Donde hasta para perder hay que saber pegarse
Me agaché ante el cadáver de Pierre Ugolini. Ugo. Acababa de llegar al lugar de los hechos. Demasiado tarde. Mis colegas habían estado jugando a los vaqueros. Cuando disparaban, mataban. Tan sencillo como eso. Discípulos del general Custer. El indio bueno es el indio muerto. Y, en Marsella, no había más indios que ésos, más o menos.
El expediente Ugolini había ido a parar al despacho equivocado. Al del comisario Auch. En pocos años su equipo se había labrado una mala reputación, pero se la habían ganado a pulso. Llegado el caso, se hacía la vista gorda ante sus patinazos. La represión de la alta delincuencia era, en Marsella, una prioridad. La segunda, el mantenimiento del orden en los barrios del norte. Las afueras, con la inmigración. Las cités[5] prohibidas. Ése era mi curro. Pero yo no podía permitirme meteduras de pata.
Ugo era un viejo colega de la infancia. Como Manu. Un amigo. Aunque Ugo y yo lleváramos veinte años sin hablarnos. Manu, Ugo, era como si se me acribillara el pasado. Quería haberlo evitado. Pero me lo había montado mal.
Cuando me enteré de que Auch era el encargado de la investigación sobre la presencia de Ugo en Marsella, puse a uno de mis confites al tanto. Franckie Malabe. Me fiaba de él. Si Ugo venía a Marsella, iría a casa de Lole. Era evidente. Pese al tiempo transcurrido. Y Ugo estaba seguro de que vendría. Por Manu. Por Lole. La amistad tiene sus reglas, no se pueden violar. A Ugo le estaba esperando. Desde hacía tres meses. Porque también a mí me parecía que la muerte de Manu no podía quedarse así. Hacía falta una explicación. Hacía falta un culpable. Y una justicia. Quería verme con Ugo para hablar de eso. De la justicia. Yo, el poli, y él, el fuera de la ley. Para dejarnos de hostias. Para protegerlo de Auch. Pero, para encontrar a Ugo, tenía que localizar a Lole. Tras la muerte de Manu, le había perdido la pista.
Franckie Malabe fue eficaz. Pero la primicia de sus informaciones se la regaló a Auch. A mí no me llegaron más que bajo cuerda, y al día siguiente. Después de que él rondara a Lole en el Vamping. Auch era poderoso. Duro. Los confites le temían. Y los confites iban descaradamente a lo suyo, como putas. Tendría que haberlo pensado.
El otro error fue no haber ido yo mismo, la otra noche, a ver a Lole. A veces me falta valor. No acabé de decidirme a plantarme así, sin más, en el Vamping, tres meses después. Tres meses después de aquella noche que siguió a la muerte de Manu. Lole ni me hubiera dirigido la palabra. Puede ser. Puede ser que, al verme, hubiera comprendido el mensaje. Un mensaje que Ugo sí habría comprendido.
Ugo. Me miraba fijamente con sus ojos muertos y una sonrisa en los labios. Le cerré los párpados. La sonrisa sobrevivió. Sobreviviría.
Me incorporé. La cosa empezaba a moverse a mi alrededor. Orlandi se acercó, para las fotos. Miré el cuerpo de Ugo. Con la mano abierta y, en la misma dirección, la Smith & Wesson, que se le había escurrido al escalón. Foto. ¿Qué había ocurrido en realidad? ¿Se disponía a abrir fuego? ¿Le dieron los altos de rigor? No lo sabré nunca. O en el infierno, un día, cuando me encuentre con Ugo. Porque, testigos, sólo habrá los que elija Auch. Los del barrio cerrarán el pico. Su palabra no valía nada. Volví la vista. Auch acababa de hacer su aparición. Se me acercó.
—Lo siento por tu colega, Fabio.
—Que te den por culo.
Subí por la rue des Cartiers. Me crucé con Morvan, el tirador de elite del equipo. Un careto a lo Lee Marvin. Un careto de matón, no de poli. Puse todo el odio que pude en la mirada. No bajó la vista. Para él, yo no existía. No era nada. Nada más que un poli de barrio.
