18

El ladrón y el rey

Me encuentro en el jardín robótico con mi antiguo yo, sopesando la pistola en mi mano. También él la empuña, o al menos un reflejo onírico de ésta. Es curioso cómo al final todo se reduce siempre a dos hombres con armas, reales o imaginarias. A nuestro alrededor, la lenta guerra de las máquinas antiguas continúa.

—Me alegra que lo consiguieras —dice—. No sé dónde has estado. No sé adonde vas. Pero sé que estás aquí para tomar una decisión. Aprieta el gatillo, y volverás a ser el que eras. No hagas nada y… en fin, seguirás adelante con tu vida, haciendo cosas pequeñas, teniendo sueños pequeños. O puedes continuar escuchando la música de las esferas, y el melodioso sonido que emiten sus leyes al quebrantarlas. Yo sé lo que haría si estuviera en tu lugar.

Abro el cargador y contemplo las nueve balas. Cada una de ellas luce un nombre grabado, un estado cuántico, entrelazado con el Tiempo en el Reloj de una persona. El de Isaac. El de Marcel. El de Gilbertine. Los otros. Si aprieto el gatillo nueve veces, su Tiempo se agotará. El motor se pondrá en marcha. Nueve personas se convertirán en Aletargados, atlas Aletargados, bajo la ciudad. Constituirán mi palacio de la memoria. Y nunca volveré a verlas.

Cierro el tambor y le imprimo un giro, como en la ruleta rusa. Mi joven yo esboza una sonrisa.

—Adelante —dice—. ¿A qué estás esperando?

Lanzo la pistola lejos de mí. Aterriza en un rosal. Contemplo el espacio vacío que antes ocupaba mi antiguo yo.

—Hijo de perra —mascullo—. Sabías que no sería capaz.

—No pasa nada —dice una voz—. Lo haré yo.

El jardinero descarta su gevulot, empuñando la pistola en la mano. Tiene el pelo blanco, avejentados con esmero los rasgos, pero aun así hay algo en ellos que me resulta muy familiar. Doy un paso adelante, pero un artilugio estilizado, ovalado —una pistola-q zoku— flota sobre su hombro derecho, vigilándome con su resplandeciente ojo cuántico.

—Yo no me movería —dice—. Este chisme es capaz de triturar incluso ese cuerpo de la Sobornost tan admirable que llevas puesto.

Muy despacio, levanto las manos.

—Le Roi, supongo. —Sonríe, la misma sonrisa que vi en el criptarca del hotel—. ¿Así que tú eres el Rey aquí? —Calculo qué posibilidades de sobrevivir tendría si me abalanzara sobre él. No muchas. Mi cuerpo sigue estando bloqueado en su estado humano, y los cinco metros que nos separan bien pudieran ser un año luz.

—Prefiero considerarme un humilde jardinero —dice—. ¿Te acuerdas de la prisión de Sante, en la Tierra? ¿Lo que le contaste a tu compañero de celda? Que lo que verdaderamente te gustaría robar era una corona para ti solo. Pero gobernar sería demasiado lioso, lo mejor sería nombrar un testaferro y ver cómo su pueblo prospera y es feliz mientras tú te dedicas a arrancar las malas hierbas del jardín, regalar flores a las chicas bonitas y dar un empujoncito a las cosas de vez en cuando. —Mueve la mano libre en un amplio arco que abarca el jardín y la ciudad a nuestro alrededor—. Pues aquí lo tienes, un sueño hecho realidad. —Suspira—. Y como suele ocurrir con los sueños, también éste empieza a marchitarse.

—Así es —digo—. Los tzaddikim se disponen a ponerle fin y despertar a todo el mundo. —Frunzo el ceño—. ¿Fuimos compañeros de celda?

Se ríe.

—Más o menos. Si lo prefieres, puedes llamarme Le Roi. Jean le Roi, así me llamaban aquí, aunque no es un nombre por el que sienta ningún cariño especial.

Me lo quedo mirando fijamente. Ahora que su gevulot está abierto, el parecido es innegable.

—¿Qué pasó?

—Pecamos de descuidados antes del Colapso —dice—. ¿Y por qué no? Trabajamos con los Fundadores. Craqueamos nuestro software de administración de derechos cognitivos en cuanto lo inventó Chitragupta. Había montones de nosotros. Y a algunos los pillaron. Como a mí.

—¿Cómo terminaste aquí? —Entonces caigo en la cuenta—. Esto nunca fue ninguna Corona, ¿verdad? Era una prisión.

