5

Donde en la desgracia uno vuelve a sentir que es un exiliado

No había visto nunca algo tan horrible. Y ver, había visto lo mío. Leila yacía sobre un camino en el campo. Desnuda. La cara contra el suelo. Tenía la ropa cogida bajo el brazo derecho. En la espalda, tres balas. Una de las cuales le había perforado el corazón. Columnas de gordas hormigas se agitaban alrededor de los impactos y arañazos que rayaban su cuerpo. Y ahora estaban atacando las moscas para disputar a las hormigas su parte de sangre seca.

El cuerpo de Leila estaba cubierto de picaduras de insectos. Pero no parecía mordido por un perro hambriento o un ratón. Triste consuelo, me dije. Tenía mierda seca entre las nalgas, y también en los muslos. Largos chorros amarillentos. Se le debió de soltar el vientre con el miedo. O con la primera bala.

Después de violarla sin duda le habían hecho creer que estaba libre. Seguro que les excitó la idea de verla correr desnuda. Una carrera hacia una esperanza que encontraría al pie del camino. Al principio de la carretera. Ante los faros de un coche que se fuera acercando. Recobrada la palabra. ¡Socorro! ¡Ayuda! Olvidado el miedo. La desgracia difuminándose. El coche que se para. La humanidad que acude en auxilio, que se acerca para ayudar, por fin.

Leila debió de seguir corriendo después de la primera bala. Como si no hubiera sentido nada. Como si esa quemadura en la espalda que le cortaba la respiración no hubiera existido. Una carrera al margen del mundo, ya. Allí donde ya no hay más que mierda, pis, lágrimas. Y ese polvo que morderá para siempre. Lejos de su padre, de sus hermanos, de los amantes de una noche. De un amor gritado con todas sus fuerzas, de una familia por construir, de niños por nacer.

A la segunda bala debió de chillar. Porque, aun así, el cuerpo se niega a callar. Grita. No es por ese dolor, violento, que ya ha superado. Es por su voluntad de vivir. La mente moviliza toda su energía y busca la salida. Busca, sigue buscando. Y olvídate de que te gustaría tumbarte en la hierba y dormir. Grita, llora, pero corre. Corre. Ahora te van a dejar. La tercera bala puso fin a todos sus sueños. Unos sádicos.

De un revés de mano rabioso aparté las hormigas y las moscas. Miré por última vez ese cuerpo que yo había deseado. De la tierra subía un olor a tomillo, caliente y embriagador. Me habría gustado hacerte el amor, aquí, Leila, una noche de verano. Sí, me habría gustado. Habríamos sentido placer, recobrado la felicidad. Aunque en la punta de los dedos, en cada caricia reinventada, se hubieran pergeñado ruptura, lágrimas, desilusión y no sé qué más aún, tristeza, angustia, desprecio. Esto no habría cambiado en nada la asquerosidad humana que rige este mundo. Seguro. Pero, al menos, habría existido ese nosotros de pasión que desafía las órdenes. Sí, Leila, debería haberte amado. Palabra de viejo gilipollas. Te pido perdón.

Cubrí de nuevo el cuerpo de Leila con la sábana blanca que la policía le había echado por encima. Mi mano vaciló a la altura de su cara. El cuello marcado por una quemadura, el lóbulo de la oreja derecha rasgado por la pérdida de un aro, los labios comiendo tierra. Sentí que el estómago se me subía a la garganta. Estiré la sábana con rabia y me levanté. Nadie decía nada. Silencio. Sólo las cigarras continuaban chirriando. Insensibles, indiferentes a los dramas humanos.

Cuando me levanté, vi que el cielo estaba azul. De un azul absolutamente puro, que el verde de los pinos hacía aún más luminoso. Como en las postales. Mierda de cielo. Mierda de cigarras. Mierda de país. Y mierda de mí. Me alejé, dando tumbos. Borracho de dolor y de odio.

