Bondad
Como cada Sol Solis, Xuexue acude al jardín para sonreír al robot rojo.
Está solo, alejado de los racimos de máquinas de combate repartidas por la cuadrícula de mármol blanco y negro. Su diseño es un poco distinto, además: las estilizadas líneas carmesíes de un deportivo bajo una capa de óxido, y un resplandeciente caballito en lo alto de su casco.
Xuexue se sienta en una pequeña silla plegable ante él, contempla directamente la rendija oscura de su yelmo y sonríe, manteniéndose tan inmóvil como puede. Su récord está en dos horas. Lo más difícil es mantener la sensación de la sonrisa. Hoy resulta sencillo: ha tenido un buen día con los niños en la guardería. Los pequeños emperadores y emperatrices de la Oubliette —comprados con Tiempo en abundancia por sus padres y malcriados en consonancia— pueden ser difíciles, pero tienen sus buenos momentos. Puede que hoy bata su récord.
—¿Disculpa? —dice una voz.
Con esfuerzo, Xuexue reprime un fruncimiento de ceño y sigue sonriendo, sin girarse para mirar.
Pega un respingo cuando una mano le toca el hombro. Maldición. Debería haber cerrado su gevulot, pero eso habría estropeado la sonrisa.
—Estoy intentando concentrarme —reprende Xuexue al desconocido, un joven que la observa con una sonrisa.
Tiene el pelo muy negro y un atisbo del sol en la piel, cejas oscuras arqueadas sobre los párpados pesados. Va vestido como si se dirigiera a una fiesta, elegantes chaqueta y pantalón, con un par de gafas tintadas de azul frente al intenso resplandor de Fobos en las alturas.
—Reitero mis disculpas —dice con una sombra de humor en la voz—. ¿Qué he interrumpido?
Xuexue suspira.
—No lo entenderías.
—Ponme a prueba. —Se quita las gafas y mira a Xuexue con una expresión curiosa. Su tez es ligeramente demasiado perfecta, un estilo diferente de los cuerpos estándar de la Oubliette. Sonríe, pero hay una expresión distraída en sus ojos, como si estuviese escuchando más de una conversación.
—Estaba sonriendo al gladiador rojo —dice—. Desde hace un año más o menos. Al menos una hora todas las semanas.
—¿Por qué?
—Bueno, existe una teoría según la cual habría gógoles lentos circulando por su interior —dice—. Un juego de la antigua Corona. Para ellos, ésta es una batalla feroz. Luchan por su libertad. Se mueven, ¿sabes?, si miras el tiempo suficiente. Así que supuse que ellos también deberían vernos. Si nos quedamos muy quietos. Como fantasmas, quizá.
—Ya veo. —Entrecierra los ojos mientras contempla los robots—. Creo que yo no tendría paciencia para eso. ¿Y por qué éste en particular?
—No lo sé —dice Xuexue—. Parece solo.
El joven toca la coraza del robot.
—¿No crees que es posible que termines distrayéndole? ¿Y que pierda la batalla? ¿Qué nunca encuentre la libertad?
—La Corona ya no existe. Hace casi cien años que son libres —dice ella—. Creo que alguien debería decírselo.
—Bonita idea. —Le tiende la mano—. Me llamo Paul. Me he perdido un poco: todas estas calles que se mueven. Esperaba que pudieras indicarme la salida.
Un reguero de emoción se filtra por su burdo gevulot de visitante: una sensación de intranquilidad, un peso, una culpa. Xuexue puede imaginarse al viejo del mar sentado en su espalda. La sensación es muy familiar. Y de repente es más importante hablar con el desconocido que sonreír al robot.
—Claro que sí —dice—. ¿Pero por qué no te quedas un rato? ¿Qué te trae a la Oubliette? —Mientras habla, redacta un contrato de gevulot en su mente y se lo ofrece a Paul. Éste parpadea.
—¿Qué es eso?
—Nadie más recordará ni sabrá lo que vamos a decir aquí —explica ella—. Incluso yo lo olvidaré, a menos que me permitas recordarlo. —Sonríe—. Así funcionan las cosas aquí. Nadie tiene por qué ser un desconocido.
—Es como disponer de un confesionario portátil.
—Algo por el estilo.
Paul se sienta en el suelo junto a Xuexue, mirando al robot.
—¿Sabes? —dice—, no es frecuente encontrarse con una persona genuinamente altruista. Es admirable, de veras.
Xuexue sonríe.
—¿No te consideras una de ellas?
—Tomé otra desviación en la senda evolutiva, hace mucho. En algún lugar entre los dinosaurios y las aves.
—Nunca es demasiado tarde —dice ella—. Y menos aquí.
—¿A qué te refieres con eso?