En lo alto de la calle, unos moros se estaban quedando con la escena.
—Largo, nenes.
Se miraron. Miraron al más viejo de la banda. Miraron el vespino que estaba en el suelo, detrás de ellos. El vespino abandonado por Ugo. Cuando lo cazaron, yo estaba en la terraza del bar du Refuge. Vigilando la casa de Lole. Al final había decidido pasar a la acción. Estaba pasando demasiado tiempo. Empezaba a ser peligroso. No había nadie en el piso. Pero yo estaba dispuesto a esperar a Lole o a Ugo el tiempo que hiciera falta. Ugo pasó a dos metros de mí.
—¿Cómo te llamas?
—Yamal.
—¿Es tuyo el vespino? —no contestó—. Recógelo y te abres, ahora mientras están liados.
No se movió ninguno. Yamal me miraba, perplejo.
—Además, lo limpias. Y lo escondes unos días. ¿Te has enterao?
Me di media vuelta y fui hacia el coche. Me encendí un cigarro, un Winston, y lo tiré en el acto. Un sabor asqueroso. Llevaba un mes intentando pasarme de los Gauloises al rubio para toser menos. Me aseguré por el retrovisor de que el vespino y los moros se habían evaporado. Cerré los ojos. Tenía ganas de echarme a llorar.
De vuelta a la oficina me contaron lo de Zucca. Y lo del matón del vespino. Zucca no era un «capo» de la mafia, sino un pilar, esencial, desde que los jefes estaban muertos, en la cárcel o fugados. Zucca muerto era un chollo para nosotros, los polis. Bueno, para Auch. Lo relacioné en seguida con Ugo. Pero no le dije nada a nadie. ¿Qué más daba? Manu estaba muerto. Ugo estaba muerto. Y Zucca no se merecía ni una lágrima.
El ferry para Ajaccio abandonó la dársena 2. El Monte d’Oro. La única ventaja de la oficina cutre que tenía en el edificio de la policía era la ventana que daba al puerto de la Joliette. Lo de los ferries es prácticamente la única actividad que queda en el puerto. Ferries para Ajaccio, Bastia, Argel. También algunos paquebotes. Para cruceros de la tercera edad. Y mucha mercancía todavía. Marsella seguía siendo el tercer puerto de Europa. Muy por delante de Génova, su rival. Al final del malecón Léon Gousset, los palets de plátanos y piñas de Costa de Marfil se me antojaban una promesa de esperanza para Marsella. La última.
El puerto interesaba tremendamente a los promotores inmobiliarios. Doscientas hectáreas para construir. Una verdadera mina. Imaginaban que trasladarían el puerto a Fos y construirían una nueva Marsella a la orilla del mar. Ya tenían los arquitectos, y los proyectos iban viento en popa. Yo no podía concebir Marsella sin sus dársenas, sus viejos hangares, sin barcos. Me gustaban los barcos. Los de verdad, los grandes. Me gustaba verlos desplazarse. Me daba un vuelco el corazón cada vez. El Ville de Naples salía del puerto. Todo iluminado. Yo estaba en el muelle. Con las lágrimas en los ojos. A bordo, Sandra, mi prima. Con sus padres, sus hermanos, habían hecho escala dos días en Marsella. Volvían a Buenos Aires. Estaba enamorado de Sandra. Yo tenía nueve años. No había vuelto a verla nunca. Nunca me escribió. Afortunadamente no era mi única prima.
El ferry se adentró en el muelle de la Joliette. Se deslizó por detrás de la catedral de La Major. El sol del atardecer daba por fin un poco de calidez a la piedra gris, pesada y mugrienta. A esas horas del día era cuando La Major, con sus curvas bizantinas, alcanzaba su esplendor. Después volvía a ser lo de siempre: una presuntuosa cagada del Segundo Imperio. Seguí el ferry con la vista. Maniobró con lentitud. Se situó en paralelo al dique Sainte-Marie. Mirando a alta mar. Para los turistas, que habían transitado todo un día por Marsella, quizás una noche, empezaba la travesía. Mañana por la mañana estarían en la isla de Beauté. De Marsella guardarán el recuerdo del Vieux-Port. De Notre-Dame de Carde, que lo domina. De la Corniche, a lo mejor. Y del palacio del Pharo, que ahora descubrían a su izquierda.
