6

Donde los amaneceres no son más que el espejismo de la belleza del mundo

El aroma del café me despertó. Un olor que ya había dejado de sorprenderme por las mañanas desde hacía muchos años. Mucho antes de Rosa. Sacarla de la cama no era cualquier cosa. Verla levantarse a preparar el café era como un milagro.

¿A lo mejor Carmen? Ya no me acordaba. Olí las tostadas y decidí levantarme. Babette no volvió a su casa. Se tumbó junto a mí. Apoyé la cabeza en su hombro. Me rodeó con el brazo. Me quedé dormido. Sin una palabra más. Lo había dicho todo. De mi desesperación, mis odios y mi soledad.

El desayuno estaba preparado en la terraza. Bob Marley cantaba Stir it up. Iba mucho con el día. Cielo azul. El mar como una balsa de aceite. El sol puntual a su cita. Babette se había puesto mi albornoz. Estaba untando tostadas, un cigarro en los morros, moviéndose, casi imperceptiblemente, al ritmo de la música. La felicidad existió el relámpago de un segundo.

—Tendría que haberme casado contigo.

—¡Déjate de chorradas!

Y, en lugar de ofrecerme los labios, me ofreció la mejilla. Instauraba una nueva relación entre nosotros. Habíamos ido a parar a un mundo en que la mentira ya no existía. Quería mucho a Babette. Se lo dije.

—Estás completamente pirao, Fabio. Eres un obseso del corazón. Yo, del sexo. Nuestros caminos no pueden cruzarse —me miraba como si me viera por primera vez—. Y al final prefiero que sea así. Porque yo también te quiero mucho.

El café estaba delicioso. Me explicó que iba a proponer al Libé un reportaje sobre Marsella. La crisis económica, la mafia, el fútbol. Con idea de que le remuneraran las informaciones que sacara para mí. Se marchó prometiéndome que me llamaría en un par de días.

Me quedé fumando, mirando el mar. Babette me había pintado un cuadro preciso de la situación. El hampa marsellesa había desaparecido. La guerra de cabecillas la había debilitado y nadie en ese momento tenía la envergadura de un capi. Marsella no era más que un mercado, codiciado por la Camorra napolitana, que centraba toda su actividad en el tráfico de heroína y de cocaína. Il Mondo, un semanario milanés, había calculado en 1991 las cifras de negocio de los camorristas Carmine Alfieri y Lorenzo Nuvoletta, respectivamente, en 6 y 7 mil millones de dólares. Dos organizaciones se disputaban Marsella desde hacía diez años. La nueva Camorra organizada de Raffaele Cutolo, y la nueva familia de los clanes Volgro y Giuliano.

Zucca había elegido su campo. La Nuova Famiglia. Dejó la prostitución, las discotecas y los juegos. Una parte a la mafia árabe y la otra a los hampones marselleses. Gestionaba para estos últimos ese sucedáneo del imperio corso. Sus grandes negocios los hacía con el camorrista Michel Zaza, llamado O Pazzo, el loco. Zaza operaba en el eje de Nápoles, Marsella y Sint Marteens, la parte holandesa de la isla de San Martín, en las Antillas. Reconvertía para él los beneficios de la droga en supermercados, restaurantes y edificios. El Boulevard Longchamp, uno de los más bonitos de la ciudad, era prácticamente de ellos.

Zaza había «caído» un mes antes en Villeneuve-Loubet, cerca de Niza, en la operación «Mare verde». Pero esto no alteraba la historia. Zucca, hábilmente, casi genial, había desarrollado potentes redes financieras desde Marsella con Suiza y Alemania. Zucca estaba protegido por los napolitanos. Todo el mundo lo sabía. Matarlo era una tremenda locura.

Le dije a Babette que era Ugo el que se había cargado a Zucca. Para vengarse de Manu. Y que no veía quién le había podido meter semejante idea en la cabeza, ni por qué. Llamé a Batisti.

—Fabio Móntale. ¿Te suena?

—El poli —respondió él, después de un corto silencio.

—El amigo de Manu, y de Ugo —hubo una pequeña risa irónica—. Quiero verte.

—Estoy muy ocupado todos estos días.

—Yo no. Estoy incluso libre a mediodía. Y me gustaría que me invitaras a un sitio que esté bien. Para que hablemos, tú y yo.

