Dos ladrones y un detective
La oscuridad nos reconstruye. Por un momento siento como si me estuviera abocetando una pluma, regresando a mi carne, mi piel y mis huesos, uno por uno. Y entonces recupero la vista.
Un gato me observa fijamente. Se yergue sobre las patas traseras, y lleva puestas unas botas y un sombrero. Una espada diminuta cuelga de su amplio cinto. Sus ojos parecen vidriosos y muertos, y comprendo que son de cristal, dorados y relucientes. El gato se mueve como impulsado por un resorte de improviso, se quita el sombrero y hace una reverencia con una floritura mecánica.
—Buenas tardes, amo —dice con voz atiplada, rechinante—. Bienvenido.
Nos encontramos en la galería principal de un palacio. Hay cuadros colgados en las paredes cubiertas de pan de oro, y en el techo relucen unos candelabros de cristal. Los grandes ventanales se abren a una terraza italiana y permiten que el sol dorado de la tarde entre a raudales, confiriéndole a todo un tinte ambarino. Estoy al mismo nivel que el gato, encorvado en el suelo. Mi pierna ya no es un muñón, por suerte. Al igual que Le Roi, mi atuendo es el de un antiguo cortesano, con faldones, botones de bronce, unos pantalones ridículamente ajustados y camisa con chorreras. Pero la reverencia del gato va dirigida a él. Y todavía empuña el revólver.
Me tenso, dispuesto a saltar, pero se me adelanta. Me cruza la cara con la culata del arma; curiosamente, el dolor es más real aquí que en el mundo real. Siento cómo el metal me lacera la piel y el pómulo, y a punto estoy de perder el conocimiento. Se me llena la boca de sangre.
Le Roi me da un empujoncito con el pie.
—Llévate a esta criatura —dice—. Y búscame algo que ponerme.
El gato se inclina de nuevo y junta las patas una sola vez. La palmada resulta apenas audible, pero hay pasos a lo lejos, y se abre una puerta.
Con esfuerzo, me siento y escupo a los pies de Le Roi.
—Cabrón. Te esperaba. En este sitio hay trampas de las que no sabes nada. Ya lo verás.
—Venga ya, qué intento más patético, indigno de nosotros —dice Le Roi—. Considérate afortunado por entretenerme lo suficiente como para que te perdone la vida. Como un recuerdo lejano, tal vez.
Gesticula con el arma, y unas manos fuertes e inexorables me levantan del suelo y empiezan a alejarme a rastras. Figuras de cera: un hombre vestido con un traje del siglo XX, de grueso mostacho, y una mujer que no reconozco, con atuendo de doncella. Ambos tienen los ojos de cristal y los rostros amarillentos, esculpidos con torpeza en la cera. Forcejeo, pero no soy rival para su fortaleza mecánica.
—¡Soltadme! —exclamo—. ¡Yo soy vuestro amo, no él! —Pero es evidente que la pistola confiere a Le Roi una carga de autoridad que a mí me está vetada—. ¡Malnacido! ¡Vuelve y pelea!
Las criaturas me arrastran por un pasillo flanqueado por puertas abiertas. Parece haber cientos de ellas: dentro, silenciosas figuras de cera representan escenas a cámara lenta. Me suenan: un joven en una celda, leyendo un libro. Una tienda oscura, con una mujer sentada en un rincón, tarareando mientras prepara la comida sobre una humilde fogata. Atisbo a Raymonde desnuda, con la cara de cera, tocando el piano con dedos lentos y torpes. Cadáveres todos, autómatas; de pronto comprendo el verdadero significado de «recuerdo lejano».
Pero no es hasta que me conducen al taller, con los moldes, el tanque de cera caliente y el afilado instrumental, que empiezo a gritar.
