Donde es preferible expresar lo que se siente
Me estaban esperando en la puerta de mi casa. Tenía la cabeza en otra cosa y estaba agotado. Soñaba con un vaso de Lagavulin. Salieron de la sombra tan silenciosos como los gatos. Cuando advertí su presencia era demasiado tarde.
Me encajaron una gruesa bolsa de plástico en la cabeza y dos brazos se deslizaron bajo mis axilas, me levantaron apretándome el pecho. Dos brazos de hierro. Uno de ellos pegó su cuerpo al mío. Forcejeé.
El primer golpe me llegó por el estómago. Violento, y fuerte. Abrí la boca y me tragué todo el oxígeno que todavía contenía la bolsa. ¡Joder! ¿Con qué coño me estaba dando el tío? Un segundo golpe. De la misma potencia. Un guante de boxeo. ¡Hostia! ¡Un guante de boxeo! En la bolsa no quedaba ya ni una gota de oxígeno. ¡Cabronazo de mierda! Empecé a dar patadas con las piernas y los pies hacia adelante. Al vacío. Me apretó más el pecho.
Otro golpe en la mandíbula. Abrí la boca y encajé otro golpe, en el estómago. Me iba a asfixiar. Sudaba a chorros. Necesitaba doblar la espalda. Protegerme el estómago. Brazo de hierro se dio cuenta. Me dejó caer. Una fracción de segundo. Me volvió a levantar, siempre pegado a mí. Sentí su sexo contra mis nalgas. ¡Estaba empalmado, el hijo puta! Izquierda, derecha. Dos golpes. Otra vez en la boca del estómago. Con la boca completamente abierta, movía la cabeza en todos los sentidos. Quería gritar, pero no me salía ni un sonido. Apenas un quejido.
Era como tener la cabeza metida en una olla. Sin válvula de seguridad.
La presión en el pecho no aflojaba. No era más que un saco de boxeo. Perdí la noción del tiempo, y de los golpes. Mis músculos no reaccionaban. Quería oxígeno. Sólo eso. ¡Aire! ¡Un poco de aire! ¡Sólo un poco! Luego mis rodillas tocaron violentamente el suelo. Instintivamente me enrosqué sobre mí mismo. Un soplo de aire acababa de entrar bajo la bolsa de plástico.
—¡Un aviso, gilipollas! ¡La próxima vez te dejamos tieso!
Una patada me alcanzó la parte baja de la espalda. Gemí. El motor de una moto. Me arranqué la bolsa de plástico y respiré todo el aire que pude.
La moto se alejó. Me quedé quieto. Intentando recobrar una respiración normal. Un escalofrío me recorrió el cuerpo y me puse a temblar de la cabeza a los pies. Muévete, me dije. Pero mi cuerpo se resistía. No quería. Moverse era reactivar el dolor. Ahí enroscado no sentía nada. Pero no me podía quedar así.
Las lágrimas resbalaban por las mejillas, llegaban, saladas, a mis labios. Creo que empecé a llorar con los golpes y no había parado.
Me chupé las lágrimas. Casi estaba hasta bueno ese gusto salado. ¿Y si vas a ponerte un whisky, eh, Fabio? Te levantas y vas. No, sin incorporarte del todo. Despacio, eso es. No puedes. Pues vete a gatas. Hasta la puerta. Está ahí, ¿la ves? Bien. Siéntate, pon la espalda contra la pared. Respira. Venga, busca las llaves. Bueno, apóyate en la pared, incorpórate lentamente, déjate caer encima de la puerta. Abre. La cerradura de arriba, eso. Ahora la de en medio. ¡Anda, ésa no la habías echado!
La puerta se abrió y me encontré en los brazos de Marie-Lou. Con la impresión perdió el equilibrio. Vi como nos caíamos. Marie-Lou. Debía de estar ciego. Estaba ciego. Negro.
Tenía un guante mojado con agua fría en la frente. Sentí el mismo frescor en los ojos, en las mejillas, y luego en el cuello y en el pecho. Unas gotas de agua se deslizaron por mis omóplatos. Me puse a temblar. Abrí los ojos. Marie-Lou me sonrió. Estaba desnudo. En la cama.
—¿Estás mejor?
Asentí con la cabeza, cerré los ojos. A pesar de la tenue luz, me resultaba difícil mantenerlos abiertos. Me retiró el guante de la frente. Luego me lo volvió a poner. Estaba frío otra vez. Me hacía mucho bien.
—¿Qué hora es? —dije.