—¿Y si no?

—Te puedo joder.

—Yo también.

—Pero a ti no te gusta mucho la publicidad, según me han dicho.

Llegué a la oficina en plena forma. Y con decisión. Tenía las ideas claras y sabía que quería ir hasta el final. Con lo de Ugo. En cuanto a Leila, confiaba en la investigación. De momento, había bajado a la sala de control para cumplir con el rito semanal de la constitución de los equipos.

Cincuenta tíos de uniforme. Diez coches. Dos autobuses. Equipos de día, equipos de noche. Destinos por sectores, cités, supermercados, gasolineras, bancos, oficinas de correos, institutos. Pura rutina. Tipos a los que no conocía o poco. Casi nunca eran los mismos. Un obstáculo en la misión que me había sido confiada. Jóvenes, viejos. Padres de familia, recién casados. Padres tranquis, jóvenes guerreros. Nada racistas, sólo con los árabes. Y los negros y los gitanos. No tenía nada que decir. Solamente formar los equipos. Pasaba lista y decidía los integrantes del equipo por sus caretos. Este método no siempre daba los mejores resultados.

Entre aquellos tíos, un antillano. Era el primero que me mandaban. Alto, cuadrao, pelo rapao. No me gustaba esa pinta. Ese tipo de tíos se creen más franceses que un auvernés. Los árabes no es que fueran su plato favorito. Los gitanos tampoco.

Me tocaron algunos de ésos en París, en la comisaría de Belleville. Se las hacían pasar putas a los que no eran auverneses. Uno de ellos me dijo un día: «Moros, por aquí no se ve ni uno. ¡Cómo que han elegido su campo, vamos!». Yo no tenía la sensación de pertenecer a ningún campo. Simplemente de estar al servicio de la justicia. Pero el tiempo les daría la razón a ellos. Ese tipo de tíos prefería que estuvieran en Correos, o en EDF[32]. Luc Reiver contestó con su nombre cuando pasaba lista. Lo puse con tres viejos. ¡Y salga el sol por donde quiera!

Los días hermosos sólo existen bajo la aurora. No debería haberlo olvidado. Los amaneceres no son más que el espejismo de la belleza del mundo. Cuando el mundo abre los ojos, la realidad recobra sus derechos. Y nos volvemos a encontrar con la porquería. Eso es lo que me dije cuando Loubet entró en mi despacho. Lo comprendí rápido porque se quedó de pie. Con las manos en los bolsillos.

—A la chiquilla la mataron hacia las dos de la mañana del sábado. Con el calor, los ratones… Podía haber sido más asqueroso de lo que viste. Lo que pasó antes lo ignoramos. Según el laboratorio, la violaron entre varios. El jueves, el viernes. Pero no donde la encontramos… Por delante y por detrás, por si te interesa.

—Me importan un huevo los detalles.

Del bolsillo derecho de su chaqueta sacó una bolsita de plástico. Una a una, puso delante de mí tres balas.

—Las hemos extraído del cuerpo de la chiquilla.

Yo le miraba. Estaba esperando. Sacó del bolsillo derecho otra bolsita. Puso dos balas, paralelas a las otras.

—Éstas las hemos extraído de Al Dajil y de sus guardaespaldas.

Eran idénticas. Las mismas armas. Los dos asesinos eran los violadores. Se me secó la garganta.

—¡Joder! —articulé con dificultad.

—El caso está cerrado, Fabio.

—Falta una.

Señalé la tercera bala. La de un Astra especial. Su mirada sostuvo la mía.

—No la utilizaron el sábado por la noche.

—Eran sólo dos. Hay un tercero que está por ahí suelto.

—¿Un tercero?

—¿De dónde te has sacado eso?

Tenía una teoría sobre las violaciones. Una violación no podían llevarla a cabo más que una o tres personas. Nunca dos. Entre dos, siempre hay uno que se está rascando las bolas. Tiene que esperar su turno. Solo, era lo clásico. Entre tres, un juego perverso. Pero era una teoría que acababa de fabricarme. Sobre una intuición. Y de rabia. Porque no me daba la gana admitir que el caso estaba cerrado. Tenía que haber otro, y yo tenía que encontrarlo.

Loubet me miró con cara de pena. Recogió las balas y las metió en la bolsa.