Volví a bajar el pequeño camino, entre el canto de las cigarras. No era muy lejos del pueblo de Vauvenargues, a unos kilómetros de Aix-en-Provence. El cuerpo de Leila había sido encontrado por unos excursionistas. Este camino es uno de los que conducen al macizo de la Sainte-Victoire, esa montaña que tanto inspiró a Cézanne. ¿Cuántas veces habría hecho él este paseo? A lo mejor hasta se había parado aquí, instalando el caballete, para intentar captar una vez más toda su luz.

Crucé los brazos sobre el capó del coche y apoyé la frente encima. Con los ojos cerrados. La sonrisa de Leila. Ya no sentía el calor. Una sangre fría corría por mis venas. Tenía el corazón seco. Tanta violencia. Si Dios existiera, lo habría estrangulado directamente. Sin fallar. Con la rabia de los condenados. Alguien apoyó su mano en mi hombro, casi tímidamente. Y la voz de Pérol:

—¿Quieres esperar?

—No hay nada que esperar. Nadie nos necesita.

Y aquí menos que en ningún sitio. Lo sabes, ¿no, Pérol? Somos unos polis de nada. No existimos. Venga, nos largamos.

Se puso al volante. Me arrellané en el asiento, me encendí un cigarro y cerré los ojos.

—¿Quién lleva el caso?

—Loubet. Estaba de guardia. No está mal.

—Sí, es un tío majo.

En la autopista, Pérol cogió la salida Saint-Antoine. Y en un rapto de consciencia, enchufó la emisora. Su carraspeo llenaba el silencio. No intercambiamos ni una palabra más. Pero sin hacer más preguntas adivinó lo que yo quería hacer: ir a casa de Mulud antes que los demás. Aunque sabía que Loubet haría las cosas con tacto. Pérol había comprendido que lo de Leila era un asunto como de familia, y esto me conmovía. No había intimado nunca con él. Le fui descubriendo poco a poco, después de que lo destinaran a mi brigada. Nos apreciábamos, pero no pasábamos de ahí. Incluso con una copa en la mano. Una excesiva prudencia nos impedía ir más allá. Hacernos amigos. Una cosa estaba clara: que como poli no tenía mucho más futuro que yo.

Rumiaba lo que había visto, con el mismo dolor y el mismo odio que yo. Y yo sabía por qué.

—¿Cuántos años tiene tu hija?

—Veinte.

—Y… ¿qué tal?

—Oye a los Doors, los Rolling, Dylan. Podía ser peor —sonrió—. Quiero decir que hubiera preferido que fuera profe o médico. En fin, algo así. Pero cajera de la Fnac, no se puede decir que me entusiasme.

—Y a ella, ¿tú crees que le entusiasma? Sabes, hay montones de futuros algo que son cajeros. Los críos, futuro, no tienen mucho que digamos. Su única oportunidad, hoy en día, es coger lo que se les presenta.

—¿Nunca te han dado ganas de tener hijos?

—Lo he pensado.

—¿Querías a esa chiquilla?

Se mordió el labio por haberse atrevido a ser tan directo. Su amistad ponía toda la carne en el asador. Otra vez me conmovía. Pero no tenía ganas de contestarle. No me gusta contestar a las preguntas que me afectan íntimamente. Las respuestas son a menudo ambiguas y pueden prestarse a todo tipo de interpretaciones. Aunque se trate de una persona cercana. Pérol lo captó.

—No estás obligado a contármelo.

—Leila, ves, tuvo esa oportunidad. Esa que un hijo de inmigrantes entre mil puede tener. Debía de ser demasiado. La vida se le ha llevado todo. Debería haberme casado con ella.

—Eso no impide la desgracia.

—A veces, basta una palabra, un gesto, para cambiar el curso de la vida de una persona. Aunque la promesa no dure hasta la eternidad, ¿has pensado en tu hija?

—Pienso en ella cada vez que sale. Pero hijos de la gran puta como éstos no te los encuentras todos los días.

