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Donde hasta sin solución apostar supone esperar

Aparqué el R5 en el parking de La Paternelle. Una cité magrebí. No era la más dura. No era la peor. Acababan de dar las diez y hacía ya mucho calor. Aquí el sol podía pegar con ganas. Ni un árbol. Nada. Los bloques. El parking. El descampado. Y a lo lejos el mar. L’Estaque y su puerto. Como otro continente. Me acordaba de que Aznavour cantaba: La misère est moins dure au soleil[14]. Seguro que nunca se había dado un paseíto por aquí. Por este amasijo de mierda y hormigón.

En cuanto aterricé en las cités empecé a tratarme con quinquis, yonquis y macarras. Los más marginales, los que hielan la sangre. Los que acojonan a la gente. No a la del centro, sino a la de las propias cités. Los quinquis: adolescentes muy metidos ya en la delincuencia. Atracadores, camellos, chantajistas: algunos, de apenas diecisiete años, acumulan a veces hasta dos años de cárcel, acompañados de una libertad condicional de varios años. Durillos de pronto fácil. Cutres. En cuanto a los yonquis, no se meten en líos. Excepto si tenemos en cuenta que les hace falta pasta a menudo y, por ese motivo, pueden hacer cualquier gilipollez. Llevaban todas las de perder. El careto que tenían era toda una declaración.

Los macarras: son tipos tranquis. Nada de tonterías. Nada de antecedentes penales. Se matriculan en formación profesional, pero no van, mejor para todos: se descargan las clases y hay profesores de sobra. Pasan las tardes en la FNAC o en Virgin. Levantan un cigarrillo por aquí, veinte durillos por allá. Un buscarse la vida sano. Hasta el día en que se ponen a soñar con ir en BMW, porque están quemados de coger el autobús. O cuando les viene «la iluminación» de la droga. Y se obcecan.

Luego están todos los que fui descubriendo más tarde. Una manada de críos sin otra historia que la de haber nacido allí. Y moros. O negros, o gitanos. Comoranos. Estudiantes de instituto de todas las categorías, trabajadores interinos, parados, soplapollas públicos, deportistas. Su adolescencia era como caminar por la cuerda floja. Pero con la diferencia de que tenían todas las de caerse. ¿Dónde? Esa era la lotería. Nadie lo sabía. Mangui, macarra, yonqui. Tarde o temprano se enterarían. De momento, se dejaban pescar por nimiedades. Por no llevar el billete del autobús, por montar bronca a la salida del colegio, por mangar una chorrada en el supermercado.

De eso hablaban en Radio Galére, la radio sucia que lava el cerebro. Una radio de tchatche[15] que oía habitualmente en el coche. Esperé hasta el final del programa con la puerta abierta.

—¡Nuestros viejos no pueden ayudarnos más, joder! Mira, yo, por ejemplo. Voy a hacer dieciocho tacos, ¿vale? Joder, necesito unos cincuenta o cien los viernes por la noche. Normal, ¿no? En mi casa somos cinco. ¿De dónde te crees tú que se va a sacar mi viejo los quinientos? O sea, que, en general, no digo que yo, pero… un joven tendrá que…

—Robar carteras por ahí, ¿o no?

—Venga, no te pases.

—Ya. Y el tío al que le levantan la pasta tiene clarísimo que ha sido un moro y de golpe va y se hace del Frente Nacional.

—Y eso sin ser racista, ¿eh?

—Que podía haber sido, yo qué sé, portugués, francés. Gitano.

—¡O suizo! ¡Qué hostias! Ladrones hay de todas partes.

—Ya es chungo, pero en Marsella hay que reconocer que es más veces un moro que un suizo.

Desde que me encargaba de la periferia había pillado a auténticos criminales, a unos cuantos yonquis y atracadores. Flagrantes delitos, carreras de persecución por las cités o las circunvalaciones. Acababan en Les Baumettes, la gran trena marsellesa. Lo hacía sin piedad, sin odio tampoco. Pero siempre con una duda. La cárcel, a las dieciocho primaveras, seas quien seas, te parte la vida. Cuando atracábamos con Manu y Ugo, los riesgos ni nos los planteábamos. Nos sabíamos las reglas. Juegas. Si ganas, bien. Si pierdes, qué le vas a hacer. Si no, mejor quedarse en casa.

Las reglas seguían siendo las mismas. Pero los riesgos se multiplicaban por cien. Y las cárceles rebosaban de menores. Seis por adulto, ya me lo sabía. Una cifra para echarse a llorar.