—Estoy abierto a todas las hipótesis. Pero… Y tengo todavía cuatro asuntos entre manos.

Sujetaba la bala del Astra entre los dedos.

—¿Es la que le perforó el corazón? —le pregunté.

—Ni idea —dijo sorprendido—. ¿Por qué?

—Me gustaría saberlo.

Una hora más tarde, me llamó. Lo confirmaba. Era, efectivamente, la bala que había perforado el corazón a Leila. Por supuesto, esto no nos llevaba a ninguna parte. Simplemente confería a esta bala un misterio que quería esclarecer. Por el tono de su respuesta, adiviné que Loubet no consideraba el caso totalmente archivado.

Me vi con Batisti en el bar de la Marine. Su tasca. Se había convertido en el lugar de cita de los skippers[33]. En la pared seguía colgado el lienzo de Louis Audibert que representaba la partida de cartas de Marius, y la foto de Pagnol y su mujer en el puerto. En una mesa a nuestra espalda, Marcel, el dueño, explicaba a dos turistas italianos que sí, que efectivamente era ahí donde habían rodado la película. De menú, chipirones fritos y berenjenas gratinadas. Con un rosado de las cavas del Rousset, reserva del dueño.

Había venido a pie. Por el gusto de darme una vuelta por el puerto comiendo cacahuetes salados. Me encantaba ese paseo. Muelle del puerto, muelle Des Belges, muelle de Rive-Neuve. El olor del puerto. A mar y alquitrán.

Las pescaderas, siempre dando voces, vendían la pesca del día. Doradas, sardinas, lubinas y pageles. Delante del puesto de un africano, un grupo de alemanes regateaba por unos pequeños elefantes de ébano. El africano podría con ellos. Añadiría una pulsera de plata falsa, con sello falso. Consentiría que le dieran cien francos por todo. Y aún saldría ganando. Sonreí. Es como si los conociera de toda la vida. Mi padre me soltaba de la mano y yo me iba corriendo hacia los elefantes. El africano me miraba con cuatro ojos. Fue el primer regalo de mi padre. Tenía cuatro años.

Con Batisti fui directamente al grano.

—¿Por qué empujaste a Ugo hacia Zucca? Eso es todo lo que quiero saber. ¿Y quién saca tajada con todo esto?

Batisti era un viejo zorro. Masticó con aplicación, se acabó el vaso de vino.

—¿Qué es lo que sabes?

—Cosas que no debería saber.

Sus ojos buscaron en los míos los indicios de un farol. No pestañeé.

—Mis informadores eran legales.

—¡Ya vale, Batisti! Tus informadores me la pelan. ¡No existen! Es lo que te han dicho que dijeras, y lo has dicho. Mandaste a Ugo a hacer lo que no ha tenido cojones de hacer ni Dios. Zucca estaba protegido. Y van después y se cepillan a Ugo. La pasma. Bien informada. Una trampa.

Me daba la impresión de estar pescando con palangre. Montones de cebos y a esperar a que picaran. Se tragó el café, y tuve la sensación de haber agotado mi saldo.

—Escucha, Móntale, existe una versión oficial, limítate a ella. Eres poli de los barrios, sigue siéndolo. Tienes una bonita cabaña, intenta conservarla —se levantó—. Los consejos son gratis. La cuenta la pago yo.

—¿Y de Manu? Tampoco sabes nada, ¿no? ¡Te la pela!

Dije eso de pura rabia. Hice el gilipollas. Había soltado las hipótesis que tenía a medio elaborar. O, lo que es lo mismo, nada sólidas. Y lo único que había sacado a cambio era una amenaza poco clara.

Batisti había venido sólo a informarse de lo que yo sabía.

—Lo que vale para Ugo, vale para Manu.

—Pero Manu te caía bien, ¿no?

Me lanzó una mirada de odio. Había dado en el blanco. Pero no me respondió. Se levantó y se fue hacia la barra, con la cuenta en la mano. Le seguí.

—Una cosa, Batisti. Acabas de darme por culo. Estupendo. Pero no creas que me voy a dar por vencido. Ugo pasó por ti para obtener un chivatazo. Y lo jodiste de lo lindo. Sólo quería vengar a Manu. O sea, que no te pienso dejar en paz —recogió el cambio. Yo le puse la mano encima del brazo y me acerqué a su oído. Murmuré—. Otra cosa. Te da tanto miedo palmarla que estás dispuesto a todo. Te estás cagando en los pantalones. No tienes honor, Batisti. Cuando me entere de lo que pasó con Ugo, no me voy a olvidar de ti. Créeme.

