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Donde el honor de los supervivientes consiste en sobrevivir

Una bruma de calor envolvía Marsella. Circulaba por la autopista con las ventanas abiertas. Puse una cinta de B. B. King. El sonido a tope. Nada más que la música. No quería pensar. Todavía no. Sólo quería vaciarme la cabeza, rehuir ciertas ideas que afluían. Volvía de Aix y se confirmaban todos mis temores. Leila había desaparecido de verdad.

Vagué por una facultad desierta en busca de la secretaría. Antes de ir a la ciudad universitaria necesitaba saber si Leila había aprobado su tesina. La respuesta era sí. Con matrícula. Había desaparecido, después. Su viejo Fiat Panda rojo estaba en el aparcamiento. Eché un vistazo, pero no había nada pululando por el interior. O estaba averiado, cosa que no comprobé, y se había ido en autobús, o alguien había pasado a recogerla.

El vigilante, un hombrecillo rechoncho con una visera clavada en la cabeza, me abrió la habitación de Leila. Se acordaba de haberla visto llegar, no de que se hubiera vuelto a marchar. Pero él se había ausentado hacia las seis de la tarde.

—¿No habrá hecho nada malo?

—No, nada. Ha desaparecido.

—Joder —dijo, rascándose la cabeza—. Bien maja esta chiquilla. Y educada. No como algunas francesas.

—Es francesa.

—No me refería a eso, señor.

Se calló. Le había ofendido. Se quedó en la puerta mientras yo examinaba la habitación. No había nada que buscar. Sólo tener la convicción de que Leila no se había esfumado a Acapulco, sin más, para cambiar de aires. La cama estaba hecha. En el lavabo, cepillo de dientes, dentífrico, productos de belleza. En el armario, sus cosas, ordenadas. Una bolsa de ropa sucia. Encima de una mesa, hojas de papel, cuadernos y libros.

Allí estaba el que buscaba. Le Bar d’escale, de Louis Brauquier. La primera edición, de 1926, sobre papel verjurado puro Lafuma, editado por la revista Le Feu. Numerado con el 36. Se lo había regalado yo.

Era la primera vez que me separaba de uno de los libros que estaban en mi casa. Eran nuestros, de Manu, Ugo y míos. Representaban el tesoro de nuestra adolescencia. Siempre soñé con que un día nos reunieran a los tres. Un día en que Manu y Ugo me habrían perdonado por fin ser policía. Un día en que yo habría admitido que era más fácil ser poli que delincuente, y en el que podría abrazarlos como a hermanos con los que uno se reencuentra, con lágrimas en los ojos. Sabía que ese día leería ese poema de Brauquier que terminaba con estos versos:

Longtemps je t’ai cherchée

nuit de la nuit perdue[20].

Los poemas de Brauquier los habíamos descubierto en casa de Antonin. Eau douce pour navire, L’au-delà de Suez, Liberté des mers[21].

Teníamos diecisiete años. Y en esa época, el viejo librero se reponía con dificultad de un ataque cardiaco. Por turnos, atendíamos la tienda. Mientras tanto no nos fundíamos toda la pasta en las máquinas. Y, encima, nos zambullíamos en nuestra gran pasión, los libros viejos. Las novelas, los relatos de viajes, los poemas que leí tenían un olor particular. El olor a bodega, a sótano. Un olor casi especiado, mezcla de polvo y humedad. Verdín. Los libros de hoy ya no tienen olor. Ni siquiera a imprenta.

La edición original de Le Bar d’escale la encontré una mañana vaciando cajas que Antonin no había abierto nunca. Me lo llevé. Hojeé el libro, que tenía las páginas amarillentas, lo cerré y me lo metí en el bolsillo. Miré al vigilante.

—Perdone por lo de antes. Estoy nervioso.

Se encogió de hombros. Como quien está acostumbrado a que le echen la bronca.

—¿La conocía usted?

No le contesté, pero le di mi tarjeta. Por si acaso.

Abrí la ventana y bajé la persiana. Estaba agotado. Soñaba con una cerveza fría. Pero antes de nada tenía que hacer un informe sobre la desaparición de Leila y comunicarlo al servicio de desaparecidos. Mulud tendría acto seguido que firmar la orden de búsqueda. Le llamé. Noté abatimiento en su voz. Toda la miseria del mundo que, en un segundo, te atrapa y de la que no te liberas jamás. «La encontraremos». No pude decir nada más. Palabras que se abrían sobre abismos. Me lo imaginaba delante de la mesa, sin moverse. Con los ojos perdidos.

