Virtud
Gilbertine vuelve a soñar con el gato con botas. Bípedo y con rayas, lleva puesto un sombrero estrafalario y un par de botas pesadas. La conduce por los pasillos de mármol y oro de un palacio, con hileras de puertas a los lados. Una de ellas está abierta.
—¿Qué hay dentro? —pregunta Gilbertine al gato, que la observa con un destello en sus extraños ojillos.
—Lo averiguarás —dice con voz trémula y atiplada— cuando regrese el amo.
Se despierta en el apartamento de Montgolfiersville, junto a los ronquidos y el cálido cuerpo de su último amante, cuyo nombre ya empieza a borrarse de su memoria. Sus contratos de gevulot, siempre meticulosos, garantizan un mínimo de intrusión para todas las partes y dejan tan sólo agradables recuerdos de piel aquí y allá, candentes fogonazos de emoción asociados a sabores y lugares.
Los sueños son más frecuentes últimamente. Y sus propios recuerdos se notan tambaleantes, incómodos. Se pregunta si estará haciéndose mayor, no en el anticuado sentido del término, sino incubando quizá el mal de los inmortales del que habla Bathilde, fruto de haber sido borrada y reescrita en demasiadas ocasiones.
El mensaje de la comemoria llega cuando está en la ducha con su amante, cuyos dedos anónimos le enjabonan la espalda. Rezuma preocupación y apremio. Raymonde.
Desaparece de debajo de las caricias envuelta en un borrón de gevulot. Ése había sido el plan desde el principio, en cualquier caso. Sólo se detiene para recoger el Reloj de la mesita de noche: detesta dejárselo puesto mientras hace el amor. La palabra Virtus grabada en él siempre le ha parecido una broma de mal gusto.
Raymonde está esperándola en el apartamento que tiene en la Panza. Sus facciones se ven pálidas y demacradas, y las pecas resaltan contra la piel.
—¿Qué sucede? —pregunta Gilbertine.
—Paul. Se ha ido.
—¿Cómo?
—Se ha ido. No sé dónde está. No sé qué hacer.
Gilbertine abraza a su amiga mientras siente cómo crece la rabia en su interior.
—Sssh. No te preocupes. Todo va a salir bien.
—¿Sí? —Los hombros de Raymonde sufren un estremecimiento—. ¿Cómo van a salir bien?
Porque pienso encontrarlo y obligarle a pagar, piensa Gilbertine.
Sus contratos de gevulot siempre son minuciosos, incluso los antiguos. Y siempre han incluido cláusulas de emergencia.
Para su satisfacción, lo sorprende. Está en el extraño jardín robótico del Laberinto, sentado encima de una pequeña maleta, sonriendo al vacío. La indumentaria azul marino de cuerpo entero que lleva puesta es estilizada, de estilo zoku: mitad materia, mitad luz. Sostiene una cajita a la que no deja de dar vueltas entre las manos, una y otra vez.
Cuando permite que la vea, por un instante fugaz parece un chiquillo asustado. Después sonríe.
—Ah, ahí estás —dice Paul. Pero no se parece al Paul que recuerda Gilbertine, el arquitecto alocado y egocéntrico que estaba enamorado sin remedio de su amiga. Su mirada es limpia e inexpresiva, glacial la sonrisa que aletea en sus labios—. ¿Te importaría recordarme cómo te llamas?
—¿Lo has olvidado?
—Me obligué a ello —dice, extendiendo las manos.
Gilbertine respira hondo.
—Soy Gilbertine Shalbatana. Tú eres Paul Sernine. Querías a mi amiga Raymonde. Lo está pasando mal. Es preciso que vuelvas. O al menos que tengas la decencia de despedirte. Ya te perdonó una vez.
Abre su gevulot y le arroja el recuerdo.
Raymonde los presentó. Raymonde, compañera de armas de Gilbertine desde que llegó de Nanedi; una chica de ciudad reposada en la gran metrópolis, deseosa de componer música. En secreto, Gilbertine aborrecía su elegancia natural, el modo en que las piezas encajaban para ella, sin esfuerzo aparente. Él fue una de esas piezas. De modo que, como es natural, Gilbertine lo deseaba. Y conseguir que él deseara aquello que no tenía no era nada complicado.
Pero no duró. Paul regresó junto a Raymonde, conformándose con no recordar siquiera quién era Gilbertine, persiguió a Raymonde hasta Nanedi y la recuperó. Gilbertine lo aceptó como algo inevitable. Pero esto… esto no piensa aceptarlo.
Paul la observa con indiferencia.