Se produce una discontinuidad. Cuando termina, Isidore todavía sostiene la mano de Pixil. Pestañea. El aire huele a polvo y a cera. Se encuentran en lo que parece el taller de un torturador, pero con altas ventanas ornamentadas que dan a un jardín. El ladrón está sujeto con correas a una mesa alargada, con criaturas de cuentos de hadas cerniéndose sobre él: un lobo con ropas de mujer, un hombre bigotudo y una doncella cuyo atuendo parece sacado de la historia antigua de la Tierra. Las zarpas y las manos de cera empuñan afilados cuchillos curvos.
Pixil da un salto adelante. La espada sale de su funda con un silbido metálico y corta a derecha e izquierda, a través de la cera y el bronce. Una cabeza peluda vuela por los aires; del cráneo perforado del hombre brotan engranajes y metal. Las criaturas de cera caen al suelo hechas pedazos. Pixil apoya la punta de la hoja en la garganta del ladrón, con delicadeza.
—No te muevas —dice—. Ésta es una espada del Reino. Como puedes ver, se adapta a este lugar sin problemas.
—Sólo quería darte las gracias —resopla el ladrón. Sonríe a Isidore—. Monsieur Beautrelet. Encantado de verlo. Ya nos conocemos. Jean le Flambeur, a su servicio. Pero… como es evidente… su amiga me tiene en, esto, desventaja.
—¿Qué ocurre aquí? —pregunta Isidore.
—El criptarca… Le Roi… controla este sitio, lamento decirlo. —Parpadea—. ¿Pero cómo ha llegado hasta aquí? Por supuesto, su anillo zoku —dice—. Es asombroso lo útil que puede llegar a ser la cleptomanía a veces… ¡Cuidado!
Isidore se da la vuelta. Atisba la sombra de una criatura peluda que se escabulle como una exhalación por el suelo.
—¡Agárrelo! —grita el ladrón—. ¡Se ha llevado su anillo!
Aquí vienen, dice Perhonen. No puedo seguir conteniéndolos.
Nota los impactos de los foboi voladores contra la piel de la nave, drenando su armadura.
—Sal de aquí. —La nave se eleva, y Mieli ve cómo la oleada de foboi se abate sobre el desorganizado muro de Aletargados como una guadaña, desbordándolo. Parpadea para borrar la imagen de la nave y vuelve a concentrarse en disparar contra los Aletargados de asalto controlados por los criptarcas.
Un Aletargado constructor amarillo la derribó llenando el aire de polvo de construcción fabricado, bloqueando así por un momento los microventiladores de sus alas. Los Aletargados continúan arrojándose contra ella y Raymonde, obstinados, reduciendo su avance sobre la aguja negra a un goteo.
—¡Los foboi van a pasar! —grita Mieli al tzaddik. Aun a través de la polvareda y la máscara de plata, puede distinguir la desesperación en su cara.
¡Mieli! ¡Está ocurriendo algo! Ralentiza el tiempo y vuelve a ver con los ojos de la nave.
La burbuja que rodea la colonia zoku desaparece. Surge un ejército de fantasmas aulladores hechos de reflejos, diamantes y joyas que descargan una tormenta de luz coherente sobre la horda de foboi, atravesándola como si no existiera, moviéndose demasiado rápido para el ojo humano. Dejan una estela de incendios a su paso —armas de nanotecnología autorreplicante— y los círculos de llamas se propagan entre la masa enfurecida. ¿Qué les ha hecho cambiar de opinión?, se pregunta Mieli, sin tiempo para reflexionar.
—¡Vamos! —le dice a Raymonde—. ¡Aún no está todo perdido! —Apretando los dientes, extiende la bayoneta-q del cañón y carga contra la masa de Aletargados que se interpone en su camino.
La muchacha zoku corta mis ataduras. El detective ya ha salido corriendo en pos del gato, y yo detrás de él. La criatura se ha perdido de vista, y me precipito a ciegas en la dirección que creo que siguió, sorteando más autómatas mnemotécnicos.