Apartó el brazo, me miró con tristeza. Con compasión.

—Te liquidaremos antes.

—Más te vale.

Salió sin darse la vuelta. Lo seguí con la mirada, un instante. Pedí otro café. Los dos turistas italianos se levantaron y se marcharon en una profusión de «ciao, ciao».

Si a Ugo le quedaba todavía familia en Marsella, no parecía que leyeran los periódicos. Nadie se había manifestado desde que se lo cargaron. Ni después de la publicación de la esquela que puse en los tres diarios matutinos. La autorización de inhumación había sido concedida el viernes. Tuve que elegir. No quería verlo en la fosa común, como un perro. Rompí la hucha y cargué con los gastos del entierro. No me iré de vacaciones este año. De todas formas, nunca me iba de vacaciones.

Los tipos abrieron la tumba. Era la de mis padres. Todavía quedaba un sitio para mí ahí dentro. Pero me había propuesto tomármelo con calma. A mis padres, no veía por qué iba a molestarles que les visitaran un poco. Hacía un calor infernal. Miré el agujero oscuro y húmedo. A Ugo no le iba a gustar nada. Bueno, ni a nadie. A Leila tampoco. La enterraban mañana. No había decidido aún si iría o no. Para Mulud y sus hijos, yo no era más que un extraño. Y un poli. Que nada pudo evitar.

Todo se derrumbaba. Había vivido estos últimos años con tranquilidad e indiferencia. Como ausente del mundo. Nada me afectaba demasiado. Los viejos amigos que ya no me llamaban. Las mujeres que me abandonaban. Mis sueños y mis iras los había puesto en cuarentena. Envejecía sin desear nada ya. Sin pasión. Follaba con putas. Y la felicidad estaba en la punta de una caña de pescar.

La muerte de Manu vino a sacudir todo esto. Sin duda con demasiada debilidad en mi escala de Richter. La muerte de Ugo era el bofetón. En toda la cara. Que me sacaba de un viejo letargo nada recomendable. Me despertaba vivo, y gilipollas. Lo que pudiera pensar sobre Manu y Ugo no cambiaba en nada mi historia. Ellos… habían vivido. Me habría gustado hablar con Ugo, hacerle contar sus viajes. Sentados en las rocas, por la noche, en Les Goudes, no soñábamos más que con eso, con irnos a la aventura.

—¡Rediós! ¿Pa qué querrán correr tanto? —gritó Toinou. Había puesto a Honorine de testigo—. ¿Y qué querrán ver estos chavales?, ¿eh? ¿Me lo puedes contar? To’los países están aquí. Toa’las razas. El muestrario completo.

Honorine nos puso en el plato una sopa de pescado.

—Nuestros padres se vinieron de fuera. Llegaron a esta ciudad. Y oye, lo que buscaban aquí que se lo encontraron. Y, joroba, que aunque no te lo creas, aquí que se quedaron.

Había vuelto a tomar aire. Después nos miró enfadado.

—¡Comeros eso! —gritó señalando los platos—. ¡A ver si se os pasa la tontería!

—Aquí se muere uno —se atrevió Ugo.

—¡También se muere el personal en otros sitios, muchacho! ¡Y aun peor!

Ugo volvió y murió. Fin del trayecto. Hice un gesto con la cabeza. El ataúd fue engullido por el agujero oscuro y húmedo. Me volví a tragar las lágrimas. Se me quedó en la boca un sabor a sangre.

Me paré en la sede de los radio-taxis, en el cruce del boulevard de Plombière con el de La Glacière. Quería esclarecer esta pista, la del taxi. Quizá no conducía a nada, pero era el único hilo que unía a los dos asesinos de la place de L’Opéra con Leila.

El tipo de la oficina estaba hojeando una revista porno con aire aburrido. Un perfecto mia. Pelo largo en la nuca, de un repeinao que te cagas, camisa de flores abierta, pecho negro y peludo, cadenón de oro con un cristo con diamantes en los ojos, dos pedazos de anillos en cada mano y unas ray ban. Esta expresión, mia, era italiana. De la casa Lancia. Lanzaron un coche, el Mia, en el que una abertura permitía sacar el codo sin tener que bajar la ventana. ¡Era super fuerte para el carácter marsellés!

