17

El detective y el nudo gordiano

Isidore tarda el resto del día en recuperarse. Los Aletargados sanitarios se niegan a darle el alta sin antes atiborrarlo de nanodocs biosintéticos. Sus pensamientos forman un amasijo inconexo, volando en todas direcciones a la vez: pero cuando llega a casa, el agotamiento lo vence y se desploma en la cama. Se despierta tarde, tras una larga siesta carente de sueños.

Para su frustración, el descanso no le ha ofrecido ninguna solución, de modo que se queda sentado a la mesa del desayuno durante largo rato, contemplando el mundo sin pestañear a través de la ventana de la cocina, intentando comprender dónde va todo, dónde están las costuras, dónde encajan todas las piezas: el tzaddik, el ladrón, el Tiempo, los palacios de la memoria. El empapelado de las paredes vuelve a formar una compleja selva escheriana, estridente a la radiante claridad mixta. Una alegre petición de gevulot interrumpe sus cavilaciones.

—Buenos días —dice Lin.

—Hnnh —gruñe Isidore. El atuendo de su compañera de piso es más recatado de lo habitual, con pedrería rutilando en sus orejas. Sonríe a Isidore y empieza a prepararse el desayuno con la fabricadora, una tortilla de patatas.

—¿Café y algo con sustancia? —pregunta.

—Sí, por favor. —Isidore se da cuenta de que está famélico. El plato caliente restituye en parte su fortaleza—. Gracias.

—De nada. Tienes pinta de necesitarlo.

—¿Sabes? Le he puesto un nombre a la criatura —dice Isidore, entre bocado y bocado.

—¿Cómo se llama?

—Sherlock.

—Bonito nombre —se ríe Lin—. No sé si atreverme a preguntarte cómo va el trabajo de detective. Has vuelto a salir en el Heraldo. Fiestas, ladrones y muerte. Llevas una vida de lo más emocionante, monsieur Beautrelet.

—Bueno. —Isidore se masajea las sienes—. Tiene sus altibajos. En estos momentos, lo cierto es que no sé adonde voy. Todo es muy confuso. No logro entender qué se propone el ladrón, ni siquiera sé si se trata de un verdadero ladrón.

Lin le aprieta el brazo con suavidad.

—Lo averiguarás, estoy segura.

—¿Qué hay de ti? ¿Ha pasado algo? Pareces… distinta.

—Bueno —dice Lin, pasando un dedo por las vetas de madera de la superficie de la mesa—. He conocido a alguien.

—Oh. —Isidore siente una ligera punzada de desilusión que no debería existir. La ignora—. Estupendo.

—¿Quién sabe? A ver cómo termina. Era algo que estaba ahí desde hace tiempo, ¿sabes?, latente, así que… hemos decidido dejar de andarnos con rodeos. —Sonríe—. Espero que dure lo suficiente como para poder celebrar una fiesta o algo en el piso. Si trajeras a tu novia, podríamos cocinar todos juntos. ¿O no comen los zokus? Sólo era una idea.

—Ahora mismo está complicado —dice Isidore—. No sé si puedo seguir considerándola mi novia, exactamente.

—Me apena oír eso… Tiene gracia, da igual lo listo que seas, estas cosas siempre terminan embrollándose. Creo que tarde o temprano hay que hacer como si fuera un nudo gordiano. Un tajo y listo, se abrió. Se acabaron las complicaciones.

Isidore deja de masticar y levanta la cabeza.

—¿Sabes qué? Eres un genio. —Traga, engulle el resto del café y corre a su habitación para recoger la gabardina. Da unas palmaditas a Sherlock en la cabeza y se dirige a la puerta.

—¿Adónde vas? —pregunta Lin, levantando la voz.

—A buscar a alguien que tenga una espada —dice Isidore.

La colonia zoku resulta extrañamente ominosa en esta ocasión. Las agujas, las aristas y las protuberancias de la catedral de cristal parecen más afiladas que nunca. Isidore, de pie ante las puertas, intenta decidir qué hacer a continuación.

—¿Hola? —llama, pero no ocurre nada. ¿Cómo funcionaba esto? Piensa, dijo Pixil.