—Las tres y veinte.
—¿Tienes un cigarro?
Encendió uno y me lo puso en los labios. Aspiré, luego me llevé la mano izquierda para quitármelo de la boca. Ese Sencillo movimiento me desgarró el vientre. Abrí los ojos.
—¿Y tú qué haces aquí?
—Tenía que verte. En fin, a alguien. He pensado en ti.
—¿Cómo has conseguido mi dirección?
—Por el Minitel.
—¡Joder con el Minitel! Cincuenta millones de personas podían desembarcar así como así, en mi casa, gracias al Minitel. Mierda de invento —volví a cerrar los ojos.
—Estaba sentada en la puerta. La señora de al lado, Honorine, me propuso esperar en su casa. Hemos estado hablando. Le he dicho que era una amiga. Y me ha abierto tu casa. Era tarde. Pensó que era mejor. Me ha dicho que tú lo entenderías.
—¿Entender qué?
—¿Qué te ha pasado?
Le conté. Brevemente. Con las palabras justas. Antes de que me preguntara por qué, me di la vuelta hacia un lado y me senté.
—Ayúdame. Necesito una ducha.
Le pasé el brazo por los hombros y levanté mis setenta kilos haciendo un esfuerzo ímprobo. ¡Peor que los trabajos de Hércules!
Me quedé doblado. Miedo de despertar el dolor que estaba ahí, agazapado en el estómago.
—Apóyate.
Me pegué a la pared. Ella abrió los grifos.
—Templada —le dije.
Se despojó de la camiseta, se quitó los pantalones y me metió en la ducha. Me sentía débil. El agua me supuso un bienestar inmediato. Estaba pegado al cuerpo de Marie-Lou, con los brazos alrededor de su cuello. Con los ojos cerrados. El efecto no se hizo esperar.
—¡Vaya! Todavía no estás muerto, ¿eh, cabrón? —me soltó al sentir que se me endurecía el sexo.
Sonreí a mi pesar. Me flaqueaban las piernas cada vez más. Estaba temblando.
—¿La quieres más caliente?
—No. Fría. Levántate —apoyé las manos en las baldosas. Marie-Lou salió de la ducha—. ¡Venga!
Abrió el grifo a tope. Pegué un grito. Cerró el agua, cogió una toalla y me frotó. Fui hasta el lavabo. Necesitaba verme el careto. Di la luz. Lo que vi no me dio mucha alegría que digamos. El careto, eso sí, estaba intacto. Pero era lo que veía detrás de mí. La cara de Marie-Lou. Tenía el ojo izquierdo hinchado, casi morado. Me di la vuelta lentamente, sujetándome al lavabo.
—¿Y eso?
—Mi chulo.
La atraje hacia mí. Tenía dos moratones en la espalda, una marca roja en el cuello. Se abrazó a mí y se puso a llorar, suavemente. Su vientre estaba caliente pegado al mío. Eso me produjo un bien inmenso. Le acaricié el pelo.
—Estamos los dos en un estado lamentable. Venga, cuéntame.
Me despegué de ella, abrí el botiquín y cogí una caja de Doliprane. Me atosigaba el dolor.
—Coge dos vasos de la cocina. Y la botella de Lagavulin, que tiene que estar por ahí en algún sitio.
Volví a la habitación, sin incorporarme del todo. Me dejé caer encima de la cama y puse el despertador a las siete.
Marie-Lou volvió. Tenía un cuerpo maravilloso. Ya no era una prostituta. Y yo ya no era un poli. Éramos simplemente dos pobres lisiados de la vida. Me tragué dos Doliprane con un poco de whisky. Le ofrecí uno. Lo rechazó.
—No hay nada que contar. Me ha zurrao por estar contigo.
—¿Conmigo?
—Eres poli.
—¿Y cómo lo sabe?
—En el O’Stop se sabe todo.
Miré la hora. Me acabé la copa.
—Quédate aquí hasta que vuelva. No se te ocurra moverte. Y…
Creo que no terminé la frase.
A Mrábed lo cogimos como estaba previsto. En la piltra, con los ojos hinchados de sueño y el pelo revuelto. Con él, una chavala que no debía de tener ni dieciocho. Llevaba un calzoncillo de flores y una camiseta con la inscripción: «Quiero más». No se lo habíamos dicho a nadie. Ni a los de estupefacientes, que nos habrían dicho que lo dejáramos estar. Pillar a los intermediarios acababa siendo una complicación en sus actuaciones contra los grandes. Los volvía locos, decían ellos. Ni tampoco a la comisaría de zona, que rápidamente habría hecho correr la voz por las cités. Esto cada vez ocurría con más frecuencia.