Una decena de críos se perseguían tirándose piedras como puños de grandes. «Mientras tanto no van haciendo tonterías por ahí». Las tonterías, era cuando había que llamar a la poli. Todo esto no era más que la versión júnior de Ok Corral. Delante del edificio C12, seis moros, entre doce y diecisiete años, comentaban la jugada. En el metro y medio de sombra que proporcionaba el edificio. Vieron que me acercaba. Sobre todo el más mayor. Rachid. Empezó a mover la cabeza y a resoplar, convencido de que mi mera presencia era el principio de algún mal rollo. No tenía intención de decepcionarle. Lancé para la galería:

—¿Qué?, ¿dando clase al aire libre?

—Es que hoy toca jornada pedagógica. Sestán dando clase entrellos —dijo el más joven.

—Sí, a ver si tienen cojones de meternos algo en el coco —insistió otro.

—Guay. Y estáis practicando un poco, supongo.

—¡Oye, oye! ¡Qué no hacemos nada malo! —soltó Rachid.

Para él la escuela se había terminado hacía mucho tiempo. Lo habían echado de Formación Profesional. Después de amenazar a un profe que le había tratado de subnormal. Pero era un buen chaval. Estaba esperando para unas prácticas. Como la mayoría en las cités. En eso consistía el futuro, en esperar un cursillo de algo, de lo que fuera. Y era mejor que no esperar nada en absoluto.

—Que yo no digo nada. Simplemente me informo —llevaba un chandal con los colores del Olympique de Marsella, azul y blanco. Palpé el tejido—. ¡Hala! Pero si es nuevecito y todo.

—Passa, lo he pagao. Me lo ha comprao la vieja.

Lo cogí por el hombro y me lo llevé fuera del grupo. Sus amigos me miraron como si acabara de violar la ley, dispuestos a pegar voces.

—Oye, Rachid, voy al B7, allá, ¿ves? Al quinto. A casa de Mulud Laarbi. ¿Sabes quién es?

—Sí, y qué.

—Me voy a quedar como una hora o así.

—¿Y a mí qué?

Le hice dar unos cuantos pasos más, hacia mi coche.

—Ahí delante está mi buga. Me vas a decir que no es la bomba, vale. Pero le tengo cariño. No me gustaría que le pasara nada. Ni una raya. O sea, que lo controlas y, si te entran ganas de mear, te organizas con tus colegas. ¿Vale?

—Oiga, que yo no soy el vigilante.

—Pues entrénate. A lo mejor hay algún puesto pa ti —le apreté en el hombro un poco más—. Ni una raya, ¿eh, Rachid? Si no…

—Passa, no hago nada. ¿Me va acusar de qué?

—De lo que me dé la gana, Rachid. Soy poli. No se te habrá olvidao, ¿no?

Le pasé la mano por la espalda.

—Si te echo la mano al culo, aquí, al bolsillo de atrás, ¿con qué me encuentro?

Se apartó enérgicamente. Nervioso. Yo sabía que no llevaba nada. Sólo quería asegurarme.

—‘tengo nada, ‘mí no me va eso.

—Ya. Y, además, eres un pobre morito al que le anda jodiendo un cabrón de madero. ¿Sí o no?

—No he dicho nada deso.

—Ya, pero es lo que estás pensando. Contrólame bien el coche, Rachid.

El B7 se parecía a todos los demás. El portal estaba guarrete. Se habían cargado la bombilla a pedradas. Apestaba a meadas. Y el ascensor no funcionaba. Cinco pisos. Para subirlos a pie, y seguro que no se subía al paraíso. La noche anterior Mulud me había dejado un recado en el contestador. Sorprendido, al principio, por la voz grabada, soltó primero unos «¡oiga!, ¡oiga!», luego hubo un silencio, después el mensaje. «Po favor, tinis qui vinir, sñor Montale. Es por Leila».

Leila era la mayor de los tres hijos de Mulud. Kader y Dris, los otros dos. Quizás habría tenido más, pero Fatima, su mujer, murió en el parto de Dris. Mulud. El sueño de la inmigración era su sueño. Fue uno de los primeros en ser contratados en los astilleros de Fos-sur-Mer en 1970.