A la imagen de Mulud se superponía la de Honorine. Esta mañana, en su cocina. Fui a las siete. Para contarle lo de Ugo. No quería que se enterara por el periódico. Los servicios de Auch habían sido discretos sobre Ugo. Un pequeño recuadro en los sucesos. Un peligroso criminal, buscado por la policía en varios países, había sido abatido ayer cuando se disponía a disparar a un policía. Seguían luego algunos detalles necrológicos, pero en ningún sitio decía por qué Ugo era peligroso, ni cuáles eran los crímenes que había cometido.

La muerte de Zucca venía en titulares. Los periodistas se ajustaban todos a la misma versión. Zucca no era un mafioso tan célebre como lo habían sido Mémé Guérini o, más recientemente, Gaétan Zampa, Jacky Le Mat o Francis Le Belge. Quizá nunca había matado a nadie, o una o dos veces para hacerse una reputación. Hijo de abogado y abogado él mismo, era un gestor. Desde el suicidio de Zampa en la cárcel, gestionaba el imperio de la mafia marsellesa. Sin mezclarse en las disputas entre clanes u hombres.

De repente todo el mundo se hacía preguntas acerca de esta ejecución que podía desencadenar de nuevo la guerra entre bandas. Marsella no tenía ninguna necesidad de ello en este momento. La crisis económica de la ciudad era ya suficientemente dura de asumir. La SNCM, la compañía que cubre el trayecto de ferry con Córcega, amenazaba con implantarse en otro sitio. Se hablaba de Toulon o de La Ciotat, un antiguo astillero a 40 kilómetros de Marsella. Desde hacía unos meses un conflicto enfrentaba a la compañía y a los descargadores del puerto, a cuenta del convenio. Los descargadores ostentaban el monopolio de contratación en los muelles desde 1947. Hoy estas modalidades se volvían a poner en cuestión.

La ciudad dependía de este brazo de hierro. En todos los demás puertos habían cedido. Lejos de querer hundir la ciudad, para los descargadores se trataba de una cuestión de honor. El honor aquí es capital. «No tienes honor» era el insulto más grave. Se podía matar por honor. Al amante de tu mujer, al que ha «ensuciado» a tu madre, o al tío que ha perjudicado a tu hermana.

Ugo había vuelto por eso. Por el honor. El de Manu. El de Lole. El honor de nuestra juventud, de la amistad que compartimos. Y de los recuerdos.

—No debería haber vuelto.

Honorine levantó los ojos de la taza de café. En su mirada vi que no era eso lo que la torturaba. Era la trampa que se cernía sobre mí. ¿Tenía yo honor? Yo era el último. El que heredaba todos los recuerdos. ¿Podía un poli saltarse la ley? ¿Darse por satisfecho con la justicia? ¿Y a quién le importaba la justicia, si no eran más que unos mafiosos? A nadie. Esto es lo que vi en los ojos de Honorine. Ella se contestaba sí, sí, y otra vez que sí y al final que no, a sus propias preguntas. Me imaginaba tirado en el suelo. Con cinco balazos en la espalda, como Manu. O tres, como Ugo. Tres o cinco, ¿qué más daba? Uno era suficiente para que te mandaran a chupar la mierda de la acera. Y Honorine no quería eso. Yo era el último. El honor de los supervivientes consiste en sobrevivir. En seguir en pie. Estar con vida era ser el más fuerte.

La dejé con la taza de café delante. La miré. La misma cara que podría haber tenido mi madre. Con las arrugas de la que hubiera perdido a dos de sus hijos en una guerra que no era de su incumbencia. Giró la cabeza hacia el mar.

—Tendría que haber venido a verme.

Desde su creación no había hecho más que una docena de veces la ida y vuelta en la línea 1 del metro. Castelanne-La Rose. Que va desde los barrios bien, hacia los que se había desplazado el centro, con bares, restaurantes, cines, hasta la zona norte, en donde no había ninguna razón para poner los pies si no era por obligación.

Desde hacía unos días, un grupo de moros jóvenes andaba montando jaleo en el trayecto. Los responsables de seguridad del metro se inclinaban más por la mano dura. Los árabes no entendían de otra cosa. Me sabía la cantinela de memoria. Lo malo es que nunca había funcionado. Ni en el metro, ni en la SNCF. Después de ponerles a caldo alguna vez, habían tomado represalias. Vía bloqueada en la línea Marsella-Aix, después de la estación de Septémes-les-Vallons, hace un año. Pedradas en el metro en la estación de Frais-Vallon hace seis meses.

