El Rey
El Rey de Marte puede verlo todo, pero hay lugares que prefiere ignorar. Por lo general, el espaciopuerto es uno de ellos. Hoy, sin embargo, ha acudido a él en persona, para asesinar a un viejo amigo.
El estilo de la sala de llegadas, un espacio inmenso y majestuoso cubierto por una alta cúpula, imita al del antigua Corona. Apenas consigue llenarla la abigarrada multitud, compuesta por visitantes de otros planetas que deambulan vacilantes a causa de la desacostumbrada gravedad marciana mientras intentan familiarizarse con la sensación del gevulot para huéspedes que les recubre la piel.
Invisible e inaudible para todos ellos, el Rey pasea entre la aglomeración de alienígenas: avatares del Reino; escuálidos habitantes del Cinturón, enfundados en sus exoesqueletos como medusas; parpadeantes Alígeros, zokus saturninos con cuerpos de referencia. Se detiene ante una estatua del duque de Ophir, levanta la vista y deja que ésta vague más allá de los rasgos agrietados, profanados por los revolucionarios. A través de la cúpula, en las alturas, se divisa el faséolo, una línea imposible que se eleva hacia el firmamento oxidado, un pozo de vértigo para quien intente seguirlo con la mirada. Le sobreviene un ataque de náusea: la compulsión que unas manos crueles le implantaran siglos atrás todavía está ahí.
Tu lugar está en Marte, dice. No te irás nunca.
Con los puños apretados, el Rey se obliga a seguir mirando hasta forzar el límite de su resistencia, sacudiendo las cadenas que apresan su mente. Después cierra los ojos y empieza a buscar al otro hombre invisible.
Deja que su mente vague entre el gentío, asomándose a ojos ajenos, buscando trazas de manipulación en recuerdos recientes como hojas removidas en un bosque. Debería haberlo hecho antes. Estar aquí, en persona, tiene algo de puro. Para el Rey, los recuerdos y las acciones se han convertido prácticamente en lo mismo con el devenir de los años, y el penetrante sabor de la realidad resulta exultante.
La trampa mnemónica es sutil, disimulada en la exomemoria reciente del avatar de carne del Reino por cuyos ojos está mirando el Rey en esos momentos. Es recursiva: el recuerdo de un recuerdo en sí mismo que a punto está de engullir al Rey en un túnel de déjà vu infinito, aspirándolo como el vértigo del faséolo.
Pero el juego de la memoria es el juego del Rey. Vuelve a anclarse en el presente con un esfuerzo de voluntad, aísla el recuerdo tóxico, lo rastrea hasta su origen y levanta las capas de exomemoria una por una hasta dejar al descubierto el carozo de realidad: un tipo flaco y calvo, con las sienes hundidas y un uniforme revolucionario que no es de su talla, en pie a escasos metros de él, observándolo fijamente con sus ojos oscuros.
—André —lo reprende el Rey—. ¿Pero qué haces?
El hombre adopta una expresión desafiante, y por un momento el Rey experimenta un antiguo recuerdo que brota del fondo de su ser, un recuerdo auténtico: del infierno que atravesaron juntos. Qué lástima.
—Vengo aquí a veces —contesta André—. Para asomarme fuera de nuestra pecera. Es agradable ver el aire y a los gigantes del otro lado, ¿sabes?
—Pero eso no explica tu presencia aquí hoy —dice el Rey en voz baja. Su tono es tan delicado como el de un padre—. No lo entiendo. Creía que habíamos llegado a un acuerdo. Se acabaron los tratos con ellos. Sin embargo, aquí estás. ¿De veras creías que no iba a enterarme?
André exhala un suspiro.
—Se avecina un cambio —dice—. No podremos sobrevivir mucho más tiempo. Los Fundadores han sido débiles, pero eso cambiará. Van a devorarnos, amigo mío. Ni siquiera tú podrás impedírselo.
—Siempre existe una salida —repone el Rey—. Pero no para ti.
Por cortesía, el Rey le concede una muerte definitiva rápida. El fogonazo de una pistola-q zoku, una brisa que barre la exomemoria y erradica hasta el último vestigio de la persona a la que una vez llamó André, su amigo. Absorbe todo lo de André que necesita. Los transeúntes más próximos se sobresaltan ante el inesperado golpe de calor para olvidarse inmediatamente a continuación.
El Rey se gira, dispuesto a marcharse. Es entonces cuando repara en la pareja: él, vestido con un traje oscuro y gafas tintadas de azul; ella, encorvada como una arpía por la gravedad. Por primera vez en el espaciopuerto, los labios del Rey dibujan una sonrisa.