Fos era El Dorado. Trabajo había para siglos. Se estaba construyendo un puerto que atraería a grandes metaneros, fabricas donde se colaría el hierro de toda Europa. Mulud estaba orgulloso de participar en esta aventura. Le encantaban esas cosas, construir, fabricar. Forjó su familia y su vida con esta imagen. Nunca obligó a sus hijos a apartarse de los demás, a no relacionarse con franceses. Sólo a evitar las malas compañías. A respetarse a sí mismos. A adquirir unos modales. Y llegar a lo más alto posible. Integrarse en la sociedad sin renegar de ellos mismos. Ni de su raza, ni de su pasado.

«Cuando éramos pequeños», me confió un día Leila, «nos hacía recitar después de él: Alla Akbar, La ilah illa Allah, Mohamed rasas Allah, ayya illa salat, Ayya illa el Fallah. No entendíamos nada. Pero nos gustaba oírlo. Se parecía a lo que contaba de Argelia». En aquella época Mulud era feliz. Había instalado a su familia en Port-le-Bouc, entre Les Martigues y Fos. En el ayuntamiento se portaron bien con él y consiguió rápido un buen piso de protección oficial, en la avenue Maurice Thorez. El curro era duro, y cuantos más árabes había, mejor funcionaba. Eso era lo que pensaban los veteranos de los astilleros a los que habían vuelto a contratar en Fos. Italianos, la mayoría sardos, griegos, portugueses, algunos españoles. Mulud se afilió a la CGT. Era un trabajador y necesitaba crearse una familia que le comprendiera, que le ayudara, que le defendiera. «Esta es la más grande», le dijo Gutiérrez, el delegado sindical. Y añadió: «Después del astillero, habrá cursillos para entrar en la siderurgia. Con nosotros, tienes asegurado tu puesto en la fábrica».

A Mulud le gustaba eso. Se lo creía a pies juntillas. Gutiérrez se lo creía también. Todas las ciudades de alrededor se lo creían y estaban construyendo casas de protección a marchas forzadas, escuelas, carreteras, para acoger a todos los trabajadores de este El Dorado. Francia también se lo creía. Al primer lingote de hierro colado, Fos se quedó en mero espejismo. El ultimo gran sueño de los años sesenta. La más cruel de las desilusiones. Millones de hombres se quedaron en la estacada. Y entre ellos Mulud. Pero no se desanimó.

Con la CGT, hizo huelga, ocupó el astillero y se pegó con los antidisturbios, que vinieron a desalojarlos. Por supuesto, perdieron. No se gana nunca contra la arbitrariedad económica de los de traje y corbata. Dris acababa de nacer. Fatima había muerto. Y Mulud, fichado como agitador, nunca encontró un buen trabajo. Sólo trabajillos. En este momento era manipulador de alimentos en Carrefour. Cobrando el salario mínimo. Después de tantos años. Pero «era una oportunidad», decía. Mulud era así, creía en Francia.

Fue en la comisaría de policía de zona donde Mulud, una noche, me contó su vida. Con orgullo. Para que yo le entendiera. Le acompañaba Leila. Fue hace un par de años. Yo acababa de interrogar a Dris y a Kader. Unas horas antes, Mulud había comprado pilas para el transistor que sus hijos le habían regalado. Pilas a granel. Las pilas no funcionaban. Kader bajó a la droguería, en el boulevard, para cambiarlas. Dris iba con él.

—Que no sabéis cómo funciona y punto.

—Sí que sé, que no es el primero que tengo, oiga.

—Sí, los árabes os lo sabéis siempre todo.

—Es de mala educación, señora, que diga eso.

—Yo soy educada cuando me da la gana. Y desde luego no con moros de mierda como vosotros. No hago más que perder el tiempo. Coge tus pilas. Que para empezar son usadas y no las has comprado aquí.

—Las ha comprao mi padre antes.

Su marido surgió de la trastienda con una escopeta de caza.

—¡Vete a buscar al mentiroso de tu padre! Se las va a tragar las putas pilas —tiró las pilas al suelo—. ¡Largarlos de aquí! ¡Qué sois unos mamones!

Kader empujó a Dris fuera de la tienda. Después, todo pasó demasiado deprisa. Dris, que todavía no había dicho nada, cogió una piedra gorda y la lanzó contra el escaparate. Se marchó corriendo, seguido de Kader. El tipo salió de la tienda y les disparó sin darles. Diez minutos después, unos cien chavales estaban asediando al droguero. Hicieron falta dos horas y una furgoneta antidisturbios para calmar la cosa. Ni muertos ni heridos, pero yo llevaba un cabreo enorme. Mi misión consistía precisamente en no tener que llamar a los antidisturbios. Que no hubiera motines, ni provocaciones, y, sobre todo, que no hubiera meteduras de pata.

