Voluntad
La idea de colarse en la sinagoga se le ocurrió a Isaac. Pero es Paul el que les facilita el acceso, como cabía esperar, susurrando al gevulot del edificio blanco con forma de concha hasta que éste revela una de sus puertas, bajo un arco esbelto embellecido con intrincados relieves de escayola.
—Después de ti, rabí —dice Paul con las mejillas encendidas, ensayando una reverencia tan exagerada que a punto está de hacerle perder el equilibrio.
—No, no, tú primero —insiste Isaac—. Qué diablos, entremos a la vez. —Rodea los hombros del joven con un brazo y, dando tumbos, los dos entran a la par en el lugar de culto.
Llevan catorce horas sin parar de beber. A Isaac le encanta el primitivo zumbido del alcohol que retumba en su cráneo: mucho mejor que los sofisticados narcóticos sintéticos. La parte de su cerebro que permanece sobria, cada vez menos, lo reconoce como un meme en lugar de algo físico: la milenaria cultura de la ebriedad, el culto a Baco integrado en su cuerpo diseñado en la Oubliette.
En cualquier caso, lo importante es que una lógica retorcida gobierna el mundo que lo rodea, que el corazón martillea en su pecho como si se dispusiera a encaramarse a una de las murallas de los foboi y lanzar un rugido desafiante a los siniestros moradores del desierto marciano. O a desafiar al mismísimo Dios, lo cual era su plan original.
Pero como siempre, el plácido santuario de la sinagoga le infunde una sensación de humildad. La luz eterna —una brillante esfera de puntos-q— llamea sobre las puertas del Arca, mezclando su resplandor con los primeros rayos del amanecer que se filtran entre los dibujos azules y dorados de los altos ventanales de cristal tintado.
Isaac se sienta en una de las sillas que hay frente a la plataforma del lector, saca una petaca de campaña metálica del bolsillo de su chaqueta y la sacude. Suena como si estuviera medio vacía.
—Bueno, ya estamos aquí —le dice a Paul—. ¿Qué tenías pensado? Empieza a hablar. De lo contrario, habremos desperdiciado un montón de alcohol del bueno para nada.
—De acuerdo. Pero antes, contesta: ¿por qué la religión? —pregunta Paul.
Isaac se ríe.
—¿Por qué el alcohol? Porque una vez lo pruebas, cuesta dejarlo. —Abre la petaca y pega un trago. El vodka le quema la lengua—. Además, ésta es la fe de los campeones, amigo mío: un millar de reglas arbitrarias que deben aceptarse sin más, completamente irracionales hasta la última de ellas. Nada de optar a la salvación por el simple hecho de tener un poco de fe, eso son cosas de niños. Deberías probarlo alguna vez.
—Gracias, pero me parece que paso. —Paul se acerca a las puertas del Arca; su expresión es extraña. Musita—: Incumplir la ley, ese melodioso sonido. —De improviso, se gira—. Isaac, ¿sabes por qué somos amigos?
—Porque te odio un poco menos que al resto de los imbéciles que viajan a lomos de este mosquito de ciudad marciana —dice Isaac.
—Porque no me interesa nada de lo que posees.
Isaac observa a Paul. A la luz de las vidrieras, entre la bruma del vodka, parece muy joven. Recuerda cómo se conocieron: en el transcurso de una discusión en un bar para turistas de otros planetas que se salió de madre. La rabia acumulada de Isaac fue escapando de él en rachas, como un ataque de tos, hasta culminar en una pelea durante la que descubrió, entusiasmado, que su joven contrincante no se escondía detrás del gevulot.
Isaac permanece callado unos instantes.
—Me vas a permitir que disienta —dice, sosteniendo en alto la petaca—. Ven a buscarla. —Suelta una carcajada estentórea—. En serio, ¿qué mosca te ha picado? Sé muy bien cómo terminan siempre estas maratones de alcohol. No me digas que se trata otra vez de esa chica.
—Es posible. He cometido una estupidez de las gordas.
—No esperaba menos de ti —repone Isaac—. ¿Quieres que Dios te castigue? ¿Qué lo haga yo? Por mí, encantado. Acércate para que pueda darte el guantazo que te mereces.
Le fallan las piernas cuando intenta ponerse de pie.
—Mira, majadero hijo de perra. Si no te partí la cara la primera vez que nos vimos fue porque entendí tu adicción. No sé qué es lo que te obsesiona tanto, pero no puedes esconderte de ello. Para mí, son los memes: los gusanos cerebrales, la religión, la poesía, la Cábala, las revoluciones, la filosofía fedorovista, el alcohol. En tu caso, se trata de otra cosa. —Isaac hurga en el bolsillo de su chaqueta en busca de la petaca, pero siente las manos torpes y grandes como manoplas—. Sea lo que sea, por su culpa estás a punto de echar a perder algo decente. Líbrate de ello. No hagas lo mismo que yo. Corta de raíz.
—No puedo —dice Paul.
—¿Por qué no? —pregunta Isaac—. Sólo te va a doler una vez.
Paul cierra los ojos.
—Hay una… cosa. Aunque es obra mía, es más grande que yo. Creció a mi alrededor. Pensaba que lograría alejarme de ella, pero soy incapaz: cada vez que me encapricho de algo, me dice que lo coja sin preguntar. Y puedo hacerlo. Es fácil. Sobre todo aquí.
Isaac se ríe.
—No voy a fingir que he entendido algo de todo eso —dice—. Se trata de alguna chorrada de otro planeta, ¿verdad? Cognición encarnada. Muchas mentes y cuerpos y toda esa mierda. Pues bien, para mí suenas como un niño blanquito y llorón con tantos juguetes que no sabe qué hacer con ellos. Guárdalos. Si no puedes destruirlos, enciérralos en algún lugar del que volver a sacarlos resulte doloroso de veras. En la Tierra, así me enseñaron a dejar de morderme las uñas. —Isaac se reclina en su asiento y descubre que está escurriéndose muy despacio del banco de madera. Contempla los leones tallados en el techo—. Pórtate como un hombre —continúa—. Eres más grande que tus juguetes. Siempre somos más grandes que nuestras obras. Guárdalos. Rehaz tu vida, con tu propia mente y tus propias manos.
Paul se sienta a su lado y clava la mirada en las puertas del Arca. Saca la petaca metálica del bolsillo de Isaac y la empina.
—¿Y a ti qué, te dio resultado? —pregunta.
Isaac le suelta una bofetada. Para su sorpresa, consigue impactar. Paul suelta la petaca y se queda observándolo sin pestañear, con una mano apoyada en la oreja y la mejilla doloridas. La petaca repica en el suelo mientras derrama el resto de su contenido.
—Mira lo que he hecho por tu culpa —dice Isaac.