Marsella no es una ciudad para turistas. No hay nada que ver. Su belleza no se fotografía. Se comparte. Aquí hay que tomar partido. Apasionarse. Estar a favor o en contra. Estar, hasta las cachas. Y sólo así lo que hay que ver se deja ver. Y entonces, demasiado tarde, uno se encuentra de lleno en pleno drama. Un drama antiguo, donde el héroe es la muerte. En Marsella, incluso para perder, hay que saber pegarse.
El ferry ya no era más que una mancha oscura en el crepúsculo. Yo era demasiado poli para tomarme la realidad al pie de la letra. Algunos detalles se me escapaban. ¿Por quién se había enterado Ugo tan rápido de lo de Zucca? ¿Había ordenado Zucca de verdad la muerte de Manu? ¿Por qué? ¿Y por qué Auch no le había echado el guante a Ugo ayer por la noche? ¿O esta mañana? ¿Y dónde estaba Lole a esa hora?
Lole. Como Manu y Ugo, yo la había visto crecer. Hacerse mujer. Y, como ellos, me enamoré de ella. Pero sin poder pretenderla. Yo no era del Panier. Nací allí, pero al cumplir dos años mis padres se instalaron en la Capelette, un barrio de macarroni[6]. De Lole, uno podía aspirar a ser amigo-amigo, y eso con mucha suerte. Mi suerte fueron Manu y Ugo. Por ser amigo de los dos.
Todavía tenía familia en el barrio, en la rue des Cordelles. Dos primos y una prima. Angele. Gélou era mayor. Casi diecisiete años. Venía a casa a menudo. Ayudaba a mi madre, que ya apenas se levantaba. Después yo tenía que acompañarla. No había mucho peligro por aquel entonces, pero a Gélou no le gustaba volver sola. A mí me encantaba pasearme con ella. Era guapa y me sentía muy orgulloso cuando me daba el brazo. El problema era cuando llegábamos a Les Accoules. No me gustaba pasearme por el barrio. Estaba sucio, apestaba. Me daba vergüenza. Y, sobre todo, me daba mucho acojono. No con ella. Al volver, solo. Gélou lo sabía y le hacía gracia. No me atrevía a pedir a sus hermanos que me acompañaran. Me marchaba casi corriendo. Mirando hacia abajo. A menudo había críos de mi edad en la esquina de la rue du Panier con la rue des Muettes. Les oía reírse a mi paso. A veces me silbaban, como a una chica.
Una tarde, era el final del verano, Gélou y yo subíamos por la rue des Petits Moulins. Cogidos del brazo. Como dos enamorados. Su pecho me rozaba la mano. Eso me ponía a tope. Era feliz. Luego los vi, a los dos. Me había cruzado con ellos ya varias veces. Debíamos de tener la misma edad. Catorce años. Venían hacia nosotros con una sonrisa retorcida en la boca. Gélou me apretó el brazo con fuerza y sentí en la mano el calor de su pecho.
Al pasar nosotros se separaron. El más grande se puso al lado de Gélou. El más pequeño, a mi lado. Me empujó con el hombro riéndose a carcajadas. Solté el brazo de Gélou:
—¡Qué te pasa, espingüino[7]!
Se dio la vuelta sorprendido. Le di un puñetazo en el estómago que lo dejó doblado. Después lo enderecé con un zurdazo en toda la cara. Uno de mis tíos me había enseñado a boxear un poco, pero era la primera vez que me pegaba con alguien. Se quedó tirado en el suelo, recobrando el aliento. El otro ni se movió. Gélou tampoco. Ella miraba, atemorizada. Y subyugada, creo. Me acerqué, amenazante:
—Qué, espingüino, ¿quieres más?