Propuse, pues, el método contrario. El que consiste en establecer un diálogo con la banda. A mi manera. A los cowboys del metro les hizo mucha gracia. Pero, por una vez, la dirección no les hizo caso y me dio carta blanca.

Pérol y Cerutti me acompañaban. Eran las seis. Podíamos empezar el paseíllo. Una hora antes me había acercado al taller donde trabajaba Dris. Me apetecía que habláramos de Leila.

Estaba acabando la jornada. Le esperé charlando con su jefe. Un enérgico partidario de los contratos de prácticas. Sobre todo cuando los aprendices curran como los obreros. Y Dris no escatimaba con el curro. Se colocaba con la grasa. Todas las noches una dosis. Era menos dañino que el crack o el caballo. O eso decían. Y yo me lo creía. Pero no te comía menos las neuronas. Dris tenía que andar todo el día demostrando lo que valía. Y no te olvides de decir sí señor, no señor. Y cerrar el pico constantemente, porque, joder, al final, no era más que un moro de mierda. De momento iba aguantando.

Me lo llevé hasta el bar de la esquina. Le Disque Bleu. Un bar cutre, como el dueño. Por el careto que tenía estaba claro que los árabes aquí sólo tenían derecho a rellenar la primitiva, la quiniela hípica y a consumir de pie. Y, aun dándomelas un poco de Gary Cooper, para que me pusieran dos cañas en las mesas casi les tengo que enseñar el carnet de policía. Para algunos yo era todavía demasiado moreno.

—¿Has dejado el entrenamiento? —le dije cuando llegué con las cervezas.

Siguiendo mis consejos se había apuntado a una sala de boxeo, en Saint-Louis. La llevaba Georges Mavros, un viejo amigo mío. Fue una joven promesa después de ganar algunos combates. Después tuvo que decidir entre la mujer a la que amaba y el boxeo. Se casó. Se hizo camionero. Cuando se enteró de que su mujer se acostaba con todo el mundo en cuanto se iba de viaje, vendió lo que tenía y abrió esta sala.

Dris tenía todas las cualidades para este deporte. La inteligencia. Y la pasión. Podría ser tan bueno como Stéphane Haccoun o Akim Tafer, sus ídolos. Mavros haría de él un campeón. Estaba convencido. A condición de que aguantara fuerte, por supuesto.

—Mucha caña. Me he comido mogollón de horas. Y el dueño es un plasta de puta madre. Lo tengo todo el día pegado al culo.

—No has llamado a Mavros. Te ha estado esperando.

—¿Sabe algo más de Leila?

—He venido a verte para eso. ¿Sabes si sale con alguien?

Me miró como si me estuviera quedando con él.

—¿Pero no es usté su novio?

—Somos amigos, como tú y yo.

—Yo creía que se la tiraba.

Casi le doy un bofetón. Hay palabras que me dan ganas de vomitar. Ésta particularmente. El placer pasa por el respeto. Empieza por las palabras. Siempre lo he creído así.

—Yo no me tiro a las mujeres. Las amo… O al menos, lo intento.

—¿Y a Leila?

—¿A ti qué te parecería?

—A mí me cae usté bien.

—Déjalo. Tíos majos, chicos jóvenes, como tú, hay a montones.

—¿Y qué quiere decir eso?

—Que no sé dónde se ha metido. Dris. ¡Joder! Que porque no me la haya follado no la dejo de querer. ¡Cojones!

—La vamos a encontrar.

—Eso es lo que le he dicho a tu padre. Y ves, precisamente por eso, he venido a verte.

—No sale con ninguno. Estamos sólo nosotros. Yo, Kader y papá. La facul. Sus amigas. Y usté. No para de hablar de usté. Encuéntrela. ¡Es su curro!

Se marchó después de dejarme el teléfono de dos amigas de Leila, Yasmín y Karine, con las que había coincidido una vez, y el de Kader en París. Pero no veíamos por qué se habría marchado a París sin decirle nada. Aunque Kader tuviera malos rollos, ella se lo habría contado. De todas maneras Kader era un chaval honesto. Como que la tienda de ultramarinos funcionaba gracias a él.

