El cazador
Es primavera, y el Ingeniero de Almas está contento.
El escenario virtual de su guberniya es un jardín mecánico, colorido e inmenso. Las semillas que plantó durante el largo invierno de Dyson, cuando la guberniya se ralentizó para desprenderse del exceso de calor, han florecido, y la diversidad lo invade todo.
Sus gógoles revolotean a su alrededor como una bandada de aves pintadas de blanco mientras sondea sus profundidades: hundiendo mil millones de pares de manos en la tierra negra, donde cada partícula es una rueda dentada que encaja a la perfección con su vecina, para tantear las semillas de las nuevas mentes compuestas que están a punto de florecer. El Ingeniero Primo está en todas partes, supervisando la poda de un árbol memético, observando cómo un enjambre de algoritmos genéticos muta en un nuevo parámetro espacial a partir de un proceso de ramificación.
Con infinita delicadeza, extrae el brote recién florecido de un gógol de nuevo cuño, afectado por un extraño desorden que le hace pensar que su cuerpo es de cristal, quebradizo: algo que creía erradicado siglos atrás. Combinado con una esquizofrenia exquisita, arrojará como resultado una mente capaz de dividirse y recombinarse a voluntad, integrando recuerdos: algo que entusiasmará a las mentes bélicas de Matjek. Libera un gógol para que se encargue de las fases más rutinarias del proceso y vuelve a concentrarse en el conjunto, dejando que el Ingeniero Primo salga disparado hacia el cielo, con la bata blanca de laboratorio ondeando al viento. Sí, esa parcela de ahí producirá una buena cosecha de Portadragones. En ese laberinto tan vasto ya han comenzado a gestarse abnegados Perseguidores: pronto estarán listos para explorar parámetros espaciales más grandes que mundos enteros, hormigas matemáticas que peinarán el inmenso universo de Gödel en pos de teoremas no demostrados.
Se le ocurre al Ingeniero que nunca había sido tan feliz como ahora: un rápido repaso a su biblioteca de gógoles lo ratifica. Su satisfacción es mayor que la de cualquiera de sus antecesores, desde sus comienzos como alumno de la Universidad de Minsk; aunque un momento en el tiempo, compartido con alguien especial, se aproxima. Por sí solo, eso justifica la escisión de otro gógol para almacenarlo en su Biblioteca, congelado en el tiempo.
De modo que, como es lógico, no puede durar.
Una ondulación recorre el espacio virtual cuando ni más ni menos que otros dos Fundadores se presentan sin avisar: oleadas de terror religioso se propagan entre los gógoles jardineros más simples, que se postran entre las máquinas en desarrollo. Una mente bélica en gestación escapa de sus cuidadores, distraídos de repente, una araña metálica venenosa de agresividad controlada que demuele una prometedora parcela de Soñadores antes de que el Ingeniero extienda una de sus mil millones de manos para desbaratarla. Qué desperdicio. Ajenos a la destrucción que están provocando, los dos recién llegados se dirigen a grandes zancadas a la explanada principal del Jardín. Uno de ellos es un varón chino, menudo y anodino, de cabellos grises y sobrios hábitos monacales. Por lo menos Matjek Chen, el Fundador más poderoso de toda la Sobornost, tiene la cortesía de no mostrarse en todo su esplendor.
La mujer, por su parte, alta y vestida con un vestido de verano blanco, sosteniendo un delicado parasol que oculta sus rasgos…
Embargado de inesperada premura, el Ingeniero se apresura a contener a los visitantes en un entorno subvirtual —tarea nada sencilla, puesto que con sus poderes de Fundadores podrían hacer trizas ese tipo de ilusiones sin la menor dificultad— y envía al Ingeniero Primo a su encuentro.
El Jardín se transforma en un verdadero jardín, con cerezos en flor. Hay una fuente de piedra de estilo fedorovista, heroicas figuras de un hombre y una mujer que sostienen una copa en alto. Un contingente de gógoles Ingenieros más simples preparan un refrigerio mientras el Ingeniero Primo recibe a los visitantes.
—Bienvenidos —dice, atusándose la barba; un gesto regio, en su opinión. Saluda a la pareja con una sutil reverencia. Chen responde con un asentimiento de cabeza prácticamente imperceptible. El Ingeniero intenta estimar la edad de este gógol: no se trata del Primo, sin duda, pero el aura de Fundador que lo envuelve basta para conferirle verdadero poder.
La mujer cierra el parasol y sonríe; una hilera de destellos diamantinos ciñe su cuello de cisne.