—Ya, pero andan sueltos por ahí, en este momento.

Pérol propuso esperarme en el coche. Le conté todo a Mulud. Excepto las hormigas y las moscas. Le expliqué que vendrían otros polis, que tendría que ir a reconocer el cadáver, rellenar un montón de papeles. Y que, si me necesitaba, por supuesto que contara conmigo.

Se sentó y me escuchó sin rechistar. La mirada fija en la mía. No estaba al borde de las lágrimas. Como yo, se había quedado congelado. Para siempre. Se puso a temblar, pero sin enterarse. No escuchaba ya. Estaba envejeciendo, ahí, delante de mí. De repente los años iban más deprisa y le alcanzaban. Hasta los años felices le repetían con un regusto amargo. En los momentos de desgracia es cuando uno vuelve a sentir que es un exiliado. Me lo había explicado mi padre.

Mulud acababa de perder a la segunda mujer de su vida. Su orgullo. La que habría justificado todos sus sacrificios, hasta los de hoy. La que habría dado la razón a su desarraigo. Argelia ya no era su país. Francia acababa de rechazarle definitivamente. Ahora no era más que un pobre árabe. Nadie vendría a interesarse por su suerte. Esperaría a la muerte en esta cité de mierda. A Argelia, no volvería. Había vuelto una vez, después de Fos. Con Leila, Dris y Kader. Para ver qué era «aquello». Se quedaron veinte días. Y lo comprendió rápidamente. Argelia no era lo suyo. Era una historia que ya no le interesaba. Las tiendas vacías, abandonadas. Las tierras, distribuidas a los antiguos muyaidin, se quedaron sin cultivar. Los pueblos desiertos y replegados en su propia miseria. Nada por lo que estancar sus sueños, rehacer su vida. En las calles de Orán no se reencontró con su juventud. Era todo «del otro lado». Y empezó a echar de menos Marsella.

La noche en que se mudaron al pequeño apartamento, Mulud, a modo de oración, declaró a sus hijos: «Vamos a vivir aquí, en este país, Francia. Con los franceses. No es un bien. No es el peor de los males. Es el destino. Hay que adaptarse, pero sin olvidar quiénes somos».

Más tarde llamé a Kader, a París, para que viniese inmediatamente. Y que tuviera previsto pasar tiempo aquí. Mulud le necesitaría, y Dris también. Mulud le dijo después unas palabras en árabe. Finalmente llamé a Mavros, a la sala de boxeo. Dris estaba allí, entrenando. Como todos los sábados por la tarde. Pero era con Mavros con quien yo quería hablar. Le conté lo de Leila.

—Búscale un combate. Georges. Rápido. Y hazle trabajar todas las noches.

—Joder, si le pongo un combate lo mato. Aunque sea dentro de dos meses. Será un buen boxeador. Pero este chavalote todavía no está preparado.

—Prefiero que se mate así antes que le dé por hacer alguna tontería. Georges, hazlo por mí. Ocúpate de él. Personalmente.

—Vale, vale. ¿Te lo paso?

—No. Su padre se lo explicará dentro de un rato. Cuando vuelva.

Mulud asintió con la cabeza. Era su padre. Le correspondía decírselo a él. El que se levantó del sofá cuando colgué era un anciano.

—Tendrías quirte ahora, sñor. Me gustaría estar solo.

Lo estaba. Y perdido.

El sol acababa de meterse y me encontraba en plena alta mar. Desde hacía casi una hora. Me había traído unas cervezas, pan y salchichón. Pero no lograba pescar. Para pescar hay que tener el espíritu tranquilo. Como en el billar. Se mira la bola. Se concentra uno en ella, en la trayectoria que le quieres imponer, luego se le imprime al palo la fuerza que se desea. Con seguridad y determinación. En la pesca, se lanza la caña y se concentra la atención en el flotador. No se lanza la caña así como así. En el lance se reconoce al pescador. Lanzar tiene que ver con el arte de la pesca. Se engancha el cebo al anzuelo, hay que impregnarse del mar, de sus reflejos. Saber que el pez está ahí, debajo, no es suficiente. El anzuelo tiene que llegar al agua con la ligereza de una mosca. La picada hay que presentirla. Para enganchar al pez en el mismo instante en que muerde.

