Interludio

Sabiduría

Son tan sólo unos pasos los que median entre la muerte y el regreso a la vida. Al frente brilla una luz: pero es como caminar bajo el agua, una tarea lenta y pesada, y Bathilde siente cómo flota hacia arriba, saliendo del cuerpo embutido en un traje simbionte. Se ve avanzando con esfuerzo, reluciente a la luz su escafandra de bronce. Resulta reconfortante, por algún motivo. Deja que su cuerpo se precipite hacia el fondo y asciende hacia la claridad que se divisa en lo alto. Por fin, piensa…

… tan sólo para salir al ocaso marciano, trastabillando, sostenida por un par de fuertes brazos. Jadea sin aliento, parpadeando. Después vuelve la mirada hacia la Sala del Nacimiento y la Muerte, una estructura baja, rectangular y alargada, impresa por constructores Aletargados. Su ubicación es una zanja poco profunda a menos de dos kilómetros de la ruta de la ciudad, en pleno desierto marciano. Se trata de una simple amalgama de grava y arena unidas con adhesivo bacteriano, con finas rendijas y mirillas en los costados. En comparación con las gigantescas murallas con que los Aletargados mantienen a raya a los foboi parece un bloque de construcción de juguete. Pero en su interior…

—Cielos —dice Bathilde, llenándose los pulmones de aire.

—Bueno, ¿qué te ha parecido? —pregunta Paul Sernine, el arquitecto de su breve muerte. La sostiene con delicadeza mientras la aleja de la salida, de la que continúan emergiendo los desorientados invitados. El protegido de Bathilde sonríe triunfal tras el cristal de su escafandra—. Por tu aspecto se diría que no te vendría mal un trago.

—Ay, sí. —Paul le ofrece una copa de champán envuelta en una diminuta burbuja de puntos-q. Bathilde la acepta y bebe, disfrutando del contrapunto al aire seco de la escafandra que supone el limpio sabor—. Paul, eres un genio.

—Entonces, ¿no te arrepientes de ser mi mecenas?

Bathilde sonríe, envuelta en los primeros compases de la fiesta. Le alegra comprobar que la campaña publicitaria, consistente en la distribución de comemorias virales con las intensas vivencias de la Sala, haya tenido tanto éxito. Además, el hecho de que se celebre fuera de la muralla es un bonito detalle simbólico que añade una pizca de emoción a todo el proceso.

—En absoluto. Habrá que pedirle a la Voz que incorpore algo parecido a esto en la ciudad, con carácter permanente. Nos vendría de perlas. ¿De dónde sacaste la idea?

Paul arquea las cejas oscuras.

—Sabe que detesto que me hagan esa pregunta.

—Venga ya —repone Bathilde—. Pero si te encanta hablar de ti mismo.

—Bueno, ya que tanto te interesa saberlo… Me inspiré en la pieza sobre Hiroshima de Noguchi. Nacimiento y muerte. Dos conceptos que ya hemos olvidado cómo afrontar.

—Qué curioso. Algo muy parecido le propuso Marcel, ahí presente —Bathilde señala a un joven negro que contempla la lóbrega boca de la Sala con expresión desdeñosa—, a la Voz hace unos meses.

—Ideas hay a montones —dice Paul—. Lo que cuenta es la ejecución.

—No te lo discuto. Por otra parte, tal vez tu nueva musa también tuviera algo que ver. —Busca con la mirada a la mujer pelirroja, ceñida por un traje simbionte de tonos oscuros, que acaricia la superficie rugosa de la Sala a escasos metros de ellos.

—Todo es posible. —Paul agacha la cabeza.

—Deja de perder el tiempo charlando con ancianas —dice Bathilde— y vete a celebrarlo.

Paul sonríe de nuevo, y por unos instantes Bathilde lamenta la decisión de limitar su relación estrictamente al ámbito profesional.

—Luego nos vemos. —Paul ensaya una reverencia cortés y se pierde de vista entre la aglomeración de trajes simbiontes, acaparando toda la atención de inmediato.