—Ésta es la Oubliette. El santuario del olvido. Aquí puedes conocer a un tirano de la Corona o a un líder de la Revolución y no saberlo nunca. O sentarte junto a alguien peor, como yo. —Suspira.
Él la mira, con los ojos muy abiertos. Xuexue pela su gevulot como una cebolla y le ofrece un recuerdo.
Xuexue vendía inmortalidad. Acudía a ciudades y aldeas devastadas por los terremotos o los corrimientos de tierra, a aldeas pesqueras por lagos evaporados. Observaba los cerebros de los niños con el escáner MRI de su teléfono y hablaba con sus desesperados progenitores de una vida sin carne. Enseñaba a los niños vídeos del Paraíso, donde los dioses hablaban de la vida eterna como jardineros de códigos. Los niños reían y señalaban con el dedo. En todas las aldeas había unos pocos que querían ir con ella. Los reunía en camiones automatizados con ayuda de drones corporativos y se los llevaba a las Puertas Iridiscentes del Paraíso.
Las Puertas consistían en barracones erigidos de cualquier manera en el desierto de Ordos, cubiertos con tela de camuflaje. Las letrinas apestaban. Los catres estaban mugrientos.
No se duchaban durante las dos primeras semanas, pero Xuexue y los demás instructores —la mayoría de ellos caras en las pantallas de los guardias drones operados a distancia— decían que daba igual, que pronto trascenderían las necesidades de la carne.
La primera etapa de la transformación tenía lugar en el aula. Los niños llevaban gorros que picaban e indicaban a las máquinas corporativas qué estaban pensando. Xuexue velaba por ellos durante el duro entrenamiento: horas y más horas de programación, formando bloques de códigos y secuencias de símbolos en sus mentes, recibiendo orgásmicas descargas de placer a través del estimulador magnético transcraneal del gorro por cada éxito y experimentando un pequeño infierno por ser lentos o fallar. Estaba prohibido hablar en clase, sólo coros de gritos de agonía y éxtasis.
Por lo general estaban listos en seis semanas, quemaduras permanentes en sus cabezas afeitadas de sienes combadas, ojos entrecerrados brincando como en la fase REM del sueño. Luego se los llevaba al Doctor Celestial uno por uno, diciéndoles que ahora recibirían el don de la inmortalidad. Ninguno regresaba jamás de la tienda del Doctor. Por la noche Xuexue activaba el enlace de datos superdenso del satélite corporativo para enviar los petabytes cosechados de los jóvenes cerebros, gógoles frescos para tejer códigos en las granjas de software de la nube.
A continuación se concedía un breve olvido, logrado con vino de arroz barato y drogas sintéticas, antes de volver a enfrentarse al mundo.
Diez años de trabajo para la compañía, y alcanzaría su propia inmortalidad verdadera. Una transferencia de Moravec de alta fidelidad, sin fisuras en su consciencia, una lenta cirugía en la que sus neuronas serían remplazadas por emulaciones artificiales, una por una: una verdadera transformación en algo digital. Un Reino de su propio diseño, en la nube.
Valdría la pena, se decía.
Acababa de llegar con un nuevo grupo de reclutas cuando los microdrones occidentales cayeron zumbando del cielo en furiosos enjambres, arrasándolo todo. Por un momento, le pareció justo, y se limitó a quedarse allí, viendo cómo morían las Puertas. Después llegó el negro terror de la muerte, e hizo lo único que podía: refugiarse corriendo en la tienda del Doctor.
Su segundo nacimiento en el interior se ha perdido ya incluso para ella, salvo por un mar de brillantes cabezas de alfiler rojas, un torno alrededor de su cráneo, un sonido chirriante.
Xuexue abre los ojos. El recuerdo mana de ella como agua fría. Paul se la queda mirando, con los ojos como platos.
—¿Qué pasó luego? —susurra.
—Nada, durante mucho tiempo —dice Xuexue—. Llegué aquí con los mil millones de gógoles del Rey. Desperté Aletargada. La Revolución me sentó bien. Hicimos algo nuevo de veras. Creamos un lugar sin pequeños inmortales. —Mira al robot—. Supongo que todavía intento hacer penitencia por ellos. Nunca será suficiente, pero está bien intentarlo. Cada cosa a su tiempo.
—Puede que lo esté —dice Paul. Sonríe, y esta vez hay una calidez genuina en sus ojos—. Gracias.
—No ha sido nada —dice Xuexue—. Vengo aquí todas las semanas. Déjate caer otra vez si decides quedarte.
—Gracias —repite Paul—. Puede que lo haga.
Se quedan sentados juntos, contemplando al robot. Lentamente, la sonrisa de Xuexue regresa a sus labios. Escucha la respiración del joven. Quizá hoy consiga batir su récord.