Mis lances eran poco apasionados. Tenía una bola en el estómago que la cerveza no acababa de disolver. Una bola de nervios. De lágrimas también. Me hubiera venido bien llorar. Pero no me salía. Viviría con esa imagen horrible de Leila, y este dolor, mientras esas inmundicias estuvieran libres. Que Loubet estuviera en el caso me tranquilizaba. Era meticuloso. No pasaría por alto ningún indicio. Si tenía una posibilidad entre mil de pescar a esos desechos humanos, daría con ella. Había demostrado que podía. Para estas cosas había demostrado que podía, era mucho mejor que la mayoría, mucho mejor que yo.

Me dolía también porque no podía encargarme de esta investigación. No para convertirla en un asunto personal. Sino porque imaginarme a semejantes hijos de puta en libertad me resultaba insoportable. No, no era exactamente eso. Yo sabía lo que me torturaba. El odio. Tenía ganas de matar a esos tipos.

Hoy no se me estaba dando muy bien. Pero no me resignaba a pescar con el palangre. Los peces se cogen rápido así. Pageles, doradas, gallinetas… Pero no encontraba ningún placer en hacerlo de este modo. Se cuelgan cebos cada dos metros a lo largo de la caña, y se deja tirada en el agua. Tenía siempre un palangre en el barco, por si acaso. Para los días en que no quería volver al puerto con las manos vacías. Pero, para mí, la pesca era la caña.

Leila me había llevado hasta Lole, y Lole hasta Ugo y Manu. Y tenía un buen follón en la cabeza con todo eso. Un mogollón de preguntas y ninguna respuesta. Pero se imponía una pregunta a la que no quería responder. ¿Qué es lo que iba a hacer? No había hecho nada por Manu. Convencido, sin quererlo admitir, de que Manu no podía acabar de otra manera. Dejándose matar en la calle. Por un poli o, lo más normal, por un pequeño matarife a sueldo. Entraba dentro de la lógica de las cosas de la calle. Que Ugo la palmara en la acera ya no estaba tan claro. No tenía ese odio al mundo que Manu llevaba en el fondo de sí mismo y que no había hecho más que aumentar con los años.

No creía que Ugo hubiera cambiado hasta ese punto. No lo veía capaz de sacar una pipa y disparar a un poli. Sabía lo que suponía la vida. Y por eso había «roto» con Marsella, y con Manu. Y renunciado a Lole. Alguien que es capaz de hacer eso no pone en la misma balanza la vida y la muerte. Acorralado, se habría dejado arrestar. La cárcel es sólo un paréntesis en la libertad. Un día u otro se sale. Vivo. Si había algo que debía hacer por Ugo, era sin duda eso. Entender lo que había pasado.

En el momento en que sentí la picada me acordé de la conversación con Yamal. No enganché lo bastante deprisa. Estiré la caña para poner otro cebo. Si lo que quería era entender, tenía que aclarar esa pista. ¿Había identificado Auch a Ugo gracias al testimonio de los guardaespaldas de Zucca? ¿O había hecho que le siguieran desde que salió de casa de Lole? ¿Había dejado Auch que Ugo matara a Zucca? Era una hipótesis, pero no podía admitirla. Auch no me gustaba, pero no lo imaginaba tan maquiavélico. Volví a otra pregunta: ¿cómo se había enterado Ugo tan pronto de lo de Zucca? ¿Y por quién? Otra pista que había que seguir. No sabía por dónde empezar. Pero tenía que ponerme. Sin caer en las garras de Auch.