Nosotros, a Mrábed, nos lo llevábamos como delincuente ordinario. Por violencia y vías de hecho. Y ahora por corrupción de menores. Pero no se trataba de un delincuente ordinario. Nos lo llevamos tal cual, sin autorizarle a que se vistiera. Una humillación, puramente gratuita. Se puso a berrear. A tratarnos de fascistas, de nazis, de me cago en la madre que os parió, la puta de tu madre y de tu hermana. Era gracioso. Las puertas de los rellanos se iban abriendo y todo el mundo lo veía con las esposas en las muñecas, en calzoncillos y camiseta.
Una vez en la calle nos permitimos incluso echarnos un cigarro antes de meterlo en la furgoneta. Cuestión de que lo admirara el personal, que estaba ya en las ventanas. La noticia correría por las cités. Mrábed en calzoncillos, la imagen les parecería cómica, no la podrían olvidar. No era como que le hubieran echado el guante en una batida por las cités.
Nos plantamos en la comisaría de L’Estaque de golpe y porrazo, sin avisar. No les hizo ninguna gracia. Se imaginaban ya asediados por centenares de críos armados hasta los dientes. Querían mandarnos al sitio del que veníamos. A la comisaría de nuestra zona.
—La denuncia la pusieron aquí —dijo Pérol—. Es normal que vengamos a arreglar el asunto aquí. ¿Lógico, no? —empujó a Mrábed por delante de él—. Vamos a tener a otra cliente. Una menor a la que hemos pescado con él. Se está vistiendo.
Habíamos dejado allí a Cerutti con una docena de hombres. Quería que tomaran una primera declaración a la chica. Que peinaran minuciosamente el apartamento y el coche de Mrábed. Avisarían a los padres de la chica y nos la traerían hasta aquí.
—Al final va a haber mogollón de gente, seguro —dije.
Mrábed se había sentado y nos estaba escuchando. Casi se estaba riendo. Me acerqué a él, le cogí del cuello y le puse de pie, sin soltarle.
—¿Tienes idea de por qué estás aquí?
—Sí. Porque le metí una hostia a un tío la otra noche. Iba con un buen pedal.
—Pues eso. Vamos, que llevas cuchillas de afeitar en los bolsillos. ¿Sí o no?
Acto seguido me fallaron las fuerzas. Me puse blanco. Se me pusieron a temblar las piernas. Estaba a punto de caerme redondo y me dieron ganas de vomitar. No sabía por dónde empezar.
—¡Fabio! —dijo Pérol.
—Llévame a los váteres.
Desde la mañana me había metido seis Doliprane, tres Guronsan y toneladas de café. No estaba muy potente, pero me tenía de pie. Cuando sonó el despertador Marie-Lou refunfuñó y se dio media vuelta. Hice que se tomara un Lexomil para que durmiera en paz. Yo tenía agujetas en los hombros, en la espalda. Y el dolor no cedía. Sólo poner el pie en el suelo y me daban pinchazos por todas partes. Como si tuviera una máquina de coser en el estómago. Me entró mucho odio.
—Batisti —le dije nada más descolgar—. Tus colegas deberían haber acabado conmigo. Pero no eres más que un pringao mamonazo de mierda. Te vas a cagar como nunca en tu puta mierda de vida.
—¡Móntale! —berreó al teléfono.
—Dime. Te escucho.
—¿De qué vas?
—Me ha pasado una apisonadora por encima, cacho gilipollas. ¿Te pondría, no, que te diera detalles?
—Móntale, no tengo nada que ver en eso. Lo juro.
—¡No jures tanto, mamonazo! ¿Me lo explicas o qué?
—No tengo nada que ver.
—Te estás repitiendo.
—No sé nada.
—Mira, Batisti, para mí eres un hijo de puta de primera. Pero, vale, me lo voy a creer. Te doy veinticuatro horas para informarte. Te llamo mañana. Te diré dónde quedamos. Más te vale que consigas un buen chivatazo.
Pérol se dio cuenta en seguida de que yo no estaba muy allá nada más verme. No hacía más que lanzarme miradas de preocupación. Le tranquilicé, invocando una antigua úlcera.
—Ya veo, ya —me dijo.
