El ladrón y la memoria
Envío una comemoria a Raymonde para que se reúna conmigo en el parque, en nuestra atalaya cerca de Montgolfiersville. La respuesta no se hace esperar: recuerdo que estará allí. Recorro el Laberinto envuelto en un gevulot integral, esperando que la nueva comemoria anticriptarcas de Perhonen funcione según lo planeado.
Llega antes que yo. Está sentada en nuestro banco, con una taza de café de materia temporal, contemplando los globos. Arquea las cejas al ver que he venido solo.
—¿Dónde se ha metido tu carabina oortiana? Si crees que esto va a ser otro de tus encuentros románticos…
—Ssh. —Le lanzo la comemoria vírica. La acepta y arruga la nariz. Su ceño fruncido da paso a una expresión de dolor, primero, seguida de otra de asombro. Bien. Ha funcionado. El único efecto secundario que percibí fue el persistente mal olor.
—¿Qué diablos era eso? —Parpadea—. Ahora me duele la cabeza.
Con palabras y comemorias, la pongo al corriente de los resultados de la operación de Unruh, la visita de los criptarcas y mi encontronazo con la benefactora de Mieli, aunque me salto unos cuantos de los detalles más íntimos.
—¿Esto lo has hecho tú? Nunca pensé que…
—Puedes hacer lo que quieras con ello —la interrumpo—. Abandera una revolución. Dáselas a los otros tzaddikim para que las usen como armas. Me da igual. No disponemos de mucho tiempo. Cuando Mieli se reinicie, me apagará: si tienes algún contacto entre los Aletargados de inmigración, por favor, intenta que ralenticen el proceso. Necesito encontrar mis secretos antes de eso.
Agacha la cabeza.
—No sé dónde están.
—Oh.
—Me tiré un farol. Estaba enfadada. Quería enseñarte… en qué me había convertido. Que había seguido adelante. Y necesitaba un as en la manga.
—Lo entiendo.
—Jean, eres un hijo de perra. Siempre lo serás. Pero esta vez has obrado bien. No sé qué más decir.
—Podrías dejarme recordar que soy un hijo de perra —le digo—. Todo.
Me toma de la mano. Dice:
—Sí.
Son sus recuerdos, no los míos. Pero cuando abre su gevulot, algo hace clic. Es como si se abriera una flor dentro de mi cabeza, alimentada por lo que me está proporcionando, eclosionando, creciendo; partes de mí se fusionan con partes de ella, generando algo distinto. Un secreto compartido, a salvo de los arcontes.
Marte, hace veinte años. Estoy cansado. Acuso el peso de los años y las transformaciones, de haber sido humano, gógol, miembro de un zoku y de una reprofamilia, de haber vivido en un cuerpo, en múltiples cuerpos, en partículas de polvo racional; de haber robado joyas, mentes, estados cuánticos y planetas a cerebros de diamante. Soy una sombra, fina, desdibujada, estirada al máximo.
El cuerpo de la Oubliette que llevo puesto facilita las cosas, un latido sincronizado con el tictac de un Reloj, volviéndolo todo deliciosamente perecedero. Camino por la Avenida Persistente y escucho voces humanas. Todo me vuelve a parecer nuevo.
Hay una muchacha sentada en uno de los bancos del parque, contemplando la luz que danza entre los globos de Montgolfiersville. Es joven, y su expresión denota el asombro que la embarga. Parece un reflejo. Sonrío. Y, por algún motivo, me devuelve la sonrisa.
Cuesta olvidar lo que eres, incluso con Raymonde. Su amiga Gilbertine mira a su amante con una expresión que me gustaría robar. Raymonde lo descubre. Me abandona y regresa a su ciudad reposada.
La sigo hasta la ciudad de Nanedi, donde las casas encaladas escalan las paredes del valle como una sonrisa. Imploro perdón. Suplico. No me escucha.
De modo que le hablo de los secretos. No se lo desvelo todo, tan sólo lo justo para que comprenda mi lastre. Le digo que ya no los quiero.
Y me perdona.
Pero sigue sin ser suficiente. En todo momento perdura la tentación de adoptar otra forma, de huir.
Mi amigo Isaac me habla de los palacios de la memoria y de las nueve Cualidades de Dios.
Construyo mi propio palacio de la memoria. No se trata de un simple trastero mental en el que acumular imágenes memorizadas. Mis secretos pesan más que eso. Siglos de vida. Artefactos sustraídos a la Sobornost y a los zokus, mentes, mentiras, cuerpos y triquiñuelas.
Lo creo a partir de edificios, seres humanos y qubits entrelazados, a partir del tejido de la misma ciudad. Y sobre todo, de mis amigos. Se muestran todos tan confiados, tan abiertos, tan receptivos. No sospechan nada, ni siquiera cuando les regalo los Relojes hechos a medida, mis nueve Cualidades. Lleno sus exomemorias con mis pertenencias. Distribuyo ensambladores de picotecnología robados de la Sobornost entre nueve edificios, a fin de reconstruirlo todo si hiciera falta.