Escuché al droguero.

—Hay demasiados moros, ése es el problema.

—Están aquí, no los ha traído usted. Ni yo tampoco. Están aquí y hay que convivir.

—¿Usté está con ellos o qué?

—No me joda, Varounian. Que ellos son árabes y usted armenio, hombre.

—Y bien orgulloso de serlo. ¿Tiene usté contra los armenios?

—Nada. Contra los árabes tampoco.

—Ya. ¿Y entonces qué? El centro está que parece Argel o Orán. ¿Ha estao usté allí? Yo sí. Y apesta lo mismo —le iba dejando hablar—. Antes te chocabas con un moraco por la calle y te pedía perdón. Ahora va y te dice: «¡Podías pedir perdón!». Lo que pasa es que son unos chulos. Se han creído que están en su casa, joder.

En seguida se me acabaron las ganas de seguir oyendo. Y de discutir. Me daba asco. Y siempre lo mismo. Escucharle era como leer Le Méridional. El periódico de extrema derecha destilaba odio a diario. «Tarde o temprano», habían llegado a escribir, «habrá que contratar a los antidisturbios, a las unidades móviles, a los perros policía, para destruir las kasbahs marsellesas». La cosa iba a explotar si no se hacía algo. Estaba claro. Yo no tenía la solución. Nadie la tenía. Había que esperar. No resignarse. Apostar. Creer que Marsella sobreviviría a esa nueva mezcolanza humana. Que renacería. Marsella se había visto en otras peores.

Mandé a cada uno para su casa. Con una multa por «desorden en la vía pública», precedida de una moralina. Varounian se fue el primero.

—De los polis como usted, ya nos reiremos —dijo abriendo la puerta—. Prontito. En cuanto estemos en el poder.

—Adiós, señor Varounian —replicó Leila, con arrogancia.

La fusiló con la mirada. No estaba seguro, pero creo que le oí mascullar «guarra» entre dientes. Sonreí a Leila. Unos días después me llamó al despacho para darme las gracias y para invitarme a su casa a tomar el té, el domingo. Acepté. Mulud me había caído bien.

Actualmente, Dris era aprendiz en un taller, en la rue Roger Salengro. Kader trabajaba en París, en casa de un tío suyo que llevaba una tienda de ultramarinos en la rue de Charonne. Leila estaba en la facultad, en Aix-en-Provence. Terminaba este año una licenciatura de Filosofía y Letras. Mulud era feliz otra vez. Sus hijos se iban colocando. Estaba orgulloso de ellos, sobre todo de su hija. Yo le comprendía. Leila era inteligente, a gusto consigo misma, y guapa. El vivo retrato de su madre, me dijo Mulud. Y me enseñó una foto de Fatima, de Fatima y él en el Vieux-Port. Su primer día juntos después de un montón de años. Había ido a buscarla allí para traerla al paraíso.

Mulud abrió la puerta. Tenía los ojos rojos.

—Ha desaparecido, Leila, ha desaparecido.

Mulud preparó el té. No tenía noticias de Leila desde hacía tres días. No lo solía hacer. Yo lo sabía. Leila respetaba a su padre. A él no le gustaba que se pusiera vaqueros, que fumara, que se tomara un aperitivo. Se lo decía. Lo hablaban, se peleaban, pero él nunca le había impuesto sus ideas. Confiaba en Leila. Por eso la autorizó a coger una habitación en la residencia universitaria de Aix. A vivir independiente. Llamaba cada dos días y venía los domingos. A menudo se quedaba a dormir. Dris le dejaba el sofá del salón y se acostaba con su padre.

—Puede ser que haya suspendido. Y le dé vergüenza… Que esté ahí sola, llorando. Que no se atreva a volver.

—Puede ser.

—Tendrías quir a buscarla, sñor Móntale. Dicirle que no pasa nada.

Mulud no se creía ni una palabra de lo que estaba diciendo. Yo tampoco. Si hubiera suspendido la tesina habría llorado, sí. Pero de ahí a encerrarse en su habitación, eso no, no me lo podía creer. Y además, yo estaba convencido de que la había aprobado. Poesía y deber de identidad. La había leído hacía quince días, y me había parecido un trabajo extraordinario. Pero yo no era el tribunal y Leila era árabe.