—No es para que le llames así —me dijo el otro por detrás.
—¿Y tú que eres? ¿Macarroni o qué?
—¿Y a ti qué más te da?
Sentí que el suelo se hundía bajo mis pies. Sin incorporarse me hizo un gancho en la pierna. Me caí de culo. Se me echó encima. Vi que tenía el labio partido. Le sangraba. Rodamos uno encima del otro. Los olores de meadas y de mierda se me metían por la nariz. Me dieron ganas de llorar. De parar. De apoyar la cabeza entre los pechos de Gélou. Después sentí que me arrastraban con violencia por la espalda, a collejas. Un hombre nos separaba tratándonos de golfos, que hasta acabaríamos «en la trena». No los volví a ver. Hasta septiembre. Coincidimos en la misma escuela en la rue des Remparts. En clase de CAP[8]. Ugo vino a darme la mano. Luego Manu. Hablamos de Gélou, Para ellos era la más guapa de todo el barrio.
Eran más de las doce cuando llegué a casa. Vivía fuera de Marsella. Les Goudes. El ante último puertecito antes de las calas.
Se bordea La Corniche, hasta la playa del Roucas Blanc, luego se sigue por la orilla. La Vieille-Chapelle. La Pointe-Rouge. La Campagne Pastrée. La Grotte-Roland. Tantos barrios como pueblos. Luego la Madrague[9] de Montredon. Marsella llega hasta ahí. Al parecer. Una pequeña carretera sinuosa, tallada en la roca blanca, cuelga sobre el mar. Al fondo, cobijado entre áridas colinas, el puerto de Les Goudes. La carretera se termina un kilómetro más allá. En Cállelongue, impasse des Muets. Detrás, las calas de Sormiou, Morgiou, Sugitton, En-Vau. Auténticas maravillas. De las que no hay en toda la costa. Sólo se puede ir a pie. O en barco. Eso es lo mejor. Después, mucho después, viene el puerto de Cassis. Y los turistas.
Mi casa es una cabaña. Como casi todas las casas de aquí. Cuatro ladrillos, unas tablas y unas cuantas tejas. La mía estaba construida sobre la roca, encima del mar. Dos habitaciones. Una pequeña habitación y un gran comedor-cocina amueblados con sencillez, con cacharros de aquí y de allá. Una sucursal de los traperos de Emaús. Mi barco estaba amarrado ocho escaleras más abajo. Un barco de pesca. Un pointu[10] que había comprado a Honorine, mi vecina. La cabaña la había heredado de mis padres. Era su única propiedad. Y yo, su único hijo.
Veníamos los sábados, en familia. Había grandes platos de pasta, con salsa, con alondras descabezadas y albóndigas de carne cocida en esa misma salsa. El olor a tomate, a albahaca, a tomillo, a laurel, inundaba las habitaciones. Las botellas de vino rosado circulaban entre risas. Las comidas acababan siempre con canciones, primero las de Marino Marini, o de Renato Carossone, luego canciones populares. Y al final, siempre, Santa Lucía, que la cantaba mi padre.
Después los hombres se ponían a jugar la partida, les duraba toda la noche. Hasta que uno de ellos se enfadaba y tiraba las cartas. «¡Buenoo! ¡Va a haber que hacerle una sangría a éste!», gritaba uno. Y vuelta al cachondeo. Poníamos los colchones en el suelo. Los compartíamos. Los niños dormíamos en la misma cama, a lo ancho. Apoyaba la cabeza en los pechos incipientes de Gélou y me dormía feliz. Como un niño. Con sueños de mayor.
