El detective y el anillo
Los bloqueos de gevulot cosquillean en la piel de Mieli. Pero se siente liviana e ingrávida de nuevo, y la cabina de Perhonen es lo más parecido a un hogar que le queda. La sensación de seguridad y confort casi consigue ahogar la voz enrabietada de la pellegrini dentro de su cabeza.
Me alegra tenerte de vuelta, dice Perhonen. Las mariposas avatares de la nave revolotean alrededor de la cabeza de Mieli. Era como si me faltara un pedazo de mi ser.
—Lo mismo digo —replica Mieli, deleitándose en el familiar hormigueo de las alas que baten contra su piel—. Un pedazo enorme.
—¿Cuándo podremos bajar ahí? —pregunta la pellegrini. La diosa no ha dejado de acompañar a Mieli desde que los Aletargados de inmigración la devolvieron a la nave y la despertaron. Su boca es una fina línea roja—. Esto es intolerable. Habrá que castigarlo. Castigarlo. —Paladea la palabra—. Sí, castigarlo.
—Hay un problema con el enlace biotópico —dice Mieli. Nota una curiosa sensación de ausencia. ¿Será posible que extrañe su enlace? La de venenos a los que se puede enganchar una.
Adelante, reconoce que estás preocupada, susurra Perhonen. No se lo digas a nadie, pero yo también.
—Lo último que recuerdo es haber sufrido daños muy graves. Y no podremos descender hasta dentro de treinta días, al menos sin infringir la ley.
—¿Qué estará haciendo ese mocoso? —masculla la pellegrini.
El control orbital de la Oubliette nos indica que pongamos rumbo a la Estrada, dice Perhonen. Y están expulsando a todos los visitantes de la estación del faséolo. Ha ocurrido algo en la ciudad.
—¿No podemos ver nada? —pregunta Mieli.
Ante ella, las mariposas avatares de la nave despliegan un abanico de imágenes en movimiento que abarcan varias longitudes de onda. Muestran la ciudad, una oscura forma lenticular en la hondonada naranja de la cuenca de Hellas, difuminada por su nube de gevulot.
Sucede algo grave, dice Perhonen. Se ha detenido.
Las imágenes muestran algo más. Una masa negra, borrosa, que desborda los límites del cráter de impacto y avanza hacia la ciudad.
Perhonen intensifica el aumento, y Mieli se descubre contemplando una visión surgida del infierno.
¿Esos?, dice la nave. Esos son foboi.
—¿Qué deberíamos hacer? —pregunta Mieli a la pellegrini.
—Nada —responde la diosa—. Esperar. Jean quería jugar ahí abajo: que juegue. Esperaremos hasta que haya terminado.
—Con el debido respeto, eso significa que la misión es un fracaso. ¿Queda algún agente en tierra que podamos usar? ¿Piratas de gógoles?
—¿Te atreves a decirme lo que tengo que hacer?
Mieli da un respingo.
—La respuesta es no. No puedo dejar ningún rastro de mi presencia aquí. Ha llegado el momento de cortar por lo sano.
—¿Vamos a dejarlo abandonado?
—Es una lástima, desde luego. Me caía simpático: ha sido una experiencia agradable, en su mayor parte. Su pequeña traición le añadió incluso un poco de sal al asunto. Pero nada es irremplazable. Si el criptarca se alza victorioso, quizá se muestre más dispuesto a negociar. —La pellegrini sonríe con melancolía—. Aunque no sea tan entretenido.
Sean cuales sean los problemas de la ciudad, creo que están extendiéndose, dice Perhonen. La flota Aletargada se ha desbandado. Por si te interesa saberlo, los foboi llegarán a las murallas de la ciudad dentro de unos treinta minutos.
—Ama —implora Mieli—. He renunciado a todo para servirte. Mi mente, mi cuerpo, casi todo mi honor. Pero el ladrón ha sido mi hermano de koto a lo largo de las últimas semanas, aun a regañadientes. No puedo dejarlo atrás y enfrentarme a mis ancestros. Concédeme por lo menos eso.
La pellegrini arquea las cejas.
—Vaya, al final consiguió engatusarte, ¿verdad? Pero no, eres demasiado valiosa como para correr ese riesgo. Esperaremos.
Mieli hace una pausa, contemplando la ciudad inmóvil en las imágenes. No vale la pena, piensa. Es un ladrón, un embustero.
Pero consiguió que volviera a cantar. Aunque fuera una artimaña.
—Ama —dice Mieli—. Hazme este favor y accederé a renegociar nuestro acuerdo. Puedes quedarte con uno de mis gógoles. Si no regreso, resucítame como consideres oportuno.
Mieli, no lo hagas, susurra la nave. No podrás dar marcha atrás.
Es lo único que me queda, aparte del honor, responde Mieli. Y vale mucho menos.
La pellegrini entorna los párpados.