Toca la fría superficie de la puerta y se imagina el rostro de Pixil. Nota un cosquilleo en los dedos. La respuesta es inesperada y violenta, más abrupta de lo que experimentó jamás con el anillo de entrelazamiento.

Vete. El mensaje llega acompañado de una sensación que es como un golpe físico, una bofetada restallante en la mejilla.

—Pixil.

No quiero hablar contigo ahora mismo.

—Pixil, ¿podemos vernos? Es importante.

Las cosas importantes tienen fecha de caducidad. Como yo. Tengo asuntos que atender.

—Lamento no haber mantenido el contacto. Esto está siendo una locura. ¿No puedes dejarme pasar, o salir y reunirte conmigo aquí? Será sólo un momento, te lo prometo.

Mi banda sale dentro de veinte minutos. Te concederé diez. Y ahora, quita de en medio.

—¿Cómo?

¡Qué te apartes!

Algo inmenso atraviesa la puerta, cuya superficie resplandece y ondea. Pixil aparece sentada a horcajadas encima de una gigantesca criatura negra, como un caballo de seis patas pero más grande, cubierta de placas de oro y plata, con los ojos inyectados de sangre y relucientes colmillos puntiagudos. La recubre una elaborada armadura cuyas anchas hombreras recuerdan las de un samurái, y lleva una máscara de aspecto feroz levantada sobre la frente. A su costado cuelga una espada.

La criatura resopla y lanza un mordisco a Isidore, que retrocede a trompicones. Su espalda choca con una columna. Pixil desmonta y da una palmadita en el cuello de la criatura.

—No pasa nada —dice—. Ya conoces a Cyndra.

La montura épica profiere un vagido que apesta a carne podrida y retumba en los tímpanos de Isidore.

—Ya sé que tenemos prisa —dice Pixil—, pero no hace falta que te lo comas. Puedo encargarme de él yo solita. —La criatura da media vuelta y se pierde de vista tras las puertas—. Perdona. Cyndra quería acompañarme para decirte lo que opina de ti.

—Ya veo. —Isidore nota que le tiemblan las rodillas y se sienta en los escalones. Al acuclillarse a su lado, la armadura de Pixil tintinea.

—Bueno, ¿de qué se trata?

—He estado pensando —dice Isidore.

—¿En serio?

Isidore le lanza una mirada cargada de reproche.

—Tengo permiso para vacilarte. Así funcionan estas cosas.

—De acuerdo. —Isidore traga saliva. Es difícil pronunciar las palabras, objetos de bordes irregulares que se le enganchan en la lengua. Recuerda haber leído sobre Demóstenes, el gran orador que practicaba sus discursos mientras masticaba guijarros. Aprieta los dientes y empieza—: No va a funcionar. Lo nuestro.

Hace una pausa. Pixil no dice nada.

—Estaba contigo porque eres distinta. No podía interpretarte. No podía entenderte. Fue divertido durante una temporada. Pero nunca iba a cambiar.

»Y nunca te antepuse a nada. Tan sólo eras… una alternativa. La vocecita que me distraía en mi cabeza. Pero no quiero recordarte así. Te mereces algo mejor.

Pixil lo mira, sombría, pero Isidore se da cuenta de que su seriedad es fingida.

—¿Eso es lo que querías decirme? ¿Eso es lo que has tardado tanto tiempo en comprender? ¿Sin ayuda de nadie?

—De hecho —dice Isidore—, Sherlock me ha ayudado bastante. —Pixil lo interroga con la mirada—. No tiene importancia.

Pixil se sienta junto a Isidore, apoya la espada en un escalón y se reclina sobre ella.

—Yo también he estado pensando. Creo que lo que más me gusta de ti es que sacas de quicio a los antiguos. Es divertido verlo. Y que no existan entrelazamientos entre nosotros, ninguna atadura. Y estar con alguien que sea un poquito lento, como tú. —Le saca la lengua y le retira un mechón de cabello de la frente—. Memo pero guapo.

Isidore reprime un suspiro.

—Eso último era broma —dice Pixil—. A medias.