Las juergas terminaron tras la muerte de mi madre. Mi padre no volvió a poner los pies en Les Goudes. Todavía hace treinta años, ir a Les Goudes suponía toda una excursión. Había que coger el 19, en la place de la Préfecture, en la esquina de la rue Armeny, hasta la Madrague de Montredon. Allí continuábamos la ruta en un viejo autocar cuyo conductor superaba con creces la edad de la jubilación. Con Manu y Ugo, empecé a ir hacia los dieciséis años. No llevábamos nunca a las chicas. Era nuestra guarida. La nuestra. Nos llevábamos a la cabaña todos nuestros tesoros. Libros, discos. Nos inventábamos el mundo. A nuestra medida y a nuestra imagen. Pasamos días enteros leyéndonos unos a otros las aventuras de Ulises. Después, cuando caía la noche, sentados en las rocas, en silencio, soñábamos con sirenas de hermosos cabellos que cantaban «entre las negras rocas chorreantes de espuma blanca». Y maldecíamos a los que habían matado a las sirenas.
El gusto por los libros nos lo inculcó Antonin, un viejo ácrata, dueño de una librería de lance del Cours Julien. Nos chupábamos las clases para ir a verle. Nos contaba historias de aventureros, de piratas. El mar Caribe. El mar Rojo. Los mares del sur. A veces paraba, se hacía con un libro y nos leía un pasaje. Como prueba de lo que nos anticipaba. Después nos lo regalaba. El primero fue Lord Jim de Conrad.
Fue allí también donde escuchamos a Ray Charles por primera vez. En el viejo Teppaz de Gélou. Era el LP del concierto de Newport. What’d I Say y I’ve got a woman. Brutal. No parábamos de poner el disco una y otra vez. A tope. Honorine estalló.
—¡Madre mía! ¡Nos vais a volver micos! —gritó desde su terraza. Y, con los puños en las caderotas, me amenazó con irle con el cuento a mi padre. Y yo sabía de sobra que ella no lo había vuelto a ver desde la muerte de mi madre, pero estaba tan furiosa que la creímos capaz de hacerlo. Aquello hizo que bajáramos el volumen. Y, además, a Honorine le teníamos cariño. Se preocupaba siempre por nosotros. Venía a ver si «necesitábamos algo».
—¿Y vuestros padres saben que estáis aquí?
—Segurísimo que sí —le contestaba yo.
—¿Y no os han preparado nada para comer?
—Que son muy pobres…
Nos moríamos de risa. Ella se encogía de hombros y se iba sonriendo. Cómplice como una madre. La madre de tres hijos que nunca había tenido. Al rato volvía con una merienda. O una sopa de pescado, cuando nos quedábamos a dormir allí, el sábado por la noche. El pescado lo pescaba Toinou, su marido. A veces, nos llevaba en su barco. Por turnos. Él me metió la afición por la pesca. Y ahora yo tenía su barco debajo de mi ventana, el Trémolino.
Estuvimos viniendo a Les Goudes hasta que nos separó la mili. Hicimos el campamento juntos. En Toulon, después en Fréjus, en el Ejército Colonial. Entre cabos de cara rajada y podridos de medallas. Supervivientes de Indochina y Argelia que todavía soñaban con pegar tiros. Manu se quedó en Fréjus. Ugo se fue a Numea. Y yo a Yibuti. Después no volvimos a ser los mismos. Nos habíamos hecho hombres. Desengañados y cínicos. Un tanto amargos también. No teníamos nada. Ni siquiera un CAP. No teníamos futuro. Sólo la vida. Pero la vida sin futuro era todavía menos que nada.
De currelillos de mierda nos cansamos en seguida. Una mañana nos plantamos en Kouros, una empresa de construcción del valle del Huveaune, en la carretera de Aubagne. Teníamos cara de mala leche, como cada vez que había que levantar cabeza poniéndose a currar. La víspera nos habíamos fundido toda la billetera al póquer. Hubo que levantarse pronto, coger el bus, escaquearse para no pagar, pillarle tabaco a un transeúnte. Una ruina de mañana. El griego nos propuso 142 francos con 57 céntimos a la semana. Manu se quedó pálido. No era exactamente el ridículo sueldo lo que le tocaba los cojones, eran los 57 céntimos.