—El plan era que fuese una nueva Australia. La típica idea de antes del Colapso: encerrar a los delincuentes en máquinas terraformadoras para que pagaran sus deudas con la sociedad. Y nos deslomamos, te lo aseguro, procesamos regolito, encendimos Fobos y fundimos los casquetes polares con bombas nucleares, tan sólo para volver a ser humanos por un momento.

»Como es lógico, se cercioraron de que aquí estuviéramos a buen recaudo. Incluso ahora, si pienso siquiera en salir de Marte, el dolor es insoportable. Pero entonces se produjo el Colapso, y los locos se apoderaron del manicomio. Pirateamos el sistema panóptico. Lo transformamos en la exomemoria. Lo empleamos para llegar al poder.

Sacude la cabeza.

—Y decidimos endulzar la historia para los demás. La Dentellada fue un regalo caído del cielo, borró todos los rastros que habíamos dejado… pocos, por otra parte. Sólo tras la llegada de los zokus conseguimos desarrollarlo, por supuesto. En retrospectiva, jamás deberíamos haber permitido que se asentaran aquí. Por otra parte, necesitábamos quitarnos de encima a la Sobornost. Para lo que ha servido… Pero al menos nos proporcionaron herramientas con las que forjar dulces sueños.

—¿Nos? ¿Quién más está implicado? —pregunto.

—Nadie. Bueno, ya no. Hace mucho que me encargué de los otros. Un jardín sólo necesita un jardinero.

Extiende la mano libre y acaricia el tallo de una flor.

—Aquí fui feliz, durante algún tiempo —continúa. Una mueca deforma sus rasgos—. Y entonces tuviste que aparecer. Te había ido mucho mejor que a mí. Todo ese poder, toda esa libertad. Todo eso, y te mezclaste con los nativos. No te imaginas la rabia que me dio.

Le Roi suelta una carcajada.

—Conoces la sensación tan bien como yo, querer lo que tienen los demás. Así que podrás imaginarte cuánto deseaba lo que tú tenías. Cuando te fuiste, me hice con lo que pude. Tu mujer, por ejemplo. Jamás volverá a ser tuya. Cree que la abandonaste con el hijo que habíais engendrado juntos y te esfumaste. Nunca entendí qué veías en ella. Al menos ahí ocultaste bien tus huellas, con ese recuerdo que dividiste con ella: nunca supe qué era esto.

Levanta el revólver con las nueve balas.

—Te creías tan listo. Escondiendo tu tesoro en las exomemorias de tus amiguitos. Las grandes mentes piensan igual, tanto que reconozco que no pude encontrarlo. Pero sabía que volverías, así que te dejé un rastro. Las imágenes del gevulot provenían de mí. Sin embargo, al final fue el detective el que encajó todas las piezas en mi lugar. Muy apropiado. —Me apunta con la pistola—. Incluso te concedí una oportunidad de salirte con la tuya: al césar lo que es del césar, después de todo. Pero la desaprovechaste. Así que ahora es mi turno.

Con un alarido, ciego de ira, me abalanzo sobre él. La pistola-q centellea. Caigo al suelo, mi cara se estrella contra el duro mármol. El cuerpo de la Sobornost grita por un momento, antes de aplicar una dosis de bendita anestesia para amortiguar el dolor. Ruedo e intento levantarme, tan sólo para comprobar que mi pierna derecha es un muñón calcinado, desintegrada de rodilla para abajo.

Le Roi me observa y sonríe. Apunta el revólver al aire y empieza a disparar. Me pega una patada en la cara cuando intento arañarle las piernas. Me esfuerzo por contar las detonaciones, pero pierdo la concentración.

El suelo se estremece. En las entrañas de la ciudad, los atlas Aletargados que una vez fueron mis amigos despiertan con mentes nuevas y propósitos renovados. Los palacios de la memoria forman parte de ellos, y con la fuerza de una catástrofe natural, se disponen a reunirse. Una tormenta de piedra atruena a nuestro alrededor. Los edificios adyacentes a los jardines robóticos se derrumban. Los palacios señorean sobre ellos como negras velas hinchadas por el viento, arrollándolo todo a su paso, cerniéndose sobre nosotros.

Confluyen sobre nuestras cabezas como los dedos de dos manos de siniestra geometría. Después todo es oscuridad, antes de que los pinchos y las agujas nos despedacen al Rey y a mí.