Permanecen sentados en silencio unos instantes, hombro con hombro.

—¿Lo ves? No era tan difícil. Deberíamos haberlo hecho hace siglos. —Mira a Isidore—. ¿Estás triste?

Isidore asiente con la cabeza.

—Un poco.

Pixil lo abraza con fuerza. Las placas de la armadura se clavan dolorosamente en el pecho de Isidore, que le devuelve el abrazo de todos modos.

—Bueno. —Pixil se incorpora envuelta en un estruendo metálico—. Tengo monstruos que matar. Y tú tienes un ladrón que apresar, o eso me han contado.

—Sí, a propósito.

—¿Ajá?

—¿Recuerdas cuando dijiste que podías revelarme la identidad del Caballero? ¿O también eso era broma?

—No hay bromas que valgan —replica Pixil, blandiendo su espada—, ni en el amor ni en la guerra.

Isidore camina hasta el filo del Distrito de Polvo y envía una comemoria al tzaddik. Sé quién eres, dice. A continuación se sienta en una de las tumbonas de la pequeña plaza, en el límite de la colonia, donde la piedra se convierte en diamante.

Cierra los ojos y escucha el murmullo del agua. Deja que su mente vague con el sonido. De improviso, se siente como si él fuera agua, fluyendo sobre una roca, acariciando la forma que lo ha estado eludiendo. Se despliega en su cabeza con un gigantesco copo de nieve. Y le provoca un ataque de rabia.

Nota una ráfaga de viento. Abre los ojos. El Caballero surge de una ondulación de calor. Por un momento, su aura de anebladores resulta visible bajo las salpicaduras de agua de la fuente. Su máscara reluce al sol.

—Espero que sea importante —dice—. Estoy muy ocupada.

Isidore sonríe.

—Madeimoselle Raymonde, mis disculpas. Pero hay cosas de las que tenemos que hablar.

La máscara plateada se funde con las facciones pecosas de la mujer pelirroja cuando ésta los vincula mediante un contrato de gevulot blindado. Parece cansada.

—De acuerdo —dice, cruzándose de brazos. Su verdadera voz es como el tintineo de una campanilla, profunda y melodiosa—. Te escucho. ¿Cómo has…?

—Hice trampa —la interrumpe Isidore—. Me cobré un favor.

—Pixil, por supuesto. Esa muchacha nunca ha sabido mantener la boca cerrada. Contaba con que tu orgullo te impidiera preguntar.

—Hay cosas más importantes que el orgullo —dice Isidore—. Quizá no me conozcas tan bien como te imaginas.

—Supongo que no me has hecho venir para admirar tu agudeza. Ni para darme las gracias por salvarte la mente, ya veo. De nada, por cierto. —Su voz es glacial, y rehúsa mirarle a los ojos.

—No. Te he hecho venir para resolver un misterio. Pero para eso necesito tu ayuda.

—Espera. —Le ofrece una comemoria. Isidore la acepta, y de repente recuerda un olor acre que le hace pensar en la comida podrida que su padre dejó una vez en el estudio.

—¿Qué era eso?

—Algo que toda la Oubliette tendrá pronto. Continúa.

—He estado dándole vueltas a la palabra «criptarca» desde que la mencionaste por primera vez —dice Isidore—. Manipulan la exomemoria, ¿verdad?

—Sí. Ahora sabemos cómo funciona: disponen de algún tipo de clave maestra que les permite acceder a los pensamientos de todo el que haya pasado por el Letargo.

—Y los combatís.

—Sí.

—Y habéis colaborado con el ladrón. Jean le Flambeur. Quienquiera que sea en realidad.

Parece sorprendida, pero asiente con la cabeza.

—Sí. Pero…

—Enseguida llegaremos a eso. Lo que hizo con Unruh fue recabar pruebas, ¿verdad? Comparar su mente antes y después del sistema de resurrección para ver si había cambiado. Lo utilizasteis para que os hiciera el trabajo sucio. Un delincuente extraplanetario.

Raymonde se tapa la boca con un puño.

