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Donde un coñac no es lo que puede sentar peor

Me sobresalté. Hubo un ruido sordo. Después oí llorar a un niño. En el piso de arriba. Ya no sabía ni dónde estaba. Un instante. Tenía la boca pastosa, la cabeza pesada. Estaba tirado en la cama, completamente vestido. La cama de Lole. Ya me acordaba. Después de dejar a Marie-Lou al amanecer, me vine aquí. Y forcé la puerta.

No tenía sentido seguir vagando más tiempo por la place de L’Opéra. Estaba todo cerrado en la zona. En seguida estaría a rebosar de polis de todo tipo. Demasiada gente a la que no tenía ninguna gana de ver. Cogí a Marie-Lou por el brazo y me la llevé al otro lado del cours Jean Ballard, a la place Thiars. A chez Mario. Un plato de tomate y mozzarella, con alcaparras, anchoas y aceitunas negras. Una fuente de spaghetti con almejas. Un tiramisú. Todo ello regado con un Bandol de los viñedos de Pibarnon.

Hablamos de todo y de nada. Ella más que yo. Con languidez. Separando las palabras como si pelara un melocotón. La escuchaba, pero sólo con los ojos, dejándome llevar por su sonrisa, el dibujo de sus labios, los hoyos de sus mejillas, la asombrosa movilidad de su cara. Mirarla y sentir su rodilla contra la mía no me dejaba pensar.

—¿Qué concierto? —acabé preguntando.

—Es que no te enteras. El concierto. En La Friche. De Massilia.

La Friche es la antigua manufactura de tabaco. Ciento veinte mil metros cuadrados de locales detrás de la estación Saint-Charles. Se parece a las viviendas ocupadas de artistas en Berlín y al PS1 de Queens en Nueva York. Habían instalado talleres de creación, locales de ensayo, un periódico, Taktik, Radio Grenouille, un restaurante, una sala de conciertos.

—Eramos cinco mil. ¡Genial! Estos tíos te meten una marcha…

—¿Tú entiendes el provenzal?

La mitad de las canciones de Massilia eran en patois. Provenzal de la costa. Francés de Marsella, como dicen en París. Parlam de realitat dei cavas dau quotidian, cantaban los de Massilia.

—Importa un huevo entender o no. Somos unos pringaos, no unos imbéciles. Eso es lo único que hay que entender.

Me miró, con curiosidad. A lo mejor yo sí que era un imbécil. Cada vez estaba más desconectado de la realidad. Me cruzaba Marsella, pero sin enterarme de nada. No conocía más que su sorda violencia, y su racismo a flor de piel. Se me olvidaba que la vida no era sólo eso. Que en esta ciudad, pese a todo, a la gente le gusta vivir, ir de juerga. Que cada día, la felicidad era algo nuevo, incluso si al final de la noche la cosa se liquidaba con un severo control de identidad.

Terminamos de comer, vaciamos la botella de Bandol y nos metimos un par de cafés.

¿Vamos a ver que pasa por ahí?

Era la expresión consagrada. A ver que pasa por ahí significaba buscar un buen plan para la noche. Dejé que ella me guiara. Empezamos por el Trolleybus, en el quai de Rive-Neuve. Un templo cuya existencia ignoraba por completo. A Marie-Lou le hizo gracia.

—¿Pero tú qué haces por las noches?

—Me dedico a pescar doradas.

Soltó una carcajada. En Marsella, una dorada es también una chica guapa. El antiguo arsenal de las galeras se abría en un pasillo de pantallas de televisión. Al fondo bajo las bóvedas, salas de rap, techno, rock, reggae. Tequila para empezar y reggae para la sed. ¿Desde cuando no había bailado yo? Un siglo. Mil años. Cambiamos de sitio, de bar. Cada hora. El Passeport, el Maybe blues, el Pêle-Mêle. Siempre a ver qué hay en otro sitio, como en España.

Aterrizamos en el Pourquoi, en la rue Fortia. Una discoteca antillana. Íbamos ya bastante puestos cuando llegamos. Razón de más para seguir. Tequila. ¡Y salsa! Nuestros cuerpos se pusieron de acuerdo en seguida: agarrado apretado.

