21

El ladrón y el adiós robado

Me despido del detective, Isidore, en su cocina, un día después de que el zoku trajera a Pixil de regreso.

—Ahora es distinta —dice—. No sé por qué, pero ha cambiado.

Nos hemos sentado alrededor de la mesa de la cocina. Procuro no contemplar el sombrío y sucio empapelado de las paredes.

—A veces —digo—, basta con unos instantes para convertirte en otra persona. A veces hacen falta siglos. —Intento sacudirme de encima a la criatura de color verde que no deja de merodear por la mesa. Al parecer me considera un enemigo natural, y no deja de mordisquearme la manga—. Pero, por supuesto, en realidad no deberías hacerme caso en nada. Y menos en cuestión de mujeres.

Lo miro: la nariz huesuda, los pómulos altos. El parecido está ahí, en la boca, la barbilla y los ojos. Me pregunto cuántas cosas dejarían al azar Raymonde y Le Roi. Espero que en él haya más de ella que de mí.

—Tú también has cambiado mucho —continúo—. Isidore Beautrelet, criptarca de la Oubliette. O quizá «rey» sea un término más apropiado. ¿Qué harás a continuación?

—No lo sé —dice—. No puedo decidirlo todo. Tengo que devolver la Voz al pueblo. Debe haber formas mejores de conseguir que esto funcione. Abdicaré en cuanto pueda. Y aún tengo que pensar si… si voy a permitir que todo el mundo recuerde cuál es el auténtico origen de la Oubliette.

—Bueno, una revolución siempre es un sueño bonito. Y acabáis de vivir una de verdad. Hagas lo que hagas, ten cuidado. La Sobornost irá detrás de ti, con todos los medios a su disposición. Los zokus te ayudarán ahora, creo, pero no será fácil. —Sonrío—. También será emocionante. Grande y confuso. Como una ópera, me dijo alguien en cierta ocasión.

Mira por la ventana. La ciudad todavía está recuperándose: la vista ya no debe de ser la misma. Y desde aquí se divisa la Prisión, una aguja de diamante sobre los tejados del Laberinto.

—¿Qué hay de ti? —pregunta—. ¿Te irás y cometerás algún… delito?

—Casi con toda seguridad. Me temo que aún debo saldar una deuda. —Sonrío—. Estás invitado a intentar atraparme, si puedes. Pero creo que vas a estar demasiado ocupado. —Fulmino con la mirada a la criatura verde, que ahora intenta encaramarse a mi regazo—. Por supuesto, no todos tienen ese problema.

Me levanto.

—Será mejor que me vaya. Mieli lleva unos cuantos días sin matar nada, y eso siempre la pone de mal humor.

Le estrecho la mano.

—No soy tu padre —digo—, pero eres mejor persona que yo. Sigue así. Pero si alguna vez te tienta el otro camino, no dejes de avisarme.

Para mi sorpresa, me abraza con fuerza.

—No, gracias —dice—. Nos vemos.

¿Podemos largamos de una vez?, pregunta Perhonen. ¿Tenemos que esperarlo?

La nave se ha posado en el rastro amurallado de la ciudad, junto a las maltrechas y calcinadas defensas de los Aletargados. Mieli, que ha salido con un traje simbionte, se desfoga deambulando de un lado a otro. En la pared hay relieves que le recuerdan a Oort, paisajes e hilera tras hilera de rostros inexpresivos. Los acaricia y escucha la tenue canción cincelada en ellos, dentro de su cabeza.

—Hola —dice Raymonde. Luce su atuendo de Caballero, pero sin máscara, y a modo de traje se cubre con un delicado halo de anebladores. Repara en los relieves y su expresión se nubla con una sombra de culpa y tristeza.

—¿Va todo bien? —pregunta Mieli.

—Acabo de recordar que tengo que ver a alguien. —Raymonde mira a Perhonen—. Es una nave preciosa.

Gracias, dice Perhonen. Pero no soy sólo una cara bonita. Raymonde se inclina ante ella.

—También tú te mereces toda nuestra gratitud —dice—. No tenías por qué hacer lo que hiciste.

Aunque no puedas verlo, dice la nave, con su resplandeciente casco de zafiro, me he puesto colorada.

Raymonde mira a su alrededor.

—¿No ha llegado todavía? Menuda sorpresa. —Da dos besos a Mieli en las mejillas—. Buena suerte, y que lleguéis sanos y salvos a vuestro destino. Y gracias. —Hace una pausa—. Cuando abriste el gevulot, nos revelaste tus pensamientos. Vi por qué haces esto. Por si te sirve de algo, espero que la encuentres.

—No es cuestión de esperanza —replica Mieli—, sino de voluntad.

—Buena respuesta —dice Raymonde—. Y… no seas dura con él. Quiero decir… un poco, pero no demasiado. No puede evitar ser lo que es. Pero no es tan malo como podría serlo.

—¿Eso va por mí? —pregunta el ladrón, saliendo de una burbuja de transporte zoku—. Sabía que hablaríais de mí a mis espaldas.

—Esperaré en la nave —dice Mieli—. Salimos dentro de cinco minutos.

Al final, no sé qué decirle. De modo que nos quedamos en silencio, sobre la arena roja. Las sombras de la ciudad proyectan destellos a nuestro alrededor, batir de alas hechas de luces y sombras.

Transcurridos unos instantes, le beso la mano. Si hay lágrimas en sus ojos, las sombras las disimulan. Me besa con delicadeza, en los labios. Se queda allí, observando, mientras embarco. Me giro para decir adiós con la mano mientras se abre la piel de la nave, y le lanzo un beso.

Una vez dentro de la nave, sopeso la caja en mi mano.

—¿Vas a abrir ese chisme o no? —pregunta Mieli—. Me gustaría saber adonde vamos.

Pero yo ya lo sé.

—A la Tierra —digo—. ¿Podrías pedirle a Perhonen que se tome su tiempo? Me gustaría disfrutar del paisaje.

Para mi sorpresa, no tiene nada que objetar. Perhonen se eleva lentamente y vira sobre la Ciudad Errante, sobre la arteria de la Avenida Persistente, la gran mancha verde del parque de la Tortuga, los castillos de papiroflexia del Distrito de Polvo. La ciudad muestra ahora otra cara, pero le dedico una sonrisa a pesar de todo. Me ignora y sigue avanzando.

Nos encontramos a medio camino de la Estrada cuando me doy cuenta de que el detective me ha birlado el Reloj.