Cierro la puerta del palacio a mi espalda, pensando que jamás volveré a visitarlo. La cierro por partida doble: una vez con una llave, la otra con un precio.
Le doy la llave a Raymonde. Y durante algún tiempo, vuelvo a ser joven y libre, liviano. Raymonde y yo construimos una vida. Yo diseño edificios. Cultivo flores. Soy feliz. Los dos lo somos. Hacemos planes.
Hasta lo de la caja.
Me siento. Me toco la cara. Parece extraña, como una máscara: hay otro semblante debajo, otra vida. Por un momento, reprimo el impulso de arañarme hasta desportillar el falso barniz.
También Raymonde parece distinta. No es sólo la muchacha pecosa de las partituras, ni el Caballero. La envuelve un halo de recuerdos, los fantasmas de mil instantes pasados. Y la certeza de que ya no me pertenece.
—¿Qué ocurrió? —pregunto—. ¿Contigo, con ellos?
—¿Qué ocurre con todo el mundo? Viven. Siguen adelante. Entran en el Letargo. Regresan. Se convierten en algo nuevo.
—No me acordaba de ninguno de ellos. Isaac. Bathilde. Gilbertine. Marcel. Todos los demás. No me acordaba de ti. Me obligué a olvidar. Para que, si me capturaban, nadie te encontrara jamás.
—Me gustaría creerte —dice Raymonde—. Pero te conozco demasiado bien. No intentes engañarte. Escapaste. Viste algo que querías más que a nosotros. —Su sonrisa está cargada de tristeza—. ¿Tanto te estorbábamos que tuviste que desembarazarte de todos nosotros?
—No lo sé. De verdad, no lo sé.
Raymonde se sienta a mi lado.
—Por si te sirve de algo, te creo. —Dirige la mirada hacia los hogares aerostáticos—. Cuando te marchaste, fue complicado. Encontré a otra persona, durante algún tiempo. Eso no me ayudó. Adelanté mi entrada en el Letargo, durante algún tiempo. Eso ayudó, un poco. Pero cuando volví, seguía estando enfadada. El Silencio me enseñó que la rabia puede ser útil.
Se tapa la boca con una mano. Cierra los ojos.
—Me importa un bledo lo que esa mujer de Oort quiera que robes para ella. Ya has dado lo peor de ti. Te llevaste lo que podría haber sido. Para ti y para mí. Y jamás podrás recuperarlo.
—No me has contado qué fue de…
—No —me interrumpe—. No digas nada más.
Permanecemos sentados en silencio durante unos instantes, contemplando los hogares aerostáticos. Se me ocurre la descabellada idea de cortar sus cables para que puedan continuar ascendiendo hacia el pálido firmamento marciano. Pero no se puede vivir en las nubes.
—Tengo tu llave —dice Raymonde—. ¿Todavía la quieres?
Me río.
—No me puedo creer que ya la tuviera en mis manos. —Cierro los ojos—. No lo sé. La necesito. Tengo que saldar una deuda.
Una parte de mí la desea más que nada en el mundo. Pero debo pensar en el precio. Vidas de desconocidos medio olvidados. ¿Por qué debería importarme?
—Me pediste algo cuando la dejaste conmigo. «Dime que vaya a ver a Isaac». Así que lo repito.
—Gracias. —Me pongo de pie—. Lo haré.
—Bueno. Iré a hablar con el Silencio y los demás. Avísame con lo que decidas hacer al final. Si todavía la quieres, sólo tienes que decirlo.
—Puede que debas reescribir esa ópera cuando todo haya acabado.
Me da un beso en la mejilla.
—Te veré pronto.
Isaac vive solo en el Laberinto, en una pequeña torre de apartamentos. Le envío una comemoria anónima para avisarle de que espere visita, y obtengo la respuesta de que está en casa. Cuando abre la puerta, frunce el ceño: pero cuando le abro mi gevulot, su semblante barbudo se ilumina.
—¡Paul! —Me atrapa en un abrazo de oso que amenaza con romperme todas las costillas antes de agarrarme de la pechera y zarandearme arriba y abajo—. ¿Dónde te habías metido? —brama. Puedo sentir las reverberaciones dentro de su amplio pecho.
Me lleva adentro en volandas y me tira encima de un diván como si fuera una rata.
—¿Qué diablos haces aquí? ¡Pensaba que habías entrado en el Letargo, o que la maldita Sobornost te había devorado!
Se recoge las mangas de la camisa de franela, resoplando, revelando unos gruesos antebrazos velludos. Un gran Reloj de bronce ciñe una de sus poderosas muñecas. Al verlo doy un respingo, aunque la palabra inscrita en él esté oculta.
—Como hayas venido para torturar otra vez a Raymonde…
Levanto las manos.
—Soy inocente. Estoy aquí por… negocios. Pero me apetecía verte.
—Hrmf —refunfuña, observándome con suspicacia bajo las cejas pobladas, antes de que una sonrisa se dibuje lentamente en sus labios—. De acuerdo. Bebamos.