Fue Zina quien me enseñó a bailar salsa. Estuve saliendo con ella seis meses, antes de irme a la mili. Después volvimos a estar juntos en París, mi primer destino con la pasma. Alternábamos noches en La Chapelle, en la rue des Lombards, y en L’Escale, rue Monsieur-le-Prince. Me gustaba quedar con Zina. Me gustaba. Pasaba un montón de que fuera poli. Pronto nos hicimos viejos amigos. Ella me daba regularmente noticias «de abajo», de Manu, de Lole. A veces de Ugo, cuando les daba señales de vida.

En mis brazos Marie-Lou se hacía cada vez más ligera. Su sudor liberaba las especias de su cuerpo. Nuez moscada, canela, pimienta, Albahaca también, como Lole. Me encantaban los cuerpos especiados. Cuanto más me empalmaba, más sentía su vientre duro frotarse contra mí. Sabíamos que acabaríamos en la cama, y queríamos retrasar el momento al máximo. Hasta que el deseo fuera ya insoportable. Porque, después, la realidad nos atraparía otra vez. Yo volvería a ser poli y ella una prostituta.

Me desperté como a las seis. La espalda cobriza de Marie-Lou me recordó a Lole. Me bebí la mitad de una botella de agua mineral, me vestí y salí. Fue ya en la calle donde me empezó a dar otra vez. La comedura de coco. Otra vez ese sentimiento de insatisfacción que me acosaba desde que se marchó Rosa. A las mujeres con las que había vivido, las había amado. A todas. Y con pasión. Ellas también me habían amado. Pero seguro que más de verdad. Me habían regalado tiempo de sus vidas. El tiempo es algo esencial en la vida de una mujer. Es real para ellas. Relativo para los hombres. Me habían dado, sí, mucho. ¿Y qué les había ofrecido yo? Ternura. Placer. Felicidad inmediata. No se me daban mal esos terrenos. Pero ¿y después?

Era después del amor cuando todo se me venía abajo. Cuando ya no era capaz de dar. Cuando ya no sabía recibir. Después del amor me pasaba al otro lado de mi propia frontera. A ese territorio en el que tengo mis reglas, mis leyes, mis códigos. Prejuicios estúpidos. En los que me pierdo. Donde perdía a las que por allí se aventuraban.

A Leila podía haberla llevado hasta allí. A aquellos desiertos. Tristeza, cólera, gritos, lágrimas, desprecio, eso era todo lo que había al final del camino. Y yo ausente. Huidizo. Cobarde. Con miedo de volver a la frontera y probar a ver qué pasa en el otro lado. Quizá, como me dijo un día Rosa, no me gustaba la vida.

Acostarme esa noche con Marie-Lou, pagar por follar, me había enseñado algo. En cuestiones de amor estaba pez. Las mujeres a las que había amado podrían haber sido las mujeres de mi vida. De la primera a la última. Pero yo no quise. De repente llevaba un buen cabreo. Contra Marie-Lou. Contra mí. Contra las mujeres y contra el mundo entero.

Marie-Lou vivía en un pequeño estudio en lo alto de la rue D’Aubagne, justo encima del pequeño puente metálico que pasa por encima del cours Lieutaud y conduce al cours Julien, uno de los nuevos barrios «a la última» de Marsella. Fue ahí donde, haciendo eses, nos tomamos la última copa, en Le Dégust’Mars C’et Yé, otra discoteca rai, ragga, reggae. Marie-Lou me explicó que Bra, el dueño, había sido yonki. Estuvo en chirona. Esta discoteca era su sueño. «Estamos en nuestra casa», ponía en letras grandes, entre un montón de pintadas. Le Dégust’ quería ser un lugar «donde fluye la vida». Lo que sí fluía era el tequila. Un último trago para el camino. Justo antes del amor. Sus ojos en los míos, y el cuerpo a cien.

Bajar la rue d’Aubagne, a cualquier hora del día, era todo un viaje. Había una enorme sucesión de comercios, de restaurantes, como otras tantas escalas. Italia, Grecia, Turquía, Líbano, Madagascar, Reunión, Tailandia, Vietnam, África, Marruecos, Túnez, Argelia. Y de premio: Arax, la mejor tienda de lukums[25].

No me sentía capaz de ir a buscar el coche al cuartel de la policía, de volver a casa. Ni ganas de ir a pescar. En la rue Ronde des Capucins habían puesto el mercadillo. Olores a cilantro, a comino, a curry, mezclados con olor a menta. Oriente. Giré a la derecha, por la Halle Delacroix. Entré en un bar y pedí un café doble fuerte. Y tostadas.