Se me habían terminado las cervezas y había conseguido por lo menos coger una lubina. Dos kilos, dos kilos cinco gramos. Para ser un día malo, mejor eso que nada. Honorine esperaba mi regreso. Sentada en la terraza, estaba viendo la tele por la ventana.

—Qué pobre, no te habrías hecho tú muy rico de pescador, ¿eh?

—Nunca he salido para hacerme rico.

—Sólo una lubina y ya está… —la miró con cara de pena—. ¿Y cómo la vas a hacer? —me encogí de hombros—. Puees… Con salsa Belle-Hélène no estaría mal.

—Hace falta un cangrejo y no tengo.

—¡Vaya con la mala uva de los días malos! ¡Buee-no!, ¡mejor no buscarte las cosquillas, parece! ¿No? Escucha, tengo lenguas de bacalao marinando desde ayer. Si te apetecen, las traigo mañana.

—No las he probado en mi vida. ¿De dónde las has sacado?

—Una sobrina, que me las ha traído de Sète. Yo no he vuelto a comer desde que se fue mi pobre Toinou. Bueno, te he dejado sopa de pistou[31]. Está todavía templada. Descansa un poco, que tienes de verdad mala cara.

Babette no dudó ni un segundo.

—¡Batisti! —dijo.

Batisti. ¡Joder! ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Tan evidente que ni se me había pasado por la imaginación. Batisti fue uno de los brazos ejecutores de Mémé Guérini, el capo marsellés de los años cuarenta. Se había apartado hacía unos veinte años. Después de la masacre del Tanagra, un bar del Vieux-Port, en el que cuatro rivales, cercanos a Zampa, fueron asesinados. Amigo de Zampa, Batisti, ¿se había sentido amenazado? Babette lo ignoraba.

Abrió una pequeña sociedad de importación y exportación y llevaba una vida tranquila, respetado por todos los mafiosos. Nunca tomó partido en las guerras entre cabecillas, ni manifestó veleidad alguna de poder y dinero. Aconsejaba, servía de buzón de correos, ponía en contacto a los hombres. Cuando el palo de Spaggiari en Niza, fue él quien en plena noche montó el equipo capaz de dar con las cajas fuertes de la Société Générale. Los hombres del soplete. A la hora del reparto, rechazó su comisión. Era un favor, simplemente. Ganaba en respeto. Y el respeto en el hampa era el mejor seguro de vida.

Manu aterrizó en su casa un día. Pasaje obligatorio si no quería uno quedarse en delincuente de poca monta. Manu estuvo dudando mucho tiempo. Desde la marcha de Ugo, se había vuelto solitario. No se fiaba de nadie. Pero los pequeños atracos empezaban a ser peligrosos. Y además, empezaba a haber competencia: era el deporte favorito de algunos jóvenes árabes. Unos golpes bien dados permitían constituir el bote necesario para hacerse camello y controlar una zona, incluso toda una cité. Gaëtan Zampa, que había reconstituido el hampa marsellesa, acababa de colgarse en su celda. Le Mat y Le Belge intentaban evitar una nueva escisión. Estaban reclutando gente. Manu se puso a trabajar para Le Belge. Esporádicamente. Batisti y Manu se habían caído bien. Manu encontró en él al padre que nunca tuvo. El padre ideal, que se le parecía y que no le venía con sermones. El peor de los padres, para mí. No me gustaba Batisti. Pero yo había tenido un padre y en verdad no podía quejarme.

—Batisti —repitió ella—. No tenías más que discurrir un poco, hijo mío.

Muy orgullosa de sí misma, Babette se sirvió un marc de Garlaban. «Chin chin», dijo levantando la copa con una sonrisa en la boca. Después del café, Honorine se había ido a echar una siesta a su casa. Estábamos en la terraza, en traje de baño en las tumbonas, bajo una sombrilla. El calor pegado al cuerpo. A Babette la había llamado ayer por la noche y, por suerte, estaba en casa.