—¿Está usted seguro de lo de los 57 céntimos, señor Kouros?
El dueño se quedó mirando a Manu como quien mira a un retrasado mental, luego a Ugo y a mí. Sabíamos cómo se las gastaba nuestro Manu. Fijo que la cosa se iba a poner chunga.
—No son ni 56 ni 58. Ni 59, ¿eh? Son 57. 57 céntimos, ¿no?
Kouros lo confirmó, sin entender nada. Era una buena tarifa, pensó. 142 francos con 57 céntimos. Manu le metió una hostia. Violenta y bien colocada. Kouros se cayó de la silla. La secretaria dio un grito, después se puso a chillar. Unos tipos desembarcaron en el despacho. Bronca total. Y nosotros en clara desventaja. Hasta que llegó la pasma. Por la noche nos dijimos que ya valía, que había que pasar a cosas serias. Ponernos por nuestra cuenta. Eso es lo que había que hacer. ¿A lo mejor podíamos volver a abrir la tienda de Antonin? Pero no teníamos pasta para eso. Planeamos un golpe. Atracar una farmacia de guardia. Un estanco. Una gasolinera. La idea era hacerse con un pequeño peculio. De mangar, sabíamos un rato. Libros en Tacussel en La Cannebière, discos en Raphaél, en la calle Montgrand o, si no, ropa en el Magasin General o en Aux Dames de France, en la calle Saint-Ferréol. Casi era un juego. Pero de atracar no teníamos ni idea, Aún no. Íbamos a aprender pronto. Pasamos días enteros elaborando estrategias, localizando el sitio ideal.
Una noche nos juntamos en Les Goudes. Ugo cumplía veinte años. Miles Davis tocaba Rouge. Manu sacó un paquete de la mochila y se lo puso delante a Ugo.
—Tu regalo.
Una automática 9 mm.
—¿Dónde has pillao eso?
Ugo miró el arma sin atreverse a tocarla. Manu se echó a reír, volvió a meter la mano en la mochila y sacó otra arma. Una Beretta 7.65.
—Con esto vamos preparaos —miró a Ugo, después a mí—. No he podido conseguir más que dos. Pero no importa. Nosotros entramos, tú conduces el buga. Te quedas al volante. Controlas que no haya incordios. Pero no hay peligro. El lugar está desierto a partir de las ocho. El tipo es un viejo. Y está solo.
Era una farmacia. En la calle des Trois-Mages, una callejuela no lejos de La Cannebière. Yo iba al volante de un Peugeot 204 que había levantado por la mañana en la rue Saint-Jacques, en un barrio de burgueses. Manu y Ugo se calaron una gorra de marinero hasta las orejas y se pusieron un pañuelo en la cara. Saltaron del coche, como en el cine. El tipo primero levantó las manos, después abrió la caja. Ugo cogía el dinero mientras Manu apuntaba al viejo con la Beretta. Media hora después brindábamos en Le Péano. ¡Por nosotros, colegas! ¡Ronda para todo el mundo! Habíamos pillado mil setecientos francos. Una buena cifra para aquellos tiempos. El equivalente a dos meses en Kouros, incluidos los céntimos. Tan simple como eso.
En seguida empezamos a llenarnos los bolsillos de dinero. Y a derrocharlo sin control. Chicas. Coches. Juergas. Acabábamos las noches donde los gitanos, en L’Estaque. Bebiendo y oyéndoles tocar. Parientes de Zina y Kali, las hermanas de Lole. Lole, por aquel entonces, acompañaba a sus hermanas. Acababa de cumplir 16 años. Se quedaba en una esquina, acurrucada, en silencio. Ausente. Casi no comía y bebía sólo leche.