Entonces lo veo, en una pequeña galería, sobre una mesa de un solo pie hecha de madera oscura: un objeto negro sin adornos que podría contener un anillo de bodas. La caja de Schrödinger. Experimento la misma tentación que hace veinte años, cuando descubrí que obraba en poder de la colonia zoku, irresistible. Con cuidado, entro y la cojo, esperando que salte alguna trampa. Pero no ocurre nada. Aprieto el puño y salgo de nuevo al pasillo.
El detective y la muchacha zoku regresan a la carrera.
—Lo siento —dice el detective—. Se nos ha escapado.
—¿Buscáis esto? —pregunta Jean le Roi. Ahora parece distinto, más joven, mucho más semejante a mí. Sus facciones se han alisado, su cabello se ve más moreno, y luce un bigotito fino. Lleva puesta una corbata negra, guantes blancos y una capa de ópera sobre los hombros, como si se dispusiera a pasar la noche en la ciudad. Empuña un bastón. Un racimo de joyas zoku flota alrededor de su cabeza, rutilando en tonos verdes y azules. Pero su mueca es la misma de siempre.
Sostiene en alto el anillo, una banda plateada con una piedra azul.
—No os preocupéis, ya no vais a necesitarlo. —Agita la mano como un prestidigitador y el anillo se desvanece en una nube de polvo brillante—. Podéis quedaros todos aquí, sois mis invitados. —Se sacude una mota de polvo invisible de la solapa—. Creo que ya he encontrado el cuerpo que me voy a poner. Es hora de dejar atrás todo este sufrimiento.
La muchacha zoku profiere un alarido salvaje, y antes de que pueda detenerla, blande la espada en un amplio arco contra Le Roi. Con un movimiento imposible de seguir a simple vista, Le Roi retuerce la cabeza del bastón, y surge una hoja con un centelleo. Detiene el golpe, se agacha y ataca. La punta de la hoja oculta en el bastón sobresale de la espalda de ella como una flor maligna. La extrae con un gesto fluido. La muchacha cae de rodillas. El detective acude corriendo a su lado para sostenerla. Pero me doy cuenta de que es demasiado tarde.
Le Roi tamborilea en la espada abandonada con la punta de su bastón.
—Bonito juguete —dice—. Pero los míos son mucho más bonitos. —Parece reparar por primera vez en la presencia del detective. Abre los ojos de par en par—. Tú no deberías estar aquí —musita—. ¿Qué haces aquí?
El detective le sostiene la mirada. Aunque las lágrimas resbalan por sus mejillas, sus ojos rebosan de furia.
—Monsieur Le Roi —dice con voz firme—. He venido para arrestarlo por los crímenes cometidos contra la Oubliette, y en el nombre de la Revolución le ordeno que me entregue la clave de la exomemoria inmediatamente…
—No, no. —Le Roi se arrodilla junto al muchacho—. Te equivocas por completo. Pensaba que eras un recuerdo que quería utilizar contra mí. Esto no debería haber ocurrido. —Mira a la muchacha—. Podemos traerla de vuelta si lo deseas. Y mi clave, aquí está, si la quieres. —Suelta el bastón y rebusca en uno de sus bolsillos—. Toma. Quédatela. —Deposita algo en la mano del detective—. Llévatela. Os enviaré de regreso. Es justo que el príncipe herede el reino…
El detective le cruza la cara. Le Roi se incorpora de un salto, recoge el bastón y lo apunta contra él. Sacude la cabeza.
—Se acabó. —Hace un gesto con el arma, y el detective desaparece con un estallido de luz.
—Estás rompiendo todos tus juguetes —digo, empuñando la espada del Reino—. ¿Quieres ponerme a prueba también a mí?
La espada me habla, mostrándome la estructura subyacente de todo cuanto nos rodea. Éste es un Reino pequeño, un mundo virtual que sirve de interfaz para la maquinaria picotecnológica en la que estamos inmersos. Soy una entidad de software que contiene toda la información de la materia de mi cuerpo desensamblado por el palacio. Y hay algo azul en mi estómago, como un fantasma…
Le Roi entorna los párpados.
—El muchacho no está roto —dice—. Salió bien. Es más listo que tú. Volveré a visitarlo dentro de cien años.