Eran ocho. De unos dieciséis o diecisiete años. Se montaron en el Vieux-Port. Los esperábamos en la estación Saint-Charles-Gare SNCF. Estaban agrupados en la parte delantera de un vagón. De pie encima de los asientos, aporreaban las paredes y los cristales como si fueran tam-tam, al ritmo de un radio cassette. La música a toda caña. Rap, por supuesto. IAM, los había oído. Eran un grupo marsellés de lo más total. Se les oía bastante en Radio Grenouille, el equivalente a Nova en París. Retransmitían a todos los grupos rap y ragga de Marsella y del sur. IAM, Fabulous Trobadors, Bouducon, Hypnotik, Black Lions. Y Massilia Sound System, surgido entre los ultras, en el giro sur del Estadio Velódromo. El grupo había contagiado primero la fiebre ragga hip hop a los hinchas del OM, luego a toda la ciudad.

En Marsella, se practica la tchatche. El rap es más de lo mismo. Tchatche, ni más ni menos. A los primos jamaicanos les habían salido hermanos aquí. Y como en el bar, las canciones iban de París, del Estado centralista, de la cutrez de los barrios, de los autobuses nocturnos. La vida, sus problemas. El mundo, visto desde Marsella.

On survit d’un rythme de rap,

voilà pourquoi ça frappe.

Ils veulent le pouvoir et le pognon à París.

J’ai 22 ans, beaucoup de choses à faire.

Mais jamais de la vie je n’ai trabi mes frères.

Je vous rappelle encore avant de virer là,

qu’on ne me traitera pas

de soumis `s ce putain d’État[22].

Y bien que le sacudían en el vagón. Tam-tam de África, del Bronx y del planeta Marte. El rap no era mi música preferida. Pero las letras de IAM, hay que reconocerlo, acertaban de lleno. De verdad. Además tenían mucho groove, que dicen. No había más que mirar a los dos jóvenes que estaban bailando delante de mí.

Los viajeros se habían retirado hacia el fondo del vagón. Bajaban la cabeza, como si no vieran nada, no oyeran nada. La procesión iba por dentro. Pero ¿para qué abrir el pico? ¿Para llevarse un navajazo? En la siguiente estación, la gente dudó en subirse al tren. Se apretó al fondo. Resoplando. Con rechinar de dientes. Soñando con apalearlos. Y con ganas de matar.

Cerutti se coló entre ellos. Lo suyo era la comunicación por radio con el cuartel general. Si la cosa se ponía fea. Pérol se instaló en el trozo despejado. Yo fui a sentarme en medio de la banda, y abrí un periódico.

—¿Podríais dar un poco menos el coñazo?

Hubo un momento de duda.

—¡Me das por culo, tío! —soltó uno de ellos.

—Igual te estamos molestando —dijo otro sentándose a mi lado.

—Pues sí, mira, ¿cómo lo has adivinado?

Miré a mi vecino a los ojos. Los otros pararon de pegar en las paredes. Fijo que la cosa se estaba poniendo fea. Me rodearon.

—¿Por qué no nos tragas, tío? ¿Qué no te gusta, a ver? ¿El rap? ¿Nuestro careto?

—Lo que no me gusta es que me toquéis los cojones.

—¿Has visto los que somos? Que te den por culo, tío.

—Sí, ya. Los ocho juntos sois muy chulos. Solitos, no hay huevos.

—¿Y tú tienes muchos o qué?

—Si no estuviera aquí, no tendrías que preguntármelo. Los del fondo empezaban a levantar la cabeza. Pues tiene mucha razón. No vamos a dejar que hagáis lo que queráis.

La valentía de las palabras. Reformés-Cannebiére. El tren se llenó más. Sentía gente detrás de mí. Cerutti y Pérol tuvieron que acercarse.

Los jóvenes estaban un poco desconcertados. Imaginé que no tenían jefe. Hacían el gilipollas, así sin más, por joder. Una provocación. Gratuita. Pero que podía costarles la cabeza. Una bala se perdía con tanta facilidad. Volví a abrir el periódico. El que llevaba el radio cassette reanimó un poco el cotarro. Otro se puso otra vez a pegar en el cristal. Pero suave. A ver qué pasaba. Los otros observaban, guiñándose el ojo. Con risitas, con codazos. Unos putos críos.

El que me plantaba cara casi me mete las zapatillas encima del periódico.

—¿Vas a bajar los pies o qué?

—Y a ti qué te importa.

—Pues, estaría mejor si no estuvieras tan cerca.