Nos olvidamos rápido de la tienda de Antonin. Nos dijimos que ya veríamos más adelante, que bueno, que un poco de vidilla no venía mal. Y que quizá no era una buena idea lo de esa tienda. ¿Cuánta pasta nos haríamos? No mucha, teniendo en cuenta la miseria en la que terminó Antonin. Quizás un bar era mejor. O una discoteca. Yo aguantaba. Gasolineras, estancos, farmacias. Saqueamos el departamento desde Aix hasta Les Martigues. Una vez nos estiramos incluso hasta Salon-de-Provence. Yo seguía aguantando. Pero cada vez con menos entusiasmo. Como en el póquer, fingiendo.
Una noche volvimos a las andadas con una farmacia. En la esquina de la place Sadi-Camot y la rue Mery, no lejos del Vieux-Port. El farmacéutico hizo un gesto. Sonó una alarma.
Y estalló el tiroteo. Desde el coche vi al tipo desplomándose.
—Písale —me dijo Manu metiéndose detrás en el coche.
Llegué a la place Mazeau. Me parecía oír las sirenas de la policía no muy lejos, detrás. A la derecha, le Panier. Ni una calle, todo escaleras. A mi izquierda, la rue de la Guirlande, dirección prohibida. Tiré por la rue Caissiére, luego por la rue Saint-Laurent.
—¿Estás gilipollas o qué? Esto es una ratonera.
—¡Tú sí que estás gilipollas! ¿Por qué has disparado?
Paré el coche en el impasse Belle-Mariniére. Señalé las escaleras que había entre los edificios nuevos.
—Nos abrimos por aquí. A pie —Ugo todavía no había dicho nada—. ¿Qué tal, Ugo?
—Hay unos cinco mil. Es nuestro mejor golpe.
Manu se fue por la rue des Martégales. Ugo por la avenue Saint-Jean. Yo, por la rue de la Loge. Pero no me junté con ellos en Le Péano, como ya era costumbre. Volví a casa y vomité. Después me puse a beber. A beber y a llorar. Mirando la ciudad desde el balcón. Oía a mi padre roncando. El viejo las había pasado putas, había sufrido, pero yo nunca sería tan feliz como él. Completamente borracho, en la cama, juré que, si el tipo salía de aquélla me hacía cura y que, si no salía, me hacía poli. Tonterías, pero lo juré. Al día siguiente me alisté en el Colonial, para tres años. El tipo no estaba ni vivo ni muerto, sino paralítico para siempre. Pedí volver a Yibuti. Fue entonces cuando vi a Ugo por última vez.
Todos nuestros tesoros estaban aquí, en la cabaña. Intactos. Los libros, los discos. Y yo era el único superviviente.
«Te he hecho foccacha», había escrito Honorine en un trocito de papel. La foccacha recuerda al croque-monsieur[11], pero con masa de pizza. En el interior se pone lo que te apetece. Y se sirve caliente. Esa noche era jamón serrano y mozzarella. Como todos los días desde la muerte de Toinou, hace tres años, Honorine me había preparado comida. Acababa de cumplir setenta años y le gustaba cocinar. Pero no podía cocinar más que para un hombre. Yo era su hombre. Y me encantaba. Me instalé en el barco, la foccacha y una botella de cassis blanco, un Clos Boudard 91 a mi lado. Salí a remo para no alterar el sueño de mis vecinos; después, pasado el dique, puse el motor y me dirigí hacia la isla Maïre.
Tenía ganas de estar ahí. Entre el cielo y el mar. Delante de mí, toda la bahía de Marsella se extendía como una luciérnaga. Dejé flotar el barco. Mi padre había guardado los remos. Me cogió de las manos y me dijo: «No tengas miedo». Me zambulló en el agua hasta los hombros. La barca estaba inclinada hacia mí y me encontré su cara a la altura de la mía. Me sonreía. «Qué gusto, ¿eh?». Le dije que sí con la cabeza. Nada convencido. Me volvió a zambullir en el agua. Era verdad que daba gusto. Era mi primer contacto con el mar. Acababa de cumplir cinco años. Yo situaba aquel baño por esta zona y aquí volvía cada vez que me ganaba la tristeza. Como se busca el reencuentro con la primera imagen de la felicidad.