Los periódicos «abrían» con el tiroteo de la place de L’Opéra. Desde la ejecución de Zucca, explicaban los periodistas, la policía seguía la pista de Al Dajil. Todo el mundo esperaba que hubiera ajustes de cuentas. 1-0, las cosas no iban a quedar así, evidentemente. Ayer por la noche, gracias a una actuación rápida y fría, la brigada del comisario Auch había evitado que la place de L’Opéra se convirtiera en un verdadero campo de batalla. Ni transeúntes heridos, ni un escaparate roto. Cinco mafiosos muertos. Un buen golpe. Y, en la segunda parte, ya veremos.

Volví a ver a Morvan cruzando la plaza y dándole un toque con la palma de la mano al taxi aparcado. Volví a ver a Auch saliendo de La Commanderie, con una sonrisa de oreja a oreja. Con las manos en los bolsillos, eso seguro. Lo de la sonrisa de oreja a oreja igual me lo había inventado yo. Ya ni sabía.

Los dos mafiosos que abrieron fuego, Jean-Luc Trani y Pierre Bogho, estaban buscados por la policía judicial. Pero no eran más que dos asquerosos chorizos. Algo proxenetas, algo broncas. Unos cuantos atracos, pero nada que los colocara en el hit-parade de la delincracia. Que fueran tan a saco dejaba perplejo a más de uno. ¿Quién estaba detrás de ese comando? Ésa era la pregunta. Pero Auch no hizo ningún comentario. Tenía la costumbre de contar lo menos posible.

Después de un segundo café solo doble no me sentía mucho mejor. Tenía un buen resacón. Pero me obligué a moverme. Crucé La Cannebière, subí el cours Belzunce, después la rue Colbert. En la avenue de La République, tiré por la montée des Folies-Bergère, para cortar por el Panier. Rue de Lorette, rue du Panier, rue des Pistoles. Instantes después, con la llave maestra en la mano, manipulé la cerradura de casa de Lole. Una cerradura mala. No resistió mucho. Yo tampoco. En la habitación, me dejé caer encima de la cama. Agotado. Con la cabeza a tope de ideas negras. No pensar. Dormir.

Me quedé dormido. Estaba chorreando. Sentía el calor detrás de las persianas, pesado y espeso. Las dos y veinte ya. Era sábado. Pérol estaba de guardia hasta mañana por la noche. El fin de semana no me tocaba más que una vez al mes. Con Pérol podía dormir como un tronco. Era un poli tranquilo. En caso de marrón, era capaz de encontrarme en cualquier sitio de Marsella. Me preocupaba un poco cuando me sustituía Cerutti. Era joven. Soñaba con pegar tiros. Le quedaba mucho por aprender. Empezaba a ser urgente que me espabilara. Mañana, como todos los domingos que tenía libres, Honorine venía a comer. De menú, siempre pescado. Y el pescado hay que pescarlo, como tiene que ser.

La ducha fría no me refrescó las ideas. Vagué desnudo por el apartamento. El apartamento de Lole. Todavía no sabía por qué había venido aquí. Lole fue el polo de atracción de Ugo, Manu y mío. No sólo por su belleza. No llegó a ser guapa de verdad hasta muy tarde. De adolescente era flaca, poco formada. Al contrario que Zina o Kali, cuya sensualidad era inmediata.

A Lole la hizo bella nuestro deseo. Ese deseo que ella leyó en nosotros. A nosotros nos atrajo lo que había en el fondo de su mirada. Ese inexistente lejano lugar del que venía y hacia el que parecía dirigirse. Una zíngara. Una viajera. Cruzaba el espacio, y el tiempo parecía no alcanzarla. Era ella la que daba. Los amantes que tuvo, entre Ugo y Manu, los eligió ella. Como un hombre. Por ese lado era inaccesible. Tender la mano hacia ella era como querer estrechar la mano de un fantasma. En la punta de sus dedos no quedaba más que polvo de eternidad, ese polvo de la carretera de un viaje sin fin. Yo era consciente de eso. Porque una vez me crucé en su camino. Por casualidad.

Zina me dijo cómo localizar a Lole en Madrid. La llamé. Para decirle lo de Manu. Y que volviera. Aunque evitáramos vernos con Manu, hay lazos difíciles dé romper. Los de la amistad. Más fuertes. Más verdaderos que los lazos familiares. Anunciarle la muerte de Manu era algo que me pertenecía. No se lo hubiera dejado a nadie. Por nada del mundo a un policía.