Cruza la estancia como una apisonadora, apartando a patadas algunos de los objetos esparcidos por el suelo —libros, ropa, hojas de materia temporal, cuadernos— y entra en la pequeña cocina. La fabricadora empieza a hacer gárgaras. Paseo la mirada por el interior del apartamento. Una guitarra colgada en un muro, papeles de pared animados con personajes de dibujos infantiles, estanterías que llegan hasta el techo, un escritorio cubierto por una nevada perpetua de confeti electrónico.
—Este sitio no ha cambiado nada —digo.
Isaac regresa con una botella de materia temporal de vodka.
—¿Me tomas el pelo? Sólo han pasado veinte años. La limpieza de primavera toca cada cuarenta. —Pega un trago de la botella antes de servirnos dos dedos a cada uno en los vasos—. Y únicamente me he casado dos veces en todo ese tiempo. —Levanta su vaso—. Por las mujeres. No me hables de negocios. Son las mujeres lo que te ha traído hasta aquí.
Entrechoco mi vaso con el suyo sin decir nada. Bebemos. Toso. Se ríe, un sonido atronador, ronco.
—Bueno, ¿tengo que patearte el trasero o ya se ha encargado de eso Raymonde? —pregunta.
—En los últimos días, la gente hace cola para ejercer ese privilegio.
—Normal, como tiene que ser. —Vierte más vodka en los vasos, una generosa cascada de la que ni siquiera el suelo se libra—. En fin, debería haber sabido que venías cuando empezaron otra vez los sueños.
—¿Sueños?
—Gatos con botas. Castillos. Siempre sospeché que tenías algo que ver con ellos. —Cruza los brazos—. En cualquier caso, no tiene importancia. ¿Has regresado para encontrar la felicidad con tu amor?
—No.
—Bien, menos mal, porque ya es demasiado tarde. Cretino. Deja que te diga que se veía venir. Siempre fuiste un inconformista. Nada te hacía feliz. Ni siquiera Raymonde. —Entorna los párpados—. No vas a contarme dónde has estado, ¿verdad?
—No.
—Da igual. Me alegro de verte. El mundo es muy aburrido sin ti. —Los vasos tintinean de nuevo.
—Isaac…
—¿Te vas a poner empalagoso?
—No. —No puedo contener una carcajada. Me siento como si no me hubiera ido nunca. Puedo imaginarme el atardecer deslizándose por una ladera de vodka, sentado aquí, charlando y bebiendo hasta que Isaac comience a leer sus poemas, a polemizar sobre religión y a hablar de mujeres sin descanso, retándome a interrumpirlo. No se me ocurre otra cosa que me apetezca más.
Y ése, claro está, es el precio.
—Lo siento —digo, y poso mi vaso—. Tengo que irme, de veras.
Me mira.
—¿Va todo bien? Tienes una pinta muy rara.
—Fenomenal. Gracias por el trago. Me quedaría un rato más, pero…
—Fff… Así que hay una mujer. No pasa nada. Habré dejado este sitio reluciente para cuando vuelvas.
—Perdona —digo.
—¿Por qué? No me corresponde a mí juzgar lo que hagas. Hay gente de sobra dispuesta a tirar la primera piedra. —Me da una palmada en el hombro—. Venga. Tráeme una chica extraplanetaria la próxima vez. Con la piel verde estaría bien. Me gusta el verde.
—¿La Torá no dice nada al respecto?
—Correré el riesgo —replica Isaac—. Shalom.
Me siento ligeramente achispado cuando llego al apartamento de Raymonde.
—No te esperaba hasta mucho, muchísimo más tarde —dice cuando me abre la puerta. Me abro paso entre los drones biosintéticos inertes que han estado arreglando el sitio. Hay cubiertas de materia temporal colgadas por todas partes, como telas de araña—. Perdona el desorden, pero es culpa tuya.
—Lo sé.
Me observa con atención.
—¿Y bien?
—Déjame verla.
Me siento en una silla de aspecto enclenque, recién imprimida, y me dispongo a esperar. Raymonde vuelve y me entrega un objeto envuelto en un paño.
—Nunca me explicaste qué hace exactamente —dice—. Espero que sepas lo que haces.
Saco la pistola y me quedo mirándola. Parece más pesada que la última vez que la sostuve, fea con su cañón achatado y su cargador bulboso con las nueve balas, las nueve Cualidades de Dios. Me la guardo en el bolsillo.
—Tengo que irme, pensar un poco —le digo a Raymonde—. Si no volvemos a vernos… Gracias.
Aparta la mirada, en silencio.
Cierro la puerta detrás de mí y tomo el ascensor para bajar al nivel de la calle. Siento un cosquilleo extraño en mi gevulot, y de improviso hay alguien caminando conmigo por la Avenida, un joven de cabellos morenos con un traje elegante, igualando mi paso. Su cara es la mía, pero su sonrisa despreocupada no. Le indico por señas que tome la delantera y lo sigo.