Se había inspirado en un escritor libanés, Salah Stétié, y había desarrollado algunos de sus argumentos. En su tesina tendía puentes entre Oriente y Occidente. Por encima del Mediterráneo. Y recordaba que las Mil y una noches, bajo los rasgos de Simbad el Marino, dejaban translucir tal o cual episodio de la Odisea, y el ingenio que se le atribuía a Ulises y a su astuta sabiduría.

Me gustó sobre todo su conclusión. Para ella, hija de Oriente, la lengua francesa se convertía en ese lugar en que el emigrante atraía hacia sí todas sus tierras y podía por fin apoyar las maletas. La lengua de Rimbaud, de Valéry, de Char, sabría mestizarse, afirmaba. El sueño de toda una generación de árabes franceses. En Marsella se hablaba ya un francés curioso, mezcla de provenzal, italiano, español, árabe, con una pizca de argot y una brizna de verlan[16]. Y los chavales se entendían bien con todo esto. En la calle. En la escuela y en casa, ya era otra historia.

La primera vez que la fui a buscar a la facultad descubrí las pintadas racistas en las paredes. Injuriosas y obscenas. Me paré delante de la más lacónica: «Arabes y negros, ¡fuera!». Para mí la facultad fascista era la de Derecho. A quinientos metros de allí. ¡La estupidez humana se apoderaba también de las Letras! Uno había añadido, por si alguien no lo tenía claro: «los judíos también».

—Esto no debe de animar mucho para estudiar —le dije.

—Ya ni las veo.

—Sí, pero las tienes en la cabeza. ¿No?

Se encogió de hombros, encendió un Camel y me cogió del brazo para que nos alejáramos de allí.

—Algún día conseguiremos hacer valer nuestros derechos. Yo voto. Precisamente por ese motivo. Y ya no soy la única.

—Vuestros derechos, a lo mejor, pero votar no te va a cambiar la cara.

Me miró de frente con una sonrisa en la boca. Sus ojos negros chispeaban.

—¡Ah sí!, ¿qué le pasa a mi cara? ¿No te gusta o qué?

—Muy bonita —balbuceé yo.

Tenía un careto a lo Maria Schneider en El último tango en París. Igual de redonda, el pelo igual de largo y rizado, pero negro. Como sus ojos, con los que se puso a mirarme fijamente. Me puse colorado.

Estos dos últimos años vi a menudo a Leila. Sabía más sobre ella que su padre. Nos habíamos acostumbrado a comer juntos un mediodía a la semana. Me hablaba de su madre, a la que apenas había conocido. La echaba de menos. El tiempo no solucionaba nada. Al contrario. El cumpleaños de Dris era cada año un mal trago que pasar. Para los cuatro.

—Ves, Dris, por eso se volvió, no malo, sino violento. Por culpa de esta maldición que cayó sobre él. Tiene un odio… Un día mi padre me dijo: «Si hubiera tenido que elegir, habría elegido a tu madre». Me dijo eso a mí porque era la única que lo podía entender.

—Sabes, el mío también me dijo lo mismo. Pero mi madre se salvó. Y yo estoy aquí. Hijo único y solo.

—La soledad es un ataúd de cristal —sonrió—. Es el título de una novela. ¿No la has leído? —sacudí la cabeza—. Es de Ray Bradbury. Una novela policíaca. Te la presto. Deberías leer novelas más contemporáneas.

—No me interesan. Les falta estilo.

—¡A Bradbury! ¡Fabio!

—A Bradbury, puede que no.

Y empezábamos las grandes discusiones sobre literatura. Ella, la futura profe de letras, y yo, el poli autodidacta. Los únicos libros que había leído eran los que nos había dado el viejo Antonin. Libros de viajes y aventuras. Y poetas también. Poetas marselleses, hoy olvidados. Emile Sicard, Toursky, Gérald Neveu, Gabriel Audisio y Louis Brauquier, mi favorito.

Por aquel entonces, la comida semanal no nos bastaba. Nos veíamos dos o tres veces a la semana. Cuando tenía libre o ella no hacía de canguro. Iba a buscarla a Aix, íbamos al cine y a cenar a algún sitio.

Nos lanzamos a un gran periplo por las cocinas extranjeras, lo que, desde Aix hasta Marsella, podía llevarnos unos cuantos meses. Nos dedicábamos a adjudicar estrellas por aquí, mala puntuación por allá. A la cabeza de nuestra selección, el Mil y Una Noches, en el boulevard d’Athénes. Se comía sentado en pufs, en una gran bandeja de cobre, oyendo raí. Cocina marroquí. La más refinada del Magreb. Servían la mejor pstela[17] de palomo que he comido en mi vida.