—Sí, eso fue lo que hicimos. Pero no lo entiendes…

—Explícamelo —dice Isidore—. Porque sé qué es lo que quiere. Y puedo asegurarme de que nunca lo obtenga. Puedo contarle a todo el mundo lo que habéis hecho. Adiós a la confianza en los tzaddikim.

—Confianza… La confianza ya no tiene nada que ver. Se trata de justicia. Podemos derrotarlos. Por fin tenemos el arma que necesitábamos. Todos esos casos en los que trabajábamos, los piratas de gógoles, la tecnología extraplanetaria… siempre eran ellos. Y han hecho cosas peores, cosas que ni siquiera sospechamos. Todas las decisiones de la Voz. El sueño de la Revolución no se materializó nunca. Todavía somos esclavos.

Se acerca a los escalones y se planta ante Isidore.

—Sigues tomándotelo como un juego. No me extraña que hicieras tan buenas amigas con esa chiquilla zoku. Despierta. Sí, has ganado, me has derrotado, lo has descubierto. Pero el resto de nosotros tenemos cosas mejores que hacer. No se trata de un simple caso más, sino de la justicia, para todos.

Su mirada se endurece.

—Nunca has tenido que luchar. Siempre has estado protegido. Empecé a trabajar contigo para enseñarte que… —Se muerde el labio.

—¿Para enseñarme qué? —pregunta Isidore—. ¿Qué querías enseñarme, madre?

Sigue pareciéndole una completa desconocida. Los recuerdos que le negó permanecen cerrados.

—Quería enseñarte que hay malas personas en el mundo. Y cerciorarme de que no terminaras como… —Se le trunca la voz—. Pero al final no soportaba la idea de que resultaras herido. De modo que lo cancelé todo.

—Creo que quienes ocultan la verdad a los demás —dice Isidore— no son mejores que los criptarcas.

Sonríe con amargura.

—Tú tampoco sabes nada de ellos. La Voz no es lo único que han estado manipulando. Se trata de todo. La historia misma. ¿Hablas de la Revolución? Creo que es invención suya. Unruh supo verlo. Si te fijas con detalle, todo es una farsa. Acumuló información suficiente para darse cuenta. Todos los recuerdos de la Revolución proceden de la exomemoria. No te puedes fiar de nada.

Isidore respira hondo.

—He visto la Corona. Tardé mucho en percatarme, pero está guardada en una caja en la colonia zoku. Es una simulación. De allí proceden todos los recuerdos de la Corona. Los edificios, los artefactos… Meros decorados. Así que ahí lo tienes. Tú trabajas para los zokus; ellos trabajan para los criptarcas. De modo que, sean cuales sean tus planes, estarás siguiéndoles el juego.

La mira y piensa en las hileras de rostros de la muralla de su padre.

—Disculpa si no me tomo al pie de la letra nada de lo que digas sobre el pasado… ni sobre el futuro, ya puestos.

—Intentaba…

—¿Protegerme? —Isidore prácticamente escupe la palabra—. Eso es lo que padre quiere que crea. ¿Protegerme de qué?

—De tu padre —responde Raymonde—. Tu verdadero padre. —Cierra los ojos con fuerza—, Isidore, has dicho que sabes qué es lo que busca el ladrón. ¿De qué se trata?

—¿No lo sabes?

—Explícamelo.

—Hay nueve edificios en el Laberinto. Los diseñó él, cuando era Paul Sernine. Están conectados de alguna manera con los atlas Aletargados: hay un mecanismo que los vincula. Encargó nueve Relojes, también tienen algo que ver. Como lo que hizo en el inframundo, controlando a los Aletargados. Los edificios forman parte de una máquina. Desconozco cuál es su función. Creo que está relacionado con la exomemoria…

—Nueve edificios. Santo cielo. —Agarra a Isidore por los hombros—. ¿Cuándo lo descubriste?

—Justo antes de que atacaran los piratas de gógoles…

—Eso significa que los criptarcas también están al corriente. Algo espantoso está a punto de suceder. Tengo que irme. Retomaremos esta conversación más adelante. Debes ponerte a salvo. La colonia zoku es el lugar más seguro. Quédate allí, con Pixil. Las cosas van a ponerse muy feas aquí.