Los bares estaban a tope de mias. Chulos, trapicheros. Martínez el facha, vaya. Se pasaban el día en la barra, bebiendo Ricard. Y algún día hasta trabajaban.

Éste debía de llevar un Renault 12 lleno de faros, un rótulo en el cristal de delante con Christian & Vanessa, peluches colgando por todas partes y volante de leopardo. Pasó una página. Su mirada se detuvo en la entrepierna de una rubia pulposa. Después se dignó levantar la vista hacia mí.

—¿Qué quiere?

Dijo con fuerte acento corso. Le enseñé mi carné. Casi ni lo miró. Como si se lo conociera de memoria.

—¿Puede leer desde ahí? —le dije.

Se bajó levemente las gafas en la nariz, me miró con indiferencia. Hablar parecía agotarle. Le expliqué que quería saber quién conducía el Renault 21, con matrícula 675 JLT13, el sábado por la noche. Por una historia de uno que se había saltado un semáforo en la avenue des Aygalades.

—¿Pa eso viene usté hasta aquí, a estas horas?

—Hay que moverse para todo. Si no, la gente escribe al ministro. Han puesto una denuncia.

—¿Una denuncia por saltarse un semáforo?

¡Anda ya! ¡En qué mundo vivíamos!

—Hay un montón de peatones locos —le dije.

Esta vez se quitó las ray ban y me miró fijamente. Por si me estaba descojonando de él. Me encogí de hombros. Me estaba hartando.

—No te jode, y lo pagamos nosotros, ¡me cago en la leche! Mejor que no pierda tanto el tiempo en chorradas. Lo que falta es seguridad.

—Sí, y en los pasos de cebra también —me estaba empezando a tocar los cojones—. ¿Apellidos, nombre, dirección y teléfono del taxista?

—Si tiene que presentarse en comisaría, ya se lo diré yo a él.

—El que convoca soy yo. Por escrito.

—¿De qué comisaría es usté?

—Oficina central.

—Déjeme el carné otra vez.

Lo cogió y anotó mi nombre en un trozo de papel. Era consciente de que me estaba pasando de la raya. Pero era demasiado tarde. Me lo devolvió casi con asco.

—Móntale. ¿Italiano, no? —asentí. Pareció perderse en una profunda reflexión; luego, me miró—. Podemos arreglar lo del semáforo. ¿No le devuelven muchos favores así?

Cinco minutos más con ese rollo y, una de dos, o lo estrangulaba con el cadenón de oro, o se comía la cruz. Hojeó un libro de registro, se paró en una página, pasó el dedo por una lista.

—Pascal Sánchez. ¿Toma nota o se lo tengo que escribir yo?

Pérol me puso al corriente de la jornada. 11 h 30. Un menor arrestado por robo en Carrefour. Una tontería, pero aun así hubo que llamar a los padres y ficharlo. 13 h 13. Pelea en un bar, Le Balto, en el chemin du Merlan, entre tres gitanos, con una chica de por medio. Se llevaron a todos y los soltaron en seguida a falta de denuncia. 14 h 18. Llamada por radio. Una madre se planta en la comisaría de zona con su hijo, que tiene graves contusiones en la cara. Una historia de golpes y heridas voluntarias en el instituto Marcel Pagnol. Se convoca a los presuntos autores y a sus padres. Careo. La historia duró toda la tarde. Ni drogas, ni chantajes. Aparentemente. Habría que estar al tanto, no obstante. Sermón a los padres, con la esperanza de que sirviera para algo. Rutina.

Pero la buena noticia era que, por fin, había una manera de pillar a Naser Mrábed, un joven camello que operaba en la cité Bassens. Se había peleado la noche anterior al salir del Miramar, un bar de L’Estaque. El otro le había denunciado. Mejor aún: mantuvo la denuncia y se presentó en comisaría para prestar declaración. Muchos se echaban para atrás y ya no los volvías a ver. Aunque fuera solo por un robo, sin violencia. El miedo. Y la falta de confianza en la policía.