Esa noche, propuse ir a cenar a Les Tamaris, un pequeño restaurante griego en la cala de Samena, no lejos de mi casa. Hacía calor. Un calor espeso, seco como a menudo a finales de agosto. Pedimos cosas sencillas: ensalada de pepino con yogur, hojas de parra rellenas, tarama, brochetas con cien especias, asadas en sarmiento de vid, con un chorro de aceite de oliva, queso de cabra. Todo eso regado con un retsina blanco.

Caminamos por una pequeña playa de piedras y nos sentamos en las rocas. Era una noche maravillosa. A lo lejos, el faro de Planier señalaba el cabo. Leila apoyó la cabeza en mi hombro. Su pelo olía a miel y especias. Deslizó su brazo bajo el mío para cogerme la mano. A su contacto sentí un escalofrío. No tuve tiempo de desenredarme de sus dedos. Se puso a recitar un poema de Brauquier, en árabe:

Nous sommes aujourd’hui sans ombre et sans mystère,

Dans une pauvreté que l’esprit abandonne;

Rendez-nous le pêché et le goût de la terre

Qui fait que notre corps s’émeut, tremble et se donne[18].

—Lo he traducido para ti. Para que lo oigas en mi idioma.

Su idioma era también su voz. Dulce como el halva[19]. Estaba conmovido. Volví la cara hacia ella. Lentamente, para mantener su cabeza en mi hombro. Y embriagarme con su olor. Vi el brillo de sus ojos apenas iluminados por el reflejo de la luna en el agua. Me dieron ganas de cogerla en mis brazos, de estrecharla contra mí. De besarla.

Yo no lo ignoraba, y ella tampoco, nuestros encuentros cada vez más frecuentes conducían a ese momento. Y yo temía ese momento. Conocía demasiado bien mis deseos. Sabía cómo acabaría todo aquello. En una cama. Luego, en lágrimas. No había hecho más que repetir fracasos. La mujer que yo buscaba tenía que encontrarla. Si existía. Pero no era Leila. No sentía por ella, tan joven, más que deseo. No tenía derecho a jugar con ella. No con sus sentimientos. Era demasiado maja para eso. La besé en la frente. Sentí en la pierna la caricia de su mano.

—¿Me llevas a tu casa?

—Te vuelvo a llevar a Aix. Es mejor para ti y para mi. No soy más que un viejo gilipollas.

—Me gustan también los viejos gilipollas.

—Déjalo estar, Leila. Búscate a alguien que no sea gilipollas. Y más joven.

Iba conduciendo mirando al frente. Sin que intercambiáramos ni una sola mirada. Leila fumaba. Puse una cinta de Calvin Russel. Podría haber cruzado toda Europa antes que coger el ramal de autopista que conducía a Aix. Russel cantaba Rockin’ the republicans. Leila, todavía callada, paró la cinta antes de que Russel atacara el Baby I love you.

Enchufó otra que yo no conocía. Música árabe. Un solo de laúd. La música con la que había soñado para esta noche conmigo. El laúd se extendió por el coche como un olor. El olor apacible de los oasis. Dátiles, higos secos, almendras. Arriesgué una mirada hacia ella. Tenía la falda recogida en los muslos. Era bella, bella para mí. Sí, la deseaba.

—No deberías habérmelo permitido —dijo antes de bajar.

—¿Permitido qué?

—Que te amara.

Dio un portazo. Pero sin violencia. Justo con la tristeza y la cólera que la acompaña. Hacía de esto un año. No nos habíamos vuelto a ver. No volvió a llamar. Estuve dándole vueltas a su ausencia. Hace quince días recibí por correo su tesina de fin de carrera. En una tarjeta, sólo estas palabras: «Para ti, hasta pronto».

—La voy a buscar, Mulud. No te preocupes —le puse mi mejor sonrisa. La del buen policía en quien se puede confiar. Me acordaba de Leila, hablando de sus hermanos me decía: «cuando es tarde y hay uno que no ha vuelto, nos preocupamos. Aquí puede pasar de todo». Yo sí que estaba preocupado.

Delante del C12, Rashid estaba solo, sentado en un monopatín. Cuando me vio salir del edificio, recogió el monopatín y desapareció por el portal. Seguramente se estaba cagando en mi madre y en mi puta raza. Pero eso no tenía ninguna importancia. En el aparcamiento, a mi coche no le habían hecho ni una sola raya.