Se estaba dando cuenta de sobra. Pero no me apetecía contarle la tunda que me habían metido. Ni lo demás. Manu, Ugo. Había dado en el clavo en algún sitio. La advertencia estaba clara. No entendía nada, pero había metido el dedo en algún entramado. Sabía que yo también podía dejarme el pellejo. Pero sólo yo, Fabio Móntale. No tenía ni mujer ni hijos. Nadie me lloraría. A Pérol no quería enredarlo en mis rollos. Le conocía lo suficiente. Por amistad estaría dispuesto a meterse en cualquier marrón. Era evidente que hacia donde yo me estaba moviendo apestaba. Peor que en los váteres de esta comisaría.
El olor a meadas parecía impregnar las paredes. Escupí. Me dieron arcadas de café. Mi estómago pasaba de marea alta a marea baja en cuestión de treinta segundos. Entre una y otra, un ciclón. Abrí la boca más aún. Me habría venido bien echar las tripas. Pero tenía el estómago vacío desde ayer a mediodía.
—Café —me dijo Pérol por detrás.
—No me va a salir nada.
—Inténtalo.
Llevaba un vaso de plástico en una mano. Me empapé la cara con agua fría, cogí una servilleta de papel y me sequé. Parece que la cosa se calmaba un poco. Cogí el vaso y di un trago. El líquido bajó sin demasiados problemas. Empecé a sudar inmediatamente. La camisa se me pegaba al cuerpo. Debía de tener fiebre.
—Estoy bien —dije.
Y me dio otra arcada. Tuve la impresión de que me estaban dando golpes otra vez. Detrás de mí Pérol estaba esperando que le explicara. Hasta entonces no se movería de ahí.
—Bueno, vamos a ocuparnos de este mamón y luego te cuento.
—Vale. Pero con Mrábed, déjame hacer a mí.
Sólo me faltaba inventarme algo que aguantara mejor el tipo que esa historia de la úlcera.
Mrábed me miró al volver, con pinta socarrona. Con la sonrisa en la boca. Pérol le soltó un bofetón, después se sentó enfrente de él, a caballo en la silla.
—¿A qué aspiran? —chilló Mrábed mientras se giraba hacia mí.
—A enchironarte —dije yo.
—Vale. De puta madre. Jugaré al fútbol —se encogió de hombros—. Por haber pegao a un tío, vais a tener que argumentar mucho con el juez. Mi abogado os dará por el culo.
—Tenemos diez cadáveres en un armario —dijo Pérol—. Seguro que podemos endosarte uno. Y se lo va a comer tu puto abogado.
—¡Cuidao! Que yo no me cepillao a un tío en la vida.
—Ya, y a éste casi te lo cargas, ¿no? O sea, que no lo tengo yo tan claro, que no hayas matao a nadie. ¿Vale?
—Vale, vale. Estaba pedal y ya está. No le dao más que una torta, ¡joder!
—Cuenta.
—Joder, saliendo del bareto, lo veo al tío con una piba que creía que la conocía. Así, de lejos. Con el pelo largo. Le pido un cigarro. Y que no tenía, el gilipollas. Se estaba quedando conmigo. Y le digo, ¿conque no tienes, eh? Pues chúpamela. Y va y se descojona, el cabrón. Le meto una hostia. Sí. Y nada más. En serio. Se marchó como un conejo. Era un maricón.
—El problema es que no estabas solo —repuso Pérol—. Con tus colegas le perseguisteis. Párame si me equivoco. Se refugió en el Miramar. Lo sacasteis del bar. Y lo hicisteis polvo. Hasta que llegamos. Y, mala suerte, en L’Estaque eres una auténtica estrella. Tu jeta no se olvida así como así.
—Ese maricón ¿la va a retirar o no la puta denuncia?
—No lleva mucha intención, sabes —Pérol miró a Mrábed deteniéndose en su calzoncillo—. Guay el calzoncillo. Pero ¿no es un poco mariconada?
—Oye, que yo no soy maricón. Que tengo novia.
—Hablemos de ella. ¿Es la que estaba en la piltra contigo?
Yo ya ni escuchaba. Pérol sabía adonde quería ir a parar. Mrábed le daba tanto asco como a mí. Según él, no podíamos esperar más. Estaba en la órbita más hija de puta. Dispuesto a pegar, dispuesto a matar. El delincuente ideal para los mafiosos. Dentro de dos o tres años lo machacaría otro más duro que él. Quizá lo mejor que le podía pasar era que le metieran veinte años. Pero yo sabía que no era verdad. La verdad era que no había respuesta para todo esto.