—No gracias a ti —replico—. Y tenía razón. Debes pagar por lo que has hecho.
Me saluda cortésmente con el bastón, sin renunciar a su burla.
—Pues ejecuta la sentencia, si puedes. Terminemos con esto. —Adopta una pose de espadachín. Sus ojos son un reflejo de los míos.
Levanto la espada del Reino con las dos manos y me clavo la punta en el estómago. El dolor es cegador. La espada atraviesa el constructo de software que forma mi ser.
Y libera al arconte.
Se derrama con mi sangre y mis entrañas, vertiéndose en un torrente de datos. Se propaga por las paredes y el suelo del palacio, que empiezan a convertirse en cristal. Entre Jean le Roi y yo se interponen ahora los muros de las celdas, y mientras doy a luz a una Prisión de los Dilemas, comienzo a reírme.
Mieli está a punto de disparar al detective cuando lo escupe la aguja. Una porción de su oscuro costado irregular da paso al cuerpo desnudo de un joven que se desploma de bruces. Raymonde aparece a su lado, sosteniéndolo.
—Tiene a Pixil —murmura el muchacho.
Llegaron a la base de la aguja hace unos minutos. Se parece a la pseudomateria que Mieli sólo ha visto cerca de las ruinas de la Dentellada, compuesta no de átomos ni moléculas sino de algo más sutil, materia de quarks o espuma espaciotemporal.
Mieli, dice Perhonen. No sé si ese sitio es seguro. Está pasando algo dentro de esa cosa. Rayos gamma, WIMP exóticos, es como una fuente…
Una ondulación recorre toda la estructura. Y de repente es como cristal ahumado, oscuro, frío y denso. Como la Prisión. Ha liberado al arconte.
Mieli baja el arma y toca la pared de la aguja, que se abre y la acepta como un amante.
El arconte es feliz. Ladrones nuevos, cosas nuevas que hacer, juegos nuevos que desarrollar en un suelo denso que propicia que su mente se expanda por mil. Alguien lo toca: la mujer de Oort, la fugitiva, regresando a su abrazo. Le franquea la entrada. Sabe a canela.
A Isidore le duele todo. Siente el cuerpo renovado en carne viva, y dentro, la muerte de Pixil es una hoguera. Pero no hay tiempo para pensar en eso, porque de pronto lo sabe todo.
La exomemoria es un mar a su alrededor, tan transparente como un océano tropical. Aletargados, Nobles, tzaddikim: todos los pensamientos que se han formado jamás, todos los recuerdos. Todos son suyos. Es la forma más hermosa y más terrible que haya contemplado o sentido en su vida. La historia. El presente: rabia, sangre y fuego. Atlas Aletargados, enloquecidos, pugnando por mantener la ciudad en pie. Combatientes como marionetas, enloquecidos por los detonadores, las palancas y las ruedas que su padre les había plantado en la cabeza.
Se dirige a ellos con la Voz y les recuerda quiénes son. Los Aletargados regresan a las murallas de los foboi. Cesan los enfrentamientos.
Y paulatinamente, paso a paso, la ciudad reanuda la marcha.
Bueno, pues aquí estamos otra vez. Matando el tiempo.
Estoy desnudo. Mantengo los ojos cerrados. En el suelo, ante mí, hay una pistola. Y pronto la empuñaré y decidiré si disparo o no.
El sonido de los cristales rotos es como una melodía, o como quebrantar la ley. El viento que barre la celda está cargado de fragmentos diminutos. Abro los ojos y veo a Mieli con las alas extendidas, un ángel negro surcado de cicatrices.
—Esperaba que vinieras.
—¿Ésta es la parte en que me dices que eres Jean le Flambeur y que sólo te irás de aquí cuando a ti te parezca?
—No —le digo—. No es esa parte.
Acepto la mano que me tiende. Me abraza. Bate las alas y nos elevamos por los aires a través del firmamento de cristal, lejos de las armas, los recuerdos y los reyes.