Fui a buscarla al aeropuerto, después la llevé al depósito de cadáveres. Para verle. Por última vez. Manu no nos tenía más que a nosotros para acompañarle. Quiero decir, de los que le queríamos. Tres de sus hermanos vinieron al cementerio. Sin sus mujeres, ni sus hijos. Que Manu estuviera muerto era un alivio para ellos. Se avergonzaban de él. No nos dirigimos la palabra. Después de que se fueran, Lole y yo nos quedamos ante la tumba. Sin lágrimas. Pero con un nudo en la garganta. Manu se iba y con él una parte de nuestra juventud. Al salir del cementerio fuimos a tomar algo. Un coñac. Dos, tres. Sin hablar. Envueltos en el humo del tabaco.

—¿Quieres comer?

Quería romper el silencio. Se encogió de hombros, llamó al camarero para que nos volviera a poner algo.

—La última y nos vamos —dijo buscando una aprobación en mi mirada.

Era de noche. Tras la lluvia de los últimos días soplaba el mistral, helador. La llevé hasta la casita que Manu solía alquilar en L’Estaque. Yo no había estado más que una vez. Hacía casi tres años. Manu y yo tuvimos una discusión turbulenta. Estaba metido de lleno en el tráfico de coches robados para Argelia. Iban a destapar la red y él quedaría atrapado. Había ido a advertírselo. A decirle que lo dejara. Estábamos bebiendo pastís en el jardín. Le hizo gracia que fuera.

—¡Deja de darme el coñazo, Fabio! No te metas en esto.

—He hecho el esfuerzo de venir, Manu.

Lole nos miraba sin intervenir. Bebía a sorbos pequeños chupando el cigarro despacio.

—Acábate la copa y lárgate. Hasta el culo de oír tus chorradas. ¿Vale?

Apuré la copa. Me levanté. Puso la sonrisa cínica de los días malos. La que descubrí el día de la mierda de atraco a la farmacia. Y que no se me había vuelto a olvidar. Y en el fondo de su mirada esa desesperación tan suya. Como si hubiera una locura responsable de todo. Una mirada a lo Artaud, al que cada vez se parecía más desde que se había quitado el bigote.

—Hace tiempo te llamé espingüino. Y no. Estaba equivocado. Sólo eres un colgao.

Y, antes de que reaccionara, le coloqué un puñetazo en la jeta. Se fue a tomar por culo a un puto rosal por ahí. Me acerqué a él, tranquilo y frío.

—Levántate, colgao.

Nada más ponerse de pie le clavé el puño izquierdo en el estómago y el derecho inmediatamente en la barbilla. Se comió el rosal otra vez. Lole se me acercó.

—¡Ábrete de aquí! Y no vuelvas en tu puta vida.

Esas palabras no las había podido olvidar. Dejé el motor encendido. Delante de la puerta. Lole me miró. Después, sin decir palabra, bajó del coche, La seguí. Fue directamente al baño. Oí correr el agua. Me puse un whisky, hice fuego en la chimenea. Salió vestida con un albornoz amarillo. Cogió un vaso y la botella de whisky. Después tiró un colchón de espuma al suelo, delante de la chimenea, y se sentó junto al fuego.

—Deberías darte una ducha —dijo sin darse la vuelta—. Lavarte la muerte.

Nos quedamos horas bebiendo. En la oscuridad. Sin hablar. Echando leña y poniendo discos. Paco de Lucía. Sabicas. Django. Luego Billie Holiday, la discografía completa. Lole se acurrucó contra mí. Tenía el cuerpo caliente. Estaba temblando.

Estábamos llegando al final de la noche. A esa hora en la que bailan los demonios. El fuego chispeaba. Soñaba con el cuerpo de Lole desde hacía años. El placer en la punta de los dedos. Sus gritos me helaron la sangre. Miles de cuchillos me apuñalaban el cuerpo. Me di la vuelta hacia el fuego. Encendí dos cigarros y le tendí uno.

—¿Qué tal? —dijo ella.

—Peor imposible. ¿Y tú?

Me levanté, subiéndome el pantalón. Sentí su mirada clavada en mí, mientras me vestía. La vi sonreír un instante. Una sonrisa cansada. Pero no triste.

—Es asqueroso —dije.