—Pero…

—No vamos a discutir al respecto. Vete ahora mismo si no quieres que te lleve yo.

Vuelve a transformarse en el Caballero y despega antes de que Isidore pueda seguir protestando.

Se queda observándola unos instantes. Se sienta de nuevo. Está acostumbrado a que el suelo se mueva bajo sus pies —el delicado y constante bamboleo de la ciudad—, pero esto es como tambalearse al filo de un inmenso abismo que acabara de abrirse ante él. Intenta aferrarse a la forma de su mente, pero su corazón late tan deprisa que le cuesta mantener la concentración…

La tierra se estremece. Resuena un chirrido ensordecedor. El empedrado de la plazoleta se abomba. Isidore cae al suelo, protegiéndose el rostro con los brazos. La inmensa maquinaria del inframundo retumba, y por un momento es como si la ciudad fuera una fina capa de vida sobre la piel rugosa de alguna criatura gigantesca que estuviera sacudiéndose, irritada por una picadura de abeja. Termina igual que empezó, de improviso. La máquina del ladrón.

Estremecido aún, Isidore se levanta, parpadeando para despejarse la cabeza, y empieza a correr en dirección al Laberinto.

Los ecos del temblor resuenan por toda la ciudad. Los daños han sido cosméticos en su mayor parte —los edificios cuentan con esqueletos de materia inteligente—, pero la ciudad se ha detenido. La Avenida Persistente comienza a llenarse con el clamor de la multitud: el aire está cargado con los murmullos de preocupación de miles de voces humanas. Algo ha ocurrido en el Laberinto: una nube de polvo se eleva arremolinándose hacia el firmamento por encima de los tejados. Y tras ella se cierne una nueva estructura, una aguja negra de cientos de metros de altura.

Isidore intenta abrirse paso a través de la aglomeración de gente. Los escudos de gevulot están abiertos en la confusión. Por todas partes se ven rostros atónitos, sonrisas nerviosas y miedo contenido.

—Otro condenado proyecto de arte —masculla un tipo mal encarado con la cabeza cubierta por una máscara de tela de araña, apoyado en su aracnotaxi varado en tierra—. En mi opinión, se trata de otro condenado proyecto de arte.

—¿Podría llevarme allí arriba? —le pregunta Isidore.

—De ninguna manera —repone el hombre—. Los tzaddikim lo han acordonado. Fíjese.

Isidore sigue la dirección de su mirada y ve un enjambre de tzaddikim que sobrevuela el Laberinto, envueltos en aire sobrecalentado, formando algún tipo de escudo.

—Todos se han vuelto locos —dice el taxista—. ¿Ha visto lo que hicieron antes? Me encasquetaron su comemoria. Sabía a rayos. Y ahí va otra.

Uno de los tzaddikim —la Cocatriz— flota sobre un ágora cercana. Su voz parece provenir de todas partes a la vez, del mismo aire.

—¡No os fieis de la Voz! —anuncia—. ¡Nos han engañado!

Habla de los criptarcas, y de cómo la Voz ha sido manipulada, de los gobernantes secretos. Ofrece una comemoria que los protegerá de ellos. Habla de los piratas de gógoles, de los indicios de manipulación mental, de la información contenida en la mente de Unruh. Dice que los tzaddikim se asegurarán de que la exomemoria permanezca intacta, de que los criptarcas serán apresados y llevados ante la justicia. La muchedumbre responde con murmullos airados.

Mientras habla, Isidore teleparpadea los informes de la exomemoria pública de la Avenida. No está allí, en ellos, sólo es un grupo de gente escuchando al vacío.

—Mierda —dice. Están intentando bloquearla.

El repentino recuerdo de la Voz llega con una fuerza y una emoción arrolladoras, y a punto está de hacerle caer de rodillas. Recuerda que los tzaddikim están propagando mentiras y que son agentes de los zokus, y que los zokus quieren destruir el estilo de vida de la Oubliette. La Voz siempre ha sido una simple sugestión, una vocecita insistente recitando una lista de cosas que hacer, pero esto… esto es directo, violento, un recuerdo grabado a fuego en su mente, imposible de pasar por alto. Isidore recuerda que debería irse a casa y usar un gevulot de intimidad integral hasta que las aguas vuelvan a su cauce, y que cualquier posible fallo de la maquinaría de la ciudad tiene que ver con una leve infección de foboi que ya está siendo tratada.