—Entonces qué, morenazo, ¿te decides ya a casarte conmigo?

—Sólo a invitarte, guapa. A comer, en mi casa, mañana.

—Tú quieres pedirme un favor. ¡Siempre igual de cabrón! ¿Cuánto hace ya, eh? Ni lo sabes. Seguro.

—Eh… Como unos tres meses.

—Ocho, mamón. Habrás estado venga a mojar el churro y en cualquier sitio.

—Sólo de putas.

—¡Buah! ¡Qué vergüenza! Y yo, mientras, muerta de asco esperando —suspiró—. Bueno, ¿qué hay de menú?

—Lenguas de bacalao, lubina a la plancha, lasaña fresca con hinojo.

—¿Estás tonto o qué? Te pregunto que de qué quieres hablar. Para repasármelo.

—Que me expliques lo que pasa en el hampa en este momento.

—¿Tiene que ver con tus colegas? He leído lo de Ugo. Lo siento.

—Podría ser.

—¡Oye!, ¿qué has dicho? ¿Lenguas de bacalao? ¿Está bueno?

—No lo he probado en mi vida, guapa. La primera vez será contigo.

—Mmm. ¿Y si nos tomáramos un pequeño aperitivo ahora mismo? Me llevo el camisón, ¡y pongo los condones! Tengo unos azules, a juego con los ojos…

—Mira, son las doce de la noche. Tengo las sábanas sucias, y las limpias sin planchar.

—¡Cabronazo!

Colgó. Riéndose.

A Babette la conocía desde hacía más de veinticinco años. La encontré un día en Le Péano. La acababan de contratar de correctora en La Marseillaise. Tuvimos un rollo, de esos que teníamos en aquellos tiempos. Podía durar una noche, o una semana. Nunca más.

Nos volvimos a encontrar en la conferencia de prensa en la que se presentó la reorganización de las BSS. Y en la que yo era el artista invitado. Se había hecho periodista, especializada en sucesos, más tarde dejó el periódico y se instaló por su cuenta. Publicaba con regularidad colaboraciones en Le Canard enchaîné, y ciertos diarios y semanarios le encargaban a menudo grandes reportajes de investigación. Sabía mucho más que yo sobre la delincuencia, la política de seguridad y la mafia. Una auténtica enciclopedia, y estaba más buena que el pan. Tenía cierto aire de madonna de Botticelli. Pero en sus ojos se veía bien que no era precisamente Dios quien la inspiraba, sino la vida. Y todos los placeres que lleva consigo.

Tuvimos otro rollo. Tan rápido como el primero. Pero nos gustaba vernos. Una cena, una noche. Un fin de semana. Ella no esperaba nada. Yo no pedía nada. Cada uno volvía a sus cosas y hasta la próxima vez. Hasta el día en que no hubiera una próxima vez. Y la última vez, ella y yo supimos que era la última vez.

Me puse a cocinar pronto por la mañana, escuchando viejo blues de Lightnin’Hopkins. Después de limpiar la lubina, la rellené de hinojo y la rocié con aceite de oliva. El resto del hinojo había estado cociéndose a fuego lento en agua con sal con una punta de mantequilla. En una sartén bien aceitada, rehogué la cebolla picada y ajo y guindilla picados muy finos. Una cucharada sopera de vinagre y añadí los tomates que había escaldado en agua hirviendo y cortado en dados. Cuando el agua se evaporó, añadí el hinojo.

Por fin me sentía apaciguado. La cocina me producía ese efecto. La mente no se perdía en los complejos vericuetos del pensamiento. Se ponía al servicio de los olores, del gusto. Del placer.

Babette llegó con Last night blues, en el momento en que me estaba poniendo el tercer pastís. Llevaba vaqueros negros, muy ajustados, un polo azul a juego con sus ojos. En el pelo largo y rizado, una visera blanca. Éramos aparentemente de la misma edad, pero ella no parecía envejecer. La menor arruga en los ojos o en la comisura de los labios le añadía poder de seducción. Ella lo sabía y lo utilizaba hábilmente. Esto nunca me dejaba indiferente. Se fue a pasar la nariz por la sartén y luego me ofreció los labios.