—Gracias —dice—. Antes no tenía bastante de ti. —Horrorizada, Gilbertine siente cómo algo empieza a corroer su gevulot—. Pero no te falta razón —continúa sin inmutarse—. Paul Sernine no podía irse. Está aquí, ¿lo ves?, dentro de ti y de los otros. Mientras que yo… necesito estar en otra parte. Robando el fuego a los dioses. Haciendo de Prometeo. Cosas así.
—Me da igual —replica Gilbertine—. Tienes un hijo con esa muchacha.
Paul da un respingo.
—Recordaría algo así —dice—. No, no me parece correcto.
—Ya lo creo que no —escupe Gilbertine, imprimiendo a su voz todo el veneno que es capaz de extraer de la antigua herida.
—No lo entiendes. No se me olvidaría algo así. —Sacude la cabeza—. En cualquier caso, da igual. No estamos aquí para hablar de mí. Todo esto tiene que ver contigo.
Gilbertine endereza los hombros mientras tantea la exomemoria.
—Estás loco. —Un cosquilleo recorre su cuero cabelludo, y de repente sólo hay un muro donde debería encontrarse la parte de ella que está conectada con todo lo demás. Es como notar la presencia de un miembro fantasma, intentando convencerte de que no ha desaparecido, sólo que dentro de su mente.
Paul se incorpora.
—Me temo que he cortado tu enlace con la exomemoria. No te preocupes, lo recuperarás enseguida.
Gilbertine da un paso atrás.
—¿Qué eres? —sisea—. ¿Un vampiro?
—Ni mucho menos —dice Paul—. Y ahora, estate quieta. Esto te va a doler un poquito.
Gilbertine sale corriendo. El agujero que siente en la cabeza le impide pensar con claridad. El Reloj. No sé qué está haciendo, pero debe de ser a través del Reloj. Se araña la muñeca, intentando quitárselo…
… pero no está corriendo de verdad, se trata de un mero recuerdo; está de pie, delante de Paul, cuyos ojos guardan un sospechoso parecido con los del gato con botas…
Paul levanta la caja.
—¿Ves esto? Supe de ello gracias a los sueños de un desdichado muchacho que resultó herido en la Dentellada. Lo saqué del zoku: nunca lo echarán de menos.
—¿Qué es? —susurra Gilbertine.
—Un dios atrapado —dice Paul—. Tengo que ponerlo en alguna parte. Por eso estás tú aquí.
La caja empieza a brillar. Desaparece de la mano de Paul. Y reaparece dentro de la cabeza de Gilbertine.
Recuerda formas abstractas, una estructura de datos como un gigantesco copo de nieve metálico cuyos cantos afilados presionan contra las zonas más delicadas de su mente. Un aluvión de sensaciones ajenas atraviesa su exomemoria. Por un momento es como si le traspasaran las sienes con una barra de hierro al rojo. El dolor se desvanece enseguida, reemplazado por una sensación grávida.
—¿Qué me has hecho?
—Lo mismo que a todos los demás. Guardar cosas donde a nadie se le ocurriría buscarlas. En vuestras exomemorias, protegidas por la mejor criptografía del sistema. En un lugar que exigirá un precio si quiero recuperarlas. Eso era lo último de lo que tenía que librarme. Perdona las molestias. Espero que puedas perdonarme. —El Paul que no es Paul exhala un suspiro—. Por si te sirve de algo, vuestro Paul no tuvo nada que ver con esto.
—No te creo —dice Gilbertine—. La memoria no lo es todo. Una parte de ti es Paul, no importa quién te creas que eres, no importa lo que hayas hecho con tu cerebro, no importa que sólo fuera una máscara tras la que te ocultabas. Y espero que arda en el infierno. —Siente deseos de arañarle la cara, pero el sutil halo de anebladores que envuelve a la criatura que viste la figura de Paul le dice que la violencia no serviría de nada.
—Lamento que pienses así. No puedo permitir que recuerdes nada de todo esto, por supuesto. Espero que consigas reconfortar a Raymonde de algún modo.
—Haz lo que quieras con mis recuerdos. Me aseguraré de que te odie eternamente.
—Quizá me lo merezca. Adiós.
Le toca la frente, y una ráfaga de viento barre su mente…
La intensa luz de Fobos deslumbra a Gilbertine, plantada de pie, a solas, en el jardín robótico. Se siente desorientada, y tarda unos instantes en recordar su encuentro con Raymonde. ¿Qué hizo después de eso? Teleparpadea los últimos minutos, pero los halla vacíos. Maldición. Otro fallo técnico legado de la Dentellada.
Por algún motivo, se acuerda del sueño que tuvo la noche anterior: un gato con botas, una puerta cerrada. ¿Lo soñó de veras?
Contempla la posibilidad de teleparpadear el sueño también, pero decide no hacerlo. La aguardan demasiados quehaceres en el mundo de la vigilia.