Sacude la cabeza. Los recuerdos están cargados de culpa: se desembaraza de ellos como si saliera arrastrándose de un pozo de arenas movedizas.

—Algo anda mal —musita el taxista, masajeándose las sienes—. Algo anda mal. He oído lo que acaba de decir.

Gritos. Ha estallado una pelea al borde del ágora, un joven vestido al estilo zoku está siendo zarandeado por un grupo de hombres y mujeres con uniformes de la Revolución.

—¡Besapolvo! —lo increpan—. ¡Follacuantos! —La ira y la violencia se extienden en oleadas entre el gentío. Y también hay otro movimiento, un lento fluir de personas avanzando al unísono, en silencio. Una pareja con cuerpos de mediana edad se cruza con Isidore. En sus ojos anida una expresión extraña, vidriosa. Ella tenía razón, piensa Isidore. Esto no es un simple juego.

Da un meneo al taxista.

—Un megasegundo si llegamos al Distrito de Polvo ahora mismo.

El hombre pestañea.

—¿Te has vuelto loco? Estas personas se dirigen hacia allí para demolerlo.

—Entonces será mejor que lleguemos primero.

El taxista observa a Isidore con los párpados entornados.

—Oye, tú eres el ayudante del tzaddik ese, ¿no? ¿Sabes qué diablos está pasando?

Isidore respira hondo.

—Un ladrón interplanetario está construyendo una máquina pico-tecnológica con la propia ciudad mientras los criptarcas controlan las mentes del pueblo para intentar destruir la colonia zoku a fin de impedir que los tzaddikim acaben con su reinado —dice—. Me propongo detenerlos a todos. —Hace una pausa—. Además, creo que el ladrón es mi padre biológico.

El taxista se lo queda mirando unos instantes, inexpresivo.

—Vale —dice—. ¡Monta!

El aracnotaxi se mueve como un insecto poseído, escabullándose de la Avenida y atajando por una parte del Laberinto, cruzando las calles con saltos desenfrenados. La aguja negra se cierne sobre el Laberinto, y unos pocos tzaddikim todavía flotan a su alrededor. El Laberinto mismo ha sido aprehendido por unas manos gigantescas y zarandeado como el rompecabezas de un niño: hay edificios derruidos y calles rotas por todas partes. Al igual que Aletargados amarillos, sanitarios y de rescate, pero sus movimientos son descoordinados y confusos. Unas ondulaciones extrañas recorren toda la exomemoria, destellos de déjà vu.

El Distrito de Polvo parece una esfera de nieve. Lo rodea una burbuja de puntos-q que distorsiona todo cuanto hay dentro, confiriendo a los edificios de los zokus un aspecto estirado y surrealista. Todo parece moverse, plegarse sobre sí mismo, metamorfosearse.

La turba avanza hacia allí por las calles de abajo, pero parece probable que sus intenciones se vean frustradas. Esto no puede entrar en los planes de los criptarcas, piensa Isidore. No van a librarse de ellos con un simple linchamiento

—Bueno, ya está —dice el conductor—. ¿Quieres que dé la vuelta? No vamos a atravesar eso.

—Acérqueme cuanto pueda.

El taxista lo deja en una callejuela, al borde del campo de puntos-q. Parece una pompa de jabón imposible, finísima e inmensa, que se curva hacia el cielo como un iridiscente horizonte vertical.

—Buena suerte. Espero que sepas lo que haces. —El aracnotaxi despega de nuevo; sus patas arrancan chispas del pavimento cuando se eleva de un salto.

Isidore toca la burbuja. Parece insustancial y viscosa al tacto, pero cuanto más fuerza ejerce contra ella, más resistencia ofrece. Los empujones terminan resbalando sobre su superficie. Se acuerda de Pixil. Déjame entrar. Pero no obtiene respuesta.