Me sobresaltó el teléfono. Debía de haberme quedado medio dormido.
—¿Puedes venir un momento?
—No hay por dónde hincarle el diente. Nada. Ni siquiera un gramo de marihuana.
—¿Y la chiquilla?
—Fugada. Saint-Denis, de la región parisina. Su padre quiere mandarla a Argelia, para casarla, y…
—Vale. Que la traigan para acá. Le tomaremos declaración. Tú, quédate ahí con los dos hombres y me compruebas si es Mrábed el que alquila el piso. Si no, me encuentras al que lo alquila. Todo esto, hoy.
Colgué. Mrábed nos vio volver. Otra vez la risita.
—¿Algún problema? —dijo.
Pérol le soltó otra bofetada, más violenta que la primera. Mrábed se frotó la mejilla.
—Le va a encantar a mi abogado cuando se lo cuente.
—Entonces, ¿es tu novia o no es tu novia? —repuso Pérol, como si no hubiera oído nada.
Me puse la chaqueta. Tenía cita con Sánchez, el taxista. Me tenía que ir. Quería asegurarme la cosa. Si los forzudos de anoche no venían de parte de Batisti, a lo mejor la cosa tenía que ver con el taxista. Con Leila. Aquí, nos metíamos ya en otra historia. Pero ¿me podía creer a Batisti?
—Nos vemos en la oficina.
—Espera —dijo Pérol. Se giró hacia Mrábed—. Con lo de tu supuesta novia, elige. Si es que sí, entonces te presento a su padre y a sus hermanos. En una celda cerrada. Y como seguro que tú no formabas parte de sus planes, te lo vas a pasar de cine. Si es que no, pringas por corrupción de menores. Reflexiona. Ahora vengo.
Unas nubes negras y pesadas se estaban acumulando. Todavía no eran las diez, y el calor húmedo se pegaba a la piel. Pérol me buscó fuera.
—No hagas el tonto, Fabio.
—Tú tranquilo. Tengo cita para un chivatazo. Una pista sobre Leila. El tercer hombre.
Movió la cabeza. Luego me señaló el estómago con el dedo.
—¿Y eso qué?
—Una pelea, anoche. Por una chica. Estoy en baja forma. O sea, que me las he comido todas.
Le sonreí. Con esa sonrisa que les gustaba a las mujeres. Diabólicamente seductora.
—Fabio, que ya nos conocemos un poco tú y yo. Déjate de películas —me miró, esperó una reacción. No reaccioné—. Tienes malos rollos, ya lo sé. ¿Por qué? Me lo estoy empezando a imaginar. Pero no te sientas obligado. Tus movidas te las puedes guardar para ti. Y metértelas por el culo. Es tu problema. Si quieres que hablemos, ya sabes dónde estoy. ¿Vale?
Nunca había hablado tanto rato seguido. Su sinceridad me llegaba al alma. Si era verdad que me quedaba alguien con quien contar en esta ciudad, era con él, con Pérol, del que no sabía casi nada. No me lo imaginaba de padre de familia. No me imaginaba ni siquiera a su mujer. Nunca me había preocupado mucho. Ni siquiera si era feliz. Eramos cómplices, pero extraños. Teníamos confianza. Nos respetábamos. Y era lo único que importaba. Tanto para él como para mí. ¿Por qué era tan difícil hacer un amigo después de los cuarenta? ¿Será porque ya no tenemos sueños, tan sólo añoranzas?
—Es eso, sabes. No tengo ganas de hablar de ello —me dio la espalda. Lo enganché del brazo, antes de que diera un paso—. De todas formas preferiría que vinieras tú a mi casa, el domingo a mediodía. Yo cocino.
Nos miramos. Me fui hacia mi coche. Cayeron las primeras gotas. Le vi entrar en la comisaría con paso firme. Mrábed no tenía más que portarse bien. Me senté. Enchufé un cassette de Rubén Blades y arranqué.
Pasé por L’Estaque centro, para volver. L’Estaque intentaba ser fiel a su antigua imagen. Un pequeño puerto, un pueblo. A pocos minutos de Marsella. Se decía: vivo en L’Estaque. No en Marsella. Pero el pequeño puerto estaba actualmente cercado. Dominado por las cités en las que se apiñaban los inmigrantes expulsados del centro de la ciudad.
