me sentí desplazado. Mulud tenía dos grandes agujeros rojos en lugar de ojos. Lo apreté contra mí. Pero yo ya no era nada para él. Más que un mal recuerdo. El que le había dicho que esperara. El que había hecho latir su corazón. En el camino de vuelta, Dris se rezagó por detrás con Karine, Yasmín y Mavros para no encontrarse conmigo. Intercambié algunas palabras con Mavros, pero el corazón no acompañaba. Me sentí solo.

Kader me pasó el brazo por los hombros.

—Mi padre ya no habla. No te enfades. Está así con nosotros también. Hay que comprenderlo. A Dris, le va a hacer falta tiempo —me apretó el hombro—. Leila te quería.

No contesté nada. No quería emprender una conversación sobre Leila. Ni sobre Leila, ni sobre el amor. Caminamos uno junto al otro, en silencio. Después dijo:

—¿Cómo pudo dejarse coger por esos tipos?

Siempre la misma pregunta. Cuando se es chica, árabe y has vivido en las afueras, no te montas en cualquier coche. A no ser que estés mal de la cabeza. Leila tenía los pies en la tierra. Además, el panda no estaba averiado, Kader lo había traído desde la ciudad universitaria, con las cosas de Leila. Entonces, alguien la había venido a buscar. Y se había ido con él. Alguien a quien conocía. ¿Quién? Lo ignoraba. Tenía el principio. Y el final. Tres violadores según me parecía a mí. De los cuales, dos estaban muertos. El tercero ¿era Toni? ¿U otra persona? ¿Era a este hombre al que conocía Leila? ¿Quién había venido a buscarla? ¿Por qué? Pero no podía confesar mis reflexiones a Kader. La investigación estaba cerrada. Oficialmente.

—La casualidad —dije—. ¿Una desgraciada casualidad?

—¿Tú crees en la casualidad?

Me encogí de hombros.

—No tengo otras respuestas. Nadie las tiene. Los tipos están muertos y…

—¿A ti qué te habría gustado para ellos? ¿La trena y eso?

—Tienen lo que se merecen. Pero tenerlos delante de mí, vivos, sí, me habría encantado.

—Nunca he podido entender que seas poli.

—Yo tampoco. Fue así.

—Pues qué mal.

Yasmín se juntó con nosotros. Pasó el brazo por debajo del de Kader y se apretó ligeramente contra él. Tiernamente. Kader le sonrió. Una sonrisa de enamorado.

—¿Cuánto tiempo te quedas todavía? —pregunté a Kader.

—No sé. Cinco o seis días. A lo mejor menos. Yo qué sé. Está la tienda. Mi tío ya no puede atenderla. Me la quiere dejar.

—Qué bien.

—Tengo que ver también al padre de Yasmín. A lo mejor nos subimos juntos los dos.

Sonrió y la miró.

—No sabía.

—Nosotros tampoco lo sabíamos. Antes, quiero decir. Ahora que hemos estado sin vernos es cuando lo hemos sabido.

—¿Te vienes a casa? —dijo Kader.

Sacudí la cabeza.

—No es mi lugar, Kader. Lo sabes, ¿no? Otro día iré a ver a tu padre —le eché una mirada a Dris, siempre detrás de mí—. Y a Dris, tranquilo, que no le voy a quitar ojo de encima. Mavros tampoco lo va a soltar —asintió con la cabeza—. ¡No os olvidéis de mí para la boda!

Ya no quedaba más que regalarles una sonrisa. Sonreí como siempre he sabido hacerlo.