Se levantó y se me acercó. Desnuda, sin pudor. Sus gestos eran tiernos. Apoyó la mano en mi pecho. Le ardían los dedos. Tuve la sensación de que me estaba marcando. Para toda la vida.

—¿Y ahora qué vas a hacer?

No tenía respuesta para su pregunta. No tenía la respuesta a su pregunta.

—Lo que puede hacer un policía.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo lo que puedo hacer.

—Cuando quieres, sí que haces algo más. Como follarme, por ejemplo.

—O sea, ¿qué lo has hecho por eso?

Sin darme ni cuenta, me encontré con un bofetón. Me pegó con todas sus fuerzas.

—Yo no me dedico a trueques ni intercambios. No hago chantajes. No tengo nada que regatear. No soy ni de las que se toman ni de las que se dejan. Sí, puedes decirlo bien alto, es as-que-ro-so.

Abrió la puerta. Con los ojos fijos en los míos. Me sentí patético. De verdad. Me avergonzaba de mí mismo. Tuve una última visión de su cuerpo. De su belleza. Supe todo lo que iba a perder cuando sonara el portazo.

—¡Lárgate de aquí!

Me echó por segunda vez.

Estaba sentado en la cama. Hojeando un libro de Christian Dotremont que cogí de encima de otros libros y panfletos que habían ido a parar bajo la cama. Grand hôtel des valises[26]. No conocía a este autor.

Lole había copiado en el marca páginas trozos de frases. Poemas.

À ta fenêtre il m’arrive de ne pas frapper

à ta voix de ne pas repondré

à ton geste de ne pas bouger

pour que nous n’ayons à faire

qu’à la mer qui est bloquée[27].

De repente me sentí intruso. Volví a dejar el libro tímidamente. Tenía que irme. Eché un último vistazo a la habitación, después al salón. No me podía hacer a la idea. Todo estaba en perfecto orden, los ceniceros limpios, la cocina recogida. Todo estaba ahí como si Lole fuera a volver de un momento a otro. Y todo era como si se hubiera ido para siempre, asqueada por fin de toda la nostalgia que atestaba su vida: libros, fotos, adornos, discos. Pero ¿dónde estaba Lole? A falta de respuesta, regué la albahaca y la menta. Con ternura. Por amor al olor. Por amor a Lole.

Había tres llaves colgadas de un clavo. Las probé. Sin duda llaves de la puerta y del buzón. Cerré y me las eché al bolsillo.

Pasé delante de la Vieille Charité, la obra maestra inacabada de Pierre Puget. El viejo hospicio había alojado a los apestados del siglo pasado. A los indigentes de principios de siglo, y luego a todos a quienes los alemanes habían expulsado de sus casas después de la orden de destrucción del barrio. Había conocido todo tipo de miserias. Ahora estaba flamante y nuevo. Sublime en las líneas, resaltadas por la piedra rosa. Los edificios albergaban varios museos, y la gran capilla se había convertido en sala de exposiciones. Había una librería e incluso un salón de té-restaurante. Todos los artistas e intelectuales de Marsella pasaban por aquí para exhibirse, casi con la misma asiduidad con la que yo iba a pescar.

Había una exposición de César, ese genio marsellés que hizo fortuna comprimiendo todo tipo de objetos. A los marselleses les hacía gracia. A mí me daban ganas de potar. Los turistas acudían. En autobuses repletos. Italianos, españoles, ingleses, alemanes. Y japoneses, por descontado. Tanta insipidez y mal gusto, en un lugar cargado de historias dolorosas, me parecía constituir el símbolo de este fin de siglo.

A Marsella le había podido la tontería parisina. Se imaginaba capital. Capital del sur. Olvidándose de que lo que la convertía en capital era el hecho de ser un puerto. El cruce de todas las mezclas humanas. Desde hacía siglos. Desde que Protis puso el pie en la orilla. Y desposó a la bella Gyptis, princesa ligur[28].

Yamal subía por la calle Rodillat. Se quedó inmóvil. Sorprendido de toparse conmigo. Pero ya no podía cambiar de dirección. Aunque esperaba seguramente, sin estar muy convencido, que no lo reconocería.

—¿Qué hay Yamal?

—Bien, señor —soltó de mala gana.

Miró a izquierda y derecha. Daba bastante corte que te vieran con un madero.

Le cogí del brazo.

—Ven, te invito a algo.