Es mejor expresar lo que se siente. Por supuesto. Yo sabía escuchar, pero nunca había sabido sincerarme. Al final, me replegaba en el silencio. Siempre dispuesto a mentir, antes de contar lo que me iba mal. Mi vida, seguro, podría haber sido diferente. No me atreví a contarle a mi padre mis pasadas con Manu y Ugo. En el Colonial me las habían hecho pasar putas. Y tampoco me había servido de lección.
Con las mujeres acababa siempre en la incomprensión y sufría viendo cómo se alejaban. Muriel, Carmen, Rosa. Cuando tendía la mano porque por fin abría la boca para explicarme, era ya demasiado tarde.
No era por falta de coraje. No confiaba. No del todo. No lo bastante para dejar mi vida, mis sentimientos, en manos de otra persona. Me desgastaba intentando resolver todo por mí mismo. Una vanidad de perdedor. Tenía que reconocerlo, en la vida, siempre había perdido. A Manu y a Ugo, para empezar.
A menudo, me había dicho que esa noche, después de aquel atraco de pena, no debería haber huido. Debería haber dado la cara, decir lo que sentía desde hacía meses, que lo que estábamos haciendo no nos llevaba a ningún sitio, que teníamos otras cosas mejores que hacer. Y era verdad, teníamos toda la vida por delante, y el mundo por descubrir. Nos habría encantado recorrer el mundo. Estaba convencido. ¿Tal vez nos habríamos enfadado? ¿Tal vez ellos habrían seguido sin mí? Tal vez. Pero quizá también hoy estarían aquí. Vivos.
Cogí el chemin du Littoral, que bordea el puerto y el dique Du Large. Mi itinerario favorito para entrar en Marsella. Vistas a las dársenas. Dársena Mirabeau, dársena de la Pinède, dársena National, dársena D’Arenc. El futuro de Marsella estaba ahí. Me empeñaba en creérmelo.
La voz y los ritmos de Rubén Blades empezaban a hacerme efecto en la cabeza. Disipaban mis angustias. Calmaban mis dolores. Felicidad, Caribe. El cielo estaba gris y bajo, pero cargado de una violenta luz. El mar se inventaba un azul metalizado. Me gustaba mucho cuando Marsella se buscaba los colores de Lisboa.
Sánchez me estaba esperando ya. Me llevé una sorpresa. Me lo había imaginado como una especie de mia, con el careto duro. Era bajito y rechoncho. Por la manera de saludarme, comprendí que no era del tipo valiente. Mano fláccida, mirada esquiva. El tío que siempre dirá que sí aunque piense que no.
Tenía miedo.
—Mire, soy padre de familia —dijo siguiéndome hasta el despacho.
—Siéntese.
—Y tengo tres hijos. Los semáforos, los límites de velocidad, bueno, imagínese si tengo cuidado. Mi taxi es mi medio de vida, o sea que…
Me tendió una hoja. Nombres, direcciones, teléfonos. Cuatro. Lo miré.
—Ellos podrán confirmárselo. A la hora que usted dice, yo estaba con ellos. Hasta las once y media. Después me volví al taxi.
Coloqué la hoja delante de mí, me encendí un cigarro y le clavé la mirada en los ojos. Unos ojos de cerdo, inyectados en sangre. Los bajó en seguida. Se estrujaba las manos, no paraba de apretárselas una contra otra. El sudor le brillaba en la frente.
—Lo siento, señor Sánchez —levantó la cabeza—. Sus amigos, si los convoco, se verán obligados a decir falso testimonio. Les va a crear usted complicaciones.
Me miró con sus ojos rojos. Abrí un cajón, agarré un expediente al azar, bien gordo, lo puse delante de mí y empecé a hojear.
—Se puede usted imaginar que sólo por saltarse un semáforo no nos habríamos tomado la molestia de convocarle y todo eso. Se le agrandaron los ojos. Ahora sí que sudaba pero bien. Es más grave. Mucho más grave, señor Sánchez. Sus amigos se arrepentirán de haber confiado en usted. Y usted…
—Estaba allí. De 9 a 11.
Había levantado la voz. El miedo. Pero me parecía sincero. Me resultó extraño. Pero decidí no apurar más.
—No, señor —le contesté yo con firmeza—. Tengo ocho testigos. Valen más que todos los suyos. Seis policías de servicio —se le abrió la boca, pero no le salió ni un solo sonido. Vi cómo desfilaban por sus ojos todas las catástrofes del mundo—. A las 22:15 su taxi estaba en la rue Corneille, delante de La Commanderie. Puedo acusarle de complicidad de asesinato.
—No era yo —dijo con voz tímida—. No era yo. Se lo puedo explicar.