Interludio

Verdad

La noche de la Dentellada, Marcel y el Mochuelo sobrevuelan Noctis Labyrinthus en un planeador.

Es idea del Mochuelo, por supuesto. Todo el mundo sabe que los cañones de Labyrinthus están infestados de foboi y corrientes térmicas engañosas. Marcel ni siquiera puede permitirse el Tiempo que cuesta el planeador, pero es imposible discutir con su amante.

—Te has convertido en un carcamal —dice éste—. Jamás serás un artista si no coqueteas con la muerte de vez en cuando. —La puya sobre el concepto en el que llevaba tanto tiempo trabajando tan sólo para verlo ejecutado por otro escuece: y eso no puede olvidarlo. De modo que termina en el cielo, contemplando los abismos oscuros a sus pies y las estrellas sobre su cabeza y, a pesar de todo, pasándoselo en grande.

Sobre Ius Chasma, el Mochuelo guía el planeador bruscamente hacia abajo hasta que arañan casi los oscuros pseudoárboles que crecen allí, para luego levantar el morro con la misma violencia. Viran hasta acercarse a la pared del cañón, y la boca del estómago de Marcel se desploma. Al fijarse en su expresión, el Mochuelo profiere una carcajada de júbilo.

—Estás loco —le dice Marcel al Mochuelo, y lo besa.

—Pensaba que no ibas a hacerlo nunca —sonríe el Mochuelo.

—Ha sido divertido. ¿Pero no podríamos ascender un poco más y disfrutar del cielo un ratito, sin más?

—Lo que sea por ti, cariño. Además, nos queda toda la noche para hacer acrobacias.

Marcel ignora su guiño, inclina el respaldo del asiento hacia atrás y contempla el firmamento. Teleparpadea para que se materialicen las constelaciones y los planetas.

—He estado pensando en irme lejos de aquí.

—¿Irte? —dice el Mochuelo—. ¿Adónde?

Marcel hace un gesto.

—Ya sabes. Arriba. Ahí fuera. —Apoya la palma de la mano en la tersa piel transparente del planeador. Un Júpiter resplandeciente rutila entre sus dedos—. Esto de aquí es un ciclo estúpido, ¿no crees? Y ya no parece real.

—¿No se supone que ése es tu trabajo? ¿Sentirte irreal? —Hay un deje de rabia su voz. El Mochuelo es estudiante de ingeniería, y jamás se habría fijado en él de no ser por la atracción física; pero de vez en cuando dice cosas que consiguen que el corazón de Marcel se acelere. Más de una vez, en el transcurso de sus dos años de relación, Marcel ha pensado en dejarlo. Pero momentos como éste siempre terminan por reavivar su atracción.

—No —dice Marcel—. Consiste en volver real lo irreal, o más real lo real. Ahí arriba sería más fácil. Los zokus tienen máquinas que transforman los pensamientos en cosas. Los de la Sobornost aseguran que pueden conservar todos los pensamientos que se hayan tenido jamás. Pero aquí…

Júpiter explota bajo sus dedos. Por unos instantes, su mano forma una silueta roja sobre un cegador fondo blanco. Pestañea, siente cómo el planeador se estremece a su alrededor, con sus alas retorciéndose en las formas extrañas del papel deformado por el fuego. Siente la mano helada del Mochuelo en la suya. A continuación su amante se desgañita, comienza a gritar palabras ininteligibles, un ataque de glosolalia que le desgarra la laringe. Por todas partes, el cielo está en llamas. Y ellos caen en picado.

No es hasta mucho después que Marcel escucha por primera vez el término «Dentellada», cuando los Aletargados rescatan sus cadáveres del desierto y los Resurrectores los recomponen.

Las ciudades han salido malparadas. La misma exomemoria ha sufrido desperfectos. Más allá del cielo, la situación es aún peor: Júpiter ha desaparecido, devorado por una singularidad gravitacional, tecnológica o ambas cosas a la vez, nadie lo sabe. La Sobornost asegura estar conteniendo una amenaza cósmica y ofrece asilo de transferencia a todos los ciudadanos de la Oubliette. Los zokus que quedan en Ciudad Supra están tomando medidas en respuesta. Se habla de guerra.

A Marcel todo eso le trae sin cuidado.

—Caray, qué sorpresa tan agradable —dice Paul Sernine, sentado en el estudio de Marcel. Quizá sean imaginaciones suyas, pero el gevulot de su rival denota una sombra de silenciosa envidia mientras contempla las maquetas de arcillatrónica, los dibujos y los objetos encontrados—. Reconozco que no esperaba ser el primer candidato a recibir una invitación de cortesía tras tu prolongada ausencia. ¿Cómo te van las cosas?

—Bien —responde Marcel—. Puedes verlo con tus propios ojos.

El Mochuelo ocupa la habitación más bonita de la casa que tiene Marcel en el Filo, de espaldas a la ciudad. Se pasa la mayor parte del tiempo sentado en silencio junto a la ventana, en su vaina de espuma sanitaria, con la mirada perdida. Pero de vez en cuando habla, largas concatenaciones de roncos chasquidos desgarradores y sonidos metálicos.

—Los Resurrectores no se lo explican —dice Marcel—. Hay un estado coherente permanente en su cerebro, como una de las antiguas teorías cuánticas de la consciencia: un condensado en los microtúbulos de sus neuronas, entrelazado con su exomemoria. Quizá se recobre si se colapsa, o quizá no.

—Lamento mucho oír eso. —Para sorpresa de Marcel, la preocupación que denota la voz de Sernine parece sincera—. Ojalá pudiera hacer algo.

—Puedes hacerlo.

—No te entiendo.

—Renuncio —dice Marcel—. Es evidente que mis ideas te parecían estimulantes en el pasado. Así que voy a vendértelas. —Abarca el estudio con un gesto—. Todas. Sé que puedes permitírtelo.

Sernine parpadea.

—¿Por qué?

—No vale la pena —dice Marcel—. Hay gigantes ahí fuera. Somos insignificantes. Alguien podría aplastarnos de un pisotón sin darse cuenta. Los garabatos bonitos no tienen sentido. Además, todo está inventado ya. Somos hormigas. Lo único que cuenta es cuidar los unos de los otros.

Marcel toca la mano del Mochuelo.

—Puedo hacer eso por él —continúa—. Es mi responsabilidad. Puedo esperar hasta que se mejore. Pero para eso necesito Tiempo.

Sernine se queda mirándolos durante largo rato.

—Te equivocas —dice, al cabo—. Somos tan grandes como ellos. Alguien tiene que demostrárselo.

—¿Construyendo casitas de juguete? Como prefieras. —Marcel agita una mano mientras su mente proyecta un contrato de gevulot en dirección a Sernine—. Es todo tuyo. Tú ganas.

—Gracias —dice Sernine, con voz queda. Aguarda un momento, en silencio, escuchando los sonidos del Mochuelo. Carraspea—. Si hacemos esto —añade, despacio—, ¿podría venir de visita de vez en cuando?

—Si te apetece. Me da lo mismo.

Sellan el acuerdo con un apretón de manos. Por cortesía, Marcel le ofrece una copa de coñac. Beben en silencio, y cuando terminan, Sernine se va.

El Mochuelo se tranquiliza después de que Marcel le dé de comer. Permanece un buen rato sentado junto a él, pidiéndole a la casa que toque ares nova. Pero cuando salen las estrellas, Marcel cierra las cortinas.