—Vaya, eso sí que es interesante. ¿Todo eso por él?
Mieli asiente con la cabeza.
—Está bien —dice la diosa—. Acepto tu oferta. A condición de que, si algo sale mal, Perhonen disparará el cañón de materia extraña contra la ciudad: todavía me portas en tu interior, y nadie debe encontrarme. —Sonríe—. Ahora, cierra los ojos y elévame tus oraciones.
Dejar atrás la desorganizada flota de centinelas Aletargados es cuestión de meros minutos. Mieli no se siente con ganas de andarse con sutilezas y exige el máximo a los motores de antimateria de la nave, un estilizado dardo de diamante que corta la estratosfera en su descenso hacia la cuenca de Hellas.
Muéstrame los foboi.
La cuenca está cubierta de pesadillas. Se cuentan por millones, en infinitas variaciones, apiñados en una masa que se mueve como un organismo coherente. Enjambres de insectos transparentes que forman colosales siluetas bamboleantes. Aglomeraciones de sacos bulbosos repletos de químicos que avanzan palpitando y fluyendo. Humanoides de cuerpos cristalinos y rostros perturbadoramente realistas: parece ser que algunos de sus antepasados han descubierto que las efigies humanas frenan los reflejos de los guerreros Aletargados, siquiera por una fracción de segundo.
Los foboi son híbridos de armamentos biotópicos y biológicos, perpetuados en la endogamia a lo largo de miles de millones de generaciones virtuales, modificando su propio diseño en consecuencia. La Oubliette lleva siglos en guerra con ellos. Y cuando la Ciudad Errante se detiene, pueden oler la sangre.
Mieli revisa su arsenal. Sus gógoles de contramedidas están diseñados para afectar a los zokus y no es probable que sirvan de mucho contra los sencillos cerebros químicos de los foboi. De modo que la fuerza bruta parece ser la opción más realista: puntos-q, antimateria, láseres y —si las circunstancias lo exigen— el resto de la materia extraña: aunque le preocupa el efecto que podría surtir esta última en el mismo Marte.
De acuerdo, dice Mieli. El plan es muy simple. Tú los entretienes. Yo voy a buscar al ladrón. Nos recoges. Como la última vez.
Entendido, responde la nave. Ten cuidado.
Siempre dices lo mismo. Hasta cuando estás a punto de soltarme en una ciudad moribunda.
Siempre lo digo en serio. La nave envuelve a Mieli en una burbuja de puntos-q, la levanta con un campo electromagnético y la dispara contra Marte.
Con el metacórtex a máxima potencia, Mieli maniobra con sus alas, apuntando hacia una de las ágoras de la Avenida Persistente. Dispara nanomisiles contra la ciudad a una considerable fracción de c. En esta ocasión se ha puesto armadura y porta un arma externa, un cañón multiusos de la Sobornost: un cilindro alargado cargado de destrucción. Los misiles emiten fragmentos visuales antes de evaporarse: el sistema de gevulot no es lo bastante rápido como para impedir la transmisión. Su metacórtex los combina en una imagen coherente de la ciudad a sus pies.
Rostros ensangrentados, manchas en uniformes blancos. Piratas de gógoles con sus tentáculos de transferencia extendidos, atacando todo lo que se mueve. Marcianos jóvenes y ancianos enzarzados en combate, esgrimiendo armas improvisadas. Aletargados militares acordonando las calles. Tzaddikim, luchando con Aletargados y humanos por igual, deteniendo los disparos con escudos de niebla útil. La colonia zoku bajo una burbuja de puntos-q, rodeada por enfrentamientos particularmente encarnizados. Allí, en el centro del Laberinto, una aguja negra que antes no estaba. Y casi directamente debajo de ella…
El Caballero pelea en el Refugio del Tiempo Perdido, hostigada por una banda de Aletargados de asalto. Sus formaciones de anebladores crepitan bajo el fuego pesado.
Mieli deja a los Aletargados fuera de combate con los misiles autónomos de una carga útil de plasma de quarks-gluones que barre la mitad de la plaza con un arco de fuego cegador como una nova, iluminando momentáneamente las invisibles formaciones de anebladores: parecen corales exóticos que emanan del Caballero.
¿Informe de foboi?, pregunta Mieli a Perhonen. La nave comparte sus sentidos con ella. Está danzando sobre la masa enfurecida, arrojando microtoneladas de cabezas explosivas de amplitud modulada contra los foboi. El cielo parpadea en sincronía con ellas sobre la ciudad, como relámpagos tan cegadores que deberían ser imposibles; los estampidos resuenan segundos después.
Nada, dice la nave. Necesitamos con urgencia algún tipo de arma vírica. Estoy frenándolos, pero la pinza número dos llegará a la ciudad de un momento a otro.