—Hola, grumete —dijo—. Mmm, me apetece un pastís.

Había preparado una estupenda brasa en la terraza. Honorine trajo las lenguas de bacalao. Estaban marinadas en un tarro con aceite, perejil picado y pimienta. Siguiendo sus consejos, yo había preparado una pasta de buñuelos a la que incorporé dos claras de huevo a punto de nieve.

—¡Hala!, iros a beber el pastís tranquilos. Yo me encargo de lo que falta.

Las lenguas de bacalao, nos explicó durante la comida, era un plato delicado. Se podían hacer gratinadas, con una salsa de almejas o a la provenzal, en papillotte o incluso cocidas con vino blanco con unas láminas de trufa y setas. Pero, según ella, en buñuelos era como mejor estaban. Babette y yo estábamos dispuestos a probar todas las demás recetas de deliciosas que nos parecían.

—¿Y ahora puedo comerme el pirulí? —dijo Babette pasándose la lengua por los labios.

—¿No te parece que se nos ha pasado la edad?

—Para los caprichos no hay edad, corazón.

Me daban ganas de ponerme a reflexionar acerca de todo lo que Babette me acababa de contar sobre la mafia. Una tremenda lección. Y acerca de Batisti. Me moría por ir a verle. Pero todo esto podía esperar hasta mañana. Hoy era domingo, y para mí no todos los días eran domingo. Babette me debió de leer el pensamiento.

—Tranqui, Fabio. Déjalo pasar, es domingo —se levantó, me cogió la mano—. ¿Nos damos un baño? ¡Se apaciguarán tus ardores!

Nadamos hasta reventarnos los pulmones. Me encantaba. A ella también. Se empeñó en que sacara el barco y nos fuéramos hasta la Baie des Singes. Tuve que ponerme serio. Tenía una regla, en el barco no llevaba a nadie. Era mi isla. Se cabreó, me llamó gilipollas, bobo, después se tiró al agua. Estaba fresca, a pedir de boca. Sin aliento, con los brazos algo rotos, nos dejamos flotar haciendo el muerto.

—¿Qué pretendes con lo de Ugo?

—Entender. Después ya veré.

Por primera vez, preví que comprender quizá no fuera suficiente. Comprender es una puerta que se abre, pero no se sabe lo que hay detrás.

—Cuidadito en lo que te metes —y se tiró de cabeza directa hacia mi casa.

Era tarde. Y Babette se había quedado. Fuimos a buscar una pizza de chipirones, donde Louisette. Nos la comimos en la terraza, bebiéndonos un Côtes de Provence rosado del Mas Negrel. Fresco, justo lo que necesitábamos. Nos bebimos la botella. Luego me puse a hablar de Leila. De la violación y de todo lo demás. Lentamente, fumando. Buscando las palabras. Para encontrar las más hermosas. Anocheció. Me callé. Vacío. El silencio nos envolvía. Ni música. Nada. Nada más que el ruido del agua contra las rocas. Y murmullos a lo lejos.

Había algunas familias cenando en el dique tan sólo iluminadas por un camping gas. Tenían las cañas de pescar clavadas en la roca. A veces se oía una risa. Luego un «shhhhh». Como si la risa pudiera ahuyentar a los peces. Teníamos la sensación de estar al margen. Lejos de la mierda del mundo. Se respiraba felicidad. Con las olas. Esas voces a lo lejos. Ese olor a sal. Y hasta con Babette a mi lado.

Sentí que me recorría el pelo con la mano. Me atrajo suavemente hacia su hombro. Olía a mar. Me acarició la mejilla con ternura, y luego el cuello. Volvió a subir la mano hacia mi nuca. Era dulce. Al final, se me saltaron las lágrimas.