—Quiero hablar con la Veterana —dice en voz alta—. Sé lo de la Corona.

Por un momento, no ocurre nada. Después la burbuja cede bajo su mano, y está a punto de caerse. La cruza: pasa sobre su piel exactamente igual que una pompa de jabón, húmeda y cosquilleante.

En la colonia zoku, todo se ha puesto en marcha. Los edificios de diamante están plegándose, volviéndose más pequeños, cambiando de forma, como si fueran castillos de papel que alguien estuviera desmontando para guardarlos. Hay criaturas zoku por todas partes, de todos los tamaños, desde rostros envueltos en nubes de anebladores a monstruos de color verde, manipulando la materia con sus gestos.

Una esfera de puntos-q del tamaño de una persona aparece ante él, como el estallido invertido de una pompa de jabón. De ella sale Pixil, aún con su armadura y su espada. Su expresión es sombría.

—¿Qué sucede ahí fuera? —pregunta—. Se ha anulado nuestra banda. Y el zoku entero está listo para marcharse. Te habría avisado, pero… —Toca su joya zoku con impotencia.

—Lo sé, lo sé. Optimización de recursos. Creo que está a punto de estallar una revolución —dice Isidore—. Necesito hablar con la Veterana.

—Ah, estupendo. A lo mejor esta vez consigues cabrearla de verdad.

La burbuja de puntos-q deja a Isidore y a Pixil en la cueva del tesoro. También ésta es un hervidero de actividad: los cubos negros se elevan del suelo y se desvanecen en los portales plateados. La Veterana está en el centro de todo, una forma femenina enorme y reluciente, con las facciones serenas enmarcadas en un círculo de gemas flotantes.

—Jovencito —dice—. Siempre es un placer recibir tu visita, pero debo reconocer que has elegido el momento más inoportuno. —Su voz es la misma que la de la mujer rubia que conoció Isidore, profunda y cálida.

Isidore eleva la mirada hacia la Veterana, conjurando toda la rabia y el desafío a su disposición ante la posthumana.

—¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué has ayudado a los criptarcas?

Pixil se lo queda mirando fijamente, sin dar crédito a sus oídos.

—Isidore, ¿pero qué dices?

—¿Sabes esos criptarcas de los que los tzaddikim de ahí fuera llevan hablando todo el día? ¿Te acuerdas de esa simulación que decías que había construido Drathdor? Bueno, pues es la Corona. De ahí vienen todos los recuerdos de la Revolución que tienen los habitantes de la Oubliette. Gracias a tu zoku.

—¡Eso no es cierto! —Traspasa a Isidore con una mirada llameante—. ¡Ni siquiera tiene sentido! —Se gira hacia la Veterana—. ¡Díselo!

Pero la Veterana guarda silencio.

—Tiene que ser una broma —musita Pixil.

—No teníamos elección —dice la Veterana—. Al finalizar la Guerra de los Protocolos, estábamos en las últimas. Necesitábamos un lugar donde escondernos de la Sobornost mientras nos lamíamos las heridas. Hicimos un trato. Parecía algo trivial: reescribimos nuestros pasados y recuerdos sin cesar. Así que les dimos lo que querían.

Pixil toma la mano de Isidore.

—Isidore, te juro que no sabía nada.

—Te diseñamos para que fueras como ellos, para que te mezclaras con ellos —continúa la Veterana—. Por eso no podíamos permitir que supieras más que ellos.

—¿Y consentisteis que hicieran lo que se les antojara? —pregunta Isidore.

—No. Tuvimos… remordimientos después de ver lo que ocurría. Así que creamos a los tzaddikim: proporcionamos tecnología y ayuda a los jóvenes idealistas de la Oubliette. Esperábamos que actuaran de contrapeso. Es evidente que nos equivocamos, y este ladrón tuyo ha desbaratado las cosas.

—Dime una cosa. ¿Qué era antes este lugar?

La Veterana no responde de inmediato. Una sombra de tristeza aletea en sus serenas facciones.

—¿No es evidente? —dice—. La Oubliette era una prisión.