A mi espalda me imaginaba cientos de miradas apuntándonos. Me parecía un monitor con su grupo. Cinq-Avenue-Longchamp. Saint-Juste. Las estaciones se sucedían. Los chavales no decían ni mu. Le estaban dando vueltas al coco. Estaban a la espera. El tren empezaba a vaciarse. Malpassé. Detrás de mí el vacío.

—Te partimos la jeta y aquí no se mueve ni Dios —dijo uno levantándose.

—No llegan ni a diez, si quitamos a la piba y a los dos viejos.

—Pero no me vas a hacer nada.

—¿Ah sí, y cómo lo sabes?

—Porque no eres más que un chulo de mierda.

Frais-Vallon. Sólo viviendas de protección oficial. No había horizonte.

—¡Aguaa! —gritó uno de ellos.

Se bajaron corriendo. Di un bote y pillé al último por el brazo. Se lo retorcí en la espalda. Con firmeza, pero sin violencia. Forcejeó. Los pasajeros se apresuraban a abandonar el andén.

—Ahora estás solo.

—¡Hostia, que me sueltes! —ponía por testigos a Cerutti y Perol, que se alejaban lentamente—. Este tío está gilipollas. Me quiere partir la cara.

Cerutti y Pérol ni lo miraron. El andén estaba desierto. Sentí la rabia en el chaval. Y el miedo.

—No te va a defender nadie. Eres un moro. Te me puedo cargar aquí mismo, en el andén. Nadie moverá un dedo. ¿Lo entiendes o no? Así que ya podéis dejar de hacer el gilipollas, tú y tus amigos, u os vais a topar un día con tíos que os van a joder de verdad. ¿Lo has entendido o no?

—¡Vale, joder, que me haces daño!

—Que corra la voz. Si te vuelvo a ver, te machaco el brazo.

Cuando salí de nuevo a la superficie, ya era de noche. Casi las diez. Estaba hecho polvo. Demasiado acabado como para volver a casa. Necesitaba dar una vuelta. Ver gente. Sentir palpitar algo que se pareciera a la vida.

Entré en el O’Stop, un restaurante nocturno, en la place de L’Opéra. Melómanos y prostitutas alternaban juntos sin problema. Sabía a quién me apetecía ver. Y estaba allí. Marie-Lou, una joven puta antillana. Había aterrizado por el barrio hacía tres meses. Era maravillosa. Tipo Diana Ross, a los veintidós. Esa noche llevaba un vaquero negro y una camiseta gris de tirantes, bastante ajustada. Tenía el pelo recogido hacia atrás con un lazo negro. Nada era vulgar en ella, ni siquiera su manera de sentarse. Era casi altiva. Pocos hombres se atrevían a abordarla sin que lo hubiera decidido ella antes, con una mirada.

Marie-Lou no hacía la calle. Trabajaba por Minitel[23] y, como era selectiva, se citaba aquí. Para comprobar la pinta del cliente. Marie-Lou me excitaba muchísimo. La había seguido alguna vez después de la primera. Nos gustaba vernos. Para ella, yo era el cliente ideal. Para mí era más simple que amar. Y de momento me venía bien. El O’Stop estaba a tope, como siempre. Muchas prostitutas, que hacían una paradita para hacer pipí y tomarse un whisky con coca-cola. Algunas, las de más edad, conocían a Verdi en general y a Pavarotti en particular[24]. Repartí unos cuantos guiños y sonrisas y me senté en un taburete, en la barra. Al lado de Marie-Lou. Estaba pensativa, con la mirada perdida en el vaso vacío.

—¿Cómo van los negocios?

—¡Hombre, qué tal! ¿Me pagas una copa?

—Un margarita para ella, whisky para mí —una noche que empezaba bien.

—Tenía un plan, pero luego no me ha inspirado mucho la cosa.

—¿Y un plan con quién?

—¡Con un poli!

Soltó una carcajada y luego me dio un beso en la mejilla. Una descarga eléctrica y un clic en el calzoncillo.

Cuando vi a Molines íbamos ya por la tercera ronda. Intercambiamos seis o siete frases. Tan breves como banales. Bebíamos con aplicación. Era lo que mejor me venía. Molines era del equipo de Auch. Montaba guardia en la acera delante del O’Stop. Parecía aburrirse en serio. Me levanté del taburete y pedí otra ronda.

Le produje el mismo efecto que el de un monigote que sale de una caja. Se sobresaltó. Aparentemente mi presencia no le colmaba de alegría.