Bathilde vuelve a pasear la mirada por la Sala. Vista desde el exterior parece la cosa más inocente del mundo, pero una vez dentro, los ángulos, las luces y las formas resuenan en el diseño de cualquier cerebro derivado del humano, desencadenando mecanismos corticales que simulan la experiencia extracorpórea de quien se debate entre la vida y la muerte. Un truco de magia con principios arquitectónicos. Bathilde rememora sus múltiples muertes y nacimientos y concluye que nunca antes había experimentado nada parecido. Se trata de una vivencia genuinamente nueva. Sonríe para sus adentros: ¿cuánto hace de la última? Toca el Reloj que le diera Paul y acaricia la palabra Sapientia, grabada en relieve en el brazalete.

—Hola —dice la pelirroja. Al menos la suya es una juventud real, sin sombra de muerte, ni temporal ni de ningún otro tipo.

—Hola, Raymonde —responde Bathilde—. ¿Orgullosa de tu novio?

La muchacha sonríe con timidez.

—No te lo puedes imaginar.

—Ay, ya lo creo que sí. Es complicado: les ves hacer cosas como ésta y empiezas a preguntarte si serás lo bastante buena para ellos. ¿Me equivoco?

La muchacha se la queda mirando en silencio. Bathilde sacude la cabeza.

—Te pido perdón. Soy una vieja amargada. Ni que decir tiene que me alegro mucho por ti. —Toca la mano enguantada de la muchacha—. ¿Qué querías contarme? Interrumpir es una manía de la gente mayor, nos pensamos que ya lo hemos escuchado todo antes mil veces. No veo la hora de entrar en el Letargo de nuevo. Eso me obligará a escuchar.

Raymonde se muerde el labio.

—Quería pedirte… consejo.

Bathilde suelta una carcajada.

—Bueno, si lo que quieres son agrias verdades sobre la vida, filtradas por unos cuantos siglos de experiencia, has venido al lugar indicado. ¿Qué te gustaría saber?

—Se trata de los niños.

—¿Qué pasa con ellos? Yo misma los he tenido: un incordio, aunque puede valer la pena si se tiene cuidado. La exomemoria contiene toda la información que necesitas. Pídele a un Resurrector que te ayude a ajustar los genomas, o compra algún diseño extraplanetario en el mercado negro si te sientes ambiciosa. Añádase agua y ¡puf! —Bathilde se reconviene por disfrutar de la cara que pone Raymonde ante sus teatrales aspavientos.

—No era eso lo que quería preguntarte —dice Raymonde—. Hablaba de… él. De Paul. —Cierra los ojos—. No logro entenderlo. No sé si está preparado.

—Demos un paseo juntas.

Bathilde camina alrededor de la Sala, en dirección a las murallas de los foboi. El firmamento comienza a oscurecerse sobre sus cabezas.

—Esto es lo único que sé —dice Bathilde—. Cuando hablo con Paul, me recuerda a alguien que conocí hace mucho tiempo, alguien que me rompió un poquito el corazón. —Se ríe—. Aunque di tanto como recibí, te lo aseguro. —Toca la pared de la Sala, que ya acusa los primeros indicios de deterioro—. Algunos de nosotros vivimos mucho tiempo —continúa—. Hay quienes aprenden a mantenerse inalterables, pase lo que pase. Cuerpos, gógoles, transformaciones… En todos nosotros hay algo que no cambia nunca. Es un rasgo evolutivo sin el cual sucumbiríamos sin remisión tras tantas metamorfosis, sin ver jamás la luz al final del túnel, erosionados por el inexorable cincel del tiempo.

»No sé qué te habrá dicho Paul, pero es uno de los nuestros, eso te lo aseguro. Así que deberás decidir si el verdadero él… no este arquitecto sonriente… es el hombre que quieres que sea el padre de tus hijos.

»Sé que se esfuerza, y que lo hace por ti.

—Conque ahí os habíais metido —las interrumpe Paul—. Mis dos damas favoritas. —Abraza a Raymonde—. ¿Has entrado ya?

Raymonde niega con la cabeza.

—Deberías hacerlo —dice Bathilde—. No es tan horrendo como parece a priori. Que os divirtáis.

La pareja entra en la Sala por la parte de atrás. Mientras ve cómo se alejan, Bathilde rememora aquella ocasión en el Palacio de Olimpo, un recuerdo de acuarela con los colores corridos: cuando salió a bailar con el Rey. Se pregunta si su expresión de entonces tendría algo en común con la que anida en los ojos de Raymonde.