Con la barbilla le señalé el bar Des Treize Coins, un poco más abajo. Donde solía comer a diario. El cuartel de la policía estaba a quinientos metros, debajo del passage des Treize Coins, al otro lado de la rue Sainte-Françoise. Era el único poli que iba por allí. Los otros tenían sus costumbres más abajo, en la rue de L’Évêché o en la place des Trois Cantons, según las afinidades.

A pesar del calor nos instalamos dentro. Resguardados de las miradas. Ange, el dueño, nos trajo dos cañas.

—¿Y el vespino qué? ¿Lo escondiste?

—Sí, sñor. Como me dijo usté —bebió un trago. Me miró de soslayo—. Oye, sñor. Me han hecho ya mogollón de preguntas. ¿Y ahora qué más?

Ahora el sorprendido era yo.

—¿Quién te ha hecho preguntas?

—¿No eres poli o qué?

—¿Me vas a contestar o no?

—Ésos.

—¿Quiénes son ésos?

—Pues ésos, los que le mataron, joer. Que está la cosa súper caliente. Me han dicho que me podían pringar por cómplice de asesinato. Por el vespino. ¿De verdá se había cargao a uno?

Me invadió un sofoco. O sea, que lo sabían.

Bebí cerrando los ojos. No quería que Yamal notara mi agobio. El sudor se me escurría por la frente, por las mejillas y el cuello. Lo sabían. Sólo de pensarlo otra vez, me puse a temblar.

—¿Quién era ese tío?

Abrí los ojos. Pedí otra cerveza. Tenía la boca seca. Me daban ganas de contarle la historia a Yamal: Manu, Ugo y yo. La historia de tres amigos. Pero la historia se la podía vender como me diera la gana, él sólo se quedaría con la de Manu y Ugo. Del poli pasaría. El poli representaba lo que más asco le daba.

La injusticia en persona. Sólo por existir.

Police machine matrice d’écervelés

mandatés par la justice

sur laquelle je pisse[29].

gritaban los de NTM[30], unos raperos de Saint-Denis. Un superéxito, entre los chavales de quince-dieciséis años de los barrios, pese al boicot de la mayoría de las emisoras. El odio a la pasma unía mucho a los chavales. También es verdad que no se les ayudaba mucho a que tuvieran otra imagen de nosotros. A mí me pagaban para tenerlo en cuenta. Y en la frente no llevaba escrito: poli amable. De hecho no lo era. Creía en la justicia, la ley, el derecho. Esas cosas. Que nadie respetaba, porque nosotros éramos los primeros en saltárnoslas a la torera.

—Un mafioso —le dije.

Yamal se descojonaba de mi respuesta. ¿Qué iba a contestar un poli? Él no esperaba que yo le dijera: «Era un tío majo y, además, éramos amigos». Pero a lo mejor es lo que tendría que haberle contestado. Pero no tenía ya ni idea de lo que había que contestar a este tipo de críos, como a todos los que me cruzaba por las cités. Hijos de inmigrantes, sin curro, sin futuro, sin esperanza.

Les bastaba con enchufar el telediario para enterarse de que habían dado por culo a su padre, y que se preparaban para darles por culo a ellos más si cabe. Dris me contó que uno de sus amigos, Hasan, el día que cobró su primer sueldo, se plantó en el banco. Estaba como loco de contento. Se sentía por fin respetable, aun cobrando el salario mínimo. «Quería un préstamo de tres kilos, sñor. Pa un coche». Los del banco se echaron a reír en su cara. Ese día lo entendió todo. Yamal sabía mucho de eso. Y en sus ojos vi a Manu, a Ugo y a mí mismo. Hace treinta años.

—¿Puedo sacarlo otra vez, el vespino?

—A mí me parece que deberías deshacerte de él.

—Los colegas me han dicho que no pasaba nada. No les he contao que me había pedido usté eso.

—¿El qué?

—Pues que lo escondiera y eso.

Sonó el teléfono. Ange me hizo un gesto desde el mostrador.

—Para ti, es Pérol.

Cogí el auricular.

—¿Cómo sabías que estaba aquí?

—Déjalo, Fabio. Hemos encontrado a la chiquilla.

Creí que se me tragaba la tierra. Vi a Yamal levantarse y marcharse del bar sin darse la vuelta. Me agarraba al mostrador como el que se aferra a un salvavidas. Ange me lanzaba miradas de horror. Le hice el gesto de ponerme un coñac. Uno solo. De un trago. No era eso lo que podía sentarme peor.