—Hola, Sasha —dice.
El aludido le ofrece una silla.
—Joséphine.
La mujer se sienta sin perder la elegancia, cruza las piernas y se apoya con delicadeza en el parasol plegado.
—Tienes un jardín adorable, Sasha. No me extraña que ya nunca te veamos. Caray, si yo viviera en un lugar como éste, tampoco querría salir.
—A veces es tentador —dice Chen— ignorar las realidades del vasto mundo. Por desgracia, no todos nos podemos permitir ese lujo.
El Ingeniero dedica una sonrisa sucinta al anciano Fundador.
—La labor que desempeño aquí beneficia a toda la Sobornost, y a la Gran Tarea Común.
—Por supuesto —replica Chen—. Estás extraordinariamente cualificado para esa tarea. A decir verdad, ése es el motivo de que estés aquí. —Se sienta al borde de la fuente, tocando el agua—. Todo esto es un poco exagerado, ¿no te parece? —El Ingeniero recuerda que los reinos de Chen tienden a ser abstractos y espartanos, con físicas minimalistas y el grado de detalle justo para no resultar inquietantemente siniestros.
—Ay, Matjek, por favor —tercia Joséphine—. No seas aguafiestas. Esto es precioso. Además, ¿no ves que Sasha está ocupado? Siempre se atusa la barba cuando se muere de ganas por volver al trabajo pero la cortesía le impide decirlo.
—Dispone de gógoles de sobra para hacer su trabajo —protesta Chen—. Pero como prefieras. —Entrelaza los dedos y se inclina sobre la mesa—. Hermano, tenemos un pequeño problema con una de tus creaciones. La Prisión de los Dilemas ha sido invadida.
—Imposible.
—Compruébalo por ti mismo. —El escenario virtual oscila cuando Chen traspasa un recuerdo al Ingeniero: por un momento, ve al gógol Fundador como es en realidad, la voz de billones de Chens, extendiéndose por todas las vastas guberniyas, óblasts y raiones de la Sobornost, más apéndice que persona. A continuación sostiene un gógol congelado que reconoce como obra suya al instante, un pequeño experimento con juegos y obsesiones del que prácticamente se había olvidado. «Arconte», lo bautizó, diseñado para contener en algún lugar lejano a los locos y los malvados de la Sobornost. Lo abre como si fuera una naranja y absorbe sus recuerdos.
—Qué raro —dice, mientras observa cómo la Prisión escupe tres mentes en un frágil envoltorio de materia. Siente una punzada de admiración por la humilde entidad de la nave oortiana que consigue burlar a su creación, y toma nota para cerciorarse de que la próxima generación de arcontes posea la habilidad de distinguir entre las distintas capas de la realidad.
—Ni siquiera nos habríamos percatado —continúa Chen—, si no hubieran cometido un error. Pero lo cometieron: debían extraer dos gógoles, no tres. El tercero es de lo más interesante, como puedes ver.
—Ah, sí —dice el Ingeniero, embargado de orgullo abolengo ante la creación del arconte—. El desertor. Fascinante.
—Códigos de Fundador. Alguien abrió la Prisión con códigos de Fundador. Necesitamos saber por qué. —Chen descarga un puñetazo en la mesa—. Estamos en guerra, todos, entre nosotros… contra nosotros mismos, incluso, en algunos casos. Pero hay cosas que acordamos no hacer.
—Tú, tal vez, Matjek —dice Joséphine, acariciando el borde de su vaso de agua con un dedo—. Es evidente que alguien no lo hizo.
—Es imprescindible que capturemos a esos gógoles: necesitamos… necesito… averiguar qué saben.
—¿Y no dispones de gógoles de sobra para hacer tu trabajo? —pregunta el Ingeniero, satisfecho de ser capaz de sostener la mirada del veterano Fundador por unos instantes—. Hay empresas mayores que empezar y completar. —Nota cómo se acumula la irritación de Chen tras la efigie impasible del gógol, como electricidad estática en el aire.
—Sasha —dice Joséphine—. No somos niños. No estaríamos… no estaría… aquí si no te necesitáramos. —Le toca la mano, sonríe: e incluso después de tres siglos y miles de millones de ramificaciones, al Ingeniero le cuesta no sonreír a su vez—. Matjek, quizá deberías dejarme hablar a solas con Sasha. —Sostiene la mirada del anciano Fundador por un momento. Para sorpresa del Ingeniero, él es el primero en claudicar.