Mieli aminora el descenso con las alas, pero aun así golpea el suelo con fuerza. La piedra se agrieta bajo el blindaje-q de sus pies. Ve a Raymonde mientras sale del pequeño cráter. Una nube de cuchillas de anebladores oscila a su alrededor, lista para atacar.
—¿Tú cuál eres? —pregunta—. ¿Mieli o la otra?
—La que te informa de que vais a tener un problema con los foboi en cuestión de minutos —dice Mieli.
—Diablos —masculla Raymonde.
Mieli pasea la mirada por la devastación que la rodea. Se oyen más disparos Avenida abajo, y una explosión a lo lejos.
—¿Se supone que esto es una revolución?
—Las cosas se torcieron hace una hora —dice Raymonde—. Los controlados por los criptarcas empezaron a ejecutar a todos los portadores de la comemoria infecciosa, y también han traído a los Aletargados militares de las murallas. Hemos repartido armas entre los supervivientes. Mientras el sistema de resurrección sobreviva, podremos recuperar a todo el mundo. Pero en estos momentos llevamos las de perder. Y el verdadero problema es eso de ahí. —Apunta a la aguja que se cierne sobre el Laberinto.
—¿Qué es?
—Lo que hizo Jean —contesta Raymonde—. Está dentro. Con el criptarca.
—Los foboi vienen hacia aquí —dice Mieli—. Debemos controlar esto ahora mismo si no quieres que todos descubran cómo es la muerte permanente. Tenéis que conseguir que la ciudad vuelva a ponerse en marcha. Supongo que el zoku no estará haciendo nada.
—No. He perdido la conexión con ellos.
—Qué sorpresa. De acuerdo. Tú tienes que introducirte en esa cosa, sacar al criptarca y obligarle a detener la lucha para que podamos encargarnos de los foboi. Yo estoy buscando al ladrón. Así que parece que vamos en la misma dirección.
Mieli extiende las alas. El tzaddik despega con ella. Sobrevuelan la ciudad en llamas hacia la aguja negra.
—Fuisteis vosotros los que lo desbaratasteis todo —dice Isidore—. Tenéis que ayudarnos. Estallará una guerra civil a menos que alguien le pare los pies al criptarca. Los tzaddikim no podrán conseguirlo solos.
—No. Nuestra lealtad primordial es para con nosotros mismos. Hemos sanado; volvemos a ser fuertes. Ha llegado el momento de irse de aquí. —A su alrededor, la cámara del tesoro se ha quedado prácticamente vacía: únicamente los portales plateados se mantienen en su sitio.
—Estáis huyendo.
—Optimizando el uso de los recursos, eso es todo —dice la Veterana—. Eres libre de acompañarnos, aunque descubrirás que tu forma actual no es la más apropiada.
—Me quedaré aquí —dice Isidore—. Éste es mi hogar.
Una parte del resplandor de la Veterana forma una ciudad en miniatura. Las calles están repletas de personas diminutas. Hay fogonazos y llamaradas. Isidore ve el conflicto entre los controlados por los criptarcas y los inoculados con la memoria. Nota un sabor a sangre y se da cuenta de que está mordiéndose la lengua. Y cerca de las murallas, farallones blancos que rompen contra ellas, lamiendo las patas de la ciudad. Los foboi.
—Quizá desees reconsiderar tu decisión —dice la Veterana.
Isidore cierra los ojos. Es una forma distinta a la de un misterio, cambia sin cesar a gran velocidad, fluctúa, no se mantiene estática como un copo de nieve susceptible de examinarse desde todos los ángulos para su mejor comprensión.
—Los criptarcas —dice—. Los criptarcas todavía podrían poner fin a esto. Podrían reanimar a la ciudad, detener los enfrentamientos. Raymonde pensaba que irían ahí, con el ladrón… —Apunta a la aguja que sobresale de la ciudad en miniatura como una flecha clavada en su corazón—. El anillo. El ladrón me robó el anillo de entrelazamiento. Pixil, ese truco de la imagen fantasma, ¿funcionaría dentro de eso?
—Quizá, dependiendo de lo que sea «eso». Para comprobarlo sólo necesitamos un portal del Reino. —Se dirige hacia el arco plateado más próximo.
—El zoku no lo consentirá —advierte la Veterana.
—Ayúdame a cruzarlo —dice Isidore—. Es lo único que pido. No puedo quedarme aquí de brazos cruzados.
Pixil toca la joya zoku de la base de su garganta. Cierra los ojos con fuerza. Por un momento, el dolor deforma sus rasgos. La joya se desprende como una criaturita recién nacida. La sostiene entre los dedos ensangrentados.
—El último derecho que se pierde —dice— es el derecho a perderlo todo. Renuncio. Nací aquí. Yo me quedo.
Toma la mano de Isidore.
—En marcha.
—¿Qué estás haciendo? —pregunta la Veterana.
Pixil toca el portal, del que emana una claridad ambarina.
—Lo correcto —responde antes de trasponerlo, arrastrando a Isidore.