Esa noche, triste sí que estaba. La muerte de Ugo se me había quedado atravesada en el corazón. Estaba angustiado y solo. Más que nunca. Sin ningún miramiento, cada año tachaba de mi libreta al amigo que decía alguna frase racista. Despreciaba a aquellos que ya sólo soñaban con un coche nuevo y vacaciones en el Club Mediterráneo. Olvidaba a todos los que jugaban a la lotería. Me gustaba la pesca y el silencio. Caminar por las colinas. Beber cassis[12] fresco. Lagavulin, u Oban, por la noche, tarde. Hablaba poco. Tenía opinión sobre todo. La vida, la muerte. El Bien, el Mal. Estaba loco por el cine. Me apasionaba la música. No leía ya las novelas de mis coetáneos. Y, por encima de todo, me repugnaban los tibios, los blandos.
Esto había seducido a bastantes mujeres. No supe conservar a ninguna de ellas. Siempre se repetía la misma historia. Lo que les gustaba de mí tenían que empezar a cambiarlo apenas instaladas en las sábanas nuevas de una vida en común. «No hay quien te cambie», dijo Rosa, cuando se iba, hace seis años. Lo había intentado durante dos años. Yo había resistido. Mejor aún que con Muriel, Carmen y Alice. Y, de repente, una noche, me encontraba otra vez ante un vaso vacío y un cenicero lleno de colillas.
Me bebí el vino a morro. Otra vez una de esas noches en que no entendía por qué era policía. Desde hacía cinco años me habían destinado a la BSS[13]. Una unidad de polis sin formación encargados de hacer reinar el orden en la periferia. Tenía experiencia, sangre fría y era un tío tranquilo. El tipo ideal al que enviar a partirse la cara después de unas cuantas chapuzas muy sonadas. A Lahauri ben Mohamed, un joven de diecisiete años, se lo cargaron en un rutinario control de identidad. Las asociaciones antirracistas pusieron el grito en el cielo. Los partidos de izquierda se movilizaron. Lo de siempre. Pero no era más que un moro. Nada que supusiera mandar al carajo los Derechos Humanos. No. Pero cuando se cargaron en febrero de 1988 a Charles Dovero, hijo de un taxista, la ciudad se conmocionó. Un francés, joder. Eso sí que era una auténtica metedura de pata. Había que tomar medidas. Me tocó a mí. Asumí mis funciones con la cabeza llena de ilusiones. Con ganas de explicar, de convencer. De dar respuestas, a ser posible buenas. De ayudar. Ese día empecé a patinar según la expresión de mis compañeros de trabajo. Cada vez menos poli. Cada vez más educador de calle. O asistente social. O algo así. Desde entonces perdí la confianza de mis jefes y me hice bastantes enemigos. Es verdad que ya no se produjeron más chapuzas y que no aumentó la pequeña delincuencia, pero mis «trofeos» no eran muy gloriosos: ningún arresto espectacular, ningún súper golpe mediático. Rutina. Eso sí, bien gestionada.
Las reformas, numerosas, acrecentaron mi aislamiento. No salieron más destinos para la BSS y, una mañana, me encontré con que ya no tenía ningún poder. Desposeído por la Brigada Criminal, la Brigada Antidroga, la Brigada Antiprostitución, la Brigada Antiemigración Clandestina. Sin contar la Brigada de Represión de la Alta Delincuencia, que dirige Auch con brío. Me convertí en un poli de la periferia que veía pasar de largo todas las investigaciones. Desde el Colonial sólo sabía hacer eso, ser poli. Y nadie me había puesto otro reto. Pero sabía que mis compañeros tenían razón, estaba patinando. Me estaba convirtiendo en un policía peligroso. Para nada uno de esos que serían capaces de disparar por la espalda a un quinqui para salvar el pellejo de un compañero.
El contestador parpadeaba. Era tarde. Todo podía esperar. Me di una ducha. Me serví un vaso de Lagavulin, puse un disco de Thelonius Monk y me acosté con Within the Tides, de Conrad. Se me cerraron los ojos. Monk continuó en solitario.