—De acuerdo —dice Chen—. Tal vez una niña pueda inculcarle algo de sentido común a otro niño. Volveré pronto. —Abandona el escenario virtual con cajas destempladas, empujando el gógol avatar a una ruptura espacial tan violenta que el Ingeniero debe esforzarse para alisarla.
Joséphine sacude la cabeza.
—Siempre estamos hablando del cambio —dice—. Hay cosas que nunca cambian. —Cuando lo mira de nuevo, sus ojos refulgen—. Pero tú sí. Me encantan todas estas cosas que has construido. Es asombroso. Me pregunto… ¿fuiste así siempre, incluso entonces? ¿O has evolucionado?
—Joséphine… Dime qué es lo que quieres.
La mujer hace un puchero.
—No sé si me gusta ese Sasha tan adulto. Ni siquiera te has sonrojado.
—Por favor.
—De acuerdo. —Joséphine yergue la cabeza y respira hondo—. Me están matando. Los otros. Las cosas han cambiado durante tu último invierno, han cambiado mucho. Anton y Hsien están juntos ahora. Chitragupta está… en fin, está como siempre. Pero yo… nunca les he caído bien. Y soy débil, más débil de lo que te imaginas.
El Ingeniero la observa con incredulidad.
—¿Gogolcidio? ¿A ese extremo hemos llegado?
—Todavía no, pero eso es lo que se proponen. Matjek es mi única esperanza, y sabe que me escucharás. En realidad no se trata de la Prisión, entiéndelo: sólo quiere un arma contra los otros. Y tu apoyo.
—Podría… —El Ingeniero titubea—. Podría protegerte.
—Eres un encanto, pero ambos sabemos que no es cierto. Este lugar es algo que los demás te conceden porque resultas útil. Cuando eso cese, esto también. Ayuda a Matjek, y él nos ayudará a los dos. Haz algo que atrape a esos insignificantes fugitivos. Será una minucia, pero le demostrará que me escuchas. Y eso me volverá valiosa ante él.
El Ingeniero cierra los ojos. Puede sentir su Jardín, repleto de vitalidad y de potencial, los miles de millones de manos en el suelo: todo dentro de un poderoso cerebro de la guberniya que devora la materia y la energía del mismo sol, una esfera de diamante del tamaño que la antigua Tierra que contiene sus billones de gógoles y a los Dragones. Y sin embargo, se siente pequeño.
—De acuerdo —dice—. Sólo esta vez. Por los viejos tiempos.
—Gracias. —La mujer le da un beso en la mejilla—. Sabía que podía contar contigo.
—No dejes que se sobrepase.
—Conozco a Matjek, tanto como es posible. Puedo encargarme de él, por ahora. Existen otras… alternativas, pero requerirán más tiempo. Así que gracias por este favor.
—No es nada. —El Ingeniero sonríe—. Crearé un cazador para ti. ¿Te gustaría verlo?
—Siempre me ha gustado verte en acción.
El Ingeniero deja que el jardín virtual se disuelva a su alrededor. En su forma de Fundadora, la mujer es igual de hermosa, una criatura de plata entretejida producto de innumerables gógoles. La guía a través de la Fábrica hasta el Huerto, donde crecen sus creaciones favoritas. En silencio, solazándose en la fascinación que irradia de ella, se concentra en su trabajo. Ésta es una tarea de otra escala, más de destreza que de supervisión: los módulos cognitivos de su nueva creación son atlas inmensos a su alrededor, sinfonías de rutas neuronales e ideas.
No sin cierto placer consigue incorporar su nuevo hallazgo al diseño. Este Cazador no será uno, sino muchos: capaz de dividirse en múltiples partes y de recomponerse. Le confiere la unidad de propósito que descubrió en un escultor oortiano, y la coordinación de una pianista, todo ello sazonado con formas animales más primitivas extraídas de las bibliotecas más antiguas: tiburones y felinos. Le otorga derechos cognitivos suficientes para poseer inteligencia, pero no latencia, y le añade un fragmento de la materia inteligente de la guberniya para que esté listo para entrar en acción cuando su nueva ama se lo ordene.
El producto final no habla, pero los observa a ambos en silencio, atento, aguardando un objetivo. Posee la misma belleza que exudan a menudo algunos tipos de armas, el tipo de belleza que te impulsa a tocarlas aun a sabiendas de que sus filos pueden cortarte los dedos.
—Es tuyo —anuncia el Ingeniero—. No de Matjek. Tuyo. Sólo tienes que decirle qué es lo que quieres que encuentre.
Con una sonrisa, Joséphine Pellegrini susurra un nombre al oído del Cazador.