A Mrábed me lo sabía ya de memoria. Veintidós años, detenido siete veces. La primera vez tenía quince años. Buena media. Pero era un zorro. Nunca habíamos podido alegar nada contra él. Esta vez a lo mejor.

Traficaba a gran escala desde hacía meses, sin pringarse. Críos de quince-dieciséis años trabajaban para él. Hacían el trabajo sucio. Uno movía la droga, el otro cobraba la pasta. Eran ocho o diez o así. Él, sentado en su coche, controlaba. Hacía la colecta más tarde. En un bar, en el metro o en el bus, en el supermercado. Cada vez en un sitio. Nadie se atrevía a pegársela. Una vez lo intentaron. Fue la última. El cabroncete se encontró con un tajo en la cara. Y, por supuesto, no largó nada sobre Mrábed. Podía ser peor.

Dimos con los críos varias veces. Pero en vano. Preferían la trena a escupir, el nombre de Mrábed. Cuando pescábamos al que iba cargado, tomábamos nota del perfil, lo fichábamos. Y lo soltábamos. Nunca eran cantidades lo suficientemente grandes para inculparle. Lo intentamos y el juez nos mandó a paseo.

Pérol proponía coger a Mrábed en la piltra, por la mañana. No me parecía mal. Antes de que saliera, pronto por una vez. Pérol me dijo:

—¿Muy duro lo del cementerio? —me encogí de hombros, sin contestar—. Me gustaría que vinieras un día por casa a comer.

Se marchó sin esperar la respuesta, y sin decir adiós. Pérol era así de simple. Cogí el relevo de la noche, con Cerutti.

Sonó el teléfono. Era Pascal Sánchez. Yo había dejado un recado a su mujer.

—¡Oye! ¡En la vida me saltao un semáforo, yo! Y menos aún donde dice usté. Ni me arrimo por ahí. Que no hay más que moracos.

No me alteré. A Sánchez me lo quería ganar despacito.

—Vale, de acuerdo. Pero hay un testigo, señor Sánchez. El que dio su número. Es su palabra contra la de usted.

—¿A qué hora me ha dicho? —dijo después de un silencio.

—A las 10,38.

—Imposible —contestó sin dudar—. A esa hora me paré. Meché una copa en el Bar de l’Hôtel de Ville. Mire, hasta me compré pa fumar. Hay testigos. Que no le miento, oiga. Tengo por lo menos cuarenta.

—No necesito tantos. Pásese por la comisaría mañana, hacia las once. Le tomaré declaración. Y los nombres, dirección y teléfonos de dos testigos. Debería solucionarse sin problema.

Antes de que llegara Cerutti, tenía todavía que matar una horita. Decidí ir a beberme algo a donde Ange, a Les Treize Coins.

—Te está buscando el chaval —me dijo—. El que trajiste el sábado.

Después de tomarme una caña me fui en busca de Yamal. No había dado tantas vueltas por el barrio desde que me mandaron a Marsella. Volví por primera vez el otro día para intentar encontrar a Ugo. En todos estos años me había limitado a los alrededores. La place de Lenche, la rue Baussenque y la rue Sainte-Françoise, la rue François-Moisson, el boulevard des Dames, la Grand-Rue, la rue Caisserie. Mi única incursión era el pasaje Des Treize Coins, y el bar de Ange.

Lo que me sorprendía ahora es que la rehabilitación del barrio tenía algo de inacabado. Me preguntaba si las numerosas galerías de arte, boutiques y otros comercios atraían a mucha gente. ¿Y a quién exactamente? A los marselleses no, desde luego. Mis padres no volvieron al barrio después de que los expulsaran los alemanes. Las persianas de hierro estaban bajadas. Las calles, desiertas. Los restaurantes, vacíos, o casi. Excepto en Chez Étienne, en la rue de Lorette. Pero Étienne Cassaro llevaba allí veintitrés años. Y ponía la mejor pizza de Marsella. «El precio y el horario de cierre según el humor», leí en un reportaje de Géo sobre Marsella. El humor de Étienne nos había dado de comer gratis muchas veces a Manu, a Ugo y a mí. Gritándonos todo el día. Vagos, que no valíamos para nada.

Volví a bajar por la rue du Panier. Mis recuerdos resonaban más que los pasos de los transeúntes. El barrio todavía no era Montmartre. La mala reputación persistía. Los malos olores también. Y Yamal estaba ilocalizable.