—¿Qué coño haces aquí?

—Uno: beber, dos: beber, tres: beber, cuatro: comer. Y a partir del cinco, ni idea. ¿Y tú?

—De servicio.

No estaba muy hablador el cowboy. Se alejó un poco. Por lo visto no merecía su compañía. Y siguiéndolo con la mirada, los vi. Al resto del equipo. En diferentes esquinas. Besquet, Paoli en el cruce de la rue Saint-Saéns con la rue Moliere. Sandoz, Mériel, con el que se acababa de juntar Molines, en la calle Beauvau. Cayrol no paraba de dar vueltas delante de la Ópera. A los demás no alcanzaba a verlos. Estarían seguramente en coches aparcados alrededor de la plaza.

Viniendo de la rue Paradis, un Jaguar gris metalizado se metió por la rue Saint-Saëns. Besquet se llevó el walkie-talkie a la boca. Paoli y él dejaron su puesto y cruzaron la plaza, sin atender a Cayrol, y subieron lentamente por la rue Corneille.

De uno de los coches salió Morvan. Cruzó la plaza, después la rue Corneille, como si fuera a entrar en La Commanderie, una discoteca nocturna en donde se codeaban periodistas, polis, abogados y hampones. Pasó por delante de un taxi aparcado en doble fila, justo en la puerta de La Commanderie. El cartel decía «ocupado». Al pasar, Morvan pegó con la mano en la puerta. Como sin querer. Después siguió andando, se paró delante de un sex-shop y encendió un cigarro. Se estaba cociendo algo. No sabía exactamente qué. Pero yo era el único que se estaba enterando.

El Jaguar giró y aparcó detrás del taxi. Vi a Sandoz y a Mériel acercarse. Cayrol poco después. Él se estaba cerrando. Un hombre bajó del Jaguar. Un árabe, cachas, en traje, corbata, con la chaqueta desabrochada. Un guardaespaldas. Miró a la derecha, a la izquierda, después abrió la puerta de atrás. Salió un hombre. Al Dajil. ¡Hostia! El inmigrante. El jefe de la mafia árabe. Lo había visto sólo una vez que lo detuvieron. Pero Auch no pudo probar nada contra él. Su guardaespaldas cerró la puerta y se dirigió hacia la entrada de La Commanderie.

Al Dajil se abrochó la chaqueta, se agachó a decir algo al chófer. Dos hombres salieron del taxi. El primero de unos veinte años, bajito, con vaqueros y chaqueta de paño. El otro de estatura mediana, apenas más mayor, el pelo casi al cero. Pantalón, cazadora negra de tela. Anoté el número del taxi justo cuando arrancó: 675 JLT 13. Un reflejo. El tiroteo empezó. El más bajito disparó primero. Al guardaespaldas. Después se dio media vuelta y disparó al chófer que salía del coche. El otro vació el cargador sobre Al Dajil.

A nadie se le dio el alto. Morvan abatió a Cabeza Rapada antes de que se diera la vuelta. El otro, con la cabeza bajada y el arma en la mano, se coló entre dos coches. Tras echar un vistazo detrás de él, rápido, demasiado rápido, retrocedió.

Sandoz y Mériel tiraron al mismo tiempo. Hubo gritos. Se formó de repente un tumulto. Los hombres de Auch. Los curiosos.

Oí las sirenas de la policía. El taxi desapareció por detrás de la Ópera, por la calle Francis Davso, a la izquierda. Auch salió de La Commanderie, con las manos en los bolsillos de la chaqueta. Sentí en mi espalda los pechos calientes de Marie-Lou.

—¿Qué pasa?

—Nada bueno.

Era lo mínimo que podía decir. La guerra estaba abierta. Pero a Zucca se lo había cargado Ugo. Y todo lo que acababa de ver me dejaba flipao. Parecía como si todo hubiera estado preparado. Hasta el último detalle.

—Un ajuste de cuentas.

—¡Mierda! ¡Lo que me faltaba!

Necesitaba urgentemente algo que me levantara el ánimo. Y no perderme en preguntas. Ahora no. Tenía ganas de vaciarme. De olvidar. A la pasma, a los mafiosos. A Manu, a Ugo, a Lole, a Leila. Y, en primer lugar, a mí mismo. De disolverme en la noche, si era posible. Alcohol y Marie-Lou, eso era lo que necesitaba. Y rápido.

—